TORIBIO ECHEVARRÍA VIAJE P O R EL PAÍS DE LOS R E C U E R D O S Toribio Echevarría V i a j e por el país de los recuerdos 1 3 . 3 2 .^ Por un exilado JUSTIFICACIÓN No obstante no rebasar las copias mecanografiadas de este trabajo los números dígitos de una sola mano, han rodado lo bastante entre amigos para suscitar de parte de hijos y nietos de los evocados en él con gratitud y amor, el ruego de que se le haga el honor de la imprenta al efecto de conservar el recuerdo cariñoso, como se guarda una flor entre las hojas de u n libro. Y yo, el exilado responsable de estas nimiedades hilvanadas sin arte mayor, a medio paso con mis ochenta años y pico de regresar al misterio de que procedemos, retiro mi discreta reserva y me resigno a afrontar la vergüenza de las críticas que pueda promover su publicación por lo que tuviera de pretensión literaria, amparado en lo necesariamente precario del sonrojo a pasar y en el supuesto de que n o ha de reprochárseme como vanidad senil el haber accedido a aquel ruego amigo. Caracas, noviembre de 1967. T. ECHEVARRÍA. N O T A La necesidad de pasar nuevas capias de este trabajo mecanografiado en 1949 ha hecho que diera otra mano al original, por l o que resultan modificados ahora con algunas correcciones de estilo ciertos párrafos rehechos al intento de lograr una mayor claridad y varias notas añadidas al pie. No me hubiera tomado esta labor si no fuera porque, tontería, vanidad o lo que sea, me proporciona placer y me sirve de descanso; modo más honroso de entretenerme, paréceme a mí, que el resolver crucigramas o acertar charadas o hacer solitarios con la baraja, aun cuando nadie acierte a ver en esta especie de monografía la estampa de una época, el proceso de una idea que ha influido en nuestro siglo en una medida semejante a la del cristianismo en el Mundo Antiguo, y el impacto de esa idea en un pueblo que puede servir de exponente general; que no ha sido elegido por ninguna razón especial, sino por el simple hecha de ser el que conoce mejor quien se ha tomado el trabajo de escribir lo que sigue. Caracas, julio de 1956. P R O L O G O que en realidad es el epílogo ¿Valía la pena ocuparse en recordar estos particularismos que sólo pueden importar a la familiaf estas cosas locales que se refieren a un pequeño pueblo perdido en un rincón distante de la tierra,, estas nimiedades que a lo sumo gustarán una docena de amigos, que cada año que pasa son menos, cuando el mundo está conturbado por las más graves preocupaciones que se han dado jamás en la Historia? Esta es la hora, en efecto, en que todo está puesto al crisol, más aún que durante la misma crisis de la guerra, y hondas revoluciones están ocurriendo en los pueblos. Media Europa ha crisalidado detrás de la Cortina de Hierro para una metamorfosis de la que no se sabe lo que va a resultar. La otra media también está mudando activamente sus sclerites o piezas de quitina, para desarrollos biológicos que no caben en la vieja caparazón. Asia, por su parte), es teatro de vastos deslizamientos, como los que en las épocas geológicas han determinado la aparición o la desaparición de continentes y cuyo sentido no está claro todavía. La joven América ha venido a ser la heredera de la civilización occidental y habrá de verse cómo cumple su cometido en los tiempos graves que van a seguir. Rusia se encuentra en el punto crucial de su experiencia, cuando la humanidad habrá de saber si ella es factor de paz o de guerra, qué decisión esconde en fin entre los pliegues de su enigma. Comunismo y capitalismo han pasado a otro plano, aunque a primera vista parezca constituir la actualidad palpitante. A lo menos en el sentido de que en su antonomía pesa hoy más lo político que lo económico. Rusia, que ha reincidido en una sociedad de clases, está enfrentada en este momento a Yugoslavia y dirige el bloqueo de la Cominform contra ella, que está ocupada a fondo en una reorganización social bajo principios de la más pura ortodoxia marxista. Inglaterra ha visto desaparecer en el proceso de estos últimos años,, por obra del impuesto como instrumento de reforma social, clases sociales poderosas, sin necesidad de haber vertido una gota de sangre; y desaparecer de una manera tan completa como otras en donde se ha procedido a su exterminación física afrontando la culpa del genocidio. Los Estados Unidos de América, el exponente más elevado del capitalismo, se ayudan impulsando a Europa, saturada de socialismo y en trance de transformaciones sociales de signo contrario a su sistema económico, sin condicionar su ayuda a circunstancias en el orden interior, ni aun en el caso de Yugoslavia. Y es de recordar en apoyo de esta aseveración, que el plan Marshall se brindó a todos los países de Europa, sin exceptuar a Rusia, y que fue ella la que se excluyó y apartó a sus satélites y movilizó sus quintas columnas contra el plan, interesada, no en la recuperación de los pueblos convalecientes de la guerra, sino en la descomposición de la economía mundial, prometiéndose del caos mayores ganancias políticas que por cualquier otra vía. Independientemente de la cuestión de capitalismo o comunismo como sistemas de organización de la empresa en el orden de la producción, el hecho social dominante en esta etapa de la Historia,, tanto en los países capitalistas como en los comunistas,* es el crecimiento enorme y enormísimo del Estado como beneficiario capital de la renta nacional. Y en tanto que en Rusia tienen que introducirse en la empresa estímulos de carácter capitalista para animar la producción, en otros países, que no han abandonado la forma capitalista, los estimados utilitarios se han reducido por la participación del Estado en los beneficios de las empresas al mínimum, indispensable para que funcione el sistema. Y así se da el caso de que el Estado, en muchos países que siguen llamándose o los siguen llamando capitalistas, propicie salarios directos más elevados que en los países comunistas y retribuya al pueblo trabajador más ampliamente con lo que en Rusia dicen salarios indirectos, mediante servicios sociales mejor dotados. Y no por ser pueblos más ricos, sino por estar socializado a ese punto un gran sentido de equidad. Por eso la cuestión fundamental del momento, la que domina en el fondo sobre todas las demás y en realidad está planteada en todas partes, ha venido a ser la siguiente: ¿qué grado de intervención corresponde a la sociedad en el Estado? Esto es, en otras palabras, la cuestión de dictadura o democracia. Cuando todo esto tan actual, tan ingente y universal está sobré el tapete y se ofrece a la consideración del estudioso, ¿valía la pena de tomar el trabajo de redactar éstas que parecerán nimiedades y agua pasada para una tirada de cuatro o cinco ejemplares, que es lo que admite la máquina de escribir? A los que habrán oído hablar de las tiradas de miles, de cientos de miles y aun de millones que alcanzan las de ciertos industriales de la literatura, les parecerá tontería grande esta inútil fatiga; pero sin desmentirles por mi parte, convendrá acaso recordarles que en otras épocas de más alto sentido espiritual los grandes maestros de la pintura, por ejemplo, confiaban su gloria a la fragilidad de lo que podríamos decir un solo ejemplar, que no pocas veces no tardó en desaparecer. Y lo mismo los que escribieron antes de la imprenta. Para que aprendamos de este sublime desinterés y, a falta de otros méritos, nuestro trabajo tenga alguno, por lo que pueda participar de esa noble condición desinteresada. Por lo demás, cumplido con los amigos a que va dedicado este trabajo y que, seguro estoy, lo pasarán de mano en mano por cariño .de los que aquí se recuerdan con amor,, me consideraré bien pagado de mi fatiga con que el mismo llegue a alguno de los nietecitos que hoy meten bulla en mi derredor. Porque pienso que si yo hubiese tenido la fortuna de tropezar con alguna memoria como ésta de mis abuelos, no hubieran muerto del todo, no obstante la modestia con que hicieron su peregrinación de la vida, sin salirse del "Zutegui" de Chirio-kale, en Eibar, donde a fuerza de fragua y martillo, batiendo hierros dulces, labraban sus cañones, que cobraron fama e hicieron honor a su punzón. Porque también el oscuro trabajo de todos los días, el esmerarse en un oficio y el criar hijos para la vida de los pueblos que entran a formar el caserío de su procedencia, a cambio de que les fuese pagada por la casa la prima que llevaba aparejada el contrato de aprendizaje en la armería; prima que se añadía a la obligación de dos, tres o cuatro años de resistencia. Al lograr de inmediato tan positivas mejoras como las que obtuvieron los artesanos d e los oficios de la armería, gracias a la recién constituida Federación local, con sus gremios, sus tarifas, su limitación de aprendices y demás regulaciones profesionales, no fue mucho que los asociados contribuyeran de buen grado, con parte de sus ventajas, a la creación de un fondo común de resistencia, aparte constituir en ella una reserva nominal por cada uno de ellos, para responder de las infracciones reglamentarias en que pudieran incurrir. Al efecto de la mayor eficacia de estas regulaciones, la organización dispuso hacer efectivo el importe de los trabajos individuales por mediación de una oficina central de cobros, cuyo habilitado fue José Antonio Astigarraga, el famoso Moscatela, ex tenor de ópera, que ha de reaparecer más de una vez al correr de estas notas. Con tanto, los gremios empezaron a tener disponibilidades de importancia para practicar la solidaridad —huelgas de los alpargateros de Elche y tejedores de Béjar, hacer préstamos a organizaciones hermanas —panaderos de Bilbao— y embarcarse en más de u n a aventura de carácter cooperativo. Pero ¡cuánto no dieron qué hablar estas cajas de resistencia, estos fondos comunes y aquellas reservas nominales retenidas por la Organización; cuánto qué decir no dieron a los enemigos de ella! ¡Cuántos trabajos de zapa, cuántas propagandas tendenciosas y cuántas insinuaciones calumniosas para despertar la desconfianza, encender el egoísmo contenido de los individuos y provocar el reparto del haber común! ¡Qué de insidias para desalentar a los asociados y desmoralizarlos con la duda! De aquella época datan en Eibar, lo mismo que el léxico especial que ya dijimos de los elementos socialistas, las expresiones enemigas de "vividores", "embaucadores", "chupa-cuotas", "cazadores de incautos", "explotadores del obrero", etc., etc. que los detractores de nuestros veteranos del socialismo eibarrés no tuvieron que inventar, habiendo sido puestas en circulación por la prensa burguesa y el pulpito en toda España. Y ¡qué escándalo hacían y cómo explotaban la desgracia o el accidente de alguna irregularidad que pudiera descubrirse en los organismos obreros, aunque fuese a gran distancia! Como El Motín que tenía una sección especial para las amas de cura que salían preñadas, así aquella prensa reaccionaria destinaba un lugar especial para la noticia de algún Secretario de Sindicato que malversara los fondos sociales, o de un Presidente que se escapase con la caja común —cosas que naturalmente ocurrían— comentando el caso un día y otro día, con la misma fruición escandalosa con que el periódico de José Nakens comentaba los deslices clericales. Y aquello, aunque extraño y de otras tierras, servía de pábulo a la maledicencia local, ansiosos los enemigos de aplicar la moral del cuento a los de casa. ¡Cuánto no hubieran dado ellos por poder probar un día alguna irregularidad de esa clase a algún socialista o "societario" de la vecindad, para levantar el grito al cielo y enterrar al culpable y toda su relación política siete estados bajo tierra! Y se comprende que aunque los luchadores de aquella hora estuviesen hechos a esta clase de dicterios, no dejara de espantarles sólo el pensar lo que sería el que un día pudieran producirlos con verdad los enemigos. Y como El Motín, con sus escándalos, contribuyó más que nadie a sanear las costumbres clericales y a que fuera más alto el nivel moral y cultural de la siguiente generación de curas, así aquello de vividores y embaucadores, todo aquello de comerse los jefes las cuotas de los incautos y robar las cajas de resistencia y prosperar a costa de los obreros, tan explotado a diario contra los socialistas de los primeros tiempos en la prensa, en las sacristías y hasta en el teatro, hizo que éstos pudieran luego ser notados por su austeridad, por su capacidad administrativa, su responsabilidad; justamente por aquellas virtudes contrarias a los vicios que sus enemigos se empeñaban en atribuirles. Por aquello que el Diablo confesaba al doctor Fausto, de ser el espíritu de contradicción lo que procurando el mal contribuye al bien. Y esto que fue común y notorio en toda España, en Eibar tuvo especial confirmación hasta los días de la guerra, y no lo decimos hasta hoy por el paréntesis abierto por aquel tremendo accidente no cerrado todavía. * * * Los ensayos cooperativos. Entre las virtudes socialistas tan bien representadas en Eibar, la principal era el espíritu de continuidad, la perseverancia en el empeño, en contraste con otros radicalismos que hacían el mayor gasto de las masas obreras españolas y se producían en régimen torrencial, hinchando a veces la corriente hasta desbordar de su cauce y otras dejándolo en seco, según el buen o el mal tiempo políticos. El Socialismo español, al contrario de estas alternativas que registraban otras tendencias, creció de una manera orgánica, desarrollando una curva prácticamente regular, y aunque influyeran naturalmente en él el buen tiempo y el mal tiempo circunstanciales, nunca este azar desorbitó su importancia en más ni en menos de la que fue teniendo paso a paso por su propia virtualidad. Así, por ejemplo, los llamados por analogía siete años ominosos de la Dictadura de Primo de Ribera, no bastaron a desmedrar sus filas, cuya importancia numérica apenas varió, ni pusieron en vacaciones a las organizaciones de tendencia socialista, a lo menos en cuanto a sus principales actividades específicas; pero tampoco el viento favorable de la República hinchó desmesuradamente sus cuadros, porque la autoridad y el prestigio políticos que aportó al nuevo régimen en generosa colaboración, le tenían despreocupado del negocio proselitista en que otros concentraban su atención, sin preocuparles comprometer con sus demagogias aquella conquista política del pueblo, buscando aumentar su clientela. Informado el socialismo eibarrés por ese espíritu de continuidad y aquel afán constructivo, desde los primeros tiempos del efímero Gremio Armero Eibarrés, conglomerado indiferenciado que precedió a las Sociedades por oficio y montó de buenas a primeras un importanite taller colectivo para la fabricación de armas, hasta la Cooperativa Alfa, que cuando la sublevación militar, en 1936, triunfaba en la fabricación de máquinas de coser, después de haber capitalizado de cinco a seis millones de pesetas en dieciséis años de constantes éxitos industriales, los ensayos cooperativos, complemento de la labor política, sindical, y administrativa que ocupaba a los socialistas se sucedieron en Eibar en gran número. Unas veces en el terreno del consumo (víveres, tejidos, herramientas) y otras en el de la producción (armas, ferretería, e t c . ) . 1 9 Y se sucedieron, claro está, con muy varia fortuna, pero siempre dentro del mismo espíritu constructivo y creador. Este espíritu, característico del Socialisrrío español que en Eibar encontró tan fértil terreno, hacía contraste con el ^politicismo catastrófico del anarquismo bakumniano, que en aquel entonces, cuando la aurora social sobre el Ego, confiaba su éxito a "la propaganda por el hecho" (los atentados' terroristas, el magnicidio). Y luego, cuando el Sindicalismo revolucionario importado de Francia tomó cuerpo en España, hacía igual contraste eo la violencia sistemática de los que profesaban el mito de la Huelga General y propagaban las tácticas de la llamada Acción Directa. * * * El Anarquismo. Recuerdo cómo los atentados anarquistas encendían las imaginaciones de la gente trabajadora, porque ya hacía yo mandados a los artesanos de Chirio-kale, cuando se comentaban en las tertulias de aquellos obradores las bombas de Barcelona. La figura romántica de aquellos locos que sacrificaban la vida a su quimera, cuando todavía nuestros hombres no habían acertado por dónde y cómo 19 El Gremio Armero Eibarrés que se apresuró a ensayar la producción en colectividad y se veía naufragar en honduras insospechadas, en ocasión de unas elecciones —una de aquellas elecciones a que daba lugar el turno pacífico de Cánovas y Sagasta y en nuestros distritos podridos del Norte triunfaba la vanidad del candidato que distribuyera más dinero— votó como un solo hombre a favor de uno de los contendientes por el distrito de Vergara, a cambio de un perlino convencional que éste formuló al taller colectivo; pedido que, naturalmente, no podía salvarle pero sirvióle para salir de alguna dificultad de momento. Era, sin embargo, la primera vez que los electores sintieron la necesidad de justificarse, disfrazando la ordinaria venta del sufragio con la apariencia de un sacrificio a un interés común. Después de este episodio y el rubor que debió producir en la naciente conciencia socialista de la localidad, vino la dignificación del sufragio, con una severa persecución de la compra-venta de votos, que continuó en el caserío casi hasta la República. canalizar su protesta social de explotados por aquellos codiciosos "Montadores" que les hacían sus encargos, aparecía como la de unos héroes propuestos a la admiración. Y, en efecto, había de admirable en aquellos hombres el espíritu de sacrificio, en contraste con el efecto innoble que se había de seguir de la generalización de las doctrinas de la violencia profesadas a condición de ser martillo y no yunque, o la de poderlas practicar en climas de impunidad. Y los hombres de Ravachol y de Pallas se ponían a los perros, que eran animales apreciadísimos y como miembros de la familia, motivo de celos y competencias entre los cazadores, que lo eran casi todos los vecinos, como antes les habían puesto, por efecto de la misma admiración romántica, los de Candelas y Prim. La emoción cumbre en este orden de reacciones fue cuando Angiolillo, un anarquista italiano venido de Londres, puso fin a los días de don Antonio Cánovas del Castillo, Presidente del Consejo de Ministros, en el balneario de Santa Águeda, en nuestra provincia de Guipúzcoa. El anarquista se había propuesto vengar a los martirizados de Montjuich, y vengarles de una manera elegante, cobrándose al responsable en un momento de soledad en que no pudiera haber víctimas inocentes, después de haber desistido del hecho en varias ocasiones en que hubiera peligrado la esposa de la víctima elegida. Este leía La Época, órgano ministerial, sentado tranquilamente en una rústica silla del jardín, en aquel rincón ignorado del mundo, sin preocuparse de aquel distinguido bañista extranjero con quien había tropezado más de una vez, cuando fue abatido a balazos. Cuando a su vez el matador fue ejecutado en vil garrote en el patio de la Cárcel de Vergara, mis padres hubieron de poner en juego mil historias piadosamente mentirosas para que no me sumara a la caravana de los que fueron por el monte a presenciar la ejecución en el vecino pueblo, cabeza de partido. Nuestro hermano mayor, Aurelio, que era también un inquieto y curioso de todas las cosas, estuvo presente en el acontecimiento y mucho me costó olvidar el fraude piadoso por el que perdí el ser testigo de aquella ocasión tan sonada. Pocos de los circunstantes pueblerinos entendieron el significado de la misteriosa palabra con que se despidió el reo en el patíbulo "Germinal". Su gesto ante la multitud, más próximo a la admiración viendo su sangre fría que a mostrarse indignada de la venganza que había ejecutado, le parecía seguramente una siembra, y no cabe duda de que en el cielo de su idea se prometía una amplia cosecha con aquella su heroica apologización del Anarquismo, a que ofrendaba aquel sereno sacrificio. Mi madre que, con ser tan mujer de su casa, tenía bastante criterio debido a sus muchas lecturas, interpretó la exclamación del anarquista en el sentido que queda expresado en esta nota, frente a mil absurdas versiones de esoterismo y misterio que corrieron por entonces en el pueblo. * * * ( El Anarquismo, moda intelectual. A pesar del efecto que la mística del Anarquismo producía en las imaginaciones, y con vivir el pueblo de Eibar un periodo climatérico señalado por el hecho de estar abriéndose las almas a las más atrevidas novedades, en Eibar no se dieron los anarquistas. Hubo, sí, algunos ejemplares en el periodo triunfal del Sindicalismo revolucionario, pero aun entonces, con haberse generalizado la tendencia en tantos centros obreros, no pudieron constituir en nuestro pueblo una seria oposición. En aquél tiempo de los comienzos de la milicia socialista a que venimos refiriéndonos en este capítulo, no había seguramente en todo el valle del Ego, nuestro modesto río que lleva sus aguas al Deva, más que uno, de tipo> intelectual é l , 2 0-como eran entonces los Baroja, los Azorín y los Maeztu, o cuando menos uno que dejaba suponérsele tal, acaso por esnobismo contraído en sus frecuentaciones de la bohemia en París: Ignacio Zuloaga, que tenía su taller junto1 a la Casa Contaderukua, antiguo palacio de los Unceta, Contadores del Rey en el siglo xvi, que había venido a parar a los Zuloaga, una verdadera dinastía de artistas, y en el cual palacio nació el pintor, nuestro paisano. Trabajaba éste su temporada de Eibar, sirviéndole de mentor para los misterios de la torería y lo esotérico de los gitanos a que tendía su género, uno muy fino en su persona y sus maneras, pero que, según decían, no tenía suficiente alma para enfrentarse con los toros en el redondel: "El Aseao" a quien, sin embargo, se le vieron algunas buenas faenas con el capote, lidiando los toros de San Nicolás de Lástur, en nuestra vieja Plaza de Eibar. También le servía en oficios mecánicos el compañero Pedro Chastang, por lo que éste tenía de francés 2 0 Nada más lejos de un intelectual, a la manera de esto se suele entender, que Ignacio Zuloaga. Había nacido para el arte, y el arte se reveló en él como una fuerza de la Naturaleza, sin que influyeran en él lecturas, teorías, doctrinas estéticas ni filosofías del arte. Todo le entró por los ojos y lo sacaba del fondo de su sensibilidad personal, sin entretenerse en análisis, de los que ya se encargarían los profesionales de la crítica y los teorizantes en trance de hacer algún fíbro. y aquél de afrancesado. Afrancesamiento que venía de su padre, don Plácido, figura destacada de la dinastía que dijimos ser la familia, gran frecuentador de muchos hombres de arte en París, que además dé padre era el maestro de Ignacio hasta que se reveló el pintor. Y este afrancesamiento original no deja de asomar en la manera de ver a España nuestro paisano, quien la veía, antes bien que como la sentía Unamuno, como la representa un Barres, para no citar a Gautier y Merimé. Su periodo de Eibar coincide con el de veleidad toreril, en la que le acompañó Amtuátegui, y algunas veces se les vio juntos en la arena de la Plaza de Unzaga, donde se montaban los tablados para las corridas de San Juan y donde lucían su pátina secular las piedras bermejas del Palacio de los Condes de Oñate que, como dijimos, sirve de fondo a algunas pinturas de Zuloaga. Pero el anarquismo de Ignacio Zuloaga, como el de Azorín y los otros intelectuales que seguían esta moda, con haber acuñado Maeztü aquello del "metro de sangre", no debía inquietar mucho a la policía, a pesar de las bombas de Barcelona y la trágica actualidad de los magnicidios. Don José Madinabeitia, el médico socialista de Bilbao, que algún tiempo después, con Tomás Meabe, había de ser nuestro maestro de socialismo en Eibar, solía decir de su hermano Juan, que triunfaba en Madrid y era también ¡anarquista por el mismo estilo, que este anar- % quismo intelectual de los que se confesaban tales, era una manera de servir a su propia comodidad, en una época en que el imperativo social tenía exigencias enormes para los hombres de inteligencia y corazón-, permitiéndoles encerrarse en su torre de marfil de la utopía, sin comprometerse a nada. * * * El prestigio de la industria, bien común. El objetivo de aquellas reuniones obreras de la Federación local no sólo fueron las tarifas y los aprendices, ni perdieron demasiado tiempo, con resultar ello tan interesante, en los pleitos judiciales, las polémicas que les armaron los enemigos con motivo de los punzones y las multas disciplinarias, y, sobre todo, con motivo de su índice de patronos recalcitrantes a quienes podían dejar en seco a poco que se revelaran contumaces. Todo aquello mientras duró —y fueron varios años— representaba bastante aproximadamente lo que Ramiro de Maeztu, en una época de su cambiante ideología, llamó la "palingenesia", o sea una nueva Edad Media que creía ver en el ideal del Socialismo gremial que descubrió en 1 I n g l a t e r r a . 2 1 Pero con haber apasionado tanto, no era, sin embargo, más que un episodio en las condiciones cambiantes de la industria eibarresa en rápida evolución. Un objetivo en que las organizaciones obreras hicieron mucho hincapié y persistieron hasta en los más enconados momentos de la lucha de clases en los años que habían de seguir, fue una antigua preocupación que heredamos de nuestros padres: mantener el prestigio de la industria tradicional que nos sustentaba, considerándola como un bien patrimonial del pueblo, que la codicia de los patronos desaprensivos no tenía derecho a menoscabar, defraudando en la calidad en una cosa tan seria para el usuario como son las armas de fuego, so pretexto de libertad comercial. Desde los antiguos días de los canonistas a martillo, que habían puesto tan alto el pabellón de nuestras armas labradas a mano, había en Eibar un banco de prueba de cañones, cuyo punzón era obligado en ese elemento fundamental del arma para que pudiera continuarse su elaboración y ser el producto confiado al comercio. En el tiempo en que empezaban estas novedades de carácter social de nuestra referencia, todavía era director del banco de prueba de cañones, un tío nuestro, hermano mayor de mi padre, aunque a la sazón enfermo e impedido y grave carga para nuestra pobre madre. La Federación no se contentó con esta acostumbrada prueba inicial de los cañones. Impuso el punzón de una segunda prueba realizado el montaje, y estableció una tercera de mayor prestigio terminadas todas las operaciones, que era voluntaria. Con ello ganaba el crédito colectivo de la industria y los oficios se obligaban a una mayor responsabilidad profesional en la ejecución de los trabajos. Con todo, ninguna de estas cosas se consiguió sin arduas luchas, y hubo necesidad de imponer severas sanciones a más de un patrono recalcitrante que no entraba por esta senda; política prudente que, en cambio los obreros, comprendían perfectamente. * * * Progreso de las costumbres. También en el orden moral y las costumbres sobrevino una verdadera revolución bajo la influencia de aquella novedad del Socialismo. No es que los hombres que adoptaban 2 1 Es posible que Maeztu inaugurara ese su periodo del Socialismo gremial en una conferencia que explicó en el Salón Teatro, de Eibar, a su vuelta de Londres. Con lo de la palingenesia quería significar que se trataba de resucitar una nueva Edad Media, como en los palimpsestos se regenera el texto original que fuera cubierto de opaco barniz para dar lugar a vulgares lugares comunes de teología. aquella doctrina se volvieran ángeles, pero sí que muchos se dieron a otros afanes y fueron mejores que antes. No que se desterrara el vicio, pero sí que fuera más eficazmente combatido. No que todos se volvieran cultos, pero sí que se dejaran de hacer muchas cosas que denotaban atraso. No trabajar los lunes o mal trabajar ese primer día de la semana, jugando al escondite entre el taller y la taberna, curándose de los excesos del día anterior, da lo que en el argot local se denominaba "el aje" y sigue a aquellos excesos, era casi una institución. Y cuando un lunes corría la noticia de algún partido de pelota, de una prueba de bueyes, o de una pelea de carneros, o de cualquer apuesta más o menos bárbara o estrambótica a que el pueblo era dado, la gente abandonaba los talleres con la más completa unanimidad, satisfecha de tener un pretexto confasable para hacerlo a las claras. Y esto ocurría casi todos los lunes y holgaba el aviso del pregonero, pues antes de que éste lo publicara en las esquinas a tambor batiente, sabía todo el mundo lo que iba a decir este honrado funcionario municipal. Por eso cuando una empresa construyó con fines utilitarios un frontón cubierto, lo bautizó con el nombre de "Astelena", literalmente, primer día de la semana, a sea lunes, sabiendo que los lunes le depararían las mejores entradas. A este régimen del lunes correspondía el vicio de trabajar los domingos por la mañana, no por irreverencia —aunque en ello no hubiese mucho de devoción— sino en interés de hacerse con un extra para los excesos de que habían de curarse los lunes. Y esto fue así hasta que las inspecciones de la Junta local de Reformas Sociales acabaron por imponer la estricta observancia del descanso dominical con la más firme colaboración de los delegados socialistas. Y aquí viene al caso una observación que podría encerrarse en un paréntesis. Los republicanos históricos de España, meramente anticlericales, entre cuyas prácticas entraban los banquetes de promiscuación en Cuaresma y el trabajar los días de precepto, combatieron ardientemente la imposición legal del descanso dominical, y aunque trataban de cohonestar su actitud propugnando el descanso semanal, lo que denotaban era su falta de emoción de lo social, su incapacidad de sentir la medida como un avance social; la ausencia de aquello que justamente era lo característico de los socialistas, Lo que, en cambio, no impedía a los socialistas el que políticamente se sintieran republicanos y liberales en materia de religión. Además de esta regulación del régimen de la semana, se desterró la costumbre de prolongar la jornada por la noche, cosa antes común en los oficios. En las fábricas, la jornada ordinaria había sido siempre desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, con media hora para el desayuno, a las ocho, y una hora para comer a mediodía, y este inveterado abuso de horas se fue moderando también paso a paso por la presión de las organizaciones obreras, Y cuando terminada la primera guerra mundial se decretó la jornada legal de ocho horas, todavía eran diez las que se trabajaban comúnmente en las fábricas de Eibar. Los obreros, con aquella inquietud espiritual suscitada por el socialismo, empezaron a leer más y a ir más limpios. Se organizaron ciclos de conferencias y el público acudía ávidamente a ellas, con la intuición de quienes vivían los problemas que se trataban en ellas. Se afeitaron más a menudo, aunque todavía no existía la Gillette, y muchos desgraciados se corrigieron del vicio de la bebida. Disminuyó notablemente la mortalidad, • y aunque ello había que atribuirse principalmente al servicio de agua a domicilio, cuyo honor corresponde a la etapa edilicia de don Antonio Iturrioz, de quien se ha hecho mención, no era ajeno a ese mismo resultado este progreso de las costumbres que siguió a la aparición del socialismo en el horizonte local. Y como tópico obligado de todas las propagandas socialistas se daba la campaña antialcohólica; vicio el del alcohol en Guipúzcoa y Vizcaya que tenía proporciones aterradoras, y cuya consecuencia eran los contingentes que poblaban los manicomios de Santa Águeda y Bermeo. Las tabernas de los socialistas. Lo dramático para los socialistas de aquella hora, por el lugar que ocupaba en sus propagandas la campaña antialcohólica, eran las tabernas que tenían algunos de sus líderes. Así ocurría en Bilbao y así en Eibar. Aquella aparente contradicción ofrecía un blanco tan fácil a los detractores, que ella hacía la mayor parte del gasto en los constantes ataques de que eran objeto. Y aunque a esta distancia el hecho sea fácil de explicar y aun de justificar por la serenidad con que pueden mirarse las cosas, dentro de la atmósfera de pasión del momento y el puritanismo que se exigía, obligado es confesar que causaba no poca desazón a todos, viéndose a la defensiva y sintiéndose en una posición incómoda. Los socialistas que se habían metido a taberneros eran invariablemente hombres que habían sido asediados por hambre a causa de sus predicaciones, cerrándoseles todas las puertas para el trabajo en su profesión, aunque tácita, por unánime convención de la clase patronal. De los perseguidos en Bilbao que se vieron abocados a este caso, Facundo Perezagua, líder de los mineros de Vizcaya, fue el más combatido. Su taberna, en el corazón del barrio más denso de la ciudad, era famosa a propios y extraños, no porque la llenaran las gentes del rudo trabajo de las minas que admiraban y querían como a un padre al tabernero, sino por lo que dio que hablar y escribir a los enemigos, y la cantidad de chistes malos que hicieron a su costa las crías de jesuíta que hacían La Gaceta del Norte. Otro de los dejados en seco por el mismo procedimiento, José Beascoechea, moldeador excelente, vino a Eibar y se estableció con una taberna en la calle Unzaga, en una de las casas que llamaban de San Antonio, por haberlas construido a sus expensas el afortunado ecónomo de la Ermita de dicho santo en lo alto de Urquiola, en Durango, que era y seguramente seguirá siendo el lugar de romería que reúne más limosnas en todas las tres Provincias Vascongadas. Y en el escaparate de la taberna de Beascoechea, al lado de la merluza, los callos y otros condumios que provocaban el apetito, se expusieron por primera vez en Eibar, para la venta al público, los folletos que constituían la Biblioteca del Partido' Socialista Obrero Español: El Manifiesto Comunista, Miseria de la Filosofía, El Derecho a la Pereza, de Lafargue, el Informe de Jaime Vera a la Comisión de Reformas Sociales y algunos otros de igual enjundia. En el mismo lugar se distribuía La Lucha de Clases que se publicaba en Bilbao, hoja en que se revelarían los Meabe, los Beni y Zugazagoitia, y en la que Unamuno, ya en categoría de sabio, no escribía sino en los extraordinarios de Primero de Mayo. El compañero Beascoechea que, al igual que San Pablo haciendo tiendas, proveía a su sustento con su mostrador y la cocina, dedicaba lo demás de su vida a una labor proselitista, y de capacitación, y me consta la parte que le correspondía en la formación de los primeros gremios y los primeros pasos que aventuraron las organizaciones obreras en Eibar. Alguna vez le vi en el taller de mi padre que le mostraba respeto. No sé lo que luego fue de él. Seguramente volvería a Bilbao, pues no figura en el recuerdo de las cosas que van a seguir. * * * Valentín Hernández y El Ruido. No tardó en hacerle compañía a José Beascoechea, en Eibar, otro perseguido de Bilbao que vino a parar también con su prole y sus trastos a otra de las casas del bendito San Antonio de Urquila, en la calle Unzaga; Valentín Hernández .Aldecoa, poco después fundador y editor de El Ruido, el más diabólico papel impreso que se dio a leer en aquellas tierras. Yo suponía que el accidente de mudarse a Eibar el mordaz socialista bilbaíno obedecería a algún lío que se procuraría en las columnas de su satírico semanario pero Indalecio Prieto a quien llegaron estas notas en su primera redacción aclaróme las cosas. Valentín Hernández, director a la sazón de La Lucha de Clases, había sido condenado a destierro a consecuencia de una querella judicial entablada por el omnímodo don Víctor Chávarri, verdadero Señor de Vizcaya, personaje central de una de las novelas sociales de Vicente Blasco Ibáñez2 2 a cuenta de unas frases que contra él aparecieron en el semanario socialista, órgano de la Agrupación de Bilbao. Obligado a residir a más de treinta kilómetros de Bilbao, eligió a Eibar como el lugar más acomodado para seguir escribiendo desde allí el periódico socialista. Según Prieto, el viaje de Valentín Hernández hacia el lugar de su destierro, acompañado de su familia y la impedimenta de sus cuatro trastos viejos, le sirvió de ocasión para una de sus crónicas más divertidas en La Lucha de Clases. Habiendo coincidido el Viaje con la festividad de San Antonio, el desterrado se vio en el caso de esperar un cambio de tren en Durango, haciendo tiempo en el andén con los suyos, cuando irrumpieron por allí nutridos grupos de romeros que bajaban de Urquiola gritando y dando brincos como unas cabras por efecto del mosto que habían trasegado a su cuerpo en honor del Santo. Y en una de aquellas cabriolas, uno de los brutos fue a dar tan desgraciado puntapié en la canastilla en que la triste familia llevaba su capital, que éste se derramó entre las vías en forma irrecuperable. Y la razón era que el capital consistía en la calderilla producida por la venta del ultimo número de La Lucha de Clases, que los compañeros de Bilbao le habían entregado como viático, y los trenes entraban y salían sin interrupción aquel día de extraordinario movimiento, impidiendo aventurarse a las vías. Pero si los cobres de cinco y diez se perdieron para el desterrado, los alborotados devotos se ganaron buena parte en forma de puñetazos que aquél, fornido como era, se hartó de repartir a diestro y siniestro, poniendo en franca huida a toda la aldeanería del andén. Sigue diciendo Prieto, que Valentín Hernández, no llegó a extin- 2 2 El intruso. Al segundo personaje de la obra, el doctor Aresti, el novelista le vistió de pies a cabeza con los rasgos morales que corresponden al doctor Madinabeitia, el doctor Madinabeitia de las notas que van a seguir, si bien la aventura de la vida de aquél, naturalmente es distinta, por exigencias de la ficción. guir la condena que le había obligado a sumarse a la familia socialista de Eibar, porque Chávarri, espontáneamente, le perdonó al cabo de un tiempo y el exilado pudo regresar a Bilbao, continuando en la dirección de La Lucha de Clases, hasta que poco después fue expulsado de la Agrupación Socialista. Esta resolución no le pareció bien a Prieto que recuerda fecha y circunstancias. Los enemigos de Valentín Hernández, que dice los tenía muy enconados en la misma Agrupación de Bilbao, explotaron el hecho de que no había dado ingreso en la administración del semanario a un cheque de cien pesetas que se recibió de la Argentina; irregularidad fácilmente explicable en una persona tan poco organizada como era el expulsado, sin necesidad de atribuirle ningún proceder dudoso. Y es entonces que, privado Valentín Hernández de medios de vida, fundó El Ruido, que constituyó un éxito. Valentín Hernández —decía yo en la ahora corregida nota— en vez de poner una taberna como José Beascoechea, sacó a luz El Ruido. En la cabecera del famoso semanario satírico aparecía un hombre de la calle soplando, con los carrillos hinchados, en un aparatoso trombón, del que se escapaba un torrente de notas que ponían en cobarde huida a curas, frailes, beatas y opulentos burgueses, que en la confusión de su pánico se tropezaban en las letras capitales del explosivo título del periódico de Hernández. Y este honrado padre de familia, a quien los puritanos no le discutían menos su desesperado recurso del seminario que a los Perezagua su taberna, hacía por su pan de francotirador desde las columnas de su semanario, haciendo reir al proletariado de toda la región, con una gracia un tanto de sal gruesa, pero sana y bien aplicada. Los censurados que se veían vapuleados en letras de molde en las temidas columnas de El Ruido, se sentían como si se les hubiesen aplicado sinapismos en el cuerpo a juzgar por sus reacciones y le cobraban un odio a muerte, lo que para el censor significaba persecuciones judiciales y privadas de toda suerte, pues siempre los criticados solían ser personas de posición y recursos. * * * Similia similibus. Volviendo al argumento que los enemigos hacían de las tabernas de algunos líderes socialistas y las censuras que no les perdonaban los puritanos. Descontando la pasión de aquel ambiente polémico, no había una relación necesaria entre los excesos del alcohol y la taberna como elemento de la vida social. El alcoholismo tenía que ver mucho más con los salarios bajos y las jornadas excesivas que con los taberneros. Además, similia similibus que decían los antiguos, y no era poco bien enseñar a la gente a comer, en lugar de beber sin entrar bocado. Los borrachos habituales tenían un temeroso respeto a las tabernas de los socialistas, donde se comía, se bebía, se alegraba el espíritu y se trataban cosas serias, en un ambiente que no era el de ellos. Una de esas cosas serias de las tabernas de los socialistas era el canto. No aquellos cantos "más degenerados que el séptimo p . . . que en un momento de indignación dijo Madinabeitia, refiriéndose a los que importaban los pelotaris a su regreso de La Habana y dominaban en las otras tabernas. Cantos a que se hubieran sumado de buen grado Fausto y Mefisto, si en su viaje hacia los gustos del mundo hubiesen parado en alguna de las tabernas de los socialistas de Eibar poniendo a contribución sus voces, que habrían sido calibradas inmediatamente para asignarles su lugar. Los cantos comprendían lo mejor de la musa vasca, siempre muy cultivada en nuestro pueblo. No desdeñaban por otra parte el Gernikako los buenos socialistas. Meabe, desde el primer momento de su conversión al socialismo, quería que el himno de Iparraguirre fuese nuestra Internacional del vascuence, abandonando a los bizkaitarras lo que él decía: "la imbécil Marcha de San Ignacio". Eman da zabalzazu munduan jrutua, "cría y extiende tu fruto por la tierra toda", es, en efecto, franca expresión de un anhelo universalista, tanto más próximo al de los socialistas, cuanto que ese fruto del histórico roble simboliza la libertad. Los himnos socialistas que entraban de rigor en el rito de las sobremesas no eran siempre afortunados desde el punto de vista artístico, pero los más desgraciados tenían la virtud de la ingenuidad y el fuego de la fe. El doctor Madinabeitia, que era un exquisito en materias musicales y cantaba con gusto y buena voz, por los tiempos en que empezó a venir por Eibar, sentía la necesidad de que tuviésemos cantos indiscutiblemente hermosos, y, a falta de unos realmente propios, quería que los socialistas pusiésemos letra a trozos maestros como el coro de los peregrinos de Tanhauser, para entonarlos en nuestros actos. Así, por razón de lo que queda dicho, las tabernas de los socialistas resonaban siempre con voces concertadas y armoniosa música, convirtiéndose a veces en verdaderos lugares de edificación. No me acuerdo ahora çle quién lo sé, pero es el caso que tengo oído contar, cómo paseando una vez el maestro Unamuno con un patrono su amigo, por un lugar del Bilbao clásico, éste le mostraba el bullicio de una taberna llena de obreros que habían terminado su jornada y le dijo: —Mire usted ahí para lo que reclaman "esos" la reducción de horas de trabajo. A lo que el entonces rector de la Universidad de Salamanca, le respondió: —¿Y no cree usted que, con todo y ese ruido, están ahí mejor los obreros que no agotándose a estas horas en algún sórdido taller? Claro que sí lo estaban, sobre todo en tanto no tuviesen Casas del Pueblo para hacer su vida social, que fuesen "grandes y hermosas como las iglesias", cual dijo Galarraga, el viejo, explicando su voto, cuando andando el tiempo se trató de edificar en Eibar una que quedó inconclusa y pereció bajo las bombas fascistas, cuando' los bombardeos de Eibar, Durango y Guernica. * * * Los partidos de pelota. Se ha hecho mención antes de los partidos de pelota, las pruebas de bueyes, las peleas de carneros y el constante afán de las apuestas y los juegos bárbaros. No desaparecieron estas aficiones con el advenimiento de una preocupación viva por los problemas sociales, pero sí se les restó buena parte de su clientela al poblar el horizonte local con otros motivos de interés. Los partidos de pelota solían ser entonces todavía, cuando nosotros éramos chicos de la escuela, a lo menos en los pueblos, partidos meramente de competencia y amor propio local. Alcanzo a recordar uno de esta clase muy famoso que jugaron en el Frontón Viejo de Eibar, Pasieguito y Urcelay. Pasieguito, después de haberse retirado enfermo Indalecio Sarasqueta, "el Chiquito de Eibar", era nuestra gloria local, que consolaba a nuestros padres de aquel triste crepúsculo del que había sido el más grande de los jugadores. Urcelay, "Chiquito de Azcoitia", que con aquel estreno se abría a un gran porvenir, no era menos otra gloria local en el valle del Loyola. Fue el único partido que, ganado por el ambiente llegó a interesarme, pues luego nunca he ido a los frontones. El Chiquito de Eibar falleció poco después, vencido por la enfermedad, luego de haber alternado con Frascuelo y Lagartijo en el plano de las figuras de renombre nacional, y con Gayarre, su amigo, en el internacional. En el negocio de exportación que hacen nuestros pueblos del vas-^ cuenee del llamado "deporte vasco", con su estado mayor de empresa^ ríos y la caterva de jugadores, corredores y otras especies equívocas de la misma fauna, Eibar siempre figuró con una nutrida representación, pero le superaban otros pueblos como Marquina, Ondárroa, Azcoitia, etc. Representaciones que bullían en las cinco partes del mundo para desgracia de no pocos incautos, así apostasen a rojos o azules. Una vez que de este lado del océano me presentaban a un criollo en mi calidad de vasco, a quien debían dolerle aún las costillas de las palizas que le pegaron en los frontones según pude colegir, me dijo lo que el presentador ya esperaba, porque lo repetía en todas las oportunidades: —¡Vasco, vasco! ¡Bien habéis jodido los vascos a la pobre humanidad con vuestros partidos de pelota y vuestro Ignacio de Loyola! Las pruebas de bueyes fueron prohibidas más de una vez por los gobernadores que viniendo a la provincia pretendían pasar por progresivos, sin advertir su inconsecuencia al permitir las corridas de toros, las carreras de caballos y más tarde los matchs de boxeo. Cierto que en las pruebas de bueyes se sometía al ganado a un brutal esfuerzo, y el akulari, o aguijoneador, que secundaba al iízaiñ, o boyero, no perdonaba el castigo a la pobre pareja de nobles animales convertida en espectáculo d e un público ululante. La prueba consistía en arrastrar sobre la aspereza de un empedrado que las plazas tenían a ese efecto en nuestros pueblos, un monolito de no sé cuantas toneladas, midiendo los recorridos en una unidad de medida que llamaban ulízia, y que los competidores tenían que igualar o superar en un tiempo parejo, con otro par de bueyes. Algo que por su rudeza y primitivismo nos remite a los trabajos que debía exigir la construcción de dólmenes, o la erección de monumentos megalíticos, como el de San Miguel de Arrechinaga, en Jenein, Marquina, las hileras de menhires de Carnac, en Bretaña, o la rotonda de Stonenhagen, en Gales. Santiago Astigarraga, Ibargaiñ, mayorazgo del caserío de este nombre en nuestra jurisdicción, concejal perpetuo en representación de los labradores y Alcalde de real Orden e n repetidas etapas, con su talla de gigante, igual a la que el vulgo atribuía a los legendarios gentiles que habían hecho aquellos trabajos megalíticos, era en nuestros días el más conspicuo de este deporte d e las pruebas d e bueyes, y tenía siempre las mejores parejas, yuntas de toda la región, orgullo al que acabó por rendir su hacienda, que n o había sido poca. Pero la prueba de bueyes más interesante de las que se recuerdan fue la que ganó Ricardo Embeita, Chapel el viejo, asistido de dos robustas aldeanas de Elgoibar que hacían de akularis armadas: de sendos aguijones, las que llegado el momento no reparaban en arrimar el hombro al monolito para sumar sus fuerzas a las de las bestias. Esto me trae a los puntos de la pluma un detalle que demuestra lo que en los antiguos clanes ha sido la mujer vasca en el régimen doméstico y la economía del caserío, donde la economía del caserío representan la ruda faena de arrancar el pan de todos los días a los riscos y las breñas sobre que se asientan las pobres tierras que cultivan: la mano derecha.23 En efecto, en nuestro dialecto de Eibar, decimos eskerra, izquierda, y eskumia, derecha. Pues bien, es de notar que eskerra es el compuesto de eskua mano y arra, miacho; y eskumia de eskua mano y emia, hembra. Es decir, que la mano hembra, en oposición a mano macho, es la mano derecha, la útil, la que trabaja, lo que nos vale más en la vida. Y así efectivamente ocurre aun en el caserío, y de ahí que Chapel, hombre muy avisado, cuando concertó su histórica prueba de bueyes fuera a buscar a sus colaboradores que le valieron el triunfo en el sexo femenino en vez de sumarse dos "gamberros". ¿Tendrá esto algo que ver con la particularidad de que la raíz vasca de la palabra mujer, andria, se parezca tanto al andreia de los griegos con que significan virilidad? También en el capítulo II del Génesis, Adán saluda a su mujer al presentarle ésta el Creador, con la palabra Isha, que la vulgata traduce por Virago y nuestras Biblias en castellano por Varona. i * * * Las peleas de carneros, "arijokuak", son lo más bestial que se da en la Naturaleza, con abundar ésta en crueldades. Como ella no se cuida de moral, tampoco la piedad le da cuidado.2 4 Toman carrerilla haciéndose atrás los dos machos celosos, y luego se lanzan el uno contra 2 3 En las sociedades en un medio de guerra permanente, cuando la defensa del suelo que se pisa es cuestión de todos los días por decirlo así, se da lo que Tácito cuenta de los germanos: "El tiempo que no dedican a la guerra lo pasan en cazar, comer y dormir. Los más bravos disipan su tiempo abandonando el cuidado de la casa, el lar y los campos a las mujeres, los ancianos y los niños. Tácito. Costumbres de los germanos. XIII. 2 4 Sin embargo, el hombre, este animal capaz de la piedad, de hacer resistencia al pecado y de engolfarse en metafísicas buscando la razón suficiente de lo que ha sido, lo que es y lo que será, también es un producto de la Naturaleza. Y en una historia natural del hombre habría que referirse a estos productos psíquicos y sus materializaciones en moral, derecho y técnicas, como en la de la abeja se estudian los instintos y sus materializaciones de la colmena, la sociedad y sus técnicas. el otro con un ímpetu ciego para chocar en lo alto con sus tiestas, produciéndose un ruido seco que repercute dolorosamente en nuestras sienes. El acontecimiento hacía desbordar los entusiasmos de la aldeanería, henchidos con sólo el anuncio de la fiesta, cuando los dos brutos llegaban a los veinte, los treinta topes o más antes de que uno de ellos cediera abandonando el campo. Pues invariablemente llega un momento en la terrible competencia en que el dolor del cráneo deshecho, a pesar de la rabia ciega de los contendientes, puede más que el furor del instinto, y uno de ellos se declara vencido con huir por la tangente en busca de su dueño. Mas no son las mansas esposas que en el misterio de la sangre encendieron el instinto furioso las que aguardan ahora al vencedor, sino la taberna más próxima y el homenaje de los admirados aldeanos del vascuence que le hacen gustar del tinto de Rioja como a otro parroquiano más de la bulliciosa partida, de donde no saldrá sin que le hayan deparado otro rival para una nueva apuesta. Igual que nos ocurre a los hombres, que no salimos de una guerra sino para entrar en otra, a pesar de proclamarnos seres racionales y envanecernos de estar hechos a imagen y semejanza de Dios, Aunque nuestro mencionado alcalde, Santiago Astirraga, Ibargaiñ el primero de los "probalaris", también era apasionado de estos belicosos lanudos y solía tener honrosos ejemplares, nadie como Narru del caserío del mismo nombre en el valle de Arrate, criaba campeones que seguían triunfadores en repetidas peleas. Apenas algunos rivales de los pastos fuertes de Gollibar2 5 y Munichibar se atrevían a medir sus carneros con los de Narru. Y eso que los había famosos por las partes de Elgoibar y Azcoitia, donde también se daban aldeanos hacendados con ganas de jugarse los cuartos. Porque el de los carneros de peleas no era un lujo para cualquiera. Había que prepararlos con abundante alimentación especial y buena dosis de vino, y tenerlos en forma sometiéndolos a diario ejercicio. Y lo cierto es que antes de perder el juego y con él los dueños fuerte apuesta como podía ocurrir al más pintado había el animal arruinado a media casa. Y no sin razón corría el proverbio de que un campeón de aquéllos bajo el techo era peor que 2 5 Me preguntaban aquí por qué allí decimos Gollibar de la Puebla de Bolívar, de donde proceden los antepasados del Libertador. Por la misma propensión fonética que hizo Gascones de los Vascones, Guillermo de Wilhelmo y los aldeanos alaveses dicen gueyes, como aquel sermón que refería mi madre, de: Gusotros, gusotros y guestros, gueyes, juísteis los que trajisteis la piedra fundamental de esta santa iglesia. Una echeko-andra que levantara el codo a hurtadillas, como las damas de la canción con tienda en Rentería. * * * Las peleas de gallos. La de los gallos, al contrario qué la de los carneros, era una afición ciudadana. Los aldeanos escasamente se interesaban por las peleas de gallos, en tanto que apasionaban a los de la villa, donde había importantes galleras y razas muy finas, que se deja^ ban matar si antes no lograban dar sangriento fin al rival. Los gallos de pelea se denominaban ingleses, y los del país, "baserritarrak", grandes y orondos, con una estampa magnífica, eran "arriolaris" que pegaban la "karraskada" a la primera embestida. • Mi padre, con amar la Naturaleza y sus criaturas con el amor que yo creo heredado de él, tuvo esa debilidad o esa contradicción de los gallos de pelea. Y hasta construyó un circo gallístico, por cierto con gran disgusto de mi madre, pues aparte lo que ofendía a su sensibilidad, de todo aquello de sus criaderos y sus castas no sacábamos en casa otro provecho que el de los "arriolaris" que venían para la cazuela, después de haber perdido alguna apuesta. El criador de gallos más entendido de Eibar fue Benito Ugalde, "Sumendisha", un artesano de Chirio-kale perteneciente al gremio de "Chokiatzalles", a quien yo servía de secretario y contador desde que supe hacer palos en la escuela, pues este "buen societario" era anafalbeto; función que yo ejercía alternando con la obligación de los mandados que hacía a otros artesanos, y principalmente a Galarraga, el de las tertulias socialistas. Y si a los carneros daban vino a fin de endurecerlos para la pelea, a los gallos se les prodigaban friegas de aguardiente en las partes que se les había desnudado de plumas para privar de agarraderas al contrario, y se les aguzaban los espolones raspándolos con un cristal, e incluso nuestros reglamentos permitían suplementarios con la vaina vacía de otros héroes que habían sido, la cual se les fijaba con una cola especial. Y lo mismo que en el caso de los carneros, había que tener a los gallos en forma para la ocasión de las apuestas, dentro de un peso dado, en que los gramos contaban mucho, con una suma de cuidados y atenciones a que sólo la pasión de aquellos aficionados podía proveer. * * * - Las apuestas. A todo este repertorio de juegos, pruebas y competencias se añadía la pasión de las apuestas. Se apostaba por apostar y se daban apuestas de todas clases, a veces las más extravagantes y bárbaras, como las del vizcaíno Chanton Piperri, que andaba en coplas por haber apostado a comerse él solo todo un ternero. Ordinariamente se apostaba a correr, a levantar pesos, a subir montañas, a leñar, etc.2 16 Fue muy historiada en nuestro tiempo la apuesta de "Olaso", un mozo del caserío de ese nombre en Elgoibar, que se propuso hacer el recorrido de Eibar-Azcoitia-Eibar en no recuerdo qué tiempo límite y ganó por unos minutos; proeza comparable a la del soldado de Maratón que al nuestro le valió el ingreso con todos los honores en el ilustre cuerpo de barrenderos del municipio eibarrés. "Iturricho", otro aldeano de la armería que no había dejado del todo sus hábitos del monte, apostó en otra ocasión hacer leña del añoso ejemplar de haya corpulento que había en el caserío Ubicha, en no sé cuántos minutos de manejar el hacha responsable de la insensata deforestación de nuestros montes. La gente que acudió al lugar a esperar el resultado de la apuesta que, como todas las que se concertaban divividía al pueblo en oñacinos y gamboínos, volvió impresionada de ver que el "aizkolari" se dio un tajo en la pierna a poco de comenzar la prueba. Pero lo más bárbaro y primitivista de todos estos ejercicios es el levantamiento de bloques-piedra. El "arriazotzalle" que cubrió por entonces todas las marcas o batió todos los récords como se diría ahora, era un aldeano de Iciar y teatro de su hazaña la plaza de E i b a r . 27 Y cuesta creer la popularidad que cobraban estos campeones por el mérito de sus rudas habilidades, si bien económicamente, no estando aún desarrollado el profesionalismo, resultaban unos perfectos "echekaltes"; vale de decir, unos perdularios que iban contra el interés de la casa, que acababa por arruinarse en gracia a tales celebridades. El único entre todos estos triunfadores de nuestras pruebas y rudos juegos tradicionales que sacó algún provecho adelante fue Uzkudun, cuyo crédito de forzudo "aizkolari" o leñador le valió el ser iniciado en la exótica carrera del boxeo, cuando este dos veces bárbaro deporte adquirió algún volumen en España. Uzkundun, que llegó a ser campeón 2 6 En este etcétera está comprendido, por ejemplo, el siguiente caso. Contaban nuestros padres de un hablador impenitente con quien un día apostaron a que no iba del Pórtico de la Iglesia al Frontón sin decir palabra. Y perdió, porque llegando casi a la meta sin despegar los labios, un circunstante que le seguía gritó: ¡Un duro a que no! y el jugador, pensando que ya ganaba, dijo: ¡VaJ 2 7 Posteriormente el récord establecido es: cargar al hombro 230 veces un bloque-piedra de ocho arrobas (casi cien kilos) en una suma de treinta minutos de tiempo, en intervalos sucesivos de diez minutos de acción y diez de descanso. europeo era de Régil, al pie del Hernio, que hace cadena con el Izarraitz, y de la misma Universidad —así se titula el lugar, seguramente por tener todo; venta, cura, médico y maestro— procedía Esteban Ibarbia, nuestro abuelo materno, que de allí pasó a Vitoria para ser empleado de plantilla en la albóndiga municipal; el cual abuelo, haciendo camino hacia la capital de Álava, casó con una linda "emakume" en Aramayona, que es el único pueblo alavés en que aún perdura el vascuence. La taberna de Chirrist. De la casa de nuestra abuela materna, en Aramayona, era tía Malen, mujer de múltiples disposiciones casada en Eibar, que tenía taberna en el Portal de Elgueta, próximo a Chiriokale, último resto de la villa murada. Famosa taberna que llamaban de Chirrist, onomatopeya que aludía a la delicia de sus caldos, adonde los principales de la vecindad no desdeñaban hacer honores al vino y a la habilidad culinaria de la titular. Nuestro padre Nicanor, uno de los asiduos, sin llegar a ser de aquéllos, era de una buena casa artesana que continuaba la de los Irusta, extinguida en nuestra abuela paterna, canonistas famosos todos como dije, y no debió parecer mal partido a la avisada tabernera para una sobrina que tenía en la capital de Álava y que algunas veces la visitaba en Eibar a su paso para Motrico con los señores a que servía en Vitoria, los cuales tenían una casa en aquel pueblo del Cantábrico. Y he ahí cómo y por qué accidente nuestra madre Isabel Ibarbia y Cincunegui, siendo de Vitoria, ciudad catedralicia de un ambiente levítico poblada de señorones, y aunque vasca por sus cuatro costados no hablando sino el "erdera", vino a la angostura de Eibar de puras artesanías y trabajo; que si tenía por una parte aquella rudeza aldeana de sus costumbres y su euskera, de otra parte respiraba en liberal y tenía como una ventana abierta al mundo. Lo que no iba mal con la cultura que ella se había dado con sus muchas lecturas en casa de los señores a que había servido, estimada siempre y llena de consideraciones, que creo le eran debidas en justicia, pues nunca mujer fue tan aplicada a sus obligaciones. Y para dicha nuestra —los que íbamos a ser— tampoco hubo otra de tan buen conformar, con excelente ánimo para lo bueno y lo malo de la vida y l o más y lo menos de las cosas de este mundo. Es ella a quien primero yo oí hablar de Voltaire y de Rousseau, pero si bien había leído la Nueva Eloísa y el Emilio y acaso el Cándido, conocía a fondo a Chateaubriand, que la había llenado de admiración. No había leído el Fausto, pero el Diablo Mundo le era familiar. Con Víctor Hugo hizo conocimiento en Eibar, de un primo tercero o cuarto de mi padre que tenía las obras completas del gran romántico francés. Estos son algunos puntos de referencia para denotar su formación literaria, junto a nuestro padre que tenía una buena letra a lo Iturzaeta, pero no había leído sino el periódico. * * * Estampa de viejos. Temo que a veces en estas livianas notas de viaje por el país de los recuerdos incurra en aspectos de un interés sobradamente personal que poco importan a los demás. Mas resulta inevitable que, a cada paso volviendo por aquellos paisajes padezca la tentación de detenerme en detalles que me afectan por circunstancias de tiempo y lugar, y los amigos habrán de perdonarme la fatiga de aquellas notas en que me he rendido a la tentación, en gracia a otras muchas en que he resistido a ella por temor de resultar impertinente. Aunque como decía el otro, que no me acuerdo quién, uno tiene derecho de hablar también de uno mismo, porque, a fin de cuentas, uno mismo es a quien conocemos más de cerca y de quien sabemos mejor su adentro. Y también uno mismo es el hombre; el hombre que en definitiva es lo interesante. Con perdón, pues, de todos, aún me permitiré dos palabras acerca de nuestros tío Felipe y tía Juana, dos estampas de la época que encierra aquel paisaje y en fin de cuentas ayudarán a interpretarlo. Tío Felipe lo era también de nuestro padre, rubicundo, con una noble figura llena de años y de serenidad, y como persona que pertenecía a la tradición canonista de la familia, era oficial empleado del banco de pruebas de cañones. Cuando vino a ser muy viejo pudo seguir disfrutando del sueldo que allí tenía hasta su fallecimiento, a cambio de que mi hermano Rafael, mayor que yo, muy muchacho pero con una gran disposición que le haría un gran maestro de la lima y el ajuste, hiciera el trabajo material del sustituido en aquel establecimiento. Y si mi hermano Rafael reemplazaba en el trabajo del banco a tío Felipe, yo hacía a tía Juana todas las mañanas, temprano, los menesteres de la calle. No escribiría esta nota si no fuera por el interés que tengo de decir cómo era nuestra tía Juana. Juana Aire, —como le decían. Vivía este matrimonio, que a pesar de no haber tenido hijos era espejo de una dicha conyugal perfecta, en la casa-torre del Portal de Elgueta, de la que se decía ser testigo de mil años de historia, lo cual podría creerse sin dificultad por la ruina que había venido a ser, no obstante el espesor de sus muros. Próxima al "Zutegui" o fragua de nuestros abuelos canonistas, cuando se removieron aquellas tierras, tuve la casualidad de tropezar con una moneda romana de bronce, que la perdí por un curioso que no me la devolvió más. Acaso allí, a cierta profundidad pueda hallarse el piso de alguna vieja estación neolítica. Tenía esta nuestra tía Juana, con todos sus posibles ochenta años, un cutis de luz en una cara que la recuerdo sin arrugas, con las m e jillas sonrosadas como una moza. Sus ojos castaños tenían un brillo especial y nadie hubiera podido suponer que no veían, y que tras aquella luz reinaba la oscuridad más absoluta. Mas a despecho de estas tinieblas, aquella ruina de casa estaba siempre tan limpia, tan aseada y tan fregada hasta en sus más escondidos rincones, que se hubiera podido comer en el suelo como de un plato. Las camas las alisaba con una vara y no presentaban una arruga o un pliegue por ningún lado. Su ropa y su persona estaban siempre como si doncellas de servicio hubieran cuidado de componerla. Su cocido de garbanzos solía tener un sabor especial, que hacía que disputáramos los hermanos para quedarnos a comer en aquel lóbrego entresuelo de una casa en ruinas, que se nos antojaba un lugar poblado de encantos como un palacio. Tío Felipe me tenía un afecto especial desde muy niño, y fue paseando con él un día de Santiago que divisé por primera vez, llegando a Ermua, el perfil de las cúpulas peraltadas de la iglesia parroquial y el palacio inmediato del Marqués de Valdespina, que hicieron en mi imaginación de niño el fantástico efecto que la Ciudad Santa debía producir en los cruzados. Y aún recuerdo el sabor del "amarretaco" que hicimos en la venta de San Lorenzo, meca de los buenos chorizos, que ha seguido siendo hasta la guerra, antes de ir a comer a casa del tío Cura. No faltaron para mí los fresones, las guindas y las peras de agua, orgullo de las huertas de Zaldúa y de Bérriz, que aquel día se mercan en la vecina villa que el día de Santiago festeja a su patrón. Dos cosas hacían la felicidad o la desgracia de esta anciana y amable pareja: la tabaquera del rapé, de que echaban mano a todas horas, y el aguardiente de las mañanas, pues era sacramental para ellos, como para la mayoría de los vecinos de su edad, desayunar con este cordial inmediatamente después de levantarse. Tan sagrado era esto y tan natural al mismo tiempo, que yo también comulgaba con el cordial en cuanto me presentaba a las siete para los mandados de la mañana, y confieso que nada en efecto sienta tan bien como aquel reconfortante, sobre todo los días fríos y húmedos del invierno, en aquel estrecho valle en que se asienta nuestro pueblo. Murieron luego los viejos, derribóse la casa-torre de los mil años lo mismo que nuestro "Zutegui", desapareció el Portal de Elgueta con los sillares que cerraban el arco haciendo puente con la casa de Chirrist de que se ha hecho mención, y sólo un recuerdo piadoso como el de estas notas puede suscitar una leve sombra de aquellas cosas que fueron y ya no son. Porque también las cosas, como' . . .nuestras vidas, son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. * * * Contrasíes étnicos. Entre las muchas comisiones y servicios que atendía yo, muchacho de la escuela, entre los vecinos de Chirio -ikale y sus aledaños, ninguno tan difícil como la de secretario de doña Juana Sisí, nuestra vecina, calle abajo. Esta señora, castellana vieja de la provincia de Avila, el sabor de cuyos decires había yo de volver a encontrar en Santa Teresa, con todo y algunas risibles interferencias del vascuence que se daban en ella, era la esposa de un rudo aldeano de Elgoibar, Victoriano Astigarraga, veterano maestro templista en la fábrica de limas de B. Villabella.25 Yo no sé qué concurso de accidentes o circunstancias pudo juntar al baserritarra que era su esposo, o cómo éste fue a tomar mujer por tierra erdérica tan distante, apenas conociendo sino el euskara. Pero lo cierto es que el euskaldun y la erdeldun estaban unidos por el sacramento y tenían un hijo, el mayor, maestro armero de un regimiento de guarnición en la ciudad de Adaja, y yo escribía las cartas de los padres, que no entendían de letras, para el hijo ausente. Y cada carta resultaba toda una lección de psicología étnica. La madre, como es natural, y más con el tesoro de su habla de Castilla la Vieja, me dictaba ternezas asomándole las lágrimas a los ojos; ternezas que el marido, aldeano de nuestra tierra tan poca amiga 2 8 La fábrica de limas de B. Villabella, era estación de peso de todos los trotamundos que constituían el gremio internacional de picadores y repicadores de limas, asturianos en su mayor parte y franceses no pocos. En aquel ambiente de historias, viajes y aventuras, capaz de trastornar la cabeza al más sentado, muerto nuestro padre, trabajaba mi hermano mayor Aurelio, y así como algún ave de paso de aquéllos sentó la cabeza en Eibar y se sumó al número de vecinos y sus hijos son ahora con nosotros, nuestro hermano se nos fue y se perdió para siempre en el ancho mundo, dejando clavada una espina en el pecho de mi madre. Es el único a quien lloró, con haber visto morir a otros en sus brazos. No tenía lágrimas para los que descansan en paz, sino para quien suponía derrotado en algún extremo de la tierra. de retóricas que en aquel caso no lo eran, interrumpía diciéndome en vascuence: "Ez jamonik eiñ atzu zar orri", y me ordenaba ir a lo suyo, que solía ser el decir sin rodeos ni adornos, más bien claro, lo tocante al asunto, pues el hijo se procuraba repuestos en nuestro pueblo para sus trabajos particulares fuera del cuartel. La señora se irritaba con nuestro patois que no captaba ni a medias y me prohibía severamente escribir lo que el cabeza de familia me dictara, que seguramente sería alguna dureza. Replicaba el otro condenando las "chachalakerias" de la vieja, y así seguía la disputa largo rato, hasta que yo ponía por mi cuenta lo que me saliera del caletre según mi tierna experiencia y adelantábamos un paso en la redacción de la laboriosa carta. Paso ta paso, después de más de media docena de escenas parecidas, llegábamos al final. Terminada la epístola se restablecía el orden y la buena armonía conyugal, y todos tres hacíamos honor a un sabroso café "compuesto",2 9 arreglado según la fórmula de "Guardia" para ellos, bastante más moderado para mí, e íbase la carta a su destino. Hasta que un día, la que llegó de la Ciudad de los Caballeros y los Santos, vino llena de airadas protestas contra el amanuense que utilizaban los padres para la correspondencia. Según la carta, el audaz secretario se había permitido completar la dirección añadiendo con grandes letras el nombre de pila con que figuraba en la nómina del cuartel, el mote o el alias con que le habían llamado sus condiscípulos en la escuela en Eibar. Protestaba el ausente de que en el Regimiento todos le conocían por su nombre como persona honrada y de buena consideración, así como en la ciudad, donde era el maestro Astigarraga para todo el mundo, Protesté a mi vez de mi inocencia, y no creyéndome capaz de aquel atrevimiento y mala crianza, puestos a discurrir, pronto cayeron en la cuenta de que aquella vez habían confiado la carta a un díscolo de la misma promoción de su hijo que iba para la estación, el cual, evidentemente, se había permitido aquella broma de mal gusto, por espíritu de malignidad pueblerina. Pues así eran muchas de las gracias en aquel ambiente de entonces, de una rusticidad mayor que su incultura. 2 9 Un "compuesto", en el argot de los bebedores de aquella época, era un café añadido de aguardiente. Un "carajillo" que dicen en Valencia. Agustín María Lar raza, "Guardia", antiguo "societario" del Gremio Armero Eibarrés que acabó teniendo una taberna en la calle de Unzaga, se preciaba de tener el secreto de una fórmula especial, muy acreditada por cierto entre los bebedores. La preparaba haciendo misterio y puesto de espaldas al cliente, mas para nadie era un secreto de que su "secreto" se reducía a una mera cuestión de dosis; dosis en cuanto al aguardiente, que deliberadamente era un poco más liberal que la de sus competidores. De todos modos, y aunque no fuera sino por un momento, estuve bajo el peso de una felonía que no había cometido y que no siendo un santo, era incapaz de cometer. Los apodos. Los apodos eran una cosa universal y algunas veces terrible, pues no siempre el apodado lo consentía, y tampoco el apodo era siempre inofensivo como en el caso del maestro armero de Avila a pesar de su airada protesta. Nadie se libraba allí de su correspondiente alias. A mí, en la escuela, me llamaban "Chindurri" y así siguen llamándome familiarmente los de casa, ello por culpa de Galdos-Chiki, gran inventor de motes, destinado a la Compañía de Jesús, hoy doctor por el Instituto Bíblico Pontificado de Roma, de quien conozco una versión de las cien mejores poesías de la Biblia, hecha directamente del hebreo, que parece dominar a fondo. Toda la fauna común del país estaba representada por otros tantos motes aplicados casi siempre con bastante gracia y propiedad, y por lo mismo no los rechazaban comúnmente los motejados, especialmente si eran del pueblo, y además por lo general de aquella licencia. Pero, sobre todo, porque lo contrario era labrarse su desgracia. Arranua, Belia, Gauchorisha, Kukua, Mosolua, Aricharrua, Sosua, Eperra, Ollalokia, Chichia, Chepecha, etc., eran honrados ciudadanos que presentaban a la clase de las aves. Izkua, Irisha, Artzako, Akerra, Asta, Chimiñua, Kirikishua, Erbisha, etc., ciudadanos no menos honrados representaban a los mamíferos. Eskallu, Eskaldarrua, Kiskilla, Angulia y otros que recordaban la fauna fluvial. Kakaldarrua, Chindurri, Elchua y el famoso Babaltzankokua,3 0 a los insectos. Agotada la escala zoológica, los motejadores prestaban sus motes a los otros reinos de la Naturaleza, a la Historia, la Política y a todo lo imaginable; pues además de Berakatza, y los Porras, y los Makatz, y los Kipula, los Pilatos, los Mahoma y los Ravachol; los Moret, los Lerroux y los Maura, teníamos a Jaungoikua, a Lucifer, a Itzala, Chilibichon y Kakarantz. Me acuerdo de una familia castellana que se estableció en Eibar por 3 0 Bababaltzan-kokua había venido a menos y vivía de los últimos destellos de su prestigio de señorito de otros días. En la taberna de Azalguia le hacían crédito, pero de demorarse tanto, el cuaderno en que sentaban sus consumiciones llegaba a su fin. Y tomando argumento de ello, se atrevió a insinuarle la tabernera: —Mira Celestino, que ya se termina el cuaderno. A lo que el aludido contestó diciendo: •—¡No te apures, mi echeko-andra, que ya te traeré uno nuevo! los años de la guerra de Cuba. Era una gente honestísima que encontró allá un buen acomodo poniéndose todos a trabajar ventajosamente con lo que debieron encontrarse en el mejor de los mundos posibles. Mas tenían todos ellos la particularidad física de una nariz aguileña que se dejaba notar como en Cyrano de Bergerac; motivo por el cual los chicos empezaron a llamarlos "karakote". Y "karakote" por aquí y "karakote" por allá, el padre y los hijos, por la mañana y por la tarde, acabó por enfadarles. Pero bastó eso mismo para que en adelante fuese peor. Y como no era gente de emprenderla a tiros o a cuchilladas tuvieron que dejar su acomodo, renunciar a sus ventajas, recoger sus bártulos e irse con la música a otra parte. También recuerdo a un anciano que matamos a disgustos. Aunque yo personalmente no era de los que lo hacían, porque no era mejor que los demás, no quiero quitarme de responsabilidades. Era un castellano viejo que vino al amparo de sus hijos avecindados en nuestro pueblo con motivo de la fábrica montada por los hermanos Quintana; castellano viejo en quien una mala capa escondía un buen bebedor, aunque no a un borracho. Y no sé por qué les dio a los muchachos por llamarle "¡Otro cuartillo!" Y tomólo tan a mal el buen anciano que ello bastó para mayor regocijo de los escolares, y el irritarle se convirtió en una diversión para los muchachos, sin que, como en el caso de los "karakote", valieran padres, maestros ni autoridades contra semejante crueldad. El pobre viejo no tuvo otra solución que el morirse para que lo dejaran en paz. Y es que no eran mejores los mayores. Allí conocíamos por aquel tiempo a "Antón Cuernos", maestro de la Kashagintza en casa de los Villar (Nafarranekua), en la calle Ardanza, que vivía la tragedia de que le recordaran en todos los momentos su desgracia conyugal, con un apodo hiriente por el que le conocía todo el mundo y con el que le llamaban para todo. Y los malévolos, a pesar de saberlo ofendido y en carne viva, se lo decían insinuando los dos índices por las sienes. ¿Puede concebirse mayor inhumanidad? Pues hasta ese punto estaban insensibilizadas las almas. Quelle y Caray. Otro dato revelador de la falta de sensibilidad social de aquel ambiente, es el siguiente caso y con él quisiera terminar esta penosa consideración. Quelle (Clemente) era un muchacho que conocimos sobre el arroyo. Mascuelo, el veterano vendedor de El Socialista, que era de su edad, fue asociado muchas veces para las travesuras propias de la edad y circunstancias, solía decir que era fundamentalmente bueno y no poco inteligente. Quedó huérfano de padre y madre, y aunque en la villa había un asilo, hubiera sido mal ejemplo, según la moral de los graves administradores del establecimiento, el recogerle teniendo aquél parientes en buena posición que podían valerle. Pero los parientes, por aquello mismo de su posición y el uno por el otro le dejaron sobre el arroyo. Y allí vivía el pobre, no de la caridad, sino de lo que pudiera arbitrarse por sí mismo en el monte, en el río o en la calle. Pero el gran enemigo de los pobres en aquel clima de frío y humedades es don invierno , señor de penurias y largas horas tristes, con la cabeza cubierta de nieve y colgándole los carámbanos por sus luengas barbas. Y de eso nos damos cuenta mejor en estos climas, donde los indigentes apenas conocen el problema de tener que abrigarse y donde si no fuera por las plagas que les acechan por su falta de higiene, serían los privilegiados de la vida verdadera. Yo no sé los inviernos que el pobre Quelle aguantó en el fondo del lluvioso valle del Ego. En el tiempo a que me refiero, cuando los chicos de Chirio-kale íbamos a verle como a un bicho raro en uno de los Charritokis de Chanchazelay a que se había recogido como una bestia herida, estaba como el Santo Job, tendido en el suelo sobre una capa de heléchos, tomado de una sarna maligna. Y allí murió el desgraciado, un día que Dios quiso poner fin a, su abandono. Ahora, después de las novedades que vinieron a sacudir las almas y siguieron las acciones y reacciones consiguientes alumbrando una nueva conciencia, cuesta creer que tanto pudiera ocurrir en un pueblo cristianizado, donde necesariamente no había de faltar la caridad y no faltaba; pero entonces, estos casos no obligaban a la conciencia social que no había nacido en el sentido de hoy, y que es lo que los convierte en problema, los plantea como tales y proporciona su solución. La medida del cambio que se había de seguir a aquella aurora aquí historiada, lo da el caso de Caray. Este era un pordiosero aragonés ya anciano, que rodando por el mundo llegó a Eibar a pedir de puerta en puerta. Era dulce, venerable, mansueto, lleno de palabras agradecidas, como uno de aquellos que hubieron andado en compañía del Nazareno y comieron de los siete panes y los peces junto al mar de Galilea. Y quedó a vivir de la caridad de los moradores de su última estación. Dormía en el pajar de Chalchakua, donde acabaron por considerarle de la familia. Luego de unos años así, bastante menos, sin embargo, que los que la Ley Municipal determinaba para cobrar este derecho, pasó al asilo de la villa, donde vivió como nunca había vivido, gracias al empeño que ponían los socialistas de la Junta de Beneficencía en que los beneficiados de la asistencia pública fueran servidos de verdad. * * * El laissez jaire, laissez passer. Con referencia a la dureza de aquellos tiempos anteriores a la conciencia social promovida por la aparición del socialismo como una nueva civilización en el horizonte histórico, hay que decir que no sólo era la materia prima racial apenas salido de su estado de naturaleza, la rusticidad de un lugar encerrado por montañas y lo bárbaro de unas jornadas sin régimen lo que determinaba aquel ambiente en que podían darse aquellas manifestaciones denotando tanta insensibilidad. Eran también aquellos, los tiempos en que triunfaba por el mundo el laissez jaire, laissez passer, cuando la pobreza y la ignorancia se consideraban por los economistas de la escuela clásica, no una responsabilidad social como se reconoce ahora, sino la lógica consecuencia saludable que sanciona la pereza, la flojedad, la propia imprevisión y descuido, y Ja beneficencia pública —limitado al mínimo— tenía que cuidar mucho de no fomentar el vicio y esa imprevisión y descuido de los pobres. Al mismo tiempo, en virtud de la misma doctrina, había que ahorrar trabas legales y morales que pudieran oponerse al éxito de los triunfadores, que se estimaba lo eran en justa recompensa a sus condiciones de iniciativa, actividad, talento y demás condiciones personales. Sobre la miseria y los dramas particulares, no había sino cerrar los ojos y dejar que la Naturaleza obrara sus soluciones. Y es esta realidad con sus rigores, tal como la hallamos sin atenuaciones en las notas precedentes, la materia y circunstancias sobre las que había de obrar la novedad socialista, cuya aurora sobre el Ego hemos tratado de presentar en este capítulo. Afortunadamente para todos, el fondo de aquella rudeza, de aquella rusticidad y aun de aquella barbarie, era un fondo de salud y naturaleza, que podía ser encauzada a fines de nobleza y dignidad. Y para cerrar el cuadro, caracterizando esa rudeza, esa rusticidad y esa barbarie en su sana simplicidad, me permitiré ahora tres anécdotas locales. * * * ¿Gauza ez daben gizon bat? Había en Eibar familias como las de los Agarre y los Gallástegui, de una estampa humana que justificadamente llamaban la atención. Grandes y hermosos ejemplares todos ellos. Bellas y espléndidas todas ellas. De entre los Gallástegui^ colonos que eran del Marqués de Santa Cruz, que tenían casa en Isasi, palaciegos desde Felipe I V , 3 1 alguno fue llevado para que sirviera a la mesa enel Palacio de Oriente y afincó su descendencia en Madrid. Pues bien; otro de estos distinguidos Gallástegui, padre del actual as de la pelota, en sus buenos años mozos bajaba del caserío de Azoliarza a trabajar en la calle como temporero de la brigada municipal, en las labores extraordinarias que precedían a las fiestas patronales, nuestros famosos Sanjuanes de toros y fogatas. Y todos los años había que tirar unos cuantos barrenos para igualar el piso róqueo de la plaza, como si fuese verdadera la teoría geológica de Arambeltz, Kashagiña, quien sostenía que las piedras, y por tanto las montañas, crecen, como lo prueban los peñascales que afloran en las heredades y cada vez se hacen mayores. Y una vez que el barreno tardaba en explotar y se hacía demasiado larga la comprometida espera, este Gallástegui del cuento miró desde su esbelta altura en todo su derredor, al mismo tiempo que decía con la mayor naturalidad y saliéndole del fondo insobornable de su pecho estas palabras: —¿Ez aldok amen ara bialtzeko gauza ez daben gjzón bat? Lo ¿me viene a significar: —¿No hay por aquí a la mano algún hombre que no sirva para despacharle allá? Que no sirva, en el mismo sentido de las piezas, que en la armería, por no llenar el cañón no sirven y van a la chatarra. * * * 3 1 Palaciegos, por lo menos desde Felipe IV. En el Diccionario Geográfico- Histórico de España (Imprenta de la viuda de J. Ibarra, Madrid, 1802) del que no salió a luz sino la Sección I, que corresponde a las Provincias Vascongadas y Navarra, el artículo Eybar, se dice: "En la casa torre de Isasi, está el (retrato) de] infante Don Francisco Fernando, hijo del Señor Felipe IV, en traje de cazador con la escopeta en la mano y un perro a su lado. En virtud de real cédula del mismo rey, despachada en Madrid a primero de junio del año 1630, se hizo entrega de la persona del Infante, encargando de su educación a Don Fernando Isasi Idiaquez, caballero de la Orden de Santiago, natural de esta villa, en la cual murió el Infante el 11 de mayo (mayo dice el texto pero debe ser marzo a juzgar por lo que sigue) del año 1634, como consta en los libros parroquiales, y fue trasladado al panteón del Escorial el día de sábado santo del mismo año." El atuendo cinegético del retratado se justifica por lo que se dice más abajo en el mismo artículo: "En la montaña que está a la parte s. y se denomina Galdaramiño, se crían árboles de toda especie, muchas yerbas medicinales, jabalíes, raposos y gatos monteses". Más allá del mundo. El entretenimiento de los caminos vecinales que hacen practicable lo accidentado de nuestros montes, corría a cargo de los labradores regimentados en valles, que se ponían de acuerdo para hacer su prestación personal. Iba el guardamontes el día de la cita sobre el lugar del trabajo y entregaba a cada uno de los que habían acudido a la prestación, un bono-ración de pan y vino a expensas del Municipio, que los beneficiarios hacían efectivo el siguiente domingo en la taberna de costumbre, después de la misa de ocho y media. Los vecinos de Kiñarraballe se reunían ordinariamente a este efecto en la de Buru, en Pikarkale, y Chachin, del cacerío del mismo nombre en Urkidi, que había hecho el servicio militar en las Filipinas, solía referir en la ocasión sus penas y trabajos en el país de los tagalos y los igorrotes donde nuestros pobres soldados no habían sufrido menos que en las maniguas de la Isla de Cuba. Y tanto le habían oído decir de las Pillipiñas, sin que ninguno de los circunstantes tuviese idea de la situación de las fantásticas tierras aquellas que un día Joshe-Mari Tutulukua le hubo de preguntar: —¿Y dónde se encuentran esas Pillipiñas? —pensando él que a lo mejor podían estar más lejos que la Montaña, de Santander, de que tenía noticia de haberla divisado en la lejanía azul, cuando estuvo ' en los "trozos" de Somorrostro. Porque nuestros aldeanos, en su mocedad, solían ser llevados a los "trozos" por los avisados contratistas que trabajaban las minas de hierro de Vizcaya, a practicar el Stajanovismo mucho antes de que lo redescubrieran los capataces de la U.R.S.S. A lo que el interrogado, Chachin, su vecino lleno de suficiencia, trazando con el dedo mojado en vino un amplio círculo sobre la mesa, dijo que aquello era el mundo. Y luego, señalando un punto distante fuera del círculo, añadió: —Pues bien; aquí están las Pillipiñas. Este Joshe-Mari Tutulukua es el mismo que un día que yo iba leyendo a mis clásicos por tierras de su caserío, me paró para preguntarme si era cierto que habían matado al rey en Portugalete. A una distancia como de tres o cuatro años había captado como un rumor a confirmar la noticia de la tragedia que tuvo lugar en la Plaza del Comercio, en Lisboa, Portugal, prólogo del triste fin de la dinastía de los Braganza. Y como para él no había más mundo que el que podía divisarse desde Galdaramiño, con un apéndice, Vizcaya adentro, que comprendía las minas de Somorrostro, tampoco había otro Portugal que Portugalete, en el estuario del Nervión, ni otro rey que el que aparecía en los dineros porque él sudaba sobre la tierra ingrata de Kiñarraballe. * * * Los Azpiri. Los Sarasqueta, que habían bajado del caserío de Azpiri, en el valle Mandiola, a los oficios de la armería, fueron los más excelentes maestros basculeros. Ambos hermanos, por privilegio de esa misma excelencia, se dedicaron luego, cada uno por su lado, a montar escopetas finas de caza. Pronto se acreditaron en er comercio por su conciencia profesional, que era exigencia para todos sus demás colaboradores, no tolerando medianías ni en las operaciones más secundarias. Juan José, que era el más bruto, no llegó a pulirse como su hermano Víctor, que alcanzó a tratar personalmente con el rey y muchos grandes de España, que le pasaban sus solecismos y sus concordancias vizcaínas en gracia a lo bien que tiraba y a lo mucho que entendía en materia de escopetas y operaciones de caza. Tenía aquél, Juan José, su obrador, tabique de tablas por medio con el de Aquilino Amuátegui, en los talleres de Pagey, junto a la estación del ferrocarril, y trabajaban ambos como buenos vecinos. Y tenía el Sarasqueta al Amuátegui en una gran consideración de valiente, hasta que un día que el socialista le servía de intérprete con un turista comprador que pretendió regatearle, no se atrevía a trasladarle a éste, de una manera textual, el "vayase a la mierda" que el otro le repetía en vascuence, perdiendo con ello a sus ojos mucho del prestigio de león en que le había tenido hasta entonces. Y contaba Amuátegui que un día, a pesar de que llovía sobre miojado, hubo de alarmarse de verdad con los gritos, las amenazas y los improperios que el airado patrono descargaba sobre algún desgraciado que le había hecho algún estropicio irremediable. Y corrió presuroso hacia el vecino, tropezando en el pasillo con "Otua", un artista en su especialidad, que vivía a salto de mata despachando de vez en cuando algún encargo que le caía, el cual salía del obrador de Juan José rezongando por su parte y como sacudiéndose los improperios que habían llovido sobre él. Entró Amuátegui con la natural alarma en el cuerpo y halló al patrono con la obra que el "Otua" le había entregado en las manos en una actitud admirativa, y antes de que el visitante abriera la boca, se adelantó el otro a decirle: —¡Sólo ése, ése sólo que acaba de salir, es capaz de una maravilla semejante! —Y ¿por qué en ese caso le ha maltratado usted de esa manera? —le preguntó asombrado el socialista y no sin cierta indignación. —Trata tú bien a esa gente —le contestó el admirado patrono— y verás lo que te hacen. LOS TIEMPOS DEL NEÓFITO La claridad de las horas tempranas. Huelga decir lo que ya habrá observado cualquiera: que el país de los recuerdos del viaje a que estas notas se refieren no es ningún lugar geográfico, sino paisajes en el tiempo. En el tiempo en que ha sido la vida del que esto escribe y la de los pocos que habrán de leerle, si bien estos paisajes ocurren invariablemente en el valle del Ego, en un pueblo que, así como se llamaba villa y lo era por los muros, las puertas y las cárcavas que había tenido cuando nuestros abuelos, hubiera podido llamarse Universidad como Régil y República como Abando, por lo vivamente que sentía por una parte la vida pública y por registrar, por otra, en su sensibilidad de la Historia, el latido de lo universal. Sensibilidad de la Historia que rozaba más que con un pasado brumoso en que apenas debió hacer otra cosa que trabajar, virtud condenada siempre a la oscuridad, con lo futuro, por la significación de promesa que encerraban las novedades de que se dejaba penetrar. Después de aquella aurora que alumbró sobre Eibar, descubriendo no pocos de sus lunares y despertando ansias de mejoramiento y elevación, corresponden los tiempos del neófito que vino a ser el antiguo mandadero, el secretario y el escucha inadvertido de los obradores artesanos de Chirio-kale, luego de su período escolar. Digo inadvertido, porque los mayores ignoran a los chicos creyendo hablar un lenguaje de que éstos no alcanzan a comprender; pero se engañan, por cuanto el claro cielo de su mente está dispuesto mejor en aquella temprana hora para captar muchas cosas, que no luego que lo hemos poblado de nebulosidades e incertidumbres, y, sobre todo, de trastos inútiles que evidentemente estorban, pues nada tan falso como el dicho tan repetido de que el saber no ocupa lugar. Creo que tendré ocasión de decir con qué claridad me representaba yo entonces las abstracciones de la gramática, y poco después, cuando entré a saco en un arcón del desván de nuestra casa llena de infolios teológicos con qué seguridad avanzaba en la noticia de los altos misterios del dogma. De la misma forma captaba yo la sustancia que trasudaban las conversaciones a que asistía, haciéndome el distraído, en los obradores artesanos de nuestra calle, y como entonces todavía me consideraba beligerante desde la acera de enfrente como asiduo de la catequística, inventaba en mis adentros argumentos en contra, que a veces me aventuraba a sacarlos a luz, lo que provocaba en los mayores la curiosidad de averiguar quién o dónde me habían soplado aquellas razones para repetirlas en la circunstancia. Y es que en aquella prístina hora vemos o creemos ver claro, porque las cosas se nos representan sin atropello y en su máxima simplicidad, con un perfil que completa la imaginación. Es luego, cuando el cúmulo de experiencias de la vida, descubriéndonos los mil pliegues insospechados de lo más elemental, que nos sobreviene la fatigosa impresión de un enturbiamiento de la realidad, como un oscurecerse las cosas; y de ahí la necesidad de ir desprendiéndolas en su manera anterior a causa de enfocarlas a mayor profundidad. Aprender resulta así un desaprender, y salvo la intención política con que se dijo, no era una burrada aquello de que nuestros escolares habían de pasar la mitad de la vida desasnándose de lo que se afanaran en la otra mitad. * * * Nuestro maestro "El Fosforero". Acabados los cursos de la escuela con don Zacarías Ramos, "El Fosforero", porque, como dije, ni el maestro con ser institución tan respetable y querida la persona se libraba del alias correspondiente, vino como era el caso de todos los muchachos que hubiesen doblado el cabo de sus diez años de edad, la hora de ingresar en un taller. Yo tenía once cuando empezó a ser útil a mi padre en su oficio de grabador de la armería. Entre los costos de la manufactura de armas de caza siempre entró como partida de las más importantes la de su decoración. En tiempos de nuestros abuelos y aun de mi padre se prodigaba el oro y la plata en finas taraceas y labrados y había grandes artistas en este ramo. Hoy todo lo hace el buril y apenas gustan las antiguas incrustaciones, y quizás sea José Guísasela, el representante de la filosofía materialista y mecanicista del Universo de quien ya dije algunas cosas, el último que las hiciera con sus finas manos de artista. Pero no quiero pasar adelante sin decir algo acerca de don Zacarías Ramos, maestro de varias generaciones de eibarreses en la dura tarea de cepillarnos un poco nuestra aspereza original, en la escuela nacional que funcionaba en la casa solar de Mallea que llamaban de Godoy, frente por frente de la iglesia parroquial de San Andrés Apóstol. Era el maestro Ramos d/e un pueblo erdérico de Álava, pues sólo en Aramayona —y en Villarreal, si es que pertenece a Álava y no a Vizcaya, detalle que ahora no recuerdo— se habla vasco en aquella provincia hermana. Álava proveía al magisterio, como Navarra proveía al Benemérito Instituto de la Guardia Civil. Nuestros pueblos de las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, aparte los pelotaris y los corredores de Frontón, daban novicios para la Compañía de Jesús. Esta buscaba en los viveros de las escuelas entendimientos claros, con agilidad discursiva y dialéctica pero el carácter dúctil, aptos para plegarse a la regla difícil y someterse a todo sicut cadavere. Los espíritus rígidos e inflexibles, con la fe como el cristal, son buenos para santos, pero los santos sólo están bien en el cielo y los altares. En este bajo mundo de la política y las conveniencias, suelen constituir un problema por su rigidez quebradiza, y no pocas veces obligan a actuar al Petrorio o a la Inquisición. La contrarreforma, que fue una especie de movimiento fascista en aquella época de crisis religiosa, ha podido servir de patrón y prestar sus técnicas a los totalitarismos de la nuestra, especialmente a Rusia, que las ha estudiado a fondo. Hoy, un comunista de exportación, formado en los almacigos del Partido en Moscú, lleva tanto de influencia de las constituciones de San Ignacio como de las técnicas del golpe de estado tal como las han establecido los Lenin, los Mussolini y los Hitler. Nuestro bueno del "Fosforero" era en su cabal sentido maestro de gramática que dicen los antiguos, disciplina en que cargaba el acento de sus empeños, pues debía considerar lo fundamental de su misión el corregirnos de barbarismos, solecismos y concordancias vizcaínas. Sus clásicos se reducían prácticamente a una sola autoridad, a quien admiraba sin duda por afinidad temperamental, pues era muy dado a los apólogos, y acaso por una especie de patriotismo u orgullo local: Félix María de Samaniego, el fabulista de la Rioja alavesa, socio fundador de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, madre a su vez del Real Seminario de Vergara, donde, según creo, aquel actuó alguna vez de profesor. Las fábulas de Samaniego, de un encanto no inferior a las de La Fontaine, en las que los animales de Esopo y de Fedro hablan en castellano con el mismo ingenio y la misma gracia con que lo hicieran en latín o en griego de los tiempos clásicos, eran el texto obligado de nuestras lecturas, y recuerdo que un inspector de primera enseñanza se lo reprochó, diciendo que apenas habría en toda España una docena de recitadores capaces de leerlas con propiedad. Yo creo que el inspector tenía razón, pero también la tenía el maestro, y acaso- en mayor grado, porque me acuerdo que nada solía impresionarnos más agradablemente a los niños, que la soberana sencillez con que las bestias hablan en el reducido marco de estas composiciones, discurriendo sobre las grandes verdades de la vida a que debíamos asomarnos poco después. Las tardes de Historia Sagrada se hacían esperar por los chicos, pues tenía excelentes dotes para la narrativa, salvando con arte los puntos escabrosos en que abundaba la Escritura. Cuando nos hacía escribir al dictado, aunque callaba al destinatario, nos dictaba cartas, como la Marquesa de Sevigné a la intención de una hija suya que ejercía la misma profesión en Mondragón, y se deleitaba amorosamente hablándole de las cosas de la "bucólica", ya que también este representante de la famélica clase que eran entonces los maestros de escuela, padecía esta debilidad común a los eibarreses, de gustarle mucho y de lo bueno. Su ayudante, o sea el maestro de la Sección Elemental, Lope de Vega y Chapero, andaluz de Ronda que se casó con una señorita de Eibar, era aunque contrahecho, lo más pulcro que se pueda imaginar y todo en él era delicadeza, corrección y protocolo. Algunas veces me he acordado de él oyendo a don Fernando de los Ríos, por aquello o de que éste también era rondeño y de condiciones morales parecidas. El más ínfimo de los alumnos del señor Vega y Chapero, con sus mocos • y sus harapos, era siempre el señor Fulano de Tal, a quien rogaba tuviese la bondad de sonarse las narices con su pañuelo, si es que lo tenía. El maestro Ramos, en cambio, mirando por sobre los lentes desde el estrado, gritaba a los enredadores del otro extremo del aula: ¡—Si voy ahí os pongo el culo como tomate! Y para este efecto, pues muchas veces la amenaza no quedaba en palabras, tenía una especie de pala alargada de que le proveía un carpintero, su vecino, a quien odiábamos por esta circunstancia, y toda la conspiración de los chicos consistía en aprovechar las breves ausencias del maestro para frotar bien de ajo y aún mecharlo de lo mismo aquel instrumento de conminación y tortura, por cuanto corría la especie entre los de la escuela de que aquel unto hacía saltar en pedazos la madera a poco que el maestro forzara el castigo. Dejaré aquí una muestra de los apólogos y charadas que el maestro Ramos gustaba proponer, si bien es obligado aclarar que éste de la muestra no corresponde a los de la clase, sino a los de la tertulia de sus amigos: Estudiantes que estudiáis y tenéis el saber hondo, ¿cómo es que el burro cague cuadrado teniendo el culo redondo? * * * La catequística. Complemento de nuestra educación en la escuela, era la catequística. Las sesiones orales en la nave de la iglesia desierta y a cargo de uno de los beneficiados de ella, utilizando para las lecciones nuestra lengua vernácula, podían recordar la Sinagoga, tal como debió funcionar la de Nazaret, por ejemplo, cuando acudía a ella el hijo del carpintero, de que hablan los Evangelios. Nuestra iniciación en la metafísica cristiana hacía tropezar a nuestros maestros, si no con las mismas, con bastantes de las deficiencias de léxico con que hubieron de luchar los primeros misioneros de la fe en estas tierras del vascuence, con todo y haberse euskerizado tantas expresiones latinas de carácter eclesiástico. Las sutilezas de la Escuela de Alejandría, de que ya aparece impregnado el cuarto Evangelio y que se continúan triunfalmente en la patrística griega informando los principales dogmas de la Iglesia, no eran fáciles de desarrollar en nuestra lengua milenaria y de allanar su contenido a la inteligencia de los niños que discurríamos en vascuence. Y así sucedió una vez el siguiente qui pro quo que no quiero dejar de referir. Un día que el cura quería enseñarnos cómo los hombres somos un compuesto de cuerpo y alma para luego extenderse a explicar la materialidad física y perecedera del cuerpo, en oposición a la inmaterialidad, la perennidad y demás atributos del alma; en realidad, queriendo discurrir sobre las cosas visibles e invisibles que reza el símbolo de Nicea, luchando el cura con aquellos conceptos sutiles y las deficiencias de léxico cotidiano, vino a resumir la cuestión preguntándonos en el vascuence que logró sacar adelante: —¿Con qué cosas, pues, se compone un hombre? A lo que uno de los catecúmenos, a quien como á casi todos había resbalado sin efecto mayor toda aquella metafísica, tomándolo en sentido directo, natural y familiar y con referencia al mundo elemental que vivía a diario, contestó: —Pues lo que yo entiendo, con una aguja, un poco de hilo y una mujer que lo sepa hacer. De la moral de aquellas lecciones de la catequística, una sentencia me quedó impresa para siempre, que la repetía muchas veces uno1 de los maestros de aquellas sesiones orales: que los pecados pequeños de los grandes, suelen ser mayores que los pecados grandes de los pequeños. Por eso el Bautista, el más grande de los nacidos de mujer, según lo dijera el mismo Redentor,1 era menor que cualquier pequeño del Reino de los Cielos. Y cómo era sabido que el Reino de los cielos es de los niños y de los que en la vida vuelvan a ser pequeños y sencillos como ellos. ¿No vale eso por cien cursos de ética que hubiera podido pasar si hubiera tenido que graduarme en algo? Este mismo trabajo que estoy haciendo, ¿no es un tributo que quisiera pagar a aquella moral? ¿Hay algún ideal superior a la aspiración de ser limpios y sencillos como son los niños? * * * La Academia de Dibujo. El dibujo era un curso obligado para los muchachos de Eibar, cualesquiera que fuese el oficio a que nos habían de destinar los padres. La mayoría de los de la armería requerían este conocimiento para su perfección y excelencia. Ya dijimos que la decoración era uno de los costos principales en la manufactura de las armas, aun en nuestro tiempo. Y, aparte la armería, el arte del damasquinado que en Eibar (y Toledo)2 deben a la familia de los Zuloaga, gozaba todavía cuando nosotros entrábamos en la vida, de un merecido prestigio antes de caer del todo en un amaneramiento en que luego se ha rebajado e industrializado, para venir a ser una especie de pacotilla para los bazares de feria y lugares de turismo barato. Don Plácido Zuloaga, a quien conocí de cerca cuando fui a parar como aprendiz a casa de los Ertzill, que era vecina de los Zuloaga, en la calle María Angela de Raval, era tan grande artista como buen comerciante y fantástico narrador de aventuras extraordinarias, y en sus buenos tiempos habíase procurado sus encargos en las cortes europeas y cerca de los magnates de la aristocracia, el teatro y el dinero. Y gracias a tan privilegiada clientela, en la que figuraban desde el zar de las Rusias hasta la Patti, todo lo más sonado del mundo, tuvo i Lucas. 7. 28. 2 Los maestros grabadores del damasquinado que se establecieron en Madrid, en Toledo, en Barcelona y otros lugares, procedían del taller de don Plácido Zuloaga, en Eibar, o de los de sus discípulos inmediatos que se establecieron por su cuenta. El hecho de que por razones comerciales se haya llamado por algunos al damasquinado "arte toledano", no destruye la verdad de lo dicho. ocasión de ejecutar obras en que el damasquinado pudo desarrollar todo lo que le estaba permitido^ dar de sí. Porque el suyo —el del damasquinado— es una pesada servidumbre, desde el momento que sólo puede aplicarse sobre hierro dulce. Cuanto padece esta limitación o servidumbre puede verse en el Mausoleo de Prirn, ejecutado por aquel Zuloaga, y que en el claustro de la Almudena, en Madrid, destinado a los grandes hombres, lucha penosamente con los meteoros que acabarán de echarlo a perder del todo. Vicente Iriondo, "Manchón", del caserío de Urko, Tomás Guisasola, Fausto Mendizábal, Donato Sarasúa y otros cien discípulos de don Plácido trabajaban aun en el esplendor artístico del oficio cuando nosotros íbamos a la Academia de Dibujo. Era el periodo de las grandes exposiciones universales, y antes de salir nuestras obras maestras para aquellas exhibiciones en París, Londres o Chicago, se exponían al pueblo, y recuerdo haber visto en calidad de vecino algunas de aquellas maravillas.3 De mis estudios de dibujo en la academia, bajo Toribio Zulaica y José Felipe Artamendi, cuando luego de los motivos ornamentales del Renacimiento entré a copiar del natural, recuerdo que alcanzaba a reproducir medianamente el busto de Sócrates. Era un feo simpático en el modelo de yeso que tenía presente y seguramente yo le hacía más feo, pero bien me holgara si no le restaba simpatía. Filósofos ambulantes como aquel viejo ateniense cargado de intención e ironías, los había en nuestro pueblo, que iban por las tertulias de los artesanos y el humo de las tabernas sembrando sentencias, aunque en Eibar nunca había habido ningún profesor de filosofía. Lo que no es menos, sino más, que aquello que decía otro hablando1 de su pueblo, donde no faltaban engolados profesores de filosofía que repetían toda la suma escolástica y, sin embargo, no había ningún filósofo. Un socrático. Una breve disgresión ahora para presentar a uno de los socráticos de aquellos tiempos. José Manuel, que descendía de los "Auntza" sucedió a "Tarrankan" en el cargo de pregonero de la villa, función que iba adscrita a la de tambor en la banda municipal de tamborileros, y era uno de los que trabajaban mucho por no trabajar. 3 He aquí cómo describe al Eibar de aquella época Arséne Alexandre, critico de arte en el Fígaro illustre, en un ensayo sobre Ignacio Zuloaga, el pintor, hijo de don Plácido: "Eibar, sort de Toléde du Nord, oú toute une population forge des armes a feu, damasquine des coffrets et des bijoux, trempe des lames de sabré et de coutelas; oü il-y-a encoré des nains comme ceux de Velasquez (se refiere a Primo un obrero de Villabella, retratado por Ignacio en su primera época) et une eglise tapissé de boiseries sans pareille. . . Porque trabajar en aquel Eibar sólo se entendía del encerrarse en un taller y ensuciar las manos tirando de martillo o lima, que no el rodar por la calle en comisiones de servicio hablando por parábolas en las esquinas. Sus anécdotas son tantas como las de Fernando de Amesqueta, pero muchas son intraducibies, como aquélla de las consecuencias de una queja de Josefa Oizete al alcalde respecto a sus pregones. Yo le retrataré con un pequeño sucedido de que fui testigo. Un día disimuladamente, vuelto de espaldas al beneficiado, José Manuel daba su mendrugo de pan que había sacado para su desayuno en la calle, al borriquito de un mozo de la estación, un simpático animal que conocíamos todos y al que sólo faltaba hablar para contarle en el número de los vecinos. Y como a pesar del disimulo los presentes le descubrieron el delito y le reprocharan diciendo si no tenía hijos bastantes a quienes estaría mejor aquella su liberalidad, José Manuel, sin cambiar de actitud ni interrumpir la operación, les dijo con una unción evangélica que le hubiera envidiado más de un predicador: —¡Haz bien sin mirar a quien! Llegado al honorable cargo de pregonero, solía acudir con la banda de tamborileros a la anteiglesia de Aguinaga el día de San Miguel Arcángel, patrono de la barriada, a fines de septiembre, cuando los suaves y claros días otoñales en que se recoge a casa el helécho y se cosechan los hongos a montones. En el programa de la fiesta figuraba, ¡cómo no!, una gran comida con asistencia del cura, el alcalde pedáneo, los tamborileros y el alguacil encargado^ de los cohetes y luego las personas de pro del barrio. De sobremesa, hablando de lo divino y lo humano y viniendo la pregunta al caso por tratarse del vientre y sus aledaños, recordando el cura, gran comelón, a Juan Ruiz, el Arcipreste de H i t a , 4 dijo maliciosamente a José Manuel, que era padre de numerosa familia: —¿Pero es que podría vivir el hombre sin la mujer y sin el pan? A lo que el aludido, conociendo la intención, contestó de plano, diciendo: —Ya lo creo que sí, y perfectamente. Con el ama y la oblata5 4 Como dice Aristóteles, cosa es verdadera, El mundo por dos cosas trabaja: la primera Por aver mantenencia; la otra era Por aver juntamiento con fembra placentera. El libro del Buen Amor. 71 1 5 Oblata. Torta de harina que los familiares ofrendan a los muertos y se ponen sobre el paño simbólico que guardan todo el año sobre el pavimento de iglesia a modo de sepultura, y, que terminado.el oficio, recoge el sacristán a beneficio del cura. La biblioteca del Centro Obrero. Cuando luego de la escuela, la catequística y el dibujo ya habíamos hecho algún aprendizaje, interrumpido éste por el fallecimiento de nuestro padre Nicanor, varios muchachos de la misma edad, que íbamos juntos por razones de vecindad aunque trabajábamos en lugares distintos, empezamos ..a ^ctJeJEN. tar la biblioteca del Centro Obrero de Bidebarrieta* No había otira'Á abordable, pues la del Casino de la Amistad, nutrida/de lafíédicioné^CX monumentales de Montaner y Simón, ilustradas .en/ su mayor parte* ~_- j por Gustavo Doré, era coto cerrado de los socios:que sá>$imitában a/S*/ admirar las estampas, y la municipal no había de nacer hasta que los.r>/ socialistas empezaron a influir en el Ayuntamiento. . \ / Esto sería hacia 1903, y apenas me habían menguado josTlervóres en que había ardido, bajo el sueño infantil de vivir una vida de pureza y santidad, para lo cual yo no advertía entonces en el horizonte de mis días ningún obstáculo mayor. Ai contrario, aún me seguía pareciendo aquel sueño como una invitación a suavidades que no había sino gozar, aunque trabajando como ya trabajaba con patrono y en montón, algunas veces tenía que tropezar y tropezaba con la prosa y la brutalidad de la vida práctica. No sé qué diga de mi fe entonces, pues la religión que la teníamos como teníamos el vascuence, esto es, sin saber cuándo ni cómo, siempre fue para mí fuente de poesía y de suaves sentimientos en que tenían que ver muy poco los terrores de la superstición. Y cuando andando en el tiempo y en la vida vine a: tropezar cpn otras fuentes de poesía y belleza espiritual que no supe desdeñar, resultó que me encontré, no sin sorpresa de mí mismo, como despertando en tierras de otro país, sin desgarramientos trágicos como los que refería Meabe y sin haber tenido necesidad de renuncias ni abdicaciones formales. Supongo que nunca debieron esclavizarme demasiado lo formal y la letra de los dogmas, que era la manera religiosa de nuestra madre Isabel, pues luego tampoco he dado demasiada importancia a esas cosas. Y se comprende que, prescindiendo de tales adjetividades, lo sustancial de la emoción humana y humanísima que late pareja en el fondo del evangelio y el socialismo, haya podido parecerme bastante semejante, para que, viajero inexperto como yo lo era, me pudiera ocurrir el trasponer la frontera de una fe sin darme cuenta de que amanecía en el país de otra, una bandera y una ley distinta a las de la anterior. En el desván de nuestra casa de Chirio-kale, junto a un arcón con los papeles del General Montes, que sirvió al titulado Carlos V en la primera guerra carlista y estuvo alojado en ella había otro lleno de librotes en latín y en castellano en que yo madrugaba a curiosear, por ser curioso de todas las cosas desde la más tierna edad; vicio o virtud que me había valido el sobrenombre escolar de "Chindurri". Y a la hora en que mis condiscípulos no sabían contestar a las más sencillas preguntas del Astete, yo salía en la Catequística con ?ltos conceptos teológicos que sorprendían a los maestros que no se explicaban de dónde tenía yo aquella ciencia infusa. Su sorpresa no hubiera tenido límites si hubieran llegado a enterarse de las escabrosidades a que también había tenido acceso en los tratados de teología moral que allí había, en que se analizaban minuciosamente los más tenues matices de las cosas nefandas en que puede incidir el hombre. Pero ninguna de aquellas subrepticias lecturas de que nadie se enteraba me sirvió de tan honda revelación como el texto de unos libritos de a perra gorda que un día compré a George Borrow de paso por Eibar, que si no sabía el caló de los gitanos hablaba un euskera de Goi^erri suave y enjundioso: eran los evangelios y los salmos, La poesía de los salmos no me era totalmente desconocida. Algo de su grandiosidad y sus hipérboles majestuosas según la manera hebrea, trascendían del latín litúrgico en que se prodigaban en la iglesia, y un alma sedienta y una imaginación activa como la mía acababan por comprenderlas. Pero la novedad de los textos evangélicos, que habían permanecido casi enteramente inéditos para mí,6 me hizo la impresión de los arroyos que descienden de la montaña, yo que amaba tanto la naturaleza y estaba enamorada de ella con toda mi alma entonces impoluta. Como aquellos libritos me sirvieran de devocionario en la iglesia, alguien debió advertir que estaba bebiendo en "libros protestantes" y me los retiró el confesor. Pero a pesar de mi sumisión a su autoridad no tardé en volver a procurármelos y saborearlos en privado. El horror protestante de que movían tanta alarma, pronto vi que no estaba en la versión y que era falsa su atribución gratuita de alteraciones criminosas. Lo que faltaba eran las notas, las anteojeras que hay que ponerse para no torcer, como si no bastara el corazón para comprenc El católico español, ordinariamente, no conoce del evangelio, aparte el nacimiento de Jesús en el portal de Belén según los villancicos de Navidad, más que el episodio de la Pasión, tenido de segunda o tercera mano. Dei este triste episodio de la Pasión, dramatizado al sumo por la imaginería y el arte popular, no ha sacado sino un odio grande contra los judíos. Y no habiéndolos en España desde los Reyes Católicos, los sustituye con los no menos aborrecibles liberales, que vuelven a crucificar a Cristo a diario con no sumarse a la sagrada intransigencia y al Rey absoluto. der rectamente aquella sencilla doctrina formulada para los simples y los limpios y los pobres de la tierra, Cierta vez que un amigo de la casa advertía a mi madre del exceso de mi celo piadoso, no sé si en interés de moderarlo con miras a la vida práctica en que aun no me había iniciado, o si para llevar el agua al molino de alguna religión, como ya lo habían hecho con otros de mi edad, mi madre, que tenía mundo, le dijo de manera que yo lo oyese: —Habrá que ver lo que piensa a los dieciocho años. A los dieciocho años yo me había tragado buena parte de la biblioteca del Centro Obrero, para cobrar en la vida el beneficio de lo que pudieron haberme enseñado sus libros y pagarles, al mismo tiempo, el tributo de los errores inevitables. Además había ocurrido en mí la revelación de la naturaleza, insospechada para mí en aquella hora temprana de mi vida, en que todo parecía tan fácil y hacedero... El problema del mal. En agosto de 1901 ocurrió el fallecimiento de nuestro padre, el menor de los Echevarría Irusta, cuando el pueblo se preparaba a grandes fiestas para inaugurar dignamente la ampliación de la Plaza Unzaga, la nueva Casa Consistorial y el Hospital- Asilo de San Andrés; obras todas ellas que había promovido don Antonio Iturrioz durante su alcaldía. Su enfermedad —la de mi padre— fue larga y penosa. Una afección maligna le atacó la garganta. Sufría mucho y sus noches interminables de dolor hubieran probado al mismo Job. Yo que ya le ayudaba en su oficio y hube de medio atender a su clientela durante su enfermedad y luego de ella hasta que entré con un patrono, tenía también el cuidado de sus medicinas y su leche, que se la traían a diario recién ordeñada del caserío Abontza. Nuestro padre había sido el amigo de sus hijos, especialmente de mí que le acompañaba más que ninguno en sus paseos por los montes y en sus aficiones geórgicas. Creo que mi amor a la naturaleza procede de sus gustos. Era un técnico consumado en hongos y setas del país y conocía a fondo la geobotánica de esas criptogámicas en lo que se refiere a nuestra tierra. Amaba a los animales y criaba especies raras de la fauna de nuestros montes, además de sus gallos de pelea. Había ensayado la aclimatación del gusano de seda, utilizando para su experiencia la ermita de San Lorenzo, de Urki, con la floresta que le rodeaba, razón por la cual él tenía la llave y la responsabilidad de aquel sagrado lugar y mi madre la de los lienzos del altar. Y alguna vez yo hube de oficiar, a.falta de otro mejor, la devoción del Viacrucis a los aldeanos de Kiñarra-balle, como era tradicional en todas las ermitas de la jurisdicción, los domingos por la tarde, durante la Cuaresma. En el trozo de huerta que tenía en Iturribide, de una permuta hecha con los del caserío Chachín, experimentaba semillas y se había hecho con algunas buenas variedades de legumbres de su selección, y en el mes de agosto salíamos al río y a las acequias, a cosechar una planta que suele florecer al borde de las aguas (¿Lythrum salicaria?) y que decía haber servido de excelente lenitivo durante el cólera. Los que en la vecindad tenían necesidad de la infusión de aquella planta curativa, acudían a nuestra casa por la hierba bienhechora y hacíamos liberal obsequio de ella a cualquiera. Aquella cruz de su enfermedad, aquel dolor de la carne martirizada en la persona de un ser querido y aquella muerte que piadosamente se había hecho desear por todos, no dejaron de plantearme el problema de la justicia. Mejor dicho, el problema de la ausencia de justicia en el régimen y economía del mundo que Dios preside; problema que siempre me había de atormentar en adelante. Los teólogos profesionales se despachan con facilidad diciendo que eso de la presencia del mal como potencia distinta está refutado desde el tiempo de los maniqueos por San Agustín. Mas a despecho de la verdad aceptada de esa refutación y el ingenio acumulado de las soluciones verbales en que descansan los bienhallados de la vida, lo cierto es que cada generación, y cada hombre de los que componen esas generaciones, no ha podido reprimir su protesta cuando la vida le ha enfrentado con la terrible contradicción. La madre de mis hijos me suele contar impresionada de una señora piadosa de nuestra relación, a quien había oído blasfemar levantando los puños al cielo en abierta rebeldía, diciendo: ¡Jaungoiko charrisha! porque no podía allanarse a que la muerte le hubiera arrebatado con crueldad y tormento a una inocente criatura que había llevado en sus entrañas. Y es que, en realidad, la terrible cuestión sigue siempre abierta, no como en los tiempos de Manes y San Agustín, sino como en los días del atormentado autor del libro de Job, el patriarca. * * * El Dios de otros días. En la misma casa de nuestros abuelos, los canonistas de fama, que habitábamos en Chirio kale, vivía también, en otro piso, el tío Mateo, hermano mayor que mi padre, con su familia. Comerciaba en metales preciosos y preparaba en láminas y en hilos finísimos el oro y la plata con que trabajaban los del arte del damasquinado. Era una persona bondadosa y de una acendrada religiosidad. Había estado en Roma cuando el Año Santo, año conque no me acuerdo si terminó el siglo xix y comenzó el x x y contaba de la palidez de cera de León XIII, a quien había visto en persona, y de la sandalia desgastada de la estatua de bronce de San Pedro, en la Basílica, en fuerza de besos piadosos. Esto y lo de la Scala Sacra, que había subido de rodillas, era lo saliente que recordaba de su visita a la Ciudad Eterna. Por lo demás, no siendo él hombre como se es, si no como se debiera ser, sufrió mucho en el viaje con la experiencia que hizo de la común ordinariez de la grey humana, aunque esa grey vaya en peregrinación, rezando el rosario, a postrarse a los pies del Santo Padre. Viendo este tío mío el cambio que se operaba en mí y temiendo por el contagio de aquel ambiente emocional que se había producido en el pueblo con la novedad del socialismo y que en Chirio-kale era más denso aún que en el resto, se creyó en el caso de llamarme aparte, y un día me dijo a solas, con tono paternal, lo que no dejaba de advertir mi madre, pero sin excesiva alarma: —¿Qué has hecho, sobrino, del Dios de otros días? Yo no sabía lo que había hecho de mi Dios de otros días, pero la verdad era que me lo habían cambiado. Le sentía de otra manera. No es que me hubiera curado de lo que Tomás Meabe solía decir: "el susto de Dios", del Dios de la terrible Majestad el Dios de ira,7 que nunca lo fue para mi, porque ya dije que poco habían tenido que ver en mis sentimientos religiosos los terrores de la superstición. Pero I01 cierto era que algo profundo había cambiado en mi y era otro sin dejar de ser el mismo. Mas ya podían confiar mis mayores que no iba a ser nunca un enemigo personal de Dios como los lectores de El Motín y el mismo Meabe, no habiendo tenido que luchar con él como Jacob, ni para admitirle ni para rechazarlo. Todo ocurrió en mí como cuando dice la Escritura que dejará el hombre venido a amores a padre y a madre, para que sigan ellos viviendo en su viejo mundo, mientras el enamorado constituye otro en que es llamado a nuevas obras, santas como las de los mayores. * * * Sobre el filo del destino.. . Hay momentos presididos por el destino que deciden para toda la vida; instantes preñados de consecuencias 7 El Dios de las misericordias a millares es la otra cara del Dios de ira, que visita la iniquidad de los padres en los hijos hasta la cuarta generación, como en las sociedades en que el rigor excesivo de las leyes conduce al abuso del indulto y las amnistías. "Dominator Domine Deus. . . qui custodis misericordiam in millia. . . qui redáis iniquitaten patrum filiis, ac nepotibus, in tertiam et quartam progeniem Exod. 34: 7. que alcanzan hasta el fin, y me urge contarlo para salir a campo abierto de la incomodidad de estas notas que me van resultando demasiado personales e introducirse a los paisajes del tiempo a que me refiero, cuando el neófito daba sus primeros pasos en la emoción de un nuevo ideal. Muerto nuestro padre y liquidados los trabajos de su oficio, empezaba yo a fantasear peligrosamente y se juzgó conveniente que trabajara con un patrono en algo útil. Bien provista de recomendaciones, mi madre se fue a los dueños de la principal firma de la localidad. Allí todo el personal era obligadamente adicto a la casa, por la importancia que entonces tenían las clientelas políticas, y aunque se clasificaban de liberalconservadores, según Iturrioz, su antagonista, para ser ministeriales de todos los ministerios, eran de una tendencia marcadamente clerical y reaccionaria, y ningún societario fue tolerado por ellos, hasta después de la primera guerra mundial, en que los sindicatos se impusieron a todos por la fuerza del ambiente y las circunstancias, sin perdonar a estos inveterados recalcitrantes. En tanto que eso no ocurrió, los sabuesos de la casa no tardaban en descubrir a los que clandestinamente ingresaban en la organización, que luego eran despedidos inexorablemente. Y más de una vez intentaron formar listas negras y hacerlas efectivas mediante conciertos patronales, al intento de conjurar aquel peligro destruyendo los sindicatos. Muerto el perro se acabó la rabia. Afortunadamente para mí, a pesar de las recomendaciones no tuvo éxito la gestión de mi pobre madre. Con el sabor un tanto ingrato de este desengaño, volvía ensimismado por el camino, porque ella también era de los que conversamos para adentro con los pensamientos, cuando a la altura de la calle llamada de María Angela le rompió el sueño, como hubiera dicho Unamuno, un señor que le abordó diciendo: —Señora, tengo entendido que tiene usted un hijo que podría sernos útil. La conocía sin duda, de que aquel señor criaba gallos de pelea como mi padre, y alguna vez le habría ganado o perdido alguna apuesta. Era la suya una casa de artesanos, bastante bien acreditada en lo de montar escopetas de caza; cazadores todos en ella, con una jauría de lebreles que constituían el tema principal de las interminables conversaciones que ocurrían en la animada tertulia de veteranos devotos de San Humberto que se reunía en su taller. Gané allí un salario que nos hacía falta en casa, al mismo tiempo que completaba mi aprendizaje de grabador, junto con Apoch, de mi edad, que ya saldrá a relucir en estas notas. Tío Pachico, "Ertzill" un solterón que había venido a ser cabeza de la numerosa familia de un hermano suyo, viudo, que acabó también por morirse, era el patriarca de la casa y tío universal de todos los que trabajábamos en ella. Y allí veía yo una niña que no había hecho la primera comunión, sobrina por la sangre, que solía jugar con el tío a quitarle la boina, a esconderle los anteojos y reírle sus "erderakadas", la cual andando el tiempo había de ser la madre de mis hijos, partícipe conformada de todas las vicisitudes de mi vida, serena primero y accidentada luego por la situación de los tiempos difíciles que sobrevinieron para todos y, compañera solícita por los caminos del mundo en el exilio, hasta hoy, que seguimos comiendo juntos el pan de la emigración, que no deja de ser amargo aun en el mejor de los casos. ¿Cuál era entonces, a esa hora en que realmente ingresaba en la vida de trabajo, mi estado de espíritu, ya que entre bromas y veras, estoy refiriendo el proceso de una crisis, dentro del ambiente de un pueblo también en llamas? Recuerdo este dato. Vecinos inmediatamente en aquel taller de los "Ertzill" a los Zuloaga que hablaban mucho en francés, le salía a un compañero nuestro de trabajo, poco más o menos de nuestra edad, que había venido de Castilla la Nueva, su envidia de presumir hablando con las chicas del pueblo en la lengua de Moliere, para lo cual se proponía estudiarlo por las noches, pues algunas de su gusto lo hablaban bastante bien. Y discutiendo de esto, yo hube de declarar mi preferencia ideal por las humanidades, pensando en aquellos textos latinos del desván, que seguían interesándome, y cuyas citas hubieran sido mi lucimiento. * * * La ilusión de saberlo todo. La biblioteca del Centro Obrero, en aquel tiempo en que nos estrenábamos en ella, estaba nutrida principalmente con la colección completa de la Editorial Sampere, de Valencia, cuyas traducciones, si inferiores a las de Calpe, eran superiores a muchas argentinas que se han lanzando luego al mercado; de la colección sociológica dirigida, si mal no recuerdo, por E. González Blanco, Barcelona, que constaba de interesantes actualidades doctrinales y científicas; de los Manuales Soler¿ a que habían contribuido con escogidos temas los espíritus más abiertos de la España pensante, y de muchos tomos del nutrido y variado catálogo de la Casa Maucci, también de Barcelona. Completaban el caudal bibliográfico donaciones de particulares y bastante papel impreso con cargo a distintos ministerios, que reunidos en gruesos volúmenes conteniendo "luminosos informes" que habían valido sustanciosos honores a sus autores, estaban destinados a pudrirse en los estantes en fuerza de no interesar a nadie. Como para los muchachos de la Catequística el señor cura que enseñaba la moral era todo santidad, no concibiendo que pudiera haber falta en tan perfecto varón,8 el maestro de escuela era todo conocimiento, pues además de creer en aquella dichosa edad que en el mundo no existe cosa de que no se sepa todo, suponíamos que no había saber de que no estuviese en posesión el maestro.9 Pues bien, de esta misma suerte nos figurábamos una biblioteca cuando nos hicimos clientes de la primera. En la biblioteca estaba encerrada toda la ciencia, no habiendo nada en el mundo que no estuviese en los libros, y para saberlo todo, bastaba leer todos los libros que hubiese en ella. Aquello de que entre el cielo y la tierra hay más cosas que en los libros de filosofía, que Hamlet dice a Horacio, su amigo, es una experiencia tardía como la de Sócrates cuando acabó sabiendo que no sabía nada. Y como en aquella hora entusiasta la lectura de un libro se llevaba tantas sesiones, esto multiplicado por tantos volúmenes daba en días, meses y años la cantidad de tiempo en que uno podría saberlo todo. Tiempo corto en todo caso con relación a los dilatados horizontes a que parecía abrirse la vida, luego del cual podría uno discurrir entre los demás en posesión de toda la sabiduría del mundo. Con este espíritu que alimentaba la vanidad, incursos en el pecado de nuestros primeros padres —eritís sicut dii scientes bonum eí malum— 8 Los ratones de sacristía de nuestra edad que ayudaban a misa, a los cuales no se les escapaba el secreto de algunos pequeños enredos clericales, algunas veces se referían a ellos en tono confidencial permitiéndose atrevidas hipótesis y juicios temerarios, sin escandalizarse por ello. En cambio, si quienes seríamos capaces de comprender ahora cualquier debilidad en el hombre más santo, hubiéramos podido entonces prestar crédito a las historias de aquellos pequeños simoniacos, creo que se nos hubiera hundido la fábrica de nuestras creencias como herida por el rayo. Sin embargo, de aquellos ayudantes a misa que madrugaron tanto al misterio de la común humanidad de aquellos hombres santificados por el sacramento de las órdenes que para nosotros estaban por encima de las cosas de este bajo mundo, siguen a sus sesenta y más años de mundo, siendo lo que eran a sus diez o doce, y hay quien sería capaz de romperse la crisma con cualquier epígono de El Motín que atribuyera ahora a sus pastores lo que publicaban siendo niños. 9 El mismo concepto de las autoridades. Don Antonio Iturrioz, tomando posesión de la Alcaldía, se creyó en el caso de repasar su aritmética, y hacía una hora con el Fosforero después de nuestra clase. Nuestro asombro no tuvo límites y nos pareció tosa escandalosa, cuando comprobamos que aquella eminencia social, aquella primera autoridad, a juzgar por lo que dejaban escrito en el encerado, andaba en la regla de tres. animados de esta ilusión ambiciosa, iniciamos, pues, nuestras lecturas en aquella biblioteca del Centro Obrero de Bidebarrieta, que para nosotros y por aquel entonces era tanto como la del Vaticano o la del Congreso de Washington, de las que no teníamos noticia. Los talentos la facultad de asimilación, el método y demás condiciones para el buen aprovechamiento no contaban para nuestra ignorancia; sólo importaba la mecánica de leer como a destajo, igual que los que rezan mecánicamente para capitalizar indulgencias. , Una anécdota servirá para ilustrar el sentido de este espejismo en que vivíamos. Por aquel tiempo pasó por el centro obrero un profesor de lenguas portugués (algún desterrado político seguramente) el cual dio una conferencia para exponer un método de su invención. Su método, según él, permitía aprender una lengua viva —el francés, el inglés o el alemán— en el espacio de un mes, a razón de una hora diaria de ocupación. Debió decir o debía querer decir, a lo que ahora supongo, que con un método, uno podía en un mes, entrar en posesión de unos principios generales que le permitirían a uno mismo, desenvolverse por su cuenta. Pero todos los que nos suscribimos para sus clases de francés, entendimos lo primero, y al cabo' de cuatro semanas de estar una hora al día con aquel mago, esperábamos salir hablando francés con Monsieur Héctor Lachelin, que entonces era el hombre más popular en Eibar, como comprador de casi toda la producción de grabados que en Francia se vendían como bijouterie* espagnole cuando no como art de Toléde, que era más prestigioso para la propaganda. Y había allí presente cuando la conferencia, uno llamado1 Zezeill, que tenía urgente necesidad de ir a Francia por asuntos comerciales, pero tropezaba con el inconveniente muy serio del idioma, que no de visados que entonces no hacían falta. Y se acercó al profesor a proponerle, que él le pagaría de buen grado el doble y más que fuera menester, si le enseñaba el francés en ocho días. Y empezaba el gracioso de esta pretensión por no saber el castellano, o a lo menos por saberlo nada más que a medias; esto es, bastante bien para sus adentros, pero bastante mal para sacarlo afuera y servirse de él con propiedad. * * * Vuelta y desasnamiento. Contribuye a este espejismo que decíamos, la sensación de enriquecimiento que a diario experimenta el neófito, con la cosecha de cosas nuevas que hace cada libro que "despacha", porque a esa hora todo es inédito para él, y aunque se dice que el saber no ocupa lugar, vuelvo a decir que sí ocupa, y entonces todo se acómoda con facilidad en el desván de nuestra cabeza, en la "gámbara" que decimos los de Eibar. Es como cuando empezamos el estudio de una lengua. Al principio parece que adelantamos a pasos de gigante y que todo el camino a recorrer lo vamos a andar en seguida. Pero luego, sin hacerse esperar mucho, empezamos a descubrir las dificultades y escollos de mar adentro, y llega un momento en que redoblamos el esfuerzo sin lograr avanzar apenas, como si un pesado lastre nos sujetara en la misma cala. Así mi inglés que hace cuarenta años está en lo mismo, sin pasar de ser un recurso* instrumental para enterarme de lo que anda impreso en esa lengua, sin acertar a decir dos palabras seguidas. Otra petulancia nace de los libros de vulgarización, disculpables en aquella edad impaciente y optimista. Cada ciencia parece al alcance de la mano, sin más esfuerzo que el echarse al coleto un tomito de cien o doscientas páginas. Así el cuento de la estudiante pizpireta, que pudo decir a un astrónomo famoso, cargado de años y de ciencia, a quienes juntó el azar en una fiesta social: —¿En qué se ocupa usted, señor viejo? —Yo —contesta el sabio— estudio astronomía, —¿Astronomía? —comenta la estudiante—; astronomía terminé yo el año pasado. Característica también de ese periodo optimista de las iniciaciones, es la impaciencia que nos gana de soltar afuera lo que apenas hemos digerido; vicio en cuanto nos hace incurrir en el ridículo de no pocas equivocaciones; virtud en cuanto es la manera de llegar a saber mejor las cosas y desasnarnos, purgándonos de aquellas tempranas presunciones. No hay sabio verdadero, que por necesidad no ejerza el magisterio; de ahí lo de doctor. Algo parecido a aquel sarampión le ocurría al gran Apoch, a quien habremos de citarle en más ocasiones, por ser sujeto de muchos casos instructivos. Cuando El Socialista, recién convertido en diario gracias a aquella histórica suscripción de "El millón para la rotativa", publicaba en folletín El Judío Errante, de Eugenio Sué, le impresionaba tanto aquella lectura, que tenía necesidad de contar el capítulo del día a sus compañeros de trabajo en el taller; a la familia, en la mesa a la hora de comer, y a los amigos, por la noche, en el café, sin todo lo cual no podía acostarse en paz y no hubiera podido conciliar el sueño. Y fuerza es confesar, que poco más o menos lo mismo que a Apoch me ocurrió también a mí con más de una cosa peor digerida que los capítulos de la obra de Eugenio Sué por mi ilustre cuñado. Pero las tonterías vale más olvidarlas, aunque hayan contribuido a la enmienda y sean parte de nuestro desasnamiento, que quiera Dios haya terminado antes de haber empezado a pergeñar estas notas. * * * La servidumbre de los cargos. Crecíamos, en tanto, ratones de la Biblioteca del Centro Obrero, si n o en sabiduría, sí en bastantes lecturas, en noble emulación los jóvenes que nos juntábamos en ella. En sabiduría no, porque aparte de que más bien que en los libros, la sabiduría se adquiere en la vida, en la que apenas nos habíamos iniciado, el método, o la falta de método que seguíamos en nuestras lecturas, venía a ser asaz semejante al método o a la falta de método con que años después el inquieto Millán Urcola, "Villabona", trataba de aprender el francés en la cárcel de Pamplona: procurando saberse de memoria, página tras página, todo el diccionario. Gracias a que el instituto, andando el tiempo, acabó por proveer a cierto orden de preferencias, que si no llegó a organizarse en un sistema, hacía veces de método para lo que podía ser una cultura. Aprovechábamos en la biblioteca las horas de la noche y los días de fiesta, y durante el invierno, cuando los días son tan cortos en aquella latitud, aprovechábamos mejor. En el oficio* en que yo trabajaba no era costumbre el hacerlo con luz artificial, lo que no era poco privilegio, pues durante varios meses de la estación fría, antes de las. cinco dejábamos el"taller para correr a los libros. Los compañeros de esta frecuentación nos emulábamos a leer como he dicho y comentábamos luego nuestras lecturas, según nuestro respectivo temperamento, pues alguno del grupo ya se sentía atraído mejor por el romanticismo ideológico del Príncipe Kropotkin, que por el juego de los conceptos abstractos y los análisis racionales de la árida materia que trataba en sus libros Carlos Marx, el profeta mayor de aquella sinagoga. Y bullía por el Centro Obrero un elemento que no tenía otro empeño que el de "afiliarnos". Venía a ser una especie de beato de Vautre cote, igual que los que en la sacristía llevan cuenta de los que comulgan o dejan de comulgar por Pascua Florida. Su celo' e r a extraordinario, pero sus dotes de atracción, desgraciadamente, dejaban bastante que desear. Y volvía a la carga casi a diario con la insistencia de un agente de seguros. Como estas formalidades, aun comprendiendo que son necesarias, no me hacían a mi mucha fuerza, apenas le prestaba atención. Mas para él era una inconsecuencia frecuentar el Centro Obrero, discutir como discutíamos y no afiliarse siquiera a la Sociedad de Oficio. —¡Pero si no hay sociedad de nuestro oficio! —le decía tratando de sacudírmelo, y así era en verdad, pues los grabadores que trabajaban el damasquinado, como el proletariado de cuello blanco de las ciudades, tenía a menos el acudir a la organización. —En la de Oficios Varios —insistía el proselitista— cabemos todos. —Pero, ¿qué vamos a hacer en la de Oficios Varios —replicaba yo1— los cuatro gatos que seremos entre el zapatero, el albañil y el carpintero? Y entonces, acudía él a lo que creía lo más decisivo de sus reservas suasorias: —Mira, te vamos a hacer de la Junta Directiva. Y daba en hueso, porque ninguna servidumbre me ha resultado tan ingrata, a lo largo de toda mi vida, que la de estas obligaciones de comité, que siempre he tratado de eludir. * * * APOCHIN, el rebelde. El anarquismo tenía sobre la juventud la atracción romántica de lo terrible con su leyenda y sus mártires, el prestigjo de las airadas condenaciones de que era objeto, la aureola sangrienta del apellido, que imponía a los timoratos y enorgullecía a los que les era atribuido, sin necesidad de ostentarlo, pues siempre seduce un poco de misterio. Su evangelio, desaparecido Bakunin, que más que un teorizante había sido un hombre de acción, eran La Conquista del Pan y la colección de artículos reunidos bajo el título de Palabras de un Rebelde, de Pedro Kropotkin, autor al que, sin embargo, se le puede admirar con más motivo en su importante estudio de La Ayuda Mutua como' factor de la evolución. La gloria de la escuela era Elíseo Reclus, el gran geógrafo francés, con sus libros en que la ciencia es poesía y amor de la naturaleza y el hombre. Su santo, Luisa Michel, la virgen roja, con su leyenda de abnegación y sacrificio. En el Centro Obrero se recibía la prensa anarquista, con la que se intercambiaba nuestro ¡Adelante! El patriarca del anarquismo español, muerto a la sazón Fermín Salvoechea, era Anselmo Lorenzo, que sentaba cátedra en El Productor y en Tierra y Libertad. Francisco Ferrer, formado en el libre pensamiento burgués, era una figura entre bastidores. Lo que le interesaba a éste del anarquismo era la rotundidad de su ateísmo, que le había impuesto el ruso Bakunin con su Dios y el Estado. Como el maniqueo de otros tiempos, el anarquismo inevitable que desazonaba a los socialistas con su discrepancia en cada una de las zonas de influencia de éstos, era por aquel entonces, en lo que respecta a Eibar, José Cobos, discípulo de José Guisasola en lo del materialismo mecanicista, y maestro a la vez de "Apochín" en lo del anarquismo doctrinal, si bien el discípulo no tardó en aventajarle al maestro. Este "Apochín", Agustín Odriozola, el gran discutidor de nuestra promoción de lectores de la biblioteca del Centro Obrero Bidebarrieta, bajo y rechoncho, era el tipo perfecto del anarquista temperamental. Hubiera podido decirse un personaje escapado de alguna de las novelas de Pío Baroja. Leía bastante pero no digería bien, cosa que a los demás nos ocurría poco más o menos igual, y a pesar de la cultura que iba adquiriendo, puro declamador, haciendo todo el gasto por la boca, apenas sabía hacer palos como los chicos de la escuela. Mas a todo suplía su inteligencia natural y su facultad para las frases rotundas y detonantes. Durante la guerra ruso-japonesa, fue parcial apasionado de los nipones contra todos los demás chicos de su edad que estábamos por occidente, y cuando los iniciados en el Centro Obrero admirábamos a Amuátegui, el tribuno, él le denigraba, pues aquél era su patrono y le hacía sentir su "autoridad", como entendido que era el socialista del "derecho" y el "deber" que corresponde a cada cual en el lugar que ocupa. Después de estas bregas, luego de haber pasado unos años más en Eibar como en santos ejercicios de la doctrina, esto es, en lo> que él decía "ir contra la corriente" y que fundamentalmente no consistía, sino en descuidar la barba y el cuello de la camisa y en despreciar otros "convencionalismos" semejantes, se fue a los Estados Unidos, gracias a un tío suyo que era capitán de barco. En 1924 nos encontramos en Nueva York. Estaba aburguesado, habiendo dejado de ir contra la corriente, ya que bien afeitado vestía buen paño, tocándose la cabeza con un sombrero de paja. Aunque hacía misterio de sus ocupaciones, debía lavar platos o hacer cbsa parecida en algún lugar de lujo en el bajo Manhatan, porque presumía de ver en persona a los magnates de Wall Street. Decía que las ideas de Europa no tenían vigencia en aquel meridiano y venían a ser como un traje que allí no se podía poner. Sin embargo, no había abdicado, pero su anarquismo lo traía con bozal, como a una fiera mal domesticada. * * * El ateísmo anarquista y la neutralidad socialista. Para el socialismo militante, la religión era y sigue siendo asunto privado de cada cual; para los anarquistas, el ateísmo era la doctrina oficial. Y es que la autoridad, cuya destrucción y aniquilamiento constituye la aspiración fundamental del anarquismo, la autoridad, el poder de un hombre sobre otro hombre, la autoridad como imperio en el sentido de la definición del profesor Duguit, o tiene que ser de hecho, o tiene que proceder de Dios. Y como invariablemente la justificación de todas las opresiones de hecho, a lo largo de la historia, se ha basado en aquella pretensión de que proceden de Dios, haciendo de Dios el cómplice de su violencia y sus crímenes,1 0 de ahí la condenación de Dios, que parece haber aceptado aquel papel, vista su actitud pasiva, y la guerra que le tenían declarada los anarquistas. Muchos de sus grupos se titulaban Sin Dios y otros lemas del mismo significado. La contribución crítica de Carloá Marx a la Economía Política —la teoría del valor como materialización de trabajo social, la naturaleza de mercancía de la fuerza de trabajo en régimen de salario, la plusvalía y las consecuencias sociales de los estímulos que rigen la empresa de producción capitalista— no pretendía el mérito de ningún descubrimiento, sino que representaba el valor intelectual de desarrollar todas las consecuencias que se desprendían de las premisas de Ricardo y demás clásicos de la Economía admitidas como ciencia. Así la obra capital de Marx contiene a lo largo de ella un erudito registro históricobibliográfico de todas y cada una de las piezas que constituyen el tema de su trabajo, bastándole la gloria de los desarrollos; lógicos que se revelaban con una significación y alcance profundamente revolucionarios. Pero todo esto, con ser tan radical e innovador, no interfiere con el problema metafísico de la religión. Dios, en toda esta polémica, permanece como una cuestión aparte. Cierto que su filosofía de la historia, no obstante el carácter metafísico que algunos advierten en el concepto hegeliano del movimiento dialéctico, y la teoría de la lucha de clases tan estrechamente unida a aquélla, de que deriva la pragmática política de los partidos obreros desde hace un siglo, padecen de la actualidad triunfante de las tendencias materialistas en el momento de su! formulación. Tendencias que representaban la hora de embriaguez de las ciencias experimentales, con los triunfos que se habían cobrado frente a las resistencias dogmá- 1 0 Ahí tenemos, sin ir más lejos, lo de "Franco por la gracia de Dios". Si eso fuese realidad como pretenden los que suelen usar de Dios como cosa de su propiedad y a la medida de su conveniencia, sería legítima la guerra a Dios de los anarquistas y los ateos podrían añadir a sus razones de la razón raciocinante, que son las que Amuátegui significaba con el adverbio "matemáticamente", una razón del corazón; que son las razones a que se refería Pascal y con las que los hombres buenos creen en Dios. ticas del pasado, vinculadas a una política reaccionaria en todas partes. Y esto sí afectaba al problema religioso, sobre todo, al de la religión considerada como fuerza política aliada, en muchos lados, al capitalismo. Pero así como la crítica marxista de la Economía se consideró como una adquisición científica, el determinismo económico en la historia fue siempre objeto de interpretaciones más o menos radicales, aun para los mismos fundadores de la doctrina. Por eso, socialistas ortodoxos como José Guisasola pensaban en materialista y podían profesar un ateísmo que, sin embargo, no era del partido. Y otros, no menos ortodoxos, como el doctor José Madinabeitia, que pagando por cierto a la intolerancia religiosa de siempre en España cumplía condena por aquel entonces en la cárcel de L a r r i - naga, de Bilbao, a causa de haberse negado a prestar juramento en una diligencia oficial, advertían la superación o, mejor dicho, las deficiencias que se acusaban con el avance de l&s ciencias en aquel materialismo mecanicista de los José Guisasola y Florencio Eguren. Y respecto al determinismo económico podían decir lo que muchas veces oímos de su boca: que si bien resultaba de un gran valor filosófico el subrayar la importancia del factor económico en la historia, no podía desconocerse la presencia de fuerzas espirituales que intervenían en sir desarrollo, a veces con carácter decisivo. Y que, sobre todo, son siempre espíritus enteramente desinteresados, almas idealistas como el mismo Marx, los que trabajan las ciencias puras, cuyos progresos son a su vez los que determinan los de las técnicas, que en su aspecto práctico cobran luego valor económico y se convierten en factor revolucionario en el sentido de la dialéctica marxista. Con lo que si parece que se vuelve al punto de vista idealista, también se cumple una síntesis superior, que da lugar a un espiritualismo más científico que el de las viejas metafísicas, y a un materialismo más espiritual que el de los pensadores; de 1840. Y como tercera fuerza, otros aldeanos de las sociedades de resistencia, y yo mismo todavía en aquel entonces, podíamos respirar aquella atmósfera densa del Centro Obrero sin haber roto enteramente con el pasado, gracias a aquella neutralidad pragmática que en materia religiosa proclamaban los socialistas. ¡Abajo las fronteras! En aquel tiempo estábamos también el grupo de neófitos lectores bajo la influencia de ciertos elementos de aluvión que acudían al Centro Obrero, y con quienes hacíamos amigable sociedad, los cuales, poco más o menos de nuestra edad, tenían la costumbre, migratoria de salir a Francia para las vendimias. Cuando se acercaba el tiempo de esta alegría geórgica, preparaban su atadillo de ropa y se iban constituidos en pequeña república, saliendo por Irún. Entonces no hacía falta ninguna formalidad policial ni administrativa para cruzar la frontera. Bastaba tener dinero y humor para llegar a todas partes, sin tropezar apenas en la raya de un Estado a otro y sin que la geografía política fuese un obstáculo al alma viajera. Así podía ocurrir a un Ambrosio Valenciaga, industrial de nuestra villa, conocido por su irascibilidad que no bastaba a ocultar su bondad infinita, y que solía viajar por afán de captar provechosas novedades yendo por el extranjero, despertar de su sueño< en el tren en Colonia, estando consignado a Lieja. Y no obstante esta facilidad de pasar de un país a otro, uno de los gritos más frecuentes de la protesta socialista de entonces solía ser: ¡abajo las fronteras! Ahora, en cambio, cuando el internacionalismo parece ser el imperativo de todo cuanto nos rodea, y cuando el viajero puede atravesar el Atlántico en cuestión de horas y en una jornada por el aire se vuela sobre varios continentes, hay cortinas de hierro, visados indispensables para poder tocar en cada pieza del mosaico que representa el recorrido más modesto de los del hoy, cada uno de los cuales visados cuesta a lo mejor un mes de laboriosas idas y venidas; permisos de salida y de regreso que suponen igual cantidad de diligencias, dificultades de divisas para las cuales a veces no basta tener dinero, molestias policiacas, discriminaciones raciales a veces, reservas políticas siempre, certificados de salud, etc., etc. Con lo que resulta mucho más difícil viajar ahora que cuando había que ir a pie por el mundo abriéndose uno mismo el camino. Más dichosos nuestros contertulios del Centro Obrero, a pesar de -sus escasos recursos monetarios, pasaban al mediodía de Francia, sin necesidad de ningún papel y se acomodaban, bien o mal, según su suerte, donde pudiesen trabajar, sin sujetarse a contingencias y sin padecer ningún régimen especial, salvo el de la oferta y la demanda. Y pasada la temporada y avanzando la estación, llegaban de vuelta, uno a uno, derrotados por los fríos, a contar sus aventuras al calor de la estufa que monopolizábamos casi por completo los jóvenes de la biblioteca. No solían ser pocas las penalidades que pasaban en la vecina República, improvisándose en mil oficios en que no tenían experiencia. Muchas veces los patronos eran duros, y su dureza en francés les resultaba más dura todavía. Y siempre, aun en el mejor de los casos, les ocurría algo adverso para que tuviesen que regresar con el invierno, no sin haber pasado mucho frío, hambre a veces y siempre harta fatiga y trabajos. Maldecían entonces de Francia y los franceses, pero al acercarse de nuevo el buen tiempo, otra vez se les despertaba el deseo irrefrenable de la aventura y volvían a ponerse de acuerdo para repetirla, sabiendo lo que les esperaba de bueno y de malo allende los Pirineos. Nosotros mismos, a pesar de sus fatigas que las imaginábamos seguramente mayores de lo que fueran en realidad, (envidiábamos la dicha de aquellos amigos a quienes ningún lazo inmediato ataba a la prudencia conservadora en que vegetábamos los demás a la sombra de los nuestros, sin haber podido salir todavía más allá de la provincia. Alguno de aquellos aventureros acabó por tomar tierra al otro lado de la frontera, uniéndose al destino de una hornada familia francesa. Este profesaba el principio de que en tales andanzas lo que más importa es el vestido, y tenía la virtud de llevar hasta sus rotos con un decoro especial. De los otros, unos cobraron más juicio y se casaron, y otros demostrando no menos cordura siguieron libres; mas todos acabaron por irse por el miedo antes de la guerra civil al apoyo de su experiencia de sus oficios en Eibar, empujados por las frecuentes crisis de trabajo que se daban en la armería y que ellos no las soportaban como los demás, aferrándose al lugar y prefiriéndole con todo y sus ingratitudes. La nueva picaresca. Una virtud exaltada sobre todas las demás por la moral socialista, es la solidaridad. Y una de las prácticas de la solidaridad consistía en la asistencia que el Centro Obrero prestaba a los obreros transeúntes en camino hacia la zona fabril o minera de Vizcaya, o bien de regreso de ella, habiendo dejado allá no pocas veces, la salud, cuando no algún miembro de su cuerpo, sumándolos al ejército de mutilados condenados a la mendicidad, no habiendo! nacido aún la Ley de Accidentes de trabajo. Se les proporcionaba un modesto viático, y esta atención era uno de los capítulos primordiales del presupuesto de gastos de la Federación local que administraba el Centro Obrero. Eibar, por hallarse equidistante de San Sebastián, Vitoria y Bilbao, y también por ser el mismo centro de trabajo por la industria y la contracción muy activas entonces, así como' por este viático que los transeúntes no encontrarían en muchas leguas alrededor, era lugar de paso y estación de mucha mano de obra. Cada día había pobre gente en el Centro Obrero que requerían al presidente, encargado de acordar en cada caso, según su prudente arbitrio, el viático de referencia. Para el buen orden de esta asistencia, se había establecido la regla de exigir un certificado del Centro Obrero de procedencia, acreditativo de la condición de asociado del titular, y los centros de las estaciones de tránsito -consignaban en él con su sello la ayuda prestada. Renán supone en tiempos de San Pablo un régimen semejante entre las Sinagogas de la gentilidad y el proselitismo, cuando las recorrían los primeros misioneros de la nueva ley de Gracia, llevando la novedad del Evangelio. Con todo y esta sabia prevención administrativa, no tardaron algunos desaprensivos, que siempre los hay por haber de todo en la viña del Señor, en convertir aquello en oficio, produciéndose una picaresca parecida a aquella de los Santeros y los Peregrinos de Santiago, que alcanzamos a conocer cuando chicos; éstos con su esclavina, sus conchas y el bordón y aquéllos con su santo y el cepillo de las limosnas, y todos ellos bulliendo por las ferias de los pueblos, mezclados a lo más profano que se daban en ellas. Para estos desaprensivos de la nueva picaresca no era ninguna dificultad el que no llevaran consigo el certificado indispensable, si es que no se lo habían procurado por partida doble sorprendiendo la buena fe de honrados compañeros. Para el caso de que no pudieran exhibir el preciso documento, estaban las historias, y en defecto de la caja social cuando no se pudiera quebrantar el reglamento por encontrarse en regla ©1 solicitante, las colectas entre los presentes, que comunmente resultaban más provechosas que el socorro oficial, enternecidos los circunstantes con el disco que les solían colocar, en el que figuraban de rigor el tópico de las persecuciones y el hambre, el cacique y los atropellos de la Guardia Civil, que pasaban sin dificultad, por ser realidades harto verdaderas y cotidianas sobre la piel de toro ibérica. A veces era otro el cuento. Recuerdo de un sujeto a quien se le reunieron tres o cuatro duros, el cual, según había declarado confidencialmente, iba a atentar al día siguiente contra un odiado Ministro de l a Corona, a su paso por Zumárraga en el expreso de Madrid, sacrificando su libertad y seguramente su vida a aquel resentimiento público que representaba el Ministro. La prensa anunciaba aquel día el viaje del personaje a San Sebastián, donde: estaba la corte de veraneo, y no debió serle difícil tejer la fábula con trazas de verosimilitud, sabiendo el prestigio de los mártires aun en los lugares menos propensos a la violencia. Además es de observar que esta fauna hacía su aparición coincidiendo con la época de los buenos tiempos y desplegándose siempre hacia los lugares de fiestas y abundancia. A veces el Centro Obrero procuraba trabajo a los que acudían a esta solidaridad y algunos de éstos radicaron en Eibar y sus hijos son con nosotros hablando vascuence. Pero otro a quien colocamos con mucho interés en una ocupación modesta pero n o despreciable, no duró en ella, porque resultó ser autor de una fórmula social más eficaz que el socialismo y el anarquismo para acabar, según él lo proclamaba, con la explotación: explotar a los explotadores no dando golpe o haciendo lo menos posible. Otro intelectualoide pasó una vez cargado con sus "Obras Completas", que consistían en un voluminoso cuaderno donde había pegado los recortes de todo lo que llevaba vertido en letras de molde. Debía ser de la promoción de Marcelino Domingo, porque se empeñaba en demostrarnos que escribía mejor que aquél. Mostraba en la región occipital una especie de chichón que nos hacía palpar con los dedos sin miedo a que tropezáramos con los piojos, que decía ser el lóbulo de la lujuria, que guarda estrecha relación, según su teoría, con el talento literario. Este admitía donativos en especie, y así como unos le llevamos pan y queso, "Apochín" le regaló huevos frescos, que fue a sustraerlos a la alacena de su madre, en Iturribide. * * * Takurra. Por nuestra parte también exportamos algunos ejemplares de esta clase, que fueron explotando por los caminos de toda España el prestigio social de Eibar y cobrando en su provecho personal la reciprocidad debida a la solidaridad que practicaba nuestro Centro Obrero con gente de todas las procedencias. El oficio, indudablemente, no era para enriquecer a nadie, pero a algunos sirvió para sacar más de una vez el cuerpo de mal año, mientras recorría de parte a parte la península ibérica. Mas no todos los que salieron a esos caminos de Dios a correr ventura con el beneficio de su desaprensión, valían lo mismo para explotar la ingenuidad o buena fe común de las gentes, que a eso se reducía, en el peor de los casos, la malicia de nuestros paisanos que se dieron al oficio. Así cuentan de un día que "Takurra", el más famoso de nuestros vagabundos, mi condiscípulo en la Escuela del "Fosforero", se encontró con "Chimiñúa", su paisano, en la ciudad obispal de Vitoria; aquél erguido y triunfador, fresco de su estadía en Eibar, camino hacia el sur a la buena ventura; y este otro, que era un pobre hombre metido por desavenencias conyugales en aquellas andanzas que no estaban hechas para él, muerto de hambre, esforzándose por llegar de vuelta, como el hijo pródigo de la parábola, a la sombra de sus lares. "Takurra" en viéndole se le brindó su protector, y lo primero que hizo fue invitarle a un restaurante. "Chimiñua" no sabía cómo agradecerle tanta generosidad, no habiendo comido caliente desde no sabía cuánto tiempo atrás. Cuando los dos paisanos despacharon con el apetito que es de suponer, los copiosos platos del suculento menú, se hicieron servir el café y se sintieron como reyes. Y "Takurra", en el colmo de su optimismo, dijo eufórico a su compañero: —Tan opípara comida merece los honores de sendos cigarros puros de La Habana, que voy a procurármelos ahí al lado. Y se fue, y el pobre "Chimiñua" no le volvió a ver. No dicen las crónicas cómo se las compuso» este infeliz con el dueño del restaurante; pero lo cierto es que gracias a "Takurra", aquel día "Chimiñua" había comido y comido caliente. Otra gran temporada de "Takurra" fue cuando él y su ayudante "Jo-ta-seco" recorrieron gran número de caseríos del vascuence, haciéndose tratar a cuerpo de rey a cuenta de que hacían ponerse sus mejores galas a toda la familia y hacer grupo a la puerta, para retratarles en compañía de la vaca lechera y el burro de servicio, amén del perro guardián y las gallinas. No es difícil adivinar que la máquina fotográfica era de pega y los candidos aldeanos esperan todavía las pruebas que se les prometían para unos días después. Este "Takurra" de las anécdotas, Esteban Ojanguren por su propio nombre, era un artista consumado en su oficio» de grabador a buril y trabajaba por temporadas con verdadera aplicación. Pero» le entraba luego de repente la fiebre de los caminos abiertos hacia lejanas tierras, como si se l& despertase el atavismo dormido de la raza, de cuando los días de nómada trashumante de ésta en los caminos del mundo, bajo el cielo azul y las estrellas, y se iba por largas temporadas a lo que hemos dicho: a vivir del cuento. E n una de esas salidas llegó hasta África, donde ingresó en la Legión, haciendo méritos que le valieron una cruz. No sé qué habrá sido» de él después de un día que nos visitó en Madrid, cuando la República, para solicitar, naturalmente, un viático que sabía no le íbamos a negar, sin necesidad en este caso, del disco correspondiente.1 1 * * * 1 1 Un amigo me comunica la siguiente versión del fin de "Takurra". Cuando la guerra civil reapareció por el norte y, a pesar de sus años, se hizo admitir en uno de los batallones que se improvisaron para resistir a los facciosos. Tomó parte en muchas acciones en los frentes de Eibar, Bilbao y Santander. Como tenía alguna experiencia militar, en una de las organizaciones de los batallones diezmados, el Sacco y Vanzetti, tomó a su cargo una compañía. En la provincia de Santander, mandó fusilar a dos individuos de su mando que trataron de pasar El Centro Obrero. Las asambleas del Centro Obrero solían ser bilingües, como lo eran las sesiones del Ayuntamiento en aquel entonces. Había quienes hablaban en vascuence y quienes lo hacían en castellano, , sin necesidad práctica de intérpretes, pues era raro el erdeldun que no hubiese acabado por entender lo necesario de nuestro vascuence a causa de lo general de su uso en todos los aspectos de la vida, ni euskaldun de los nuestros que no supiera el castellano en' la medida necesaria para entender y hacerse entender. En un extremo de la sala rectangular, se alzaba un pequeño estrado para la mesa presidencial y los directivos, y lo demás de ella eran rústicos banquillos de madera que se ponían y se retiraban a un lado luego de las reuniones. Al fondo se abría la puerta de un pequeño reservado para las directivas, y en el lado opuesto la de la biblioteca, que era otro tanto de espacio cerrado por un tabique de tablas. Sobre el estrado presidencial colgaba el óleo de Manuel Hijar representando a Carlos Marx, pues ya en Bidebarrieta convivirían bajo el mismo techo las organizaciones obreras y la agrupación socialista. En la biblioteca lucía asimismo otra litografía del autor de Crítica de la Economía Política con las mismas barbas, su melena de león y su aspecto de profeta, como queriendo subrayar con esta doble presencia del Apóstol en el lugar de los estudios teóricos y en el de las resoluciones prácticas, el homenaje debido al hombre de investigación y pensamiento, y al hombre de acción infatigable que fue al mismo tiempo el fundador del socialismo científico y de la Primera Internacional. En las paredes encaladas, los certificados de registro de los punzones gremiales alternaban con algunos cromos de los extraordinarios de Primero de Mayo, del Mundo Obrero, de Alicante. Aquellas asambleas en que se ventilaban directamente y en forma sencilla y popular, todos los asuntos de la vida local y del trabajo, además del obligado trámite administrativo de las mismas organizaciones y las cuestiones de la vida de relación con los organismos nacionales, era una buena escuela de educación política y de ciudadanía; un lugar donde se aprendía, pese a la modestia del ambiente y la poca pretensión de las maneras oratorias que allí se practicaban, el ejercicio de la democracia. Y su importancia, teniendo en cuenta los miles de localidades a territorio enemigo. Parece que esta justicia, por su rigor, le fue censurada por algunos compañeros o acaso se lo reprochó su propia conciencia. Lo cierto es que el caso le conturbó profundamente, y en este estado de espíritu, mandó formar a su compañía y les dijo: —¿Habéis visto alguna vez matarse a un hombre? y acto seguido se disparó un tiro en la sien. en que se repetía la misma circunstancia a lo largo y a lo ancho de toda España, se dejará ver por defecto, cuando luego de una solución de continuidad que algún día habrá de remediarse, los pueblos necesiten hombres para reanudar su vida pública y no tengan el plantel de capacidades que preparó el socialismo español para el periodo más conturbado de la historia de España. * * * Las conferencias públicas. En el paisaje de aquellos tiempos que voy diciendo, está también el acontecimiento que solían ser las conferencias. El Centro Obrero organizaba todos los inviernos un ciclo de tales actos, y profesores, médicos, arquitectos, abogados y demás capacidades académicas de la región, se honraban aceptando la invitación de las organizaciones obreras, haciendo el sacrificio de su desplazamiento y de pernoctar en un lugar que fuera del agrado de la gente liberal y comunicativa no era ningún paraíso para un extraño caído allá una noche de invierno, en que generalmente llueve y hacía frío en el mejor acomodo que se pudiera ofrecer al forastero. Los temas que desarrollaban solían guardar relación con la especialidad profesional de los conferenciantes, pero nunca faltaba en sus lecciones, como por imposición del ambiente con que tenían que comunicar, un aspecto general y humano, porque en toda disciplina, aun en las que parecen más independientes de la moral, siempre hay en su fondo mucho que ver con el hombre. El socialismo, tal como había sido enseñado en Eibar, o a lo menos, tal como había sido entendido, abundaba en el espíritu de que nada de lo humano podía serle indiferente, y aunque no tuviese más campo que el de un pequeño pueblo de provincia encerrado entre montañas para ensayar ese universalismo, esta obligada limitación no era óbice para que en su localismo tuviese una derivación trascendental —es decir, nacional o internacional— por el amplio sentido humanista con que traducía la doctrina en acción, superando incluso el punto de vista de clase. Así, cuando los socialistas, luego de muchos y reiterados esfuerzos estuvieron representados en el Ayuntamiento, fueron el alma, tanto de la buena administración y del régimen humanitario del hospital-asilo que interesaba a los más pobres de la vecindad, como de la eficiencia técnica desarrollada por la Escuela de Armería y Mecánica de Precisión, que había de contribuir no poco al éxito económico de más de un industrial patrono, con quien estarían en guerra en otro terreno. Y así, superando todo concepto exclusiivista, en todo lo demás que constituye el cuerpo y el espíritu de un pueblo. La lucha de clases que era bastante enconada en Eibar lo fue siempre a despecho de los socialistas y por efecto principalmente de la agresividad de sus enemigos, que por no ser una excepción en el cuadro general de las derechas españolas, lejos de comprender las exigencias de los tiempos y servir de mecanismo de retención y garantía de los progresos alcanzados para así templar los extremos, pugnaban por una marcha atrás de los acontecimientos.1 2 Las organizaciones obreras y socialistas de Eibar, siempre tuvieron en todos los asuntos locales en que intervinieron, un punto de vista más amplio que el estrictamente de clase, y no a causa de una inconsecuencia de que les pudieran reprochar los ortodoxos, sino por efecto de una superación en el sentido de responsabilidad social en que se movían. Además de estos conferenciantes de la región, no desdeñaban hablar a los obreros de Eibar otras ilustres personalidades de prestigio nacional e internacional. Miguel de Unamuno fue nuestro huésped en muchas ocasiones, unas veces como conferenciante y otras como particular y amigo. En nuestra tribuna conocimos a Ramiro de Maeztu en los buenos tiempos en que había escrito su Crisis del humanismo y andaba con aquello de la "palingenesia" o una nueva Edad Media, que Eibar acababa de vivir aunque en un breve espacio de tiempo. Araquistain nos visitaba en la plenitud de su talento de publicista, cuando volvía lleno de los aires civilizados de Londres a esta España roída de intransigencias. Bartolomé Cossío, el redescubridor de El Greco habló una vez en el salón teatro a los obreros de Eibar. Fernando de los Ríos lo hizo en la Casa del Pueblo, de vuelta de su misión a Rusia, cuando aún le duraba el asombro de aquello de: "Libertad, ¿para q u é ? " que le dijera Lenin. León Jouhaux, Secretario de la Confederación sindical francesa y luego Premio Nobel de la Paz, estuvo en ocasión de inaugurase la Casa del Pueblo, en plena guerra europea.13 'De la línea de oradores políticos, apenas había ningún prestigio de carácter nacional que no hubiera tenido ocasión de hablar en Eibar, y más de una vez, actos políticos celebrados en nuestro pueblo fueron el punto de partida de importantes campañas nacionales. 12 La Encíclica Rerum Novarum les era absolutamente desconocida a nuestros patronos clericales. No sospechaban de ella, y si alguno les hubiese hablado de lo que representa el documento, hubieran dicho lo que el diputado cedista cuando la República: que renegaba del Papa si era cierto que fuese partidario de la Reforma Agraria. Claro está que no por lo que valiéramos los eibarreses, aunque nos aprovechara la circunstancia, sino porque aquel pueblo vino a ser como una tribuna desde donde se podía hablar a una amplia zona nacional, gradas a los resonadores de la prensa de Bilbao y San Sebastián. \ • * * * Fraternización en Donostia. Aquel tiempo de las primicias de nuestra fe, cuando el socialismo, bella promesa de futuro, florecía en esperanzas de paz y redención para los pueblos, era a la sazón de cálidas fraternizaciones internacionales. Los congresos obreros se entregaban con deleite a esas efusiones y en una reunión internacional socialista celebrada ya no me acuerdo dónde, durante las hostilidades ruso-japonesas en Extremo Oriente, tan desgraciadas por cierto para los primeros, el delegado ruso Plejanow abrazó públicamente al socialista japonés Sen Katayama, en medio de la admiración del mundo de los trabajadores. Aquel abrazo simbólico que hermanaba a gentes que las ambiciones imperialistas habían enredado en sangrienta guerra, mientras los desastres se acumulaban sobre los rusos en el teatro de las operaciones y la Escuadra del Báltico se abría paso entre mil dificultades! hacia los mares de China para ir al suicidio, aquel abrazo simbólico significaba un nuevo factor en el juego diplomático de la paz y la guerra, y alguna vez trajo a buen juicio a las Cancillerías, aunque desgraciadamente no siempre. Y de la misma forma que rusos y japoneses, también franceses y alemanes fraternizaban en el terreno del socialismo internacional, con motivo y ocasión de las tensiones que se sucedían gracias al genio teatral del Kaiser Guillermo II y a las ambiciones de Francia en Marruecos, manteniendo a Europa en constante sobresalto y temores de conflagración. Jean Jaures, autor de La Nouvelle Armée, que era una sabia propuesta defensiva para el desgraciado caso de una agresión, era el verbo de la paz y el representante de una política de entendimiento, frente al chauvinismo patriotero de ambos lados, hasta que cayó asesinado, días antes de la primera guerra mundial, llegando de una conferencia tenida en Basilea con los delegados de los países que pronto iban a encontrarse arrastrados por la vorágine. 1 3 En carta de Indalecio Prieto a M. Albert Betheran, Secretario general de Forcé Ouvriére, fecha 11/3/50 publicada en El Socialisa que el partido en el exilio publica en París, leo lo siguiente que vale la pena de registrar en esta nota: "Ruegole transmita mis saludos al viejo amigo León Jouhaux y dígale que entre mis gratos recuerdos figura el de aquel mitin trilingüe, celebrado en Eibar, donde él habló en francés, Aquilino Amuátegui en vascuence y yo en castellano". Este internacionalismo romántico duró hasta agosto de 1914, en que bajo la amenaza exterior materializada en efectiva guerra, los socialistas tuvieron la revelación de lo enorme de la realidad nacional como entidad viva de la Historia, con exigencias que prevalecían sobre los sueños. En lo mejor de aquel internacionalismo romántico, los socialistas de Vizcaya, representando a la España obrera, fraternizaron con los socialistas de la Gascuña, que representaban a la Francia inmortal de las luchas sociales, en una fiesta organizada por Tomás Meabe, fundador de las Juventudes Socialistas, que tuvo lugar en San Sebastián, la Perla del Cantábrico. Los socialistas franceses cruzaron la frontera encabezados por Marcel Cachin, a la sazón Alcalde de Burdeos y luego decano de los comunistas de la nación vecina. Los socialistas vizcaínos acudieron en trenes especiales engalanados con guirnaldas de flores naturales, que pasaron por Eibar sonando músicas y entonando canciones que repetían: Los socialistas franceses han cruzado la frontera, para darse así la mano • >• con la España obrera. Ni que decir tiene que muchos socialistas eibarreses se sumaron a aquella fiesta, agregándose a los compañeros de Vizcaya a su paso por nuestro pueblo y contribuyendo a la algazara con el caudal de su voces y sus entusiasmos filarmónicos. Y no creo equivocarme datando en aquel acontecimiento político el comienzo de las relaciones de Tomas Meabe y el doctor Madinabeitia con los veteranos de Eibar que estuvieron en la fiesta, todos los cuales ganados a un mismo espíritu debieron comulgar juntos en el extraordinario regocijo de aquel señalado día; relaciones que darían lugar a la enorme influencia que aquellos dos hombres singulares ejercieron luego en la formación de los que entonces nacíamos a la idea entre el Urko y Galdaramiño. * * * El doctor Madinabeitia, don José, para distinguirle, pues pertenecía a una familia de sabios, hombres de brillante carrera todos los hermanos, era indudablemente un gran médico, tanto como por lo que había profundizado en la ciencia, por un don natural especialísimo que tenía para la profesión. No sólo era el ojo clínico, que se suele decir; era además y sobre todo el encanto que se desprendía de su persona, la fe, la confianza, el optimismo que debía inspirar a los enfermos. Si hubiera administrado su talento habría sido hombre de fortuna, pero nada tan lejos de su temperamento y manera de sentir su deber como el curar a destajo y convertir su ciencia en un medio para fines crematísticos. Huelga decir, pues, que cuando le llegó su hora en lo mejor de su edad, murió pobre como San Francisco, a quien admiraba, y cuyo hábito le vistieron sus hermanas para enterrarle, pensando piadosamente borrar con aquel paño algo de su historia, como hombre que dejó el gremio de la Iglesia en fuerza de espíritu y corazón. Era hombre rico en ideas, con iniciativas siempre felices, con proyectos de singular acierto; ideas, iniciativas y proyectos a que se daba con entera generosidad, con el desinterés y el ardor de un apóstol. Y hubiera podido ser santo, y para serio no le estorbaban tanto sus grandes defectos —que también muchos santos los tuvieron— como el faltarle una condición que Voltaire juzga indispensable a ese resultado: la terquedad. No tenía la virtud de perseverar en sus cosas; suponía que puestas a andar las debían terminar sus seguidores, mientras él corría a nuevos empeños. Indudablemente era hombre de contradicciones: socialista y autoritario; estudioso y dilapidador; radical y tradicionalista; exquisito y tabernario. Pero todo ello a la vez y como en una pieza, y otras cien condiciones, suyas que fuéramos diciendo las empleaba a un solo fin: el magisterio. Era un maestro en el más amplio y el mejor sentido de la palabra, y ejercía este oficio de enseñar en todas las circunstancias. No importaba, por ejemplo, que fuesen las doce de la noche en. el humo de una taberna, donde no le oyeran más que dos o tres trasnochadores.' Aun entonces, cumplía su misión con el mismo interés con que podía haberlo hecho en una aula académica. Maestro en este grado de la vocación, con ciencia profunda de la vida, aunque amaba las artes, las flores, la Naturaleza y la ciencia, en el fondo no amaba verdaderamente sino al hombre. El hombre en el sentido cabal que el concepto cobra en el Evangelio relacionando a cielo y tierra, en el cual Dios es hijo del hombre y el hombre es hijo de Dios. Debutó en Eibar, procedente de Bilbao, donde ejercía la profesión con gran predicamento entre ricos y pobres por lo que cobraba y dejaba de cobrar, estrenándose con una conferencia; pero aunque hablaba bien, su éxito no estaba precisamente en la tribuna, sino en su conversación, su participación alegre y regocijada en las expansiones y los ágapes de los compañeros, su compañía en el café y en los paseos dominicales por el campo a que se daban mucho los socialistas eib a r r e s e s . 1 4 Y empezó como un enamorado que tuviese novia en el pueblo por venir frecuentemente a pasar los días de fiesta con los amigos que se había hecho en Eibar, obreros todos de los oficios de la armería. Conocía el vasco y lo hablaba bien, por ser de Oñate, antigua Corte del Infante Carlos María Isidoro cuando pretendía a la corona con el nombre de Carlos V, pero habitualmente se expresaba en un castellano hermoso y bien hablado. Y no había en el Centro Obrero, peón de los que "llevan mortero", como solía decir nuestro maestro "El Fosforero" para pronosticar el arrastrado futuro de los desaplicados, que no se hiciera la ilusión de que el doctor le distinguía con un afecto especial. Y ciertamente no se engañaban sino en lo de "especial", porque sobrándole calor y el corazón para querer igualmente a todos, no hacía acepción de personas y lo mismo le daba grandes que pequeños, instruidos que ignorantes, elegantes que rotos, para sumarse a su sociedad y participar en ella. Esta gracia de la simpatía que desbordaba de su persona, cautivaba no sólo a los habituales del Centro Obrero, sino toda clase de gente, y se hizo querer en la villa por muchas personas que en el orden local eran francamente nuestros adversarios. Algunos espíritus estrechos le censuraban esta correspondencia liberal con quienes no pertenecían a la iglesia socialista, al mismo tiempo que otros calificaban de demagogia aquello de pagar la misma consideración a los últimos de las tabernas; pero lo cierto es que nunca aspiró a ningún cargo ni los tuvo sobrándole talento para todo. Y sospecho que la única credencial y el único nombramiento de que fue objeto en su vida, fue el que le procuró nuestro Aquilino Amuátegui llegando a ser concejal, proponiéndole para jardinero municipal de nuestra villa; oficio* naturalmente honorario en cuanto a la nómina, pero efectivo en cuanto a que el ilustre doctor dirigió, de hecho y durante varios años, con un amor extraordinario, nuestras pobres plantaciones, en lo poco de naturaleza que la huella agostadora del hombre y sus industrias habían dejado en el estrecho ámbito en que se asienta el pueblo de Eibar. Cuando sin esperar a mucho puso allí consulta, en realidad para aumentar el volumen de su clientela de favor, aunque no recibía sino 1 4 Iban en nutridos grupos, ajustando el paso grave a la seriedad de los temas que trataban, por lo que "Apochiano" llamaba a eso "la procesión", no pudiéndose conformar, él que era corredor y montañero, con el reducido radio a que se sujetaban aquellos ejercicios peripatéticos. dos días a la semana, ya se consideró él un eibarrés y los eibarreses le consideramos nuestro paisano. Al consultorio recién establecido de este nuestro paisano que vino a ser, fui llevado un día por Ignacio Galarraga cuando convalecía yo de una ligera extenuación que había pasado. Era una crisis de mocedad; me dio unos botones de fuego en el pecho y me prescribió un régimen en que apenas entraba a parte la farmacopea y me pronosticó que sería un hombre fuerte toda la vida, y así ha resultado ser gracias a Dios que se lo habrá pagado en su descanso, pues yo, como otros tantos antes y después de mí, no tuve que pagarle sino con el agradecimiento que le guardo todavía. * * * Tomás Meabe. Tomás Meabe era, con respecto al doctor Madinabeitia, como uno de aquellos fieles compañeros que iban con San Pablo a su aventura de las iglesias de Asia. Siendo Eibar como una de las iglesias de Madinabeitia, de que cuidaba como el otro con su amor y su palabra, Meabe necesariamente tenía que haber acabado por estar entre nosotros y sumarse a la familia eibarresa. Mas no recuerdo exactamente qué circunstancia de su vida le hizo avecindarse en nuestro pueblo. Creo que fueron motivos de salud, seguramente una providencia adoptada por su amigo, el doctor, pues de una de sus temporadas en la cárcel, como delincuente de la pluma, salió quebrantado. Se instaló con Pedro Chastang, el galo de la barba de oro, que vivía con su madre y sus hermanas en la casona llamada de Pagey, rodeada entonces de amenos huertos de frutales, con una salida directa al campo y la montaña. Plácido lugar desde luego que se prestaba admirablemente a los sueños en que vivía sumido el poeta —que lo era de verdad por la música de su prosa y la abundancia de sus pensamientos— con vistas al jardín de las monjas agustinas recoletas del Rabal, como para inspirarse mejor y cantar la libertad. No es de extrañar que éste de quien decimos poeta, que entendía la poesía en la vida que se vive, guardara un grato recuerdo de su tiempo en Eibar. Estaban de su parte, además de su juventud ilusionada, el calor de aquel hogar en que era tratado como podía haberlo sido en el suyo propio de no haberle arrojado de él la incompatibilidad religiosa en que había incurrido con los suyos; estaban aquel retiro horaciano de Paguey, aquella proximidad y contacto con la Naturaleza y aquel ambiente social de un pueblo que había despertado a todas las inquietudes de la época, donde la semilla socialista en que él y su amigo Madinabeitia se esmeraban, podía fructificar ampliamente. Y estábamos nosotros, los jóvenes lectores del Centro Obrero, que bebíamos en sus palabras como en una fuente ideal. Todavía le veo con los ojos del alma en el paisaje de aquellos lejanos días, bajar por el sendero de Estisha con su manojo de flores silvestres, su chalina de artista, su discreta melena de bohemio y aquellos ojos azules cargados de sueños bajo la sombra de unas espesas cejas, que denotaban al poeta, al enamorado de algo profundo, al soñador de una justicia social que valía por el Evangelio. Aprovechó su estancia en Eibar para hacer la segunda época de nuestro ¡Adelante/ Y cada sábado esperábamos los neófitos a leer aquellas cosas emocionadas que escribía, por el estilo de este párrafo que no se me ha borrado todavía: "Cualquier hijo de puta puede ser grande de nacimiento al nacer al mundo de los pensamientos en la cuna de la idea". * * * El susto de Dios. Meabe había sido creyente. Su religión, a juzgar por las cosas que contaba de su intimidad acongojada, había sido pura angustia, como la de los que se atormentan pensando si estará en la voluntad de Dios el salvarles o abandonarlos a condenación del fuego eterno. No todos tienen la tranquilidad de juzgarse buenos y recrearse pensando que los malos arderán por toda la eternidad. Luego de terribles luchas interiores suscitadas por el demonio de la duda, esa tremenda enfermedad de la fe, que por momentos le hacía pensar que Dios efectivamente le abandonaba a la desesperación, consiguió librarse de ese tormento cediendo de una vez a la razón que había temido como al pecado, pues la fe se da en relación a lo absurdo, a lo que resiste a la razón. Credo quia absurdum, atribuido a San Agustín. Se cree en efecto lo absurdo, lo que no puede entrar por la razón, pues lo lógico y lo racional no hay necesidad de creer, uno que se sabe o se llega a conocer. Aquello mismo de San Anselmo, credo ut intelligam, parece el grito de un náufrago esforzándose por asirse a una tabla. Y después de esta resolución heroica de liberar a la razón, tenía la sensación de haberse curado de un susto —el susto de Dios que decía— como quien despierta de una terrible pesadilla. Y luego no perdonaba a Dios ese susto que le había dado, y cada semana se metía en nuestro ¡Adelante! con la Biblia, para proporcionar a esa razón que le había libertado, la carnaza de aquellos absurdos que había admitido antes al pie de la letra y en la que Dios, tomadas las cosas textualmente como quieren los dogmáticos, resultaba pequeño, tan ruin a veces y tan parecido siempre a un oriental caprichoso, despótico y vengativo. Alguna vez Unamuno le advirtió cariñosamente sobre este sarampión irreligioso de que se teñía su socialismo, tan bello por lo demás, y sé de Amuátegui que lo refería, cómo yendo de paseo un día y paseando por los soportales del Convento de Isasi, en Eibar, en cuyo centro se levantaba un Calvario de piedra que había servido a las devociones públicas de nuestros abuelos de la Escuela de Cristo, dijo aquél al director de nuestro ¡Adelante! que aún llevaba clavada en el pecho la misma cruz de antes, mas ahora con la cabeza del Cristo para abajo, queriéndole significar que su irreligión del presente le resultaba una cosa tan atormentada como su religiosidad anterior le había sido. Y es a cuenta de esta discusión que me consta se prolongó por correspondencia y afloró una punta al público cuando Meabe dio a la imprenta su traducción de un folleto titulado. Sin Dios, que Unamuno hizo aquella frase, de que no los ateos sino los teólogos son los que matan a Dios. No los pobres ateos como> Tomás, que se creen tales por haber dejado el Dios que les enseñaron las nodrizas, mas en el fondo siguen rindiendo homenaje con sus negaciones a un Dios desconocido como el de los atenienses, que evitan de nombrarle pero le descubren con las buenas obras de su corazón. No los ateos, sino los profesionales de la teología, que no se cansan de añadir infolios a la montaña de papel impreso bajo la cual le tienen enterrado, presentándole con sus pasiones —las de ellos, los teólogos—, sus parcialidades, sus intransigencias, sus miserias escolásticas y una justicia que no monta mucho sobre la bien dudosa de los hombres. De lo que se defendía aquél diciendo que él, don Miguel, que se preciaba de deísta, era de los que hacían teología y sabía de eso más que oíros en aquella tierra de teólogos en que vivía y se movía. * * * El ichneumon. Meabe había estado en París y había hecho allí, como era aún obligado, su noviciado de la bohemia, junto con otros artistas, sus paisanos, que la Abortadora, como llamaba él a la señora Muerte, por lo que tiene de traidora, arrebató a una esperanza cierta. Tal el caso, entre otros, del escultor Mogrovejo', cuyo Risveglio se solía reproducir en los extraordinarios de Primero de Mayo de nuestros semanarios, porque en aquella hora temprana el Socialismo venía a ser un despertar, y la figura del hombre que sacude las sombras con una mano en la frente resultaba un símbolo expresivo. La Ahorradora, dicho sea de paso, bien se lo había de cobrar el mote a su autor, como acaso ya lo presentía desde aquel entonces el bueno de Meabe, con ser fuerte y nervudo. Y solía tener mucho qué contar de aquellos días de París, cuando se defendía malamente traduciendo al castellano, a razón de un franco por página, para la casa Garnier. Todavía he visto por estas tierras americanas algunas traducciones amparadas por su nombre. De aquellos días de París le venía seguramente, al amante de la Naturaleza que era Tomás Meabe, el saber de las maravillas de los insectos que había estudiado J. H. Fabre, un paciente maestro de la escuela languedociano que admiró al mundo con la referencia de sus sabias observaciones sobre el instinto en estos pequeños seres, antes de que en España los aficionados tuviésemos noticia de los libros de este Homero de los insectos, como le llaman en Avignon» sus paisanos, en el rótulo de una calle que le tienen dedicada. Así, de las amofilas, himenópteros inquietos provistos de aguijón, que saben paralizar a sus víctimas seccionándoles el nudo' ventral de los nervios motores, sin comprometer la vida vegetativa, a fin de que sus larvas —las del parásito— puedan alimentarse de carne fresca mordiendo en vivo; de las amofilas tomaba pie Meabe, con su propensión al apólogo, para trazar la figura del obrero asalariado en la sociedad capitalista. Y al hacerlo en su estilo poético, solía tener presente al despreciado "maketo" de las minas de hierro de Vizcaya, sujeto a la esclavitud de unos salarios de hambre, sin lugar a otro movimiento que el de su rudo trabajo de sol a sol, teniendo que resignarse, víctima de crueles paralizadores que le atrapaban en sus deudas, a que le devoraran día por día un poco de su ser, hasta que terminado el caudal de su sustancia y no quedando de él sino una sombra de lo que fue era abandonado como un despojo inútil a la tierra miserable. Todavía por entonces, sin ninguna ley de accidentes que les valiera en la desgracia, los mancos, los pata-de-palo y demás desechos humanos de las minas y los hornos, los "gauza ez daben gizonak" que decía nuestro paisano que habiendo contribuido a la opulencia de Bilbao los devolvía a la inclemencia del mundo con aquella palabra despreciativa encima, solían vagar por los caminos de nuestra tierra pidiendo limosna por las romerías y de puerta en puerta. Y de cuando estuvo huido por deslices de la pluma, en que era tan fácil incurrir en aquella España de la intolerancia y los privilegios, sobre todo no usando, según sus palabras, el procedimiento del doctor Condón; de cuando estuvo en Saint-Jean-de-Pie-de Port, con Gustavo de Maeztu, el pintor, que tenía un estilo decorativo y le hizo el retrato que teníamos en la Casa del Pueblo de Eibar, contaba su aventura geórgica de unas coles que había plantado en común y fueron pasto de las orugas verdes, madres de las mariposas blancas. Pues bien esas orugas verdes, madres de las mariposas blancas, las Pieris brassicae de la ciencia, suelen ser el sujeto de una tragedia en que yo he solido ver la de Meabe tal como él la refería. Un sutil himenóptero, el icheneumon, valido de sus alas, suele posar sobre el lomo confiado de la oruga para inocularle sus propios gérmenes bajo la piel. Y cuando la pobre bestezuela victimada anda errante en busca de un lugar recogido para crisalidar, empieza a sentir dentro, como el hombre de fe mordido por la duda, que algo extraño le roe las entrañas y va creciendo a sus expensas, hasta que vaciado todo en su interior, sucumbe al terrible mal, en tanto surge de sus despojos a la vida una criatura nueva, insospechada y enteramente ajena a la anterior. * * * El índice de Madinabeitia. Lo primero que hizo el doctor Madinabeitia en el Centro Obrero de Eibar fue regalar muchos libros a la biblioteca en que nosotros abrevábamos. Unos los juzgaba indispensables para llenar el vacío de lecturas que no había; otros para contrarrestar la influencia de algunas que había. Porque, decía, que hay libros que no debiendo estar en ninguna biblioteca obrera se hallaban en todas; y otros que no debiendo faltar, no se les encontraba en ninguna. Y ésta era una de sus maneras dogmático-pedagógicas, que denotaban su estilo. No coartaba la libertad, pero la corregía. La estimación de los temas y las preferencias dependen, claro está, del grado de preparación con que puedan ser abordados; pero, de todos modos, lo más solicitado en los Centros Obreros fue siempre Carlos Marx, con ser este autor nada fácil de seguir en sus análisis minuciosos por las regiones abstractas de la Economía Política clasico-liberal que él consideraba y que viene a ser como una mecánica racional, deducible toda ella de unos cuantos principios axiomáticos que se encierran en el concepto intelectual del homo oeconomicus. Pero Marx tiene la doble personalidad del investigador y el hombre de acción; del erudito de todos los clásicos de la Economía y el confrontador de los libros azules de los inspectores de fábrica ingleses, que era como ver aquello otro en operación sobre la carne viva, sobre la carne doliente de la clase trabajadora; y nadie logró como él traducir sus especulaciones teóricas o fórmulas tan concretas y de tan alto valor pragmático, al frente de todas las cuales está aquello que parece la voz de la Historia dirigiéndose a todo un siglo: ¡Proletarios de todos los países, unios! Pero además con Marx ocurría en los Centros Obreros lo que con la teología en el siglo xvi, que siendo igualmente difícil y abstracta era popular, asimilándosela por una suerte de osmosis al constituir el ambiente de la época. Volviendo a los libros que fue habiendo en nuestra biblioteca. También Ignacio Galarraga, antiguo suscriptor de Las Dominicales del Librepensamiento y El Motín, hizo donación de la Historia Natural, de Odón de Buen, cuya publicación había promovido un incidente de alcance nacional, relacionado con la libertad de cátedra; lo que le valió muchas suscripciones a la obra en medios como el de Eibar. Cuando libando en esto y aquello puse mis pecadores ojos en esta obra, hallé en ella la razón de muchas de las ideas con que nos deslumhraba José Guisasola a los neófitos. Julián Echevarría, futuro director de la Escuela de Armería, romántico como fue toda la vida, regaló al Centro Obrero una edición monumental de Los Girondinos, de Lamartine, con sus grandes cuadros a lo David, de la Revolución Francesa, acontecimiento con el que tomé contacto en este libro, estampas más que historia, y que además estaba profusa y hermosamente ilustrada. Algún tiempo después, Jesús Calzada, que era el aposentador de los transeúntes que recibían el viático del Centro» Obrero, en una pensión que tenía en la vecindad del mismo, trajo también una partida de libros pertenecientes a un huésped que se le ausentó sin pagar. Cosa rara, dicho sea entre paréntesis, tratándose de un buen cobrador como necesariamente tenía que ser aquel mal pagador, según justa fama que gozaba de ello. Fama que le venía de ser autor de una fórmula de vida práctica que algunos le copiaron con mejor fortuna que él y rezaba así: "Que con el Anuario Bailly-Bailliére, una máquina de escribir y papel timbrado, se podía montar cualquier negocio sin más capital que el de los incautos". Chascarrillo que parecía ser y en realidad era el diagnóstico acertado de un sistema de economía que producía ciegamente adelantándose a la demanda y necesitaba vender: vender de cualquier manera, a todo riesgo, donde fuera y como fuera, aunque fuese abriendo a tiros los mercados, como ocurría a la sazón en el imperio Sheferiano del Maghreb. Y como ocurría tener que hacerlo a los industriales de Eibar, que para descongestionarse hacían créditos en lejanos países, muchas veces a picaros más aventajados que nuestro Jesús Calzada y sus discípulos. Entre los libros procedentes de las pignoraciones en la pensión de referencia, figuraba una vez este título novedoso: Jesucristo nunca ha existido, el cual, como las otras donaciones, fue a enriquecer los fondos ya bastante nutridos de la biblioteca del Centro Obrero. Este libro que estaba vertido al castellano' por un hombre que, como otros jabalíes de ayer, está ahora al lado de Franco incensando a este títere con suerte que haría figura de reir si no fuera por sujs» manos manchadas con la sangre de Abel, tuvo gran fortuna por el tiempo de su aparición en los Centros Obreros. Y aunque no fuese una obra fruto de investigaciones directas o de primera mano como le achacaba la crítica, no dejaba de ser una seria contribución a un problema histórico que sigue abierto para muchos, y recuerdo que resultaba interesante y sugestiva su lectura. Figuraba, junto con otras publicaciones de la Escuela Moderna, de Ferrer, a que tenía igual inquina, en el índice de Madinabeitia. Y es que al doctor, socialista, tanto como por razones intelectuales, por vocación humanitaria y conciencia de la injusticia social, tan manifiesta en aquel Bilbao de entonces que hacía millonarios y mendigos, no le decían gran cosa, cuando* no le molestaban, todos aquellos temas habituales del librepensamiento burgués al margen de la cuestión social, aunque como dije, cumplió condena en la cárcel Larrínaga por negarse a prestar juramento en no sé qué diligencia oficial. Además él tenía exigencias intelectuales a que no bastaban las generalizaciones que nos encantaban a nosotros. Pero lo cierto es que, a pesar de la opinión y censura del maestro y la autoridad con que imponía las suyas en derredor, todos los jóvenes del Centro Obrero devoramos el libro como lo último de las cosas novedosas de que siempre estábamos sedientos. * * * El Izu-eguna. Un fenómeno tan considerable como la aparición del Cristianismo, en una época de crisis cuya profundidad y medida lo da la conflagración en que culminó con la llamada Guerra de los judíos, referida por Fia vio Josefo, y en una encrucijada geográfica donde las grandes civilizaciones de Oriente y Occidente entremezclaban sus influencias, necesariamente tenía que resultar algo tan complejo en su fondo histórico, un compuesto de tan variados ingredientes, aunque unos sean dominantes y otros meramente indicíales, que había de prestarse a tantas interpretaciones como puntos de vista pueden adoptarse para enfocar el fenómeno. Y el de este autor, E. Bossi, italiano, era uno de esos puntos de vista espedíales. La interpretación de los datos esquemáticos de la figura del que se supone el fundador del Cristianismo, tal como están ordenados en documentos que para unos son rigurosa historia y para otros una floración de leyenda, mediante los caracteres propios de un mito solar —uno de los muchos mitos que gozaban de gran prestigio a Este y Oeste y aun en el seno del mismo pueblo de Israel, con sus ritos muy extendidos del fuego— podía ofrecer tantos elementos verosímiles y aceptables como cualesquiera otras interpretaciones, en una consideración crítica ajena e independiente de las exigencias o imposiciones dogmáticas de los credos vigentes. Y para nosotros que conservábamos el sabor ancestral y gentilicio de nuestro Izu-eguna, el día de la renovación del fuego en los hogares, en que interveníamos jubilosamente los chicos en Eibar, aquellas verosimilitudes podían impresionarnos más. Muy temprano, la mañana del Sábado de Gloria, después del oficio en que se bendice el agua lustral y el fuego nuevo, corríamos los muchachos al atrio de la iglesia para encender en el fuego sagrado que allí se ofrecía al público, los trozos de leño que habíamos curado desde meses atrás para esta ocasión del año, y luego nos apresurábamos a casa, a las de los parientes y las amistades para ofrecer las primicias del zu-barrisha, el fuego nuevo, con el que las echekoandras o amas de casa encenderían aquella mañana el hogar para que durara en llamas de día y en brasa y rescoldo durante la noche, hasta el viernes de la Semana mayor del año siguiente,1 5 en que el fuego volvería a morir en los hogares, como todos los años, para esta resurrección del Izueguna, que coincide con la luna llena del equinoccio' v e r n a l . 16 Y algún día, al correr del tiempo, no faltaría ocasión a los jóvenes socialistas de lucir aquella erudición impresionante, como en efecto lo hicimos en Semana Santa de un año, al convocar a una gira campestre a los qup no se propusieran asistir a la procesión. Contestó al contenido de nuestra hoja un joven sacerdote hoy en el exilio igual que nosotros, el cual pertenecía a aquella generación que dijimos, de curas más cultos, mejor preparados y más sensibles a los problemas sociales, a que contribuyó el fácil éxito de los ataques anticlericales de los tiempos de El Motín. Y siguió una polémica que, si no rebasó 1 5 Claro está que en nuestro tiempo, habiendo simplificado los fósforos la resurrección del fuego a discreción y agravádose al mismo tiempo la crisis del combustible, el fuego que se apagaba todas las noches y aquella práctica del Izuegun era entonces simbólica, pero no menos reveladora de un culto ancestral del fuego, viva imagen del sol. 16 La aparición luego del carbón de piedra y la sustitución por la cocina de hierro llamada económica del antiguo llar bajo la campana de la chimenea, mató la reminiscencia del mismo Izu-egun, que supongo ya no se practica. Mis hijas sí han llevado todavía el fuego nuevo a casa y a las tías. los términos de la corrección, apasionó al público lector y suscitó en algunos un interés especial por estos estudios. ¡I* 3(! El Jardín de Convalecientes. Ya he tenido ocasión de decir que existía en nuestro pueblo una Sociedad de Socorros Mutuos de Artesanos antes de aquella aurora social que alumbró sobre el valle del Ego al expirar el siglo xix, desde no sé qué tiempo atrás de nuestros padres o quizás de nuestros abuelos. En caso de enfermedad del mutualista, la sociedad proveía un subsidio que venía en remedio de la falta de jornal en casa del enfermo. Una vez Madinabeitia, en Eibar, promovió en el seno de aquella sociedad la idea de establecer un Jardín para Convalecientes para dos efectos primordiales: apartar al convaleciente de la promiscuidad a que propendía entre los sanos y activar el restablecimiento mediante un régimen de aire libre, porque nada tan peligroso en aquel clima de inviernos húmedos e inclementes como las convalecencias largas. Y así nació el Jardín de Convalecientes, sumándose a la idea con todos sus entusiasmos un joven recién doctorado que Madinabeitia tomó a su cargo iniciar en su carrera profesional: Niceto Muguruza, perdido tempranamente para la ciencia y para Eibar, en un trágico accidente deportivo, cuando su talento, sus aficiones y su generosidad prometían mucho de él. Se adquirió un terreno en la solana de la montaña, que viene a ser una de las estribaciones del Urko; se desbrozó aquel pedazo de monte que era una chara como hubiera dicho el famoso Satur;1 7 se abrieron unos senderos, se construyó un pequeño pabellón sobre una terraza, se plantaron árboles, crecieron flores y sonrió el sol sobre aquel modesto parque, sin mediar otros recursos que las suscripciones voluntarias y unas prestaciones personales que el doctor Madinabeitia impuso a sus amigos, que así tiraron d e pico y pala aunque nunca lo hicieran si otro lo mandara. Aquello resultó bastante ^importante como obra ejecutada, pero tenía incomparablemente más importancia como propósito común, 1 7 Como epílogo de las fiestas de San Juan, se celebraba el día de San Pedro con un programa de festejos burlescos, presididos por un Alcalde de broma que se proclamaba para aquel día entre los más tronados de la villa. Los últimos años de esta comedia fue Alcalde de burlas el famoso Satur (Caro) por la facundia con que pronunciaba largos discursos en que se entreveraban el vascuence y el castellano con efectos harto cómicos. En sus discursos no todo era algarabía. Quedó más de un dicho con autoridad de proverbio, como aquello de: "La política es una chara; esto es: una confusión, un enredo, algo difícil de como materia de educación de sanos y enfermos. Aparte lo que representaba como servicio a los convalecientes que allí convalecían, fueron infinitos los actos culturales, las conferencias, los beneficios artísticos y las colectas públicas que tuvieron lugar para el pago del terreno y las obras y el entretenimiento de la institución, que siempre representaba gastos. Su patronato perpetuo correspondió a tres artesanosi de la más diversa formación y procedencia que resultaron tres enamorados de la obra y dedicaron en lo sucesivo todos sus afanes a ella: Cipriano Acha, aserrador; Esteban Sarasua, tornero, y Calixto Çiorraga, ebanista; el primero del caserío de Pagey, el segundo artesano, hijo de artesanos y padre de artesanos y el tercero aldeano del caserío»' d e Orbe en Aguinaga. Y allí donde la pasión política era tan encendida y tan viva la lucha de las ideas, hubo así otro terreno común más para coincidir y hacer más civil la obligada convivencia, acostumbrándonos al respeto mutuo en la vida práctica. Y aunque parezca que estas cosas n o tienen importancia y que al fin todos los esfuerzos son baldíos, porque mudan las circunstancias y nadie se acuerda del mérito da estas oscuras actividades de las que hoy seguramente no queda nada, lo cierto» es que sí queda algo siempre, que sirve para gratificar a los sacrificados con el sentimiento de que sus sacrificios valieron la pena. Pues, ¿a qué si no a estas y otras cosas parecidas, igualmente oscuras y desinteresadas que allí tenían vida, pudo obedecer el hecho, de que cuando la enfermedad social del pistolerismo hacia estragos en otras partes y la lucha social se llevaba a cabo con pistolas, habiendo» tantas en nuestro pueblo que las fabricaba a miles, no se hubiera registrado jamás en él un solo atentado, ni por parte de los obreros ni de los patronos? Y eso, no porque no se disputaran menos obstinadamente el terreno en el campo social que allí donde jugaban las pistolas y corría la sangre. Y a algo obedeció también el hecho de que, llegados a la encrucijada tremenda de la guerra civil, habiendo dominado la situación por meses sobrados para todo lo malo si hubiéramos tenido esa propensión los que eramos los atacados y los históricamente agraviados, no hubiera en Eibar venganzas personales ni ejecuciones políticas, en tanto nos llovían, de no más lejos que Navarra, por boca de los huidos, noticias espeluznantes de las sevicias a que, a la luz del día y a ojos vistas de las autoridades, se estaban entregando los fanáticos de la otra parte , haciendo víctimas a liberales y republicanos sin más motivo que su filiación política. Y que con haber aceptado integralmente como lo aceptamos desde el primer momento en Eibar, el desafío de la guerra y la enormidad del sacrificio que ella iba a demandarnos a los que pretendíamos nada más que seguir viviendo en paz dentro de nuestra República tan limpiamente lograda. No sé a ciencia cierta cómo* respondió la Otra parte, cuando los azares de la guerra volcaron la suerte sobre su platillo inclinando la balanza a su favor. Allá ellos; cada cual responda de sus obras ante el tribunal de la Historia. A nosotros nos basta el heroico esfuerzo y el haber podido acreditar al mismo tiempo la benéfica influencia que el doctor Madinabeitia y aquellos otros viejos maestros del socialismo eibarrés buscaban con sus tácticas y sus enseñanzas. * * * El positivismo de tío Pachico. Otro de los grandes empeños en que nos embarcó el doctor Madinabeitia a los socialistas eibarreses, fue la construcción de una Casa del Pueblo. Pero lo de este empeño fueron ya tiempos de milicia, que quedan para referirlos más adelante. Por el momento, los neófitos no hacíamos sino leer y leer. Esto de leer me venía a mí de muy atrás y por línea materna principalmente, como ya lo he dado a entender, y desde pequeño hice figura de lector como el doncel de Sigüenza. Tío Pachico, Francisco Arrizabalaga, el patriarca de la casa donde yo trabajaba a la sazón, aunque montador de armas con clientela en toda España y entendido en escopetas de caza, en lebreles de raza y demás circunstancias de la cinegética, habiendo bajado del caserío de Ertzill, en Eibar, apenas conocía las letras. Y viéndome que leía tanto, mq dijo un día a modo de advertencia a un incauto y como experimentado de la vida que era con sus años, lo que traducido vendría a decir así: —¡Pobrecito! ¡A ver si tú estás creyendo que todo eso que lees ha ocurrido! Para él, lo no ocurrido, lo que no fuese un auténtico sucedido en el mundo de las cosas tangibles, no podía valer nada; es más, era un miserable engaño de autores desaprensivos con el que nos hacían perder lastimosamente el tiempo a los candidos; es decir, era un abuso de confianza a expensas de nuestra ingenua credulidad. También otro aldeano de los oficios de la armería cuyo nombre callaré, una vez que estaba de paso por el pueblo una compañía dramática, habiendo acudido por vez primera a una representación en el Teatro Cruceta, hizo, no sin gran asombro suyo} el descubrimiento de que todo se lo decían a los actores desde la concha del apuntador. Y lo fue publicando con gestos y ademanes de persona escandalizada a los panfilos de su vecindad. Y a partir de ese momento la representación perdió todo interés para él, pues no veía el mérito, y en lo sucesivo no oía a los actores sino al apuntador y se fue. No pudiendo entrar por el convencionalismo tan natural para los demás, de admitir que los actores hablen por su cuenta como dramatis personae a pesar del apuntador que les apunta y que para nosotros no existe, esta limitación suya destruía, no sólo el efecto artístico, sino la posibilidad del espectáculo, que para él quedó reducido a un burdo truco que no podía engañar más que a los tontos que no llegaban a advertir que había un apuntador. Lo mismo que luego ha ocurrido con la grande ópera, para tantos que hoy no pueden entrar por el convencionalismo de que la vida ocurra en música y se digan las cosas en solfa. Igual ocurría en nuestra infancia con los nacimientos que las monjitas de Isasi y el Rabal ponían por Navidad, en competencia con el que don Julián Vidaurre, doctor en Teología y Cánones, montaba en la parroquia con la colaboración activa de Galdós Chiki, gran artista en figurillas de cera, que nos tenía admirados a los condiscípulos. Allá donde los mayores, los avisados como el tío Pachico y el aldeano en la comedia de marras, no acertarían a ver más que unos trozos de cartón pintado, algunas figuras dudosas del luego doctor en ciencias bíblicas que querían representar personas y animales, picadillo de papel y un poco de serrín blanqueado, nuestra imaginación de niños, libre de aquel torpe objetivismo, nos hacía ver una escena deslumbrante, un paisaje maravilloso, pastores y rebaños, verde césped y blanca nieve, y, en medio de este teatro maravilloso, el acontecimiento inenarrable de nacer de unos padres humildísimos, en la desnudez de un pesebre, un niño que era nada menos que el gran Dios. El mismo fenómeno se da en las devociones populares a imágenes milagrosas. Donde el excéptico no acierta a ver sino el adefesio que las más veces suelen ser las tales imágenes, el devoto, el hombre de fe, cree estar en presencia de un ser sobrenatural que puede acudir en su remedio, y se lo representa maravillosamente aureolado y con una vida tan real, que le suele ver sudar, mover los ojos y acceder significativamente con su boca a la inmensidad de su anhelo. ¿Quién tiene razón? Indudablemente la tenía yo contra el positivismo de tío Pachico, jefe de la casa de los Ertzill, dejándome engañar con todo aquel mundo de ficciones con que, a su parecer, perdía yo lastimosamente el tiempo. Mas si esto es así, ¿no podría ocurrir que también tuviera razón el devoto, frente al positivismo estéril de los que sólo vemos un adefesio en lo que es objeto de su veneración? * * * La música y los ruidos. Algo parecido a esto del positivismo que estorba lo maravilloso y el apuntador que destruye el efecto escénico de quien no admite convencionalismos, se daba en el fondo de la interminable cuestión, que tiempos más adelante sosteníamos con Apochiano en el café de la Casa del Pueblo, acerca de las ventajas y los inconvenientes de la radio y el gramófono respectivamente; esto es, sobre la grandeza y la servidumbre de uno y otro adelantos. Demetrio Sarasua, nuestro amigo, dueño de una hermosa voz de tenor y un fino oído musical,, además de que leía en el pentagrama por haber cantado en el coro de la iglesia, era un radiómano desde la primera hora de estos aparatos, como su hermano José, peritísimo en construirlos. Algunas veces, cuando la radio era una novedad a que cada aficionado proveía construyéndose su propio receptor según esquemas que aparecían en las revistas, este amigo nos invitó a sus sesiones de música retransmitida, como Apochiano, por su parte, apasionado de la música en discos, nos solía invitar a la suya para escuchar sus famosas óperas en escabeche, en un aparato que, como el receptor de Demetrio, era también de fabricación local, producto de la industria eibarresa. Puesta la radio casera del Sarásua en la onda de la Torre Eiffel, el tumulto de ruidos y silbidos que salía del aparato, tenía a veces unos claros que dejaban oír las notas de cristal de un piano, o el devanarse las hebras de oro de los violines, o los acordes en que mezclan su voz todos los instrumentos de la orquesta, hasta que nuevamente reaparecía el escándalo de los ruidos y moría en sus tinieblas la dulce melodía. Mas la paciencia del radiómano, insistiendo sobre la misma onda, apuraba toda la obra, llenando sus lagunas con su memoria musical. Y con todo y aquellas deficiencias le resultaba grata la velada. Acostumbrado mi ilustre pariente al sosegado desarrollo de sus grandes músicas en el fonógrafo, sin más interrupción que la obligada para cambiar los discos, menester que siempre mandaba hacer a otros para no alterar su comodidad, no oía en la radio sino los ruidos inevitables, se aburría y burlábase de la novedad y los maniáticos de ella. El otro argüía asintiendo nosotros con él, señalando la inevitable pobreza de su alabada discoteca en relación a las riquezas de que podían hacer alarde las estaciones emisoras, ofreciendo siempre música variada. Y no había manera de ponernos de acuerdo. .. Mas dicho esto, volvamos al punto de partida y descubramos la intención de esta inútil disgresión: Madinabeitia, con parecemos tan grande a los neófitos, tenía sus defectos. Defectos grandes. Y como en la radio de Demetrio, unos escuchábamos la música y otros oían los ruidos. * * * El cuento de San Ivo. Madinabeitia, en efecto, no era demasiado cuidadoso de lo que luego se ha dicho la línea general. Su socialismo tenía mucho de personal, y en una época en que los intelectuales no dejaban de inspirar ciertas reservas al socialismo obrero militante* no era santo de la devoción de todos. Sobre todo en Bilbao, donde algunos le combatían abiertamente. En Madrid, que no le tiraba a él, tampoco le apreciaban demasiado por una especie de reciprocidad instintiva. Por su parte solía decir que estaría en el Partido en tanto no lo invadieran los abogados. Seguramente adivinaba de lejos a los Mariano Cortés y los Bujeda. El fundador de las Juventudes Socialistas de España, Tomás Meabe, tampoco dejó' de suscitar alguna inquietud por la fuerza de su originalidad, pero éste siempre fue un compañero muy querido de todos y apreciado en todos lados. No se le suponían defectos y su mística especial, su juventud y la dulzura de sus rasgos fisionómicos y espirituales causaban admiración. Tal como le veo en el recuerdo, tenía bastante de común con el perfil de otro gran atormentado: Nietzche. Contagiado acaso por las prevenciones del doctor, su dilecto^ amigo, Meabe tampoco quería a los abogados, y no recuerdo si fue en el ¡Adelante! de Eibar o en La Lucha de Clases, de Bilbao, donde publicó su cuento de San Ivo. San Ivo, según Meabe, es el único abogado que está en el cielo, y ello por culpa de una censurable negligencia de San Pedro, el secular portero de aquella mansión, a quien sin duda ya para entonces le pesaban demasiado los años en el cargo de las llaves. Su presencia en la corte celestial —la del abogado— fue advertida por una epidemia de pleitos que sobrevino entre los santos, que tan bien se habían llevado hasta entonces. Averiguada la causa y decretada la expulsión del leguleyo, San Ivo sigue en el cielo de los bienaventurados por los años y los siglos porque el mismo Padre Eterno, confundido en sus razones por el abogado, tuvo la debilidad de acordarle una última gracia que el reo podía solicitar según la tradición. La cual gracia había de consistir en lo siguiente: que en l a diligencia de su expulsión interviniera en forma, además del alguacil de oficio, un escribano, el cual, según las historias, no fue hallado ni para ese único servicio en todos los ámbitos de la Gloria; entonces, ni en los tiempos que han seguido después hasta el día de hoy, con seguridad de que así sea por los siglos de los sigjos. * * * Eulogio Urréjola. Acaso fue por esa prevención e inquina contra los abogados, que poco después de estas ocurrencias que voy diciendo, el doctor Madinabeitia arrancó de las garras de la curia bilbaína a un amanuense que en las secretarías de juzgado, en la capital de Vizcaya, se había enterado de más leyes y pragmáticas que los licenciados por Valladolid, y acabó por entender Derecho, mejor que muchos que se habían doctorado en Bolonia: Eulogio Urréjola. Y como a Meabe, en achaques de salud le trajo a Eibar a curarse de su quebranto de la cárcel con los aires de Arrate y los baños de Errotape,1 8 a Urréjola, joven socialista a punto de intoxicarse del todo, según el doctor, con la bazofia de los juzgados, nos lo trajo también a nuestro ambiente de pueblo en que bastaban las Ordenanzas Municipales que cabían en veinte páginas, p a r a que todo marchara bien en paz y en justicia, a airearse un poco y curarse de aquel empacho curialesco. Y ¿qué pensarán ustedes que le hizo? Pues simplemente le hizo su ayudante en el consultorio de Barrenearle. Con lo que el cuasi abogado cambió la péñola por la jeringuilla y el termómetro, y los Pandectas y el Alcubilla por los aforismos de Hipócrates. ¡Y cosas del destino! También Urréjola fue a caer en casa de los Chastang, entrando en ella luego como propio por vía de matrimonio con una de las hermanas de Pedro, el galo de la dorada barba que se la hubiera envidiado Vercingentorix. Y una vez apostatado de las leyes, además de discípulo de galeno que vino a ser, con su bata blanca y todo, fue luego grabador, armero, viajante de comercio y no sé cuántas otras cosas más que no se le pegaban, hasta que pasados bastantes 1 8 Aires de Arrate y baños de Errotape era uno de los aforismos de don Vicente Aguirre, sabio galeno del tiempo de nuestros padres, que recomendaba especialmente contra los vapores y las opilaciones que sobrevenían a algunas mujeres a la sazón que se animaban las playas de Deva y Saturrarán. Y, evidentemente, los aires de Arrate y los baños de Errotape, podían hacer bastante más por la salud sin moverse de casa, que los sórdidos acomodos de los pueblos de veraneo, a que no podían faltar algunas familias durante la temporada oficial, para no considerarse menos que otras. años volvió a encontrar su cauce en la asesoría jurídica del Sindicato Metalúrgico de Vizcaya, desde donde hizo a sus cuarenta o más años, su bachillerato y los cursos académicos indispensables para graduarse de Procurador y poder actuar en los tribunales en toda clase de asuntos. No con la ciencia de aquellos cursos de pura fórmula que le impuso el sindicalismo' academicista, sino con la experiencia que le sobraba de sus viejos tiempos de roedor de expedientes judiciales. Fue concejal en el Ayuntamiento de Eibar y lo era en el de Bilbao cuando se produjo la guerra civil. Luego de nuestra vecindad en la calle Grabadores, en Eibar, donde habitábamos derecha e izquierda de un piso de la misma casa, coincidimos también como vecinos en París en los comienzos del exilio, y evacuamos; juntos aquella capital, entrando los alemanes cuando nosotros salíamos por la Puerta de Orleans. Nos separamos en Burdeos después de asistir al drama de la capitulación de Francia y no nos hemos vuelto a ver más. Orador fracasado. La pedagogía del doctor Madinabeitia era terrible. Cuando creía de alguno que podía no decir demasiadas tonterías, le llevaba a la tribuna. No valía con él ninguna excusa y ¡pobres sus elegidos! Todos los argumentos eran inútiles contra su determinación de echarle a uno al agua. Cuanto más desamparado se confesara la víctima, peor para él; así reaccionarían mejor y más activamente sus defensas y el náufrago aprendería a nadar. De que pudiera ahogarse, ¡ni hablar! Contaba de uno que estuvo a punto, habiéndole puesto en ese trance, el cual, viéndose ante el respetable, luego de un prolongado mutis que no acertaba a romper de ninguna manera, encarándose con el responsable de su aprieto, que le tenía a sus espaldas, dijo: —¡Me caso en diez! ¿No le había dicho yo lo que me iba a pasar? Y se fue sin decir más, llevado de los demonios a ocultar su vergüenza. Pero añadía el doctor que él no se dio por vencido, y aquel alalo, que diría Pío Baroja, a quien de primera intención no lé salió sino una blasfemia, acabó por ser un Demóstenes en su pueblo de la zona minera. Con otros se empeñaba en que habían de escribir, aunque una y otra vez que lo intentaran se les disipasen las ideas en cuanto se enfrentaban con las albas cuartillas, y por más que se desesperaran no pudiendo descorcharse los obligados a hacer negro en ellas por imperio de las exigencias del doctor. ¡Ya les irían saliendo, aun al más rebelde, las esquivas ideas, cada vez mejor y con más facilidad! Lo importante era tener algo que decir, y para tener algo que decir, vivir, tanto como en los libros, en la vida que nos hace sufrir, para referirse siempre a elía. Y en la contradicción de los hombres que hace vibrar lo íntimo. Y no había así ninguno para quien el doctor no tuviese su exigencia. ¿A cuántos que se preciaban de lindos, no puso a tirar de pico y pala en los desmontes del Jardín de Convalecientes? ¿Cuántos que no conocían una corchea no tuvieron que cantar en el Orfeón? Usando de una violencia semejante me estrenó de orador un día, o mejor dicho una noche, en un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme. ¡Tampoco quiero acordarme del apuro que pasé, pues apenas me había dado tiempo para intentar unas cuartillas con que pudiera salir del compromiso! Confieso que se me descompuso el vientre. Gracias a que el número fuerte del programa estuvo a cargo de Tomás Meabe, que había escrito las suyas con más espacio, ya que éste también era premioso de palabra y no sabía hacer discursos. Los compañeros de aquel centro fabril fueron excesivamente benévolos conmigo y pasó por fin aquella tortura sin más consecuencias que la de no quedarme ganas de ensayar más discursos en la vida. Y a la hora de acostarnos, más allá de la medianoche, resultó que el bueno de Tomás no había hecho ninguna prevención y diligencia para aposentarse, motivo por el cual Madinabeitia estaba empeñado en dejarlo en la calle en compañía de las estrellas para que aprendiera a pisar tierra. Así era la pedagogía del doctor, más severa cuanto más quería a una persona. No ignoraba el suaviter in forma, fortiter in re, que solía repetir, pero muchas veces lo practicaba a la inversa. * * * Otro botón de muestra. Años después, recién inaugurada la Casa del Pueblo, tropezamos un domingo con Anthón Bandrés, que había estado en el Urko y Kalamua, en prácticas de montañero', como gran •califa de esta afición, con sede en el Club Deportivo de Bilbao. De regreso del monte había estado en la nueva Casa del Pueblo y nos felicitó por su esplendidez y ornato. Sobre todo le parecía bien el salón con su tribuna en alto. —Y ¿no sabes —le interrumpió diciendo Madinabeitia— quién habla el próximo sábado en esa tribuna? —Ciertamente que no lo sé, si no me lo dices —contestó aquel, pues nada he visto en la cartelera. —¡Pues habla Anthón Bandrés! —¡Qué bromas se gasta el doctor! —No hay broma que valga, Anthón. El sábado habla allí Bandrés. —¡Pero si no soy orador! —protestó el emplazado con verdadera alarma. —Eso no importa —replicó nuestro amigo—. Escribes unas cuartillas. —Si es que no tengo> tiempo —insistió con verdadero pánico el montañero bilbaíno. —Lo tomas por las noches y en paz —terminó imperativamente Madinabeitia y cambió de conversación. Yo no sé si cambiaron más palabras durante la semana, pero lo cierto es que la noche1 del sábado siguiente allí estaba, procedente de Bilbao, en la tribuna de la nueva Casa del Pueblo de Eibar, el gran Anthón Bandrés, con unas cuartillas sobre las que había sudado durante la semana, acaso más que cuando ascendió al Mont-Blanc, hablando de la función social de los deportes. Madinabeitia, como siempre, se había salido con la suya.19 El peligro de escribir libros. Con el mismo éxito atacaba a la gente cuando se trataba de nutrir las suscripciones que tanto se prodigaban entre nosotros, por lo que bien se dijo lo caro que resultaba ser socialista o el frecuentar la Casa del Pueblo. ¡Cuántos elementos indiferentes y hasta muchas veces hostiles, no hicieron por su culpa —por culpa de Madinabeitia— no desdeñable contribución a nuestra nueva Casa del Pueblo! Por eso decían algunos, medio en broma, y medio de veras, hablando de él y sus condiciones de elemento cosechador, que así como admiraba al pobrecito de Asís, si le hubiera dado 19 Prieto ha contado muchas veces y últimamente en El Socialista, en ocasión de celebrar con un banquete sus bodas de oro con el Partido, cómo quedó sujeto por férreas cadenas a su destino político de representante perpetuo de Bilbao, primero en la diputación provincial, luego en el Ayuntamiento y más tarde en las Cortes, hasta hoy. "En 1911 supe con sorpresa y disgusto —cuenta el diputado a Cortes por Bilbao, ex ministro de la República y hoy Presidente de la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista Obrero Español en el Exilio—, que los socialistas bilbaínos me proponían para candidato a diputado provincial. Me apresuré a renunciar —añade— pero el correligionario que recogió la renuncia no le dio curso, fiando que alguien de mi intimidad me disuadiría". Ese alguien, con las facultades suasorias indispensables para el difícil cometido fue el doctor Madinabeitia, quien barajando cifras de votos probables, sostenía que de ninguna manera sería electo el socialista. Mas permitiendo Prieto que su nombre figurara en la candidatura de la Coalición Republicano-Socialista, no dejaría de prestar un gran servicio a la democracia bilbaína, ya que ello serviría a poner término a las violentas querellas que frecuentemente venían ocurriendo entre estas dos fuerzas políticas de izquierda. La renuncia de Prieto significaría, en cambio, la imposiblidad del entendimiento, pues el sustituto que era Facundo Perezagua, no era persona del agrado de los republicanos. Resignado Prieto, con la intervención de Madinabeitia, a su papel de consentir su nombre en la candidatura y a pronunciar varios discursos para el efecto moral de que aquél le había hablado, millares de electores le llevaron por querer a San Ignacio y hubiese entrado en la compañía, la Universidad de Deusto habría llegado hasta Algorta. Solía contar de su padre que tenía por costumbre no dejarse convencer de nada que no fuese de su propia iniciativa. Pero los hijos, a pesar de esta rigidez feudal de su padre¿ habían aprendido a conducirle como a un manso cordero, tomándose el cuidado de atribuir a él todo cuanto se les ocurría a ellos. Esta política le quedó por hábito al doctor, nuestro amigo. No recabó nunca para sí la gloria de ninguna iniciativa suya. Y embarcaba a la gente en sus propios empeños, haciéndoles creer que eran ellos los que las habían inspirado. Era su manera franciscana de la generosidad hasta en ese orden del espíritu. Cuando acudía a consulta con otro u otros médicos, tenía muchísimo cuidado —contaba é l — de no discutir las apreciaciones y el diagnóstico de sus colegas, personas siempre vidriosas y de una susceptibilidad que debe estar en la profesión; pero, a cambio de esta satisfacción que pagaba al amor propio de los demás, sabía que no iban a disputarle el derecho que se reservaba de extender la receta, que era lo que a él, médico verdaderamente al servicio del hombre, le interesaba. Decía también que nada tan peligroso' como el médico> que hubiese escrito libros, porque los tales, caen fácilmente como autores en el vicio de creqr que la naturaleza existe para darles la razón a ellos. Con lo que acaban de parecerse al galeno del chascarrillo, que certificando el fallecimiento de su paciente replicaba al difunto' que protestaba de semejante anticipación, diciendo si él, o el muerto, iba a saber más que el doctor. Esto mismo suele ocurrir con los inventores de sistemas, si por desgracia les toca gobernar. Y no tienen poca culpa, seguramente, ciertos voluminosos informes en que tendrán comprometida su reputación de autores clarividentes algunos capitostes de los que gobiernan detrás de la Cortina de Hierro, en las dificultades internacionales de la hora actual. Esa tesis de la descomposición del sistema capitalista a causa de sus contradicciones internas, sobre la que se ha hecho tanta literatura y tantos calendarios en el Kremlin por quienes se precian de profetas y de no equivocarse nunca, podrá ser verdad o no ser verdad, pero en todo caso, es la responsable directa de todas las agitaciones y violencias con que se quiere hacer buena aquella tesis, obstaculizando en todo triunfalmente a la diputación, evidenciándose la insinceridad de las matemáticas de que se había valido el doctor para embarcarle en aquella aventura política,, que fue decisiva. el mundo no dominado por Rusia, de una manera sistemática y por la acción de sus agentes y sus quintas columnas, la recuperación económica de los pueblos convalecientes, después del agotamiento» y la extenuación a que las trajo la guerra. * * * Al borde de la leyenda. Ejemplo de las maneras que a veces ponía en su cariño este nuestro; don José, es que llegando un día de Bilbao, le dijeron que Amuátegui estaba acostado con no» sé qué achaque que le perseguía con frecuencia, tomándole la garganta. Y diciendo Madinabeitia que semejante achaque se cura mejor en la sociedad de los amigos, comiendo y bebiendo como era su propósito aquel día, fue a casa del enfermo y le hizo levantar, afeitarse, considerarse sano» y disponible e irse con los demás. Y el paciente, no teniendo más remedio que obedecer al doctor, sanó oficialmente, y se fue para su bien con la cuadrilla, pues» del achaque ya no» se acordó» más. En otro caso más grave, su faena fue la siguiente: Melchor Aldazábal era un compañero de los; más fuertes. Representaba en su hechur a de rubio Con los ojos azules, el tipo perfecto del mens sana in corpore sano. Maestro inteligente en su oficio de la mecánica, jamás había tenido nada, ni había visitado nunca un médico. Por lo demás uno de esos soldados de fila que se honran cumpliendo» con todo su deber alegremente como el dador alegre de San Pablo. Pero en lo» mejor de su vida se le presentó una enfermedad que los médicos no supieron diagnosticar. Y el hombre que había sido tan hermoso ejemplar de la raza, por su estampa, su fuerza y su templanza empezó a decaer al mismo tiempo que remitía su optimismo» ingénito. Era el autor de Zortzishan beiñ eta gogua dagon guztian, precepto marital que Madinabeitia consideraba digno de incorporar a los aforismos de Hipócrates, y por lo demás digno de sentar jurisprudencia en los cánones. Encontrándose Madinabeitia un día aquella ruina de hombre en la calle sin que estuviera en antecedentes, le tomó por su cuenta y le llevó a su quinta de Larrondo, en el valle de Azua. Allí le puso a interesarse por el jardín, haciéndole responsable de sus flores y sus legumbres, mientras seguía un régimen en que no intervenía la farmacopea. En el término de un mes o poco más, atenido el hombre bajo su techo a las prescripciones de su amigo, se recuperó en tal forma, que se creyó enteramente sano; y al regresar a nosotros era tal la impresión de milagro en todos, que lo celebramos con un bullicioso ágape en homenaje al médico y al resucitado, que así decíamos del compañero devuelto a la vida. Y ello* fue en casa de Badet, en razón de que la cocinera regente, también se decía que tenía especialidades que resucitaban a los muertos. Y volvió Melchor a su vida normal y sus ocupaciones, trabajando por algún tiempo en su oficio, en el taller de Víctor Bernedo, convertido ya en un industrial importante. Pero la enfermedad, que había sido derrotada de momento por aquel caudal extraordinario de fe y optimismo vital que el médico supo despertar en la naturaleza espléndida del enfermo, volvió insidiosamente por sus fueros, y siendo realmente incurable —un proceso canceroso interno— murió al fin dejando esposa e hijos. Pero aquello del milagro, la resurrección y la alegría de todos por haber recuperado a aquel excelente amigo fue tan sumamente emotivo y del alma, que en otros tiempos o en otro medio, hubiera dado lugar a la leyenda, y a la vez que nuestro doctor sería puesto' entre los santos, y el caso de Melchor Aldazabal se referiría como uno de sus milagros. * * * Proliferación de las épocas de crisis. En la historia, como en la naturaleza, la evolución no representa una curva regular y constante en la ordenada del tiempo. Hay períodos en que las variaciones se producen con una frecuencia desacostumbrada y que por eso mismo se llaman críticos, siguiendo o precediendo a períodos de práctica estabilización. Estos períodos de estabilidad pueden prolongarse tanto para ciertas formas, que llegan a sobrevivir sin modificación a través de sucesivas edades geológicas, como es el caso, por ejemplo, de las hormigas de hace cincuenta millones de años, prácticamente iguales a las de hoy; mientras para otras formas, las crisis o variaciones se suceden con tal insistencia que toda una serie de transformaciones profundas se completan en un período relativamente corto, como es el caso de ciertas familias de la clase de los mamíferos. Estas crisis se caracterizan, pues, por presidir a períodos en que las variaciones en la naturaleza y las novedades en la historia, sobre las que ha de obrar la selección, se producen con una frecuencia y profusión mayores. Y en lo que respecta a la historia, se caracterizan también por una mejor disposición de los espíritus para admitir cosas nuevas, por una especie de sed que en tales circunstancias suele darse en las almas. Así, cuando se abrió la crisis de la Reforma, lo que se produjo, frente a la unidad pétrea y secular de Roma, no fue la variación, sino las variaciones, las innumerables sectas del protestantismo, y de ahí el argumento de Bossuet: ¿Varías? "Luego no eres la verdad". Por eso mismo en política se suele saber dónde empiezan las revoluciones pero no dónde acaban, porque nadie es capaz de prever la cantidad de cosas nuevas —de consecuencias insospechadas— que encierran en sus entrañas. Así aquella crisis abierta en las almas con la aparición del socialismo en el horizonte de nuestro pueblo, vino acompañada de muchas otras novedades y de una disposición especial de los espíritus para asomarse a ellas: el Anarquismo, la Teosofía, los Vegetarianos, el Neo- Malthusianismo, los Abstemios, el Esperanto, etc. Todo pasó por la escena social de nuestro pueblo e hizo su cosecha, aunque esas escuelas no lograban a veces estar representadas más que por un solo adepto. Mas ocurre, como en la fórmula química de ciertos compuestos activos, que la sola presencia de ciertos ingredientes en cantidades nada más que indicíales, tiene una importancia decisiva. Esta era la teoría de un troztkista a quien conocí en París y la práctica inveterada de los anarquistas en los centros de influencia socialista, donde se constituían en oposición y hostigaban sistemáticamente a aquéllos, causándoles desazón pero contribuyendo a la solidez de su obra. * * * El Neo-Malthusianismo. Esta inveterada oposición anarquista en los centros de influencia socialista, solía estar muchas veces a cargo de* u n a sola persona, y para que se vea la verdad de lo que dije no era insólito el caso de una huelga general —objetivo a que tendían siempre los ácratas considerándola como un paso hacia la revolución— provocada por ese único elemento contra la opinión de todos los demás influyentes. Podría pensarse que tal ocurriría cuando el único tuviese razón contra todos; pero no, el fenómeno podía darse sin dejar que fuese una locura la determinación triunfante. Y es que hay momentos en que las huestes mejor disciplinadas se convierten en masa y proceden como masa para producir la sorpresa de lo mejor o lo peor que esconde el corazón humano, en el misterio de su profundidad insondable. Ya dije el nombre del fanático que en Eibar representaba ese papel de maniqueo. Era buena persona y en nuestro caso se contentaba con señalar platónicamente su posición sin darse a la intriga y la calumnia, escuela en la que luego se excedieron los comunistas. En el tiempo a que vengo refiriéndome, Apochín, el tipo de los libertarios de Baroja, era todavía un aprendiz y el maestro apenas tenía otros discípulos. El Neo-Malthusiantsnto de que se doblaba el anarquismo de nuestro opositor, venía a ser otra manifestación de su espíritu nihilista, aunque esta tendencia, doctrina, mera práctica o lo que fuera en cada caso, pretendía una justificación eugéniea. Corresponsal y consignatario del material propagandístico y profiláctico de este movimiento semisocial y semicharlatanesco, nuestro héroe tuvo la dicha o la desdicha de engendrar a su único hijo —un hermoso hijo por cierto— en prácticas de hacerse con la certidumbre personal de la absoluta eficacia de un procedimiento anticoncepcionista que recomendaba la secta y que él despachaba a los adeptos. Como el vegetarianismo, el naturismo, etc., todas estas extravagancias quiero decir, todas estas cosas que se apartaban de lo común, tenían su sede principal en Barcelona. Para su desgracia, no era fácil distinguirlas muchas veces del cúmulo de pseudociencia que se publicaba allí y se despachaba como artículo de exportación y no era muchas veces sino* una manera de la pornografía. Lo mismo que ciertas novelas cortas y ciertas revistas de la misma época que hacían furor, y que correspondían a una generación dominada por una obsesión erótica, por una exacerbación lúbrica que se llamó la psicalipsis, obra de ridículos tabús20 y una turbia industria literaria enderezada a fines crematísticos, ejercida por cínicos explotadores de aquella tendencia enfermiza. Entre todas aquellas novedosas novedades que hicieron acto de presencia en Eibar, nos alcanzó el sarampión del Esperanto. * * * El Esperanto. En efecto, algunos asiduos de la biblioteca del Centro Obrero formamos un grupo esperantista. Nos dio algunas lecciones iniciales en esta lengua auxiliar, que pretendía venir a ser universal con tal carácter y pudiera serlo con provecho para todo el mundo, el malogrado maestro nacional de una de las escuelas de Eibar, don 2 0 El concepto teológico de la carne como enemigo del alma, representa una lucha con la naturaleza, y a la naturaleza no se le combate sin exponerse a serias represalias. Y en una sociedad mogigata como la española, tan llena de tabús —recuérdese^ a nuestras autoridades prohibiendoi el "agarrao"— era una represalia aquel éxito crematístico de la psicalipsis y la pornografía. Los que conocimos aquella generación obsesionada y enfermiza por pertenecer a ella, podemos admirarnos de la templanza que ha puesto en las costumbres el nuevo- paganismo triunfante en la vida, y al que no puede sustraerse ni aquella sociedad mogigata, a pesar de las vanas protestas con que todavía se ponen en ridículo Obispos y Gobernadores. Antonio de la Torre, en una dependencia del Concejo Viejo. Luego nos fue fácil desenvolvernos por nuestra propia cuenta. / El Esperanto, creación del Dr. Zamenoff, un médico polaco, es un instrumento idiomático de positivo1 valor y eficacia práctica, sin dificultades de pronunciación, sin problemas ortográficos y sin excepciones gramaticales. Su léxico puede enriquecerse mediante prefijos y subfijos de acepción casi universal que apenas tienen que aprenderse, con arreglo a sencillas normas, en la medida de las necesidades de expresión y dentro de un espíritu que no ha tardado en formarse y tomar cuerpo. Se comprende que reuniendo estas condiciones, resulta esta lengua auxiliar de una facilidad extraordinaria y de una precisión técnica insuperables. Pero, naturalmente, tiene el inconveniente de ser una creación artificial y se le sienten los engranajes de su mecanismo; le falta todavía la suavidad o la tersura de lo biológico. Para contraer esta suavidad, que entra bien en sus posibilidades, hubiera necesitado haber servido a grandes masas como instrumento cotidiano, de la misma forma que tengo entendido se hace por los. autores con las canciones napolitanas, que son fijadas en el pentagrama, luego que las ha estilizado el pueblo en un período de libre interpretación. Pero la progresión de esta lengua universal, como otros muchos afanes de semejante índole generosa, fue interrumpido por el estalido de la primera guerra mundial. Nosotros teníamos corresponsales en distintos países del continente europeo, y yo personalmente me escribía con esperantistas de Rusia, Austria, Hungría, Alemania, Inglaterra e Italia, cambiando saludos y a' vedes ides interesantes. Pero se explica que, imposibilitado este placer de la correspondencia con los extraños de distantes países, perdiera interés el asunto y lo olvidáramos al ingresar en otras preocupaciones igualmente quijotescas.21 * * * Amor de la naturaleza. La ventaja de ios pueblos sobre las ciudades es un mayor contacto con la naturaleza. Se está inmediatamente en el campo, y animales y plantas forman parte de la vida de relación. Nosotros añadíamos a esta ventaja la de nuestras montañas, que sin ser grandes son hermosas. Cuando empezamos a amarlas, antes de salir de la infancia, todavía no habían sido desnudadas de sus especies arbóreas originales, las hayas y los robles, para no citar sino a señores, que dondequiera formaban cerrados bosques llenos de voces y de misterio, como en los á : cuentos de hadas. No había empezado todavía el furor del hacha, animado por la codicia de los altos precios a que dio lugar la guerra europea y el tendido de la doble vía en la línea del Norte. Verdad que algunas especies se nos morían como de puro viejas, como si para ellas terminara a nuestra vista el período geológico que les fuera propicio: tales los castaños, que en muchos puntos de nuestra tierra formaban hileras de cadáveres en pie, con los brazos nudosos extendidos hacia el cielo como en una oración agónica. Tal una variedad de roble que se extinguió en las faldas del Urko que miran a Mediodía, cubiertas en no lejanos días de espeso arbolado, que yo he llegado a ver muerto formando una tropa de mástiles resecados que se rendían a la tierra, heridos por el insecto destructor. Tal el acebo, motivo gótico que luce en las catedrales su fronda agresiva, reducido hoy a raros ejemplares mutilados por quienes iban a solicitar de él el mango del martillo y los útiles artesanos. Las encinas, en cambio, de hoja perenne y lúcida, cuya cerrada copa sirve a resguardar las espaldas al caserío y el abel-eche de las embestidas del noroeste, que cargado de aguas nos despacha el Cantábrico, siguen resistiendo bien, agarradas a las manchas calcáreas que dominan nuestro paisaje. Los arroyos de las montañas eran todavía arroyos, antes de ser captados en sus fuentes, unas veces para dar de beber a las poblaciones en crecimiento y otras para mover los artefactos de la industria y siempre para dejar un cauce seco allá donde antes se pescaba la trucha, amante del agua fría y retozona de las montañas, y se cogía la anguila, que después de ser objeto de interminables debates cada vez que se servía en la mesa aderezada con guisantes, definitivamente parece probado que viene de la angula de los estuarios, que es su larva, que procede de mar adentro, de una zona remota del Atlántico. Y el río, ¿qué ha sido del río, nuestro simpático; E g o , 2 2 que cuando éramos chicos venía murmurando su canción por entre pródigos nogales que poblaban sus márgenes, lleno de poesía y de encantos, haciendo las delicias de los pescadores de sargos y escallus? Empobrecido por la tala de sus cabeceras en Vizcaya, por sórdidos 2 1 Luego de las guerras, el Esperanto no ha dejado de propagarse considerablemente como lengua auxiliar, y en lugar del Fundamento Krestomatio, del Dr. Zamenoff, a que se limitaba toda nuestra bibliografía, hoy cuenta con un vasto caudal literario enriquecido por contribuciones de todas las procedencias. Y nuestro buen^ anjigo Santiago Arizmendi trabaja en Eibar en la propagación del Esperanto, con unas dotes y un entusiasmo a que nosotros no alcanzamos. 2 2 Ego creo que viene a ser mediodía pero nuestro río corre de Oeste a Este, a no ser que el Ashiolaerreka, su tributario le diera nombre, pues desciende en dirección sur-norte, de Pagatza a Eizaga, y en su valle están Egocheaga y Egoarbitza. \ administradores de Condes y Marqueses ausentes, su mermado caudal es ahora vehículo de todos los detritus orgánicos e industriales que recoge en su camino, y allá donde antes eran rientes sitios de nuestras fiestas y juegos infantiles, entretenidos con el mágico juguete de los pájaros y los insectos, son al presente lugares de donde uno ha de apartarse con repugnancia. Claro está que a cambio de los encantos que disfrutaban nuestros padres en su paisaje impoluto, en su medio no alterado por la economía, que al no importarle el hombre le importaba menos la naturaleza, ahora gracias a esa misma economía, brutal y ciega, pero al fin y al cabo progresiva, puede ir uno a los Pirineos y darse una vuelta por el circo de Gavarnie, en una de las varias vacaciones del año que disfruta cualquiera, mientras las más extraordinarias aventuras montañeras de nuestros viejos no pasaban del Inchorta, del Elozu, del Oiz y el Egoarbitza. Cierto también que las no menos extraordinarias proezas de nuestros cazadores famosos de entonces, que tanta bulla metían en sus tertulias de las tabernas, con sus onomatopeyas y sus gesticulaciones que transcendían al exterior como el fragor de una batalla, no acaecían más allá de Maguna, San Cristóbal, Munichibar, Cenarruza, Gollibar, Santa Eugenia, Arnobate, San Miguel, Arnabal, Madariaga, Karakate, Elozu, Illordo, Pagatza, Santamaña y Garay, mientras la generación que les ha sucedido caza, llegado el caso, en el llano de Álava, en tierras de la Rioja, en los ardientes rastrojales de Burgos, donde pisó el Cid, y hasta en los Picos de Europa, último refugio de los reyes godos. Pero lo importante es la cosa de todos los días, porque el hombre es lo que tiene que ser todos los días y todos los días se era entonces el amigo de la naturaleza. Ya esto quería venir, a decir la raíz de nuestro amor a la naturaleza, complicando en mi caso personal por las lecturas del neófito, que no todo era triste proyección de los problemas sociales, sino también amables de la naturaleza. * * * El reverso de la medalla. No callaré el reverso de la medalla. En contraste con el aire libre de los montes y la libertad de los campos del tiempo de nuestros padres, estaba el confinamiento de las casas y los talleres, donde apenas se renovaba el aire. Los animales domésticos formaban parte de la familia, y entre ellos figuraba un reverendísimo puerco en espera de su San Martín, luego las gallinas, los perros, los conejos, los patos, etc., todo lo cual se amparaba muchas veces bajo el mismo techo. La ventilación se reducía al mínimo por el horror a las corrientes de aire y el temor de las pulmonías. El sol de marzo pega con el mazo y tampoco era muy recomendado en los demás meses del año. No se prodigaba el agua porque había que ir a buscarla en la fuente, que siempre se encontraba a alguna distancia de la casa, aunque allí estaban los aprendices y las horas de la noche antes de la queda, para emplearlos en ese menester. Las pulgas y las chinches, en verano, ayudaban a acostarse tarde y levantarse temprano, como convenía a la buena economía de la casa. La saludable fatiga de las largas jornadas recompensaba al hombre honrado con un sueño contra el que no podía la insidia de aquellos insectos; circunstancia providencial sin la cual no hubiera podido tolerar el más sufrido las noches estivales. Durante el invierno no daban menos guerra las goteras, pues las pedreas de los chicos en la calle, el paso del raseachimeneas y las grandes batallas que tenían los gatos en los tejados, junto con la flora que prosperaba en la capa formada por el polvo cósmico sobre ellos, causaban siempre desperfectos en las cubiertas, que las "primeras lluvias se encargaban de poner de manifiesto. Tratar de remediarlas muchas veces era peor, pues contra una que se corregía aparecían otras dos nuevas. A todo esto se añadía el valor comercial de lo que pudiera almacenarse en la letrina, y cada casa tenía su parroquiano' del caserío que cuidaba de aderezar periódicamente, por la cuenta que le tenía, las capas de helécho que debían alternar con lo otro, hasta que fuera llegada la hora de sacarlo fuera para las heredades, donde por un milagro de Dios se convertía en rica sustancia de las espigas y las mazorcas. Las mujeres se entendían con una vecina para así dar a luz, y el hombre venía al mundo con la misma sencillez con que se iba de él, pues nada más común entonces que el morirse por cualquier cosa que hoy no tiene importancia. La mortalidad era así elevada y se agravó con el crecimiento de la población, en tanto no se hizo la traída de aguas para el servicio domiciliario y la red de saneamiento que normalizó la cifra. •No es difícil explicarse, dadas estas circunstancias, que una enfermedad entrara en una casa y se llevara por delante a toda la familia. Y que fueran tan frecuentes los huérfanos, aun en niveles que no carecían de bienestar. El patriarcado del tío Pachico en casa de los Ertzill le venía como dije de haber tenido que hacer de cabeza, con ser un solterón irreductibie, al frente de una numerosa familia de sobrinos que había perdido padre y madre en un corto espacio de tiempo. * * * Los cazadores. Hemos mencionado antes a los cazadores, que sin disputa merecen párrafo aparte. Nuestros cazadores, que naturalmente eran legión con tanta escopeta buena que salía de los talleres de Eibar, n o tardaron en acabar con el último lepórido que representó a esta familia zoológica en nuestras tierras de todo el rededor. No digamos de otras alimañas del campo, a cuya destrucción contribuian las ordenanzas municipales, preceptuando premio a los matadores. Tiempo hacía, cuando nosotros empezábamos a discurrir por los montes, que no quedaban zorras ni tejones, ni gatos monteses, garduñas, ni erizos, ni siquiera inocentes ardillas para una necesidad del fabulista, cuando el diccionario histórico-geográfico de España, cuya redacción supongo no se remonta más allá de Carlos IV, habla de los jabalíes que criaban nuestros montes de Eibar. Lo mismo ocurría con las aves. Los buitres, que en nuestra edad escolar acudían en bandadas sobre la carroña de los animales muertos en el campo, y los cuervos y los grajos que se movían en legiones haciendo estación en el campanario de la iglesia, dejaron de frecuentar el área de nuestras innúmeras bocas de fuego, que no perdonaban ni a aquellas especies de insectos con plumas que eran nuestros simpáticos chepeches, los reyezuelos de tantas historias amables, no tardando en acabar con todas las especies indígenas que anidaban en el país, al mismo tiempo que ahuyentaban a las emigrantes que lo repoblaban en cada estación, vineindo éstas a ser cada vez más raras, como si el instinto les avisara desviar de nuestra vecindad agresiva sus misteriosas trayectorias. Apenas quedaba así pelo ni pluma en varias leguas a la redonda de nuestra jurisdicción, cuando yo empecé a frecuentar el campo como amigo consciente de la Naturaleza. Y eso que había chambones como Anchuelo, gran criador de perros finos de caza y señor de todo lo indispensable a un perfecto cazador, menos la puntería. Contaban sus colegas de la cuadrilla, que habiéndose procurado un día un gazapo que cogió vivo un labrador, quisieron ofrendarle la ocasión de que se estrenara siquiera una vez en su vida, atando a la pobre víctima a una mata del camino que el favorecido iba a andar. Sorprendido el cazador con tan inesperada aparición, porque donde menos se piensa salta la liebre, disparó, segó la cuerda con el plomo y fuese el animal con más salud que nunca. Otros había por el estilo, que madrugaban y salían del pueblo a la del alba haciendo gran ruido de pisadas fuertes, seguidos de muchos perros y llevando gran aparato de armas a cual mejores y más costosas, para pasar el día comiendo y bebiendo y haciendo zirris a las criadas en la venta de Trabacua o en la de Uribe, como en los cuadros de Brueghel; a las cuales ventas acudían los aldeanos de la vecindad que durante la semana hubiesen cobrado alguna pieza de pelo o pluma, para convertirla en plata. Con lo que nuestros héroes, luego volvían al pueblo más ufanos que los de Tarascón, desfijando con sus trofeos a la vista en dirección a sus cuarteles en las tabernas de Guiputza o de Urrebaso. Donde la miserable pieza así exhibida serviría de ocasión a una veintena o más para el erbijana o eperjana del día siguiente, en que tendría lugar un milagro semejante al de la multiplicación de los panes y los peces, pues el guiso había de abundar como en las bodas de Camacho. También había otros más modestos, que sin madrugar tanto y sin tanto ruido se iban chiri-chiri chara chikira chorichara?3 y alguna vez tenían la fortuna de dar caza a algún pobrecito Chimbo-burubaltz adentrado incautamente en la zona de peligro, trayendo de la entretenida jornada materia de conversación para toda la semana. Mas para no pecar de injustos midiendo por igual a todos los que se proveían de licencia de caza, cuyo censo cobraba en Eibar una extensión aproximadamente igual al electoral, haremos excepción de esta verídica pintura a los Querido, los Baroja, los Gaspar, los Pola y demás escopetas de la antigua tertulia de Eperra, que cazaban la becada, con lo que queda dicho todo. Pues de estas aves migradoras sólo pueden cobrarse los raros ejemplares que se extravían con los grandes temporales del invierno, afrontando los cierzos, los aguaceros y las nieves de la peor estación. Y digamos asimismo para igual justicia, que también en los cuarteles de Guiputza y Urrebaso había que hacer excepciones a favor de dignos continuadores del gran Romualdo Zarra y demás ases de los tiempos clásicos que se reunían en el taller de los Ertzill cuando yo hacía en él el aprendizaje de mi oficio de grabador, esto es, los Cashildo, los Chopa, los Okel'erre y otros de cuyo nombre no me acuerdo en este momento, * * * , 2 3 Piano piano, hacia el pequeño jaral, a cazar pájaros. Este juego de palabras le tengo de José Guisasola, que lo atribuía a un cazador de chimbos, su compañero de taller donde Víctor Aramberri e Hijos, a quien tenía que aguantar la semana de conversación que traía de aquellas jornadas cinegéticas. Caza furtiva y caza mayor. Una de las más destructoras formas de caza era lo que en Eibar se decía keishara. Mas quede aclarado desde luego que los auténticos cazadores lo condenaban severamente por lo que tenía de criminal el procedimiento, pero sobre todo, porque lo practicaban generalmente los satisfechos, palabra con que designaban, no a los señoritos, que no había, sino a los que tenían pretensiones de tales y se remangaban una vez al año para ir a tiro hecho y lucirse en las tertulias. En sazón que maduran las cerezas, avanzada la primavera, los cerezos silvestres que arraigaron aquí y allá en lo cerrado de nuestros montes, solían ser puestos de vista de las especies frugívoras de nuestra fauna ornitológica en trance de alimentar su tierna pollada. Estos cerezos sombrados por el azar, eran fáciles de descubrir y determinar su situación para el momento oportuno, cuando el árbol entra en floración y destaca su nevada copa sobre el fondo oscuro de lo nemoroso aún sin fronda. Llegada la sazón, el cazador se instalaba, antes del amanecer en un lugar próximo al Chorikeisha elegido, disimulando su presencia con una enramada dispuesta en forma de cobertizo, desde donde se disparaba sobre cada una de las piezas que acudían con la alborada en busca de la provisión para sus pequeños. En una breve hora o dos que a lo sumo duraba la frecuentación, cobraba el furtivo más caza que hacían los profesionales en el año, sin moverse de su escondite más que, terminada la tarea, para levantar las piezas muertas a mansalva, al pie del árbol traidor. Lo reñido era caminar en la noche y adelantarse a los mejores puestos que eran una especie de secreto que guardaban los iniciados en este criminal misterio, después de estudiado el terreno cuando la floración primaveral. Así, un día que Mariano, conocido por Churrerua, un chusco del tiempo de nuestros padres, se encontró ocupado el que se había propuesto explotar cierta madrugada, al darse cuenta de su fracaso desde bastante atrás, avanzó haciendo ruido de pasos y de ramas que se quiebran, al mismo tiempo que con voz fingida decía a un imaginario compañero: ¡Cabo Martínez, por aquí! El madrugador que por lo de la veda y lo nefando del procedimiento temía a la guardia civil más que los gitanos, salió como una exhalación de su escondite, tirándose monte abajo como un suicida y no parando hasta que se encontró en lo seguro de la taberna en que acostumbraba reunirse con sus colegas. Y no se dio cuenta del engaño, hasta que, de regreso el otro, entró en la tertulia con una doble ristra formada de las piezas que había cobrado en el puesto que él aparejara desde la víspera noche sobre el lugar. Y ya que he dicho lo que dicho está de los buenos y de los malos ¿pasaré adelante dejándome en el tintero las cacerías de Víctor Sarasqueta, as de ases, en las sierras interiores de Navarra, en busca del jabalí, las de los que iban en expedición a los picos de Europa, donde en una ocasión Joaquín Fernández, acreditado comerciante de armas y consumado pendolista, cobró un magnífico oso, seguramente el último descendiente del que devoró al rey Favila, y la de las escopetas que acudieron de Eibar a la histórica batida que se dio al último lobo de los Pirineos de Navarra, cuyo despojo se trajo triunfalmente a Eibar? Por cierto que cuando fuimos a ver este soberbio ejemplar, exhibido al público en el pabellón-cine de la Plaza Unzaga, uno de los matadores de la fiera que había sufrido de ella en su propia hacienda, hacía allí a su enemigo el cargo de las depredaciones que había cometido, en cuya cuenta entraba no sé qué número de mansas terneras e inocentes corderos que había devorado, como para justificar el premio que por la hazaña le había concedido la diputación. ¡Y para que se vea lo que somos los hombres y cuan verdad es aquello de la paja en .el ojo ajeno! Allí estaba, entre los circunstantes que aprobaban el premio y se sumaban a las condenaciones del cazador, nuestro gran Apochiano, que, como lo hube de advertir sobre el terreno, había devorado bastantes más que las terneras y los corderos de la cuenta del navarro, si fueran a ajustarle la suya las pobres víctimas que habían sido inmoladas a su doble condición de gourmanú y gourmet en una pieza. Ya sé que al leer esto saltará al punto con que el que lo escribe tampoco ve la viga en el suyo, puesto que no se trata de ningún vegetariano y también gasta el diente afilado; pero habrá de fijarse mi ilustre pariente y amigo, que aunque vino y ha venido al caso citar su nombre y recordarle como ejemplo, la consideración que se hace aquí se refiere al hombre en general, que corre con esa desgracia de tener que vivir destruyendo tantas vidas, y no verlo sino en las fieras, a quienes se lo imputa como crimen. * * * Ferruel, el anfibio. No sólo el monte también el río tenía sus aficionados en aquellos viejos días a que vengo refiriéndome. Cuesta creer ahora la cantidad de peces de distintas especies, especialmente loinas, barbos y truchas que criaba entonces el Deva, él también más caudaloso y más limpio que ahora; cómo abundaban las anguilas aguas arriba de sus afluentes hasta las cabeceras y los manantiales de los más modestos arroyos. Algunas de cuatro libras he visto sacar del Ego, verdaderas serpiente de agua. Se explica que las nutrias (Igaraberak) antaño no fuesen un animal raro en sus riberas, con tanta subsistencia que les ofrecían sus aguas, hasta que por la misma razón que vimos desaparecer a los habitantes del monte, hubimos de registrar un día el acontecimiento del último ejemplar de esta raza, cazado' en las inmediaciones y exhibido como una curiosidad que no se daría más. La presencia del salmón hasta en nuestro humilde Ego, era un caso que se daba todavía cuando nosotros íbamos a la escuela, y recuerdo que los viejos decían en vascuence de estos raros ejemplares que yo mismo he llegado a ver, que eran los reyes de una tribu de aguas saladas, con una historia que parecía cuento y que antes no desdeñaban nuestro río. El hombre del agua más sobresaliente de nuestra mocedad, fue indiscutiblemente Ferruel, Melitón Larrañaga por su nombre. En realidad era un ser anfibio, y si la muerte no le hubiera sorprendido en lo mejor de su edad, le hubiesen salido, como a los peces, aletas y escamas en el cuerpo, en confirmación de la teoría lamarckiana del uso y el desuso y de aquello de que la función crea el órgano. Sabía de memoria todos los secretos del Deva, desde Osinchu hasta Mendaro, las hoyadas más pobladas de su lecho, los abrigos de la pesca en el huerco que formaban bajo el agua los grandes bloques de ofita amontonados en su cauce habiendo rodado desde lo alto Me las laderas de su angosto valle. Y sin más artes que sus manos, bien que no a bragas enjutas, sino mojándose bien el culo, como dice el refrán, hacía más cosecha que cualquiera otro con su barca y sus aparejos. Siempre que en el pueblo estuviera programada alguna merendola importante, una cena o cualquier celebración de las del estilo de la tierra, lo mismo por blancos o por rojos, no concibiendo que hubiese bien comer sin los pescados del río, sazonados como habían hacerlo nuestras insignes taberneras, se recurría a Ferruel. Y era igual que fuese lo más riguroso del invierno, bajo el signo de Capricornio, como la canícula bajo el de Cáncer, Ferruel respondía con su pesca, que siempre la traía a punto para que pasara del agua viva de las rocas a la sartén, apenas sin ningún espacio de tiempo. No diré que este hombre fuese una institución, no habiendo pasado de ser un desgraciado to^a su vida; pero sí un elemento indispensable para la república bulliciosa de los que en nuestro pueblo cultivaban la alegría de comer y beber bien sirviéndose de toda clase de pretextos. República a la que no eran extraños los socialistas, por ser ciudadanos de donde eran y ser también de los que ganaban mejor, como maestros excelentes casi todos ellos en sus respectivos oficios; pero, sobre todo, no fueron ajenos a dicha república desde que el doctor Madinabeitia influia en los espíritus. Mascuelo, el terrícola. Otros había, entre los amigos de la naturaleza que voy diciendo, cosechadores de toda clase de productos silvestres. Los hongos y las setas, las nueces del monte y las riberas, las castañas según la licencia de la costumbre, la miel silvestre, los sabrosos caracoles, las avellanas de los jaros, la manzanilla, etcétera, todo esto formaba parte de su hacienda. Nuestro padre fue bastante dado a esta clase de recolecciones y de él aprendí la técnica de los perrechicos, en la que me consideraría en capacidad de doctorarme, a lo menos en cuanto a las especies que se dan en nuestra tierra. Pero el as sin disputa en este terreno era Mascuelo, Canuto Betolaza, el famoso pregonero de El Socialista, pulidor de oficio y camarero de número por las noches en el café de la Casa del Pueblo. Había empezado la vida siendo un borrachín a quien apasionaban los toros y los toreros. De ahí, por corrupción, el apodo que le quedó, que se refiere a Frascuelo, entonces en el épice de su gloria. Mas la llamada de la prédica socialista halló en él su terreno abonado y sin esperar a mucho se convirtió en un obrero consciente, en un buen societario, en un socialista disciplinado, en un buen esposo cuando se casó y luego en u n padre de familia admirable. Este de quien digo, sabía del calendario de los hongos y las setas comestibles, de las extrañas relaciones que guarda su aparición con las especies arbóreas, sus asociados por misterioso nexo simbiótico y de su distribución geográfica en el pequeño mundo de sus operaciones, tanto como para hacer un libro. Tenía hecho el inventario de todos los nocedales en tierras de nadie. Había localizado, en lo cerrado de los montes bajos, los avellanedos silvestres que se dan en suelos de caliza. Se consideraba el dueño de los mejores criaderos de caracoles en la solana de nuestros valles. Sabía de la sazón de la manzanilla para que esté fragante y conserve su aroma y los parajes en que abunda este oficinal. Todo lo que, en fin, cría la tierra espontáneamente era suyo por derecho natural. Si hubiera vivido en la Edad de Piedra hubiese sacado adelante a sus hijos con más facilidad acaso que en un medio civilizado. A todo esto se añadía otro secreto: llevaba el registro del número y el tamaño de las truchas que iban creciendo en Ibur y en Eizaga, procedentes de los alevines con que la diputación trataba de repoblar los ríos, y las trasegaba a lugares secretos para volverlas a pescar en el momento oportuno. Algunas veces me hizo el obsequio de consentir que le acompañara en sus expediciones por los montes que beneficiaba, y aunque en esas ocasiones me descubría algunos secretos de su experiencia, seguro estoy que me ocultaba muchos más. Fuimos los dos actores de la aventura de probar la comestibilidad del Lactarius deliciosus cuando esta especie hizo su aparición en los pinares plantados en nuestros montes con ese intruso de nuestros paisajes que se llama el pinus maritimus, y con el que los propietarios, atentos sólo al beneficio crematístico, tratan de sustituir los bosques de nobles hayas y hermosos robles que destruyeron. La especie —el lactarius deliciosus— era desconocida para nuestros técnicos y sólo yo tenía una referencia bibliográfica de ella e insistía en su condición de seta comestible. Y un día nos pusimos de acuerdo Mdscuelo y yo, para almorzar unos soberbios ejemplares que recogimos en el pinar de Ubicha-erreca, no sin prevenir un vomitivo' para el caso que lo trasegado al estómago nos hiciera daño. Nada malo nos ocurrió, y a partir de entonces fue una especie tan buscada como las más finas y estimadas en el canon clásico. Pero, en el entretanto que no se divulgó demasiado el caso entre los aficionados, cobramos bien la renta de nuestro descubrimiento. Y recuerdo de unas vacaciones en Ondárroa —fines de agosto de 1917— donde abundaban los pinares de reciente plantación en dirección a Lequeitio y donde tampoco aprovechaban», por ignorancia, la nueva especie que se daba a montones. Y me acuerdo cómo me cansé de recoger la deliciosa criptogámica, con escándalo y no poca alarma de los que me veían hacer cosecha de aquel sapu-perrechico, temiendo no fuera yo un loco que iba a envenenar a toda la familia.2 4 ¿Cuántas experiencias igualmente azarosas e ignoradas para la historia no habrán sido necesarias para formar el repertorio de las cosas sabidas con que nos sustentamos? Si es verdad lo dicho por no sé quién, 2 4 También cuando estuve confinado en Melun, al comienzo de nuestro exilio, hice en el bosque de Fontainebleau grandes cosechas de urriches y urdiñes, especies del género russula, charboniére que les dicen allá. A pesar de lo que los franceses saben de estas cosas, los aldeanos galos no cosechaban estas especies ^ y se alarmaban de que yo lo hiciera con tranquilidad. En el hotel'donde paraba también desconfiaban de mi técnica y llegue a la conclusión de que los aldeanos habían perdido la noción de la utilidad de estas especies, por no ser comerciales, no resistiendo lo bastante para ser llevadas al mercado como los boletos —cépes— y la giróle, tan populares allí. Mi familia vivía en París al apoyo de Isabel que seguía trabajando con Maítre Gervais, y solía recibir la sorpresa de mis furtivas escapadas con el obsequio de los perrechicos, que solían ser ocasión de una buena cena. ! de que fue más importante la invención de las sopas de ajo que el descubrimiento de Neptuno, ya puede estar orgulloso» mi amigo Mascuelo, porque a decir verdad él fue quien hizo todo el gasto de valor para afrontar el riesgo de la aventura, pues en cuanto a mí, seguro estaba de que no me iba a pesar nada. ¡Tanta era mi, confianza en lo que había leído y tal el prestigio que aún tenía para mí la letra de molde! * * * Piedras como la de Bethel. Como se ve, yo era amigo de la naturaleza con la ventaja o la desventaja de estos antecedentes e influencias. Cuando niños, en un pueblo y en una época que se desentendía de lo que hacíamos o dejábamos de hacer los pequeños fuera del ámbito de la casa o la escuela, no teníamos otros juguetes que los de la naturaleza. Nuestros juegos habían sido el dar caza a los saltamontes en la campa de Urki, poblada de acrídidos, probar fuerzas a los escarabajos de Ubichako-chabola con atelajes de nuestra invención; hacer cantar a los grillos en primavera. La cetonia aurata, refulgente como una esmeralda, era la sensación en los espinos florecidos por San Juan. Los lucanus cervis o ciervos voladores, con su bruñida cornamenta, hacían la delicia de los crepúsculos^de julio, en que se aventuran al aire. La rosalia alpina, pintado longicornio que habita las hayas, y el prionius coriarius de la misma familia que frecuenta los robles, eran las novedades de agosto. Y así todos los meses del año, cada uno con su encanto especial y el especialísimo de abrü y mayo en que los pájaros han construido sus nidos. Y no habíamos dejado la escuela cuando ya eramos familiares a las culebras que se ponían al sol por pares en las canteras abandonadas de Olarreaga, grandes e inofensivas, que se vestían con el color del medio en que hicieran la vida: verdes las que se guardaban en la verde hierba, ocre las que se protegían en la seca hojarasca, grises las que habitaban las pedrizas y hasta negras como si vistieran luto las que estaban de regreso a los jaros carbonizados por el fuego de los incendios. Las que, a diferencia de las víboras irritables que reaccionan insidiosamente amenazando1 con su veneno, no tienen otra defensa que la prudencia que les es reconocida en la escritura y cierta materia de que se impregnan en los momentos desesperados para desprender un gas nauseabundo. Todo esto había de influir necesariamente en nuestros gustos a la hora de darnos a leer con la pasión con que lo hicimos en la biblioteca del Centro Obrero de Bidebarrieta, pero también influyó para que luego nuestras lecturas fueran con preferencia a través de los campos en plena naturaleza. Y no hubo día de precepto que yo no hiciera mi fiesta del espíritu madrugando al monte, acompañado de mi libro y armado de lupa y de mi martillo de geólogo. Y así me aprendí la fauna y la flora locales, la estratigrafía del terreno y los fósiles que se dan en la facies geológica que representa; fósiles de los que reuní una curiosa colección. Y me hice en la vecindad de los montes que frecuentaba una suerte de lugares sagrados, señalados con una piedra como el Bethel de los confines de Efraín, a donde no acudía sin experimentar una especie de emoción religiosa; y allí hacía yo mi oración del alma, el oficio de mis muertos y los votos más puros del espíritu. Y soñaba sueños deliciosos, esperando en una humanidad reconciliada que trabajara y viviera en servicio de la justicia. Acordándome de todo ello no quisiera morir en esta lejanía, de este lado del mar que nos separa, sin volver a pisar, con místico arrobo, aquellos lugares de mis lecturas y mis sueños, con saber que todo está cambiado, que mucho ha desaparecido y no poco ha sido hollado por las industrias y los utilitarismos del hombre que tiene la virtud de afearlo todo. Y lo que es mucho más doloroso, con saber cuántas de aquellas personas gratas asociadas a estos recuerdos han desaparecido en la ocasión terrible de la guerra, o luego de ella por culpa de sus consecuencias, y de todos modos por obra del tiempo infinito que está durando nuestra desgracia de e s p a ñ o l e s . .. TIEMPOS DE MILICIA Un triunfo del proselitista. Al proselitista de marras, persona por lo demás en este caso sin más defecto que su excesivo celo, le proporcionamos por fin una satisfacción: consentimos en que nos afiliara a la Juventud Socialista, con nuestras iniciales. No sé en verdad si esto de las iniciales fue por no mover escándalo a los nuestros o porque a lo menos en cuanto a mí, nunca me sedujeron los apellidos políticos como motivo de exhibición. En cuanto a mi madre, con respetarla mucho, me tenía sin cuidado, sabiendo de su mundo y comprendiendo cuánto no concedía al espíritu de los tiempos. Sin embargo, no era esto último el mismo caso para todos. Para alguno podía representar un serio problema doméstico. Los primeros que de aquel grupo de asiduos a la biblioteca del Centro Obrero accedimos a aquella filiación, eramos tres: Guillermo Echeverría, Wenceslao Yarza y yo. Los tres mosqueteros por aquel entonces, por lo unidos que nos movíamos a todo. Recuerdo* que acogimos con fervor el espaldarazo; pero ninguno de los tres teníamos el mérito de empeñarnos en ganar a los demás para nuestro rebaño y eso que trabajando los tres en distintos lugares hacíamos sociedad con gentes muy diversas que hubieran tentado al proselitista de manifestarse éste en nosotros. Bastábanos, para bien o para mal, conque nos respetaran, como nos respetaban acérrimos de otras ideologías. El del proselitista, indudablemente es un mérito laudable al que muchos rinden una vida de abnegación y sacrificio. Pero los mejores proselitistas resultan los que no se proponen serlo, como el doctor Madinabeitia, que nunca hacía propaganda a la manera de aquéllos, pero florecía donde pisaba, sin él, cuidarse de ello. Pero también existe desgraciadamente el proselitismo como vicio o como pasión viciosa, en gentes capaces de recorrer los mares en busca de un adepto, para luego perderle con su falta de ejemplo. j ¿No hemos visto en nuestra guerra a gentes inescrupulosas, que no resistían el menos contraste, anteponer su proselitismo al buen servicio de la común empresa, no importándoles comprometerla con tal de atraer adeptos a su parcialidad? ¿Qué grado de infamia no representó, en medio de la segunda guerra mundial, aquella maniobra política del segundo frente con que los comunistas, obedeciendo ciegamente a Moscú que era el verdadero causante de la guerra, acuciaban a los aliados de Occidente, que si pecaban, era de generosidad, calumniándoles incluso con un fin propagandístico y de galería? ¿Qué de valores y coyunturas felices que afectan a la humanidad toda no han sjdo desconocidas de mala fe durante la guerra fría, por meras razones de propaganda de quienes algún día se dirán los crímenes? ¡'Dichosos, pues, nosotros, que no nos importaba el negocio político y no sentíamos la necesidad de imponer a nadie nuestra fe, y sí, a lo sumo, la necesidad del ejemplo; no como espejos de perfección, pero sí como soldados que habíamos aceptado la milicia y haríamos honor a la enseña a cuya sombra nos alistamos! * * * Guillermo Echeverría. Mi casi homónimo, a pesar de su apellido y la vecindad de nuestras familias en Chirio-kale, no era mi pariente. Allí los Echevarría de Vizcaya y los Echeverría de Guipúzcoa somos legión, como los Pérez y los López en Castilla. Este mi buen amigo era largo de entendimiento y corto de vista, con una propensión feliz a la ironía. Repartía la sátira a todos y no perdonaba a su propia persona, haciendo chistes sobre todo de su miopía, que no pocas veces fue causa de que dijera galanterías a respetables ancianas, que se creían en el caso de indignarse y llevar su queja a la tía con quien vivía, una beata de las más agrias e intransigentes, que había quedado para vestir santos y no gozaba sino en reprender a mi amigo. No me seguía éste al monte, porque bastante tenía el pobre con andar por la calle sin tropezar con las esquinas, pero fuimos inseparables en las primeras armas galantes, viendo los dos por mis ojos y valiéndonos a ambos en común su agudo ingenio. Porque aunque pertenecientes los dos al pelotón de los torpes y no logrando marcar ni el pasodoble, teníamos nuestras adoradas. La circunstancia de enfrentarse con el otro sexo encendía su chispa y animaba su musa festiva, si bien las muchachas con que alternábamos y teníamos nuestra gloria y nuestros desvelos, no habiendo logrado aprender muchas retóricas con doña Gumersinda López de Guereñu, maestra de tantas generaciones como las que había educado El Fosforero, no captaban muchas veces lo mejor de sus epigramas, enunciados en un castellano ceceante. El cual ceceo le venía de haber sido criado en una armería de las mil que Eibar había sembrado por todo el territorio de la península y haber llegado de Málaga cuando apareció como camarada en nuestra escuela. No recuperó el vascuence si es que lo supo alguna vez, quedándose en un euzkal-gaizto que cuando lo hablaba se añadía a sus recursos chistosos por la gracia que hacía a nuestras cortejadas. No hicimos juntos mucho camino en la vida porque fue llamado harto temprano por los dioses. Estaba enfermo que se iba y no decayó un momento su buen humor. Un día que estábamos de jolgorio los amigos en la venta de Olarreaga y él con nosotros, siendo ya el pobre una ruina, u n mayor, con no sobrada discreción, le dijo: —¿Pero tú también aquí, querido Guillermo, y a estas horas? A lo que el enfermo le respondió diciendo: —Sí, señor; apurando la colilla. Llegó a ser un obrero inteligente y de mucha iniciativa, y alguna patente suya produjo luego, según tengo entendido, bastantes provechos. Esto se veía desde cuando poco después de la escuela labrábamos de grandes tarugos, buques de guerra armados de cañones que disparaban y simulábamos batallas navales, pues era él el principal perito de estos ingenios. * * * Wenceslao Yarza. Este, más dócil que Guillermo y sin el defecto de la vista, solía acompañarme en algunas campañas entomológicas, e íbamos juntos por el monte en busca de fósiles que abundaban en las canteras de Olarreaga, en las calizas de Sosola y en los estratos de Abanzabalegui. ¡Algunas veces llamamos la atención de los aldeanos con aquel partir las piedras, de cuyo centro surgía a veces la nítida impronta de los lamelibranquios del cretáceo, con sus estrías concéntricas, y otras más raras veces, la de ciertos equinodermos no muy diferentes de los actuales! No les llamaba menos la atención el que nos ocupáramos de los bichos más insignificantes que cría la tierra como de algo que pudiera tener interés, ellos que se las habían a diario con vacas y con bueyes y con carneros, y no se hacían los importantes. Lo cual, por otra parte, no era mucho de extrañar en tales rústicos, cuando todo un ilustrado de la calle en camino de ser concejal, como era mi compañero de aprendizaje en casa de los Ertzill, luego pariente mío y más tarde rival en la mesa, con igual apetito, contra lo que se servía en ella a las horas de comer, no participando de mis entusiasmos zoológicos por aquello de que se había centrado en los insectos, se creyó en el caso de declararme solemnemente un día: que a él nada en la escala zoológica le interesaba más allá de las angulas. Por mi parte también he de aclarar que nunca hice colección de piezas muertas, bastándome observar los seres en la naturaleza tal como se mueven en ella, y que si hubiera sido rey habría suprimido los museos y hecho grandes reservaciones sobre el mapa, para que ciertos trozos de la tierra se mantuvieran como el primer día de la Creación, con su fauna y su flora propias perpetuándose en sus condiciones originales y en su circunstancia primitiva. Este Yarza también, aunque se casó y tuvo hijos, quedó bastante temprano en el camino. Murió coincidiendo con los sucesos de octubre del 34. Acaso los, hados quisieron ahorrarle la terrible prueba de la guerra, que poco después nos esperaba a todos. Era tornero como su padre, que fue de los mejores. Esperantista de los primeros, tuvo mucha correspondencia con el exterior. Fue buen soldado, como dos hermanos suyos mayores, que eran de los fundadores de la agrupación socialista. No tuvo suerte lo de nuestras iniciales. Un intransigente de los que no habían de durar en la fe, uno de esos que vienen a ser como la semilla de la parábola- caída entre los pedregales, que se agostan al primer viento contrario, sin perjuicio de mostrarse exigente más que los demás en tanto les dura la cuerda, pidió que nuestros nombres se anunciaran en la tablilla pública de los ingresados, como se hacía con los demás. Noventa veces sobre cien éste es el caso de los que se revelan intransigentes. Lo que tienen de intransigencia para los demás tienen de manga ancha para sí, y cada vez que en la vida se tropieza con un intolerante, hay que hacer cuenta de lo que habrá de tolerársele a él. Cuando estas actitudes no resultan ser una comedia para simular una fe que no se tiene, que también suele ocurrir. * * * El arma electoral. No es cosa de dilatarnos en decir las primeras tareas que cumplimos en la milicia a que nos habíamos adscrito', que eran de lo más sencillo: distribuir el ¡Adelante! a los suscriptores de la localidad, repartir convocatorias, asistir a las reuniones del Centro Obrero como a una devoción y ayudar como amanuenses a los compañeros Domingo Láriz y Gregorio Benco, especialistas del partido con un talento natural para la estadística, en la revisión de las listas electorales. Listas en que descansaba lo mejor de las esperanzas s o cialistas por la importancia que concedían al arma electoral, con gran escándalo de los ácratas, que armados de un extenso' repertorio de adjetivos hirientes consideraban esta actitud como una traición, no con-' cibiendo delegar y hacerse representar sin menoscabo de la propia individualidad soberana y sin hacer una concesión fundamental al odiado principio de autoridad. De ahí su execración de la política y el desprecio que hacían de los políticos, que lo eran todos los que votaban o solicitaban el sufragio. Su democracia ideal era una democracia directa, practicable en el grupo, pero nunca supieron explicar satisfactoriamente cómo podría ser aplicada su fórmula a sociedades extensas, a organismos complicados como son ordinariamente los pueblos civilizados. 1 Por otra parte, la Revolución (con mayúscula), en su repertorio de creencias —porque las de ellos eran creencias— era tan inminente como lo fue la vuelta de Cristo en su gloria para los primeros cristianos, y pensar en la reforma social y en una evolución que se realizara por grados era traicionar al proletariado, tratando' de adormecerlo. Además, gastarse en el esfuerzo perseverante cuando todo lo había de obrar el milagro revolucionario, era decepcionar a los trabajadores. En días de elecciones, nuestro deber de jóvenes socialistas era hacer acto de presencia en la calle y movernos mucho de un lado- para otro, a fin de imponer respeto a los aldeanos que no se resignaban de grado a dejar la costumbre de comercializar su voto, o a que se lo retribuyeran cuando menos con una copiosa comida en la taberna adicta al candidato favorecido. Y no fue poca la suela que se hubo de gastar, arriba y abajo, para lograr desarraigar ese vicio, que no era exclusivo de los aldeanos. Y al fin se logró y las elecciones fueron en adelante un procedimiento bastante eficaz para dar expresión a la voluntad popular que, por lo mismo, vino a tener más cuerpo y consistencia. Sin este previo saneamiento no hubiera podido ser posible la mayoría que los socialistas acabaron por tener en el Ayuntamiento, y sin una generalización de la misma limpieza en todo el cuerpo nacional no se hubiera dado la posibilidad de conquistar la República. La guerra social en que ardía España. Pero, sobre todo, era nuestro deber de jóvenes militares ir enterándonos por El Socialista, semanario entonces de cuatro páginas, del mapa caciquil de España, colorado 1 Una respuesta a esto fue la Confederación General del Trabajo, de inspiración anarquista, cuando vino a ser un vasto organismo nacional, con susí congresos, sus delegados, sus votaciones, sus directivos y la frondosa burocracia que e.xigía su funcionamiento. Claro está que esto no era el comunismo libertario, sino un poco menos de todas esas cosas, que lo que hubiera necesitado éste para ^har a andar, al abarcar una esfera mas amplia que la del Sindicato. , de sangre y lágrimas, leyendo las cartas de sus mil corresponsales en otros tantos pueblos que vivían dramáticamente el mismo afán que el nuestro. El ácido socialista, al suscitar la conciencia de los trabajadores, la noción de sus derechos y la idea de su condición de hombres, había revelado un mundo de sujeción, de violencia, de explotaciones y de resabios feudales. Y en aquellas cartas se referían los infinitos atropellos de los monterillas al servicio del cacique, en cientos de lugares dejados de la mano de Dios sobre la vieja piel de toro hispánica, en que no había más ley que la voluntad de un señor sin las obligaciones que antes tenían los señores; las arbitrariedades del juez que obedecía a un amo, las violencias de la guardia civil con los que se atrevían a protestar por sus salarios de hambre y las venganzas de los patronos con el alma roñosa que usaban en todas partes contra los que sacaban la cara por la organización. Y así una semana y otra, hasta sabernos de memoria la gesta heroica que sostenían mil pequeños vecindarios como el nuestro, de cada una de los cuales se podría escribir una historia semejante. Y no se suele reparar bastante que fue esta protesta sin más eco que aquellas pobres crónicas, esta resistencia de que no se sabía más allá del término municipal, esta lucha oscura, estos héroes ignorados, aquella epopeya escrita con sudores, sangre y lágrimas en innumiserables rincones de España, lo que despejó el terreno para que luego pudieran plantearse en escala nacional los grandes problemas que llenarían la historia de los años que iban a seguir. La lección de las grandes ciudades con sus debates en los organismos de participación obrera, a cargo invariablemente de elementos socialistas, donde éstos afilaban sus armas para las lides parlamentarias que habían de venir, mucho antes de que lograran ocupar ningún escaño en el Parlamento, eran como los altos estudios que convenían a mayores. Pero con todo lo instructivo que fueran tales debates, la verdad de España, de su dolor y su tragedia estaba en aquella sección de los pueblos que ocupaba dos páginas de las cuatro del órgano central. * * * Calendario socialista. Por lo demás, nada de ensuciar las paredes con letreros. Como no se nos había dicho a nosotros que la ética fuera un tejido de preocupaciones burguesas, sino muy al contrario, habiéndosenos enseñado a concebirla como una calidad ausente en un mundo dominado por el interés, en el que precisamente debíamos señalar una excepción los socialistas, distinguiéndonos por nuestra moralidad, no nos creíamos autorizados a ser vehículo de calumnias, aunque se tratara de enemigos; a airear mentiras y llenar las paredes de infamias,3 por mucho que fuera nuestro dinamismo juvenil. Nuestra acción de jóvenes inquietos, era, con todo y el fuego que pusiéramos en ella, algo ceñido a los códigos del juego limpio, tomando muy en serio la decencia espiritual y la honradez de pensamiento y obra. Y sobre todo rindiendo culto a la verdad. En el calendario socialista figuraban en rojo el 18 de marzo, fecha aniversario de la proclamación de la Commune de París en 1871, primer ensayo de un Estado socialista; y el Primero de Mayo, Día del Trabajo, señalado por la conferencia socialista internacional de 1889, como fecha anual para una movilización mundial de los trabajadores a favor de la jornada de ocho horas y demás reivindicaciones obreras. De la conmemoración de la Commune estaba encargada la Agrupación socialista con sus veteranos, alguno de los cuales pudo conocer el l'Année terrible; y de la organización de los actos de la Fiesta 'del Primero de Mayo, la Federación local de Sociedades Obreras. A la Juventud Socialista, bajo la inspiración de Meabe, que respiraba los aires del mundo y amaba las lejanías, le correspondía en aquel entonces de 1905-1906, apoyar con su protesta, desde nuestro remoto rincón del vascuence y la armería, la consigna lanzada por el Partido socialista revolucionario ruso que había encendido aquel fuego* en que ardía el vasto imperio de los Zares: el Domingo Rojo, (22 de enero de 1905 en San Petersburgo) reclama una respuesta inmediata. Pero aquella vez, a pesar de nuestra protesta y nuestras voces de aliento, el grandioso prólogo de la revolución de 1917, que había de dar el triunfo a los Lenin y los Trotzki, terminaría en el sacrificio de los Sachka Yegulev. Y recuerdo que con aquel motivo hacía yo mi primera redacción destinada a la imprenta, que con otras mil de mil circunstancias diversas, afortunadamente estaba destinada al olvido, después del efecto de un día. * * H5 La Fiesta del Trabajo. El primero de mayo, cuando nosotros nos incorporamos al Centro Obrero, era ya un día consagrado, aunque todos los años ocurrían todavía algunos despidos en obreros que habían acudido a la manifestación, habiendo patronos irreductibles que no pasaban porque sus asalariados pertenecieran a ninguna organización de clase y hacían delito del uso de este derecho. 3 Unamuno, refiriéndose a estos letreros que marcan una época de mal gusto y de clandestinidad en razón de su irresponsabilidad y mala fe, solía decir que en las paredes rio está bien ni el Ave María. Era un día de regocijo, de alegría espiritual que se manifestaba en todos nosotros, bañada de esperanzas, bajo una luz especial que permitía descubrir lejanías de ordinario perdidas en la bruma, y que aquel diáfano día parecían más claras y de este lado de las realizaciones, posibles: era la Utopia dejándose tocar con la mano. 'Las músicas, los cantos, los discursos, las publicaciones extraordinarias de la prensa obrera, nutridas todas ellas en aquella ocasión con la colaboración benévola y simpatizante de las mejores plumas del país, todo tenía aquel día una emoción singular, y no eran pocos los compañeros que esperaban a él para estrenarse un traje, o ponerse zapatos nuevos, o cuando menos lucir una nueva corbata, pues ya la llevaban todos, al contrario de poco antes que sólo la ponían los satisfechos, llamados así, no sin cierta intensión despectiva, los que peinaban raya, vestían lana y se lustraban los zapatos cada día. El primero de- mayo no se comía en casa; nunca faltaba en el programa un banquete que seguía al mitin y la manifestación, que de año en año solía ser más nutrida; y en el banquete eran obligados los himnos y los brindis, y estos solían ser la ocasión de estrenarse nuevos oradores, a la mayoría de los cuales, antes de la media docena de palabras, les salía la correa, como humorísticamente solía decir Juan Zuazo,. y se acababa el disco tan laboriosamente preparado. Pero yo recuerdo, cuando los antiguos días de Chirio-kale, los tiempos heroicos del principio de esta celebración, cuando daban fe de esta fecha tan señalada luego para todos, cuarenta, cincuenta o cien valientes, que no obstante su reducido número, desfilaban como en los grandes días que habían de seguir, uno a uno, en fila india, con su bandera desplegada, haciendo cara a la rechifla, los que eran independientes en su artesanía; afrontando la ira y el despido, los que dependían de algún patrono reaccionario. Acordándome de todo esto, algunas veces me entrego a esta reflexión: en el transcurso de los ocho años que llevamos en esta República,, mediado el siglo xx, hemos asistido en ella al proceso de formación de un movimiento sindical que apenas existía cuando llegamos como refugiados; proceso que guarda bastantes semejanzas exteriores con nuestros tiempos heroicos en cuanto á capacitación y aprendizaje. Mas a estas semejanzas exteriores se opone una diferencia fundamental, a saber: que este proceso de hoy ocurre en una realidad social en que ya se han dado por vía política y por obra de un clima histórico universal, logros y realizaciones sociales que están bastante más allá de la Utopia de aquellos tiempos nuestros a que venimos refiriéndonos aquí, tales como la jornada de ocho horas, la semana inglesa, el seguro social de enfermedad, las vacaciones pagadas, la participación de los obreros en las utilidades de las empresas, etc. Y es honor y merecimiento de aquellos viejos primeros de mayo, de aquellas luchas y de aquellos esfuerzos, y de aquellos días, que tantas veces fueron difíciles, de la vieja Europa militante de que no dejábamos de formar parte desde nuestros montes de la antigua Vardulia, el haber propiciado este clima histórico de ahora, que ha dado tales frutos a tan larga distancia en el tiempo y el espacio. Así nosotros mismos, los de entonces y en aquel entonces agitado, gozábamos de derechos que nos resultaban gratuitos, habiéndolos pagado nuestros predecesores en la cruz del sacrificio. Y el sacrificio que a nuestra vez hacíamos en favor de lo porvenir, cuyos frutos ahora les valen como gracia a los presentes, era el pago que satisfacíamos a ese pasado a que éramos deudores. * * * La Communa de París. En la conmemoración de la Commune de París, entraba más filosofía de la Historia. Era una pieza más complicada de referir, del proceso de la sociedad hacia una revolución socialista. Aquí entraba la dialéctica, la tesis, la antitésis y la síntesis; la inversión marxista de la fórmula hegeliana de lo racional siendo real, poniendo en la base de lo social, la realidad económica, como determinante de las superestructuras ideales, en las que se comprendían los fantasmas teológicos, cuyo combate había entretenido tanto a los radicales de la burguesía. Todo esto no era cosa para mitin y banquete; exigía una conferencia. Y conferencia solíamos tener el 18 de marzo, aunque sin dejar de hacer un poco de música y baile, a pesar de la cuaresma. Un 18 de marzo de aquellos tiempos estuvo a cargo de Guillermo Torrijos, de San Sebastián, a quien quería mucho Amuátegui, por lo mucho que el otro le quería por su parte. Torrijos, ebanista excelente, había estado en París, a consecuencia de una de las persecuciones que como tantos militantes de su época le tocó sufrir, y con este motivo tuvo ocasión de ver el desfile anual de los socialistas ante el muro de los federados, en el cementerio del Pére Lachaise.4 Y solía contar emo- 4 En 1934 coincidí en París con la fecha de este desfile anual, que no dejé de presenciar. Duró cuatro, seis o más horas. La masa más nutrida seguía la bandera comunista. Sus slogan eran la libertad de Tahelman y "les soviets partout". Pero Tahelman fue olvidado en el pacto Ribbentrop-Molotov y los soviets, ya para entonces sólo existían en el papel substituidos por delegados gubernativos como los de Primo Ribera. Los anarquistas, se veían que eran una reliquia o un residuo,- y estaban representados por tipos que los existencialistas de hoy no han hecho sino copiar. clonado de la sección polaca de los desterrados, de la actitud mística con que participaban en el desfile; actitud que había de impresionar mas a la fe ingenua y virginal de un romántico español como era Torrijos, para que se creyera autorizado a repetir la referencia en todas las ocasiones, una de las cuales fue esta que digo. Y es que Polonia entonces se nos representaba a todos como un país de martirio y de leyendas heroicas, perdido en la lejanía de las brumas del Vístula, a pesar del brillo universal del nombre de sus héroes y sus músicos; trayendo sus hijos al destierro un poco de su tierra madre para venerarla como una reliquia. Había contribuido a este prestigio el historiador francés Julio Michelet, muy leído en los Centros Obreros, con su Biblia de la Humanidad; y en nuestro caso particular de Eibar, entraba también en la cuenta de este prestigio, la referencia de personas que habían realizado itinerarios comerciales en que Varsovia, con su histórico río, era una estación de camino hacia destinos, más remotos, pues antes de la revolución de 1905, Rusia había sido uno de nuestros buenos mercados, como lo fue Turquía hasta 1914. Y aunque esto se aleja bastante de lo que estábamos comentando —la Commune de París— los amigos habrán de permitirme un breve paréntesis para decir, que habiendo llevado yo, en 1928, camino de Angora, la nueva capital de Turquía, donde iba también en comisión de asuntos comerciales, saludos de uno de los antiguos viajeros aludidos, 4 me encontré en lóbregas lonjas, vecinas a la sublime puerta, con orientales que me hablaron de nuestras cosas locales y de los buenos tiempos de nuestro pueblo, con la familiaridad y el conocimiento de un frecuentador de la Plaza Unzaga, y se acordaban de los perrechicos en Elgueta, de los lona-janes en Elgoibar, y de las chuletas de la venta de Olarreaga, donde, lo mismo que Mr. Jourdain hablaba en prosa sin saberlo, las preparaban a lo Luis XVIII, sin haberse enterado nunca de lo que los grandes esotéricos de la cocinai francesa tenían por secreto profesional. * * * Antimilitarismo de las juventudes. En 1906 había tenido lugar la Conferencia de Algeciras, como resultado de la sensacional visita que Guillermo II hiciera a Tánger, para advertir a Francia que estaba dispuesto a hacer respetar en Marruecos los intereses del comercio alemán. El Kaiser, con todo su atuendo, blasonaba de ser el primer via- 6 Julián Gárate, de la firma Gárate, Anitua y Compañía. jante de comercio de su país, aunque otras veces se hiciera representar con la túnica del profeta Daniel en una de las esculturas de la catedral de Colonia. Entre las obligaciones internacionales que correspondieron a España en aquella reunión de rabadanes, cuya oveja muerta era el viejo Imperio Marroquí, estaba el hueso del Rif, la obligación de reducir a la obediencia a las tribus belicosas que lo poblaban; circunstancia de la que había de venir ocasión y motivo harto sobrados para las protestas en que la juventud socialista podría hacer patente su ardor antimilitarista, porque los jóvenes socialistas, éramos sobre todo, antimilitaristas. No tardaron, en efecto, en fructificar en aquel maldito suelo, que se nos había adjudicado en el reparto, los manejos de) ciertos aventureros internacionales, para encender, con la complicidad de nuestra torpeza, la más desdichada de nuestras guerras, la más ingloriosa, y la que más había de agravar el inveterado tumor militarista que venía padeciendo el cuerpo social de España, condenándola a un trágico destino. Y los jóvenes socialistas de Eibar fuimos un día a la campa de Arichisho, en jurisdicción de Mallavia, provincia de Vizcaya, a predicar entre las hayas y los robles, la condenación de los cuarteles. Al contrario de lo que podría parecer esto a primera vista, nol era hacer como hacen los curas de aldea, que predican contra unos masones que nadie los ha visto ni los conoce en el lugar, y de cuya existencia, los fieles no tienen otra noticia que la que les proporciona el predicador con sus fieras condenaciones. Como lo que más había dolido en nuestra tierra del vascuence, y en ella a los aldeanos, fue la supresión de los antiguos fueros vascongados, luego de las guerras carlistas, y con ello la extensión de las quintas a nuestras provincias de régimen especial, su reducción a la ley común del servicio militar,6 creíamos que la gente del 6 Antes de haber quintas, la obligación de la provincia con el rey, su Señor, recaía en los pueblos a la manera feudal, seguramente en proporción al número de fuegos con que votaban en las juntas generales. Yo recuerdo haber leído muchas veces en los papeles que tengo examinados en el Archivo Municipal, cómo en servicio del rey despachaba nuestro pueblo a la frontera, su partida de hombres, con sus pertrechos y bastimientos, su carreta de bueyes y una mujer para el avío. La rivalidad de Austrias y Borbones, multiplicando los conflictos, y luego las francesadas (la Convención, Napoleón y la Santa Alianza) agobiaron la hacienda municipal al punto de verse obligada ésta a ir vendiendo sus montes, hasta no quedarle un palmo de sus tierras comunales. Y para que se vea el alivio que les traía el término de aquellos conflictos que les afectaban tan directamente en su economía, puede leerse en el acta da una reunión del Concejo, cómo estando en sesión el Cabildo, fue agradablemente sorprendido con la noticia que trajo un correo especial, de que la ciudad de Barcelona se había devuelto a la obediencia del rey. Inmediatamente se levantó la sesión y el Ayuntamiento se trasladó a la Iglesia en corporación, donde se cantó un Te deum. campo prestaría buena acogida a nuestra prédica antimilitarista, que halagaba su natural renuencia al tributo de sangre. Apenas se reunieron, entre temerosos y atraídos por la curiosidad, media docena de baserritarres, y no sé quién se despachó allí en vascuence muy a su gusto, no estando presente al acto otro fiscal representante de la ley que el Alcalde del lugar, a quien tendrían sin cuidado aquellos conceptos del orador, probablemente incursos en el Código, por lo poco que podían importarle nuestras glorias castrenses después del Tratado de París. Yo, aunque estuve en la reunión y participaba en la protesta y estaría en otras cien que se sucedieron, confieso que no me asistía ninguna razón para gritar muy alto, por el privilegio personal de estar, como otros muchos de mi generación en Eibar, exento del servicio militar como hijo de Voluntario Vascongado en las filas, de la ¡Libertad. Así como la represalia política contra el país, por el clima favorable que el carlismo faccioso había encontrado en nuestras provincias, fue la imposición de las quintas, el premio debido a los liberales que se dieron en ellas como excepción, siguiendo» la misma lógica, fue prorrogarles el privilegio.7 Y si cuando venido a la edad militar escapé a las molestias del cuartel, por el beneficio que he dicho, cuando más tarde vine a tener familia, como estaba teniéndola entonces Ignacio Galarraga, el veterano de Chirio-kale, resultó que Dios no me dio sino hijas, exentas del servicio militar por razón de su sexo.8 Hago esta alusión a Galarraga, por cuanto poco después que sus dos hijos dejaron los pañales, se volvió rabiosamente antimilitarista y todas nuestras protestas contra la guerra de Marruecos le parecían poco, pensando en ellos y viéndolos ya de uniforme y teniendo que tirar tiros en aquellas estériles campañas del Rif, que como una fiebre recurrente se empeñaban en reavivarse cada verano cuando los moros levantaban sus cosechas. Y con todo y haber madrugado tanto a la protesta queriendo acabar con una preocupación que le obsesionaba, el mayor, Jacinto, si mal no recuerdo, tuvo que hacer el servicio en África antes de que se acabasen allí los tiros, y a ambos hermanos les tocó participar de lleno 7 Factor de ese clima favorable que encontraba el carlismo en nuestras provincias, era el presentar al pretendiente como defensor de los fueros vascongados, que la formación del Estado representativo, regalista, unificador, secularizante y universalista, como correspondía al advenimiento de la producción capitalista, amenazaba absorber, como un cuerpo en crecimiento reabsorbe los órganos adventicios. 8 Lo que no fue óbice para que en 1936 estuvieran en servicios auxiliares, al formarse las primeras milicias que hicieron frente a la sublevación militar. en la terrible coyuntura de la guerra civil, tomándoles el accidente en lo mejor de su vida. * * -fc Sobre la moral cristiana. No fue, naturalmente, aquella de Arichisho, la única quijotada. De esas hicimos muchas los de la juventud socialista, y referirlas todas sería cuento de nunca acabar. Otra vez que atacamos molinos de viento, fue cierta Semana Santa que se organizó una gira campestre y los jóvenes publicamos una hoja convocando a ella, que debía contener bastantes herejías; cosa que no nos perdonaron los católicos sin contestar con otra hoja, refutando el contenido de la nuestra. A la que a nuestra vez, replicamos con una segunda, que contrarreplicaron ellos y así sucesivamente, hasta no sé cuántas veces. Nuestra tesis en la hoja, origen de la discusión, por lo que recuerdo, era que la existencia histórica de un personaje de carne y hueso que correpondiera al taumaturgo de los documentos evangélicos, era materia de controversia entre los investigadores, en la cual controversia, los que estaban por la negativa, viendo en aquella figura la transfiguración legendaria de un antiguo mito solar, rio carecían de argumentos serios. Pero a esto que se podría repetir ahora poco más o menos sin menoscabo de la excelsitud de la doctrina,1 1 se añadía la afirmación de que la moral cristiana es una moral de preceptos negativos, una suma de prohibiciones en que la virtud máxima viene a ser una pura inhibición; cuando la moral verdadera —según sentábamos nosotros creyendo enseñar algo nuevo— consiste en actos positivos, en un hacer y en un obrar con los demás las cosas que quisiéramos que ellos hiciesen con nosotros. El error de aquella primera parte de la afirmación, vistas las cosas a esta distancia, consistía en su unilateralidad; mejor dicho, en la generalización de un aspecto histórico, que, sin embargo, no es el más genuino o sustancial del fenómeno cristiano a lo largo de la Historia. Porque si bien podía parecer negativa la moral cristiana, considerándola en la figura de los anacoretas del desierto elevados a la categoría de santos como espejos de perfección, por cuanto su universalización significaría el término de la Humanidad y la Historia, como tantas veces lo hicieron notar los volterianos en que habíamos bebido acaso más de la cuenta, nada en otros aspectos más positivos que la moral del Evangelio, formada toda ella de recomendaciones positivas, de prin- 1 1 También se ha discutido la historia de Job, como persona de carne y hueso; cuestión que cobra importancia, frente a la belleza y elevación del sublime libro, que no pierde ni gana con cualquiera de las hipótesis que pudiera triunfar. cipios activos, de preceptos de obligación para con los demás. Y nada abona tanto este aspecto activo del cristianismo, mucho más fundamental que el otro, como el ejemplo de vida que está representado en la figura central de esos mismos documentos evangélicos; ejemplo de vida, de vida activa, que con razón se ha supuesto ser la de un Dios, por lo que excede a todos en sentido humano. Positividad de la que por otra parte sería sobrada prueba y demostración a lo largo de los siglos, frente a la legión de los que entendieron la vida como la negación del mundo y la carne, la de tantos abrasados de caridad como ha producido la doctrina, que pasando o sin pasar por el santoral, son en todos los casos honor del género humano. Solía decir Amuátegui, y no sé si lo habría recogido en alguno de los viejos decidores en vascuence, que tomando el Credo por donde dice Poncio Pilato, resulta ser el procurador romano en Judea, reinando Tiberio, el crucificado, el muerto y sepultado; el que resucitó de entre los muertos y está sentado a la diestra de Dios Padre. No llegaba, ciertamente, a tanto nuestra tergiversación; pero, evidente, aquello de los anacoretas del desierto que tuvimos presente los jóvenes socialistas al aventurar nuestra afirmación relativa a la moral cristiana, era sólo una verdad a medias. * * * El hombre, valor absoluto. No parecía entonces claro para unos ni para otros, o no destacaba bastante su importancia, lo que, la irrupción bárbara de brutales dictaduras en la escena de Europa, principal teatro de la civilización de Occidente, ha evidenciado luego a los hombres buenos: la coincidencia de lo más fundamental del Evangelio con lo más fundamental del socialismo: el hombre como valor absoluto, el hombre como fin. El hombre en esta consideración de valor absoluto y de fin, llevado* a la política, que es lo que de momento argumentamos, es la democracia. Mas entonces, cuando nuestros pleitos con los católicos, la democracia y su antecedente doctrinal indeclinable, el liberalismo, eran pecado en boca de los que decían hablar en nombre de Cristo, desde la Roma de los Papas al pueblo más insignificante de España. Y su política, la clerical, en consecuencia era la intolerancia y allá donde podía imponerse el Estado, como ocurría en nuestra pobre patria, hacían valer su intransigencia, y no hay ninguno de nosotros que habiendo querido ser libre no lo haya padecido en su carne y su espíritu. De ahí también su proclividad histórica a sumarse al absolutismo, representado al presente por los regímenes fascistas, dando lugar a que se pueda pensar que sus actuales apologías de la democracia y su utilización como bandera, ahora que las democracias han resultado vencedores en la más tremenda de las guerras contra Hitler y Mussolini, no pase de ser un gesto oportunista, una habilidad de circunstancias. Y tanto más de pensar, desde el momento que siendo España el país de las viceversas, como decía no sé cuál político de la restauración, y siguiendo bajo el signo del fascismo más descarado, todos esos demócratas de nuevo cuño continúen haciendo una excepción a su respecto y sigue pareciéndoles bien el que allí n o haya libertad ni derechos humanos, y que se siga matando a cuenta de figuras de delito que son una monstruosidad jurídica. Sin ver que la voz que levantan contra la persecución religiosa detrás de la Cortina de Hierro, no tendrá autoridad moral ninguna en tanto no hayan condenado con igual solemnidad a los mismos crímenes contra la humanidad en la España de Franco y no retiren con arrepentimiento las bendiciones con que consagraron las armas fratricidas de los que se levantaron contra la República. Se nos dirá, por nuestra condición de socialistas, que también algunas interpretaciones de la teoría marxista de la lucha de clases han sido llevadas al extremo de desconocer al hombre. No lo negaremos, pero lejos de nosotros el defender esos extremos. Hemos hablado, citando un caso, del pistolerismo que se dio en España como una enfermedad social a que resistimos los socialistas. Tampoco hemos ahorrado el juicio adverso cnotra los países que se dicen del socialismo y desconocen al hombre en la misma medida que los Hitler, los Mussolini y los Franco. El socialismo verdadero, aquel que hemos soñado y por el que seguimos luchando, es algo inmensamente más vasto, dilatado y universal que una forma específica de organización de la empresa de producción. Allá donde no cuente el hombre, el hombre como fin y sujeto de derechos imprescriptibles, con la empresa de producción sin capital de capitalistas privados ,puede haber explotación y de la peor especie, explotación del campo por la ciudad, de los territorios dependientes o satélites por la metrópoli, y de todos en general por los privilegiados de la situación que constituyen el Estado o la máquina totalitarista que domina a la sociedad. Explotación a la que se añade la ausencia de valores, que en el más inicuo de los regímenes capitalistas que se hayan dado, no eran ajenos a la sociedad; como lo prueba la posibilidad que han tenido de un proceso de elevación moral y material los trabajadores en el seno de esos regímenes, y no solamente el proletariado, sino toda clase de movimientos de carácter emancipador. * * * Un error de terminología. Hemos mencionado al liberalismo igual a democracia. Eibar gozaba de un prestigio liberal que le venía de lo que ya lo hemos explicado. Los que condenaban el liberalismo calificándolo de pecado, condenaban por la misma razón y no sin fundamento el socialismo. Y es que el socialismo es el liberalismo integral: el liberalismo político fundado o asentado sobre la libertad económica. Y es de notar, por resultar una aseveración de la Historia, cómo la decadencia de los partidos liberales en países como la Gran Bretaña, corresponde a un desarrollo mayor del socialismo, por representar éste con ventaja el papel de los liberales históricos, añadiendo a su tradicional sustancia política la preocupación de lo social. Hay en la terminología política, lo que se dice el liberalismo económico, que es lo más impropio y equívoco que pueda darse. ¿Qué se entiende por liberalismo económico? Sencillamente la libre competencia; esto es, la libertad de iniciativa contra las posiciones que en la economía ocupa el vecino, la guerra privada, el triunfo del más fuerte, bajo la consideración de que la fuerza —o el dinero en este caso— pertenece a los que han hecho más méritos para tenerlo. ¿A qué periodo del proceso general de la Historia corresponde esta concepción y principios? Justamente a la época feudal, a la alta Edad Media, que precedió a la concepción del Estado como organización jurídica para la realización del derecho de todos, sin consideración de fuertes y débiles. El feudalismo como régimen u organización social no era más que eso que ahora proclama el liberalismo económico: la libertad de los señores de atacar las posiciones del vecino, la guerra privada, el derecho de conquista, el juicio de Dios, la necesidad de guardar por la fuerza lo habido por la fuerza, porque Dios da el éxito y la fuerza a los que mejor lo merecen en cada momento. Pues bien; a nadie se le ha ocurido jamás llamar a eso libertad, a excepción de los bandidos en la gran tragedia de Schiller. El feudalismo, el sistema feudal, tenía sobre el liberalismo económico, tal como lo entendían los manchesterianos del siglo xix y siguen entendiéndolo los republicanos en los Estados Unidos, la ventaja de que el anverso de aquel principio de la fuerza era la obligación: la obligación de amparar a los vasallos, a los más débiles, a los que a ese efecto se hubieran enfeudado al señor, al fuerte; los cuales tenían contra el fuerte y la fuerza una garantía que podía ser más eficaz y segura que la de nuestras limitaciones constitucionales del poder: el juramento, el honor, la religión de la palabra empeñada. Esto es, Dios, porque Dios, realidad inmediata de la vida entonces, demandaba al felón. * * * La batalla clerical. Los socialistas nunca fuimos específicamente anticlericales, en Eibar ni en otras partes de España, absorbidos fundamentalmente por nuestra preocupación de lo social. Digo España, porque en otros países apenas se daba esta cuestión, ya que la libertad religiosa convertida en hábito de la vida civil, hacía que no hubiese en ellos cuestión de clericalismo ni anticlericalismo. Por aquellos años, la tendencia retrógrada del clero, empeñado en que España había de ser una excepción en el concierto de Europa en cuanto a secularización de la vida y libertad de conciencia, presentaba gran batalla movilizando a toda la batería fanática de la nación, cada vez que los liberales históricos de la monarquía intentaban alguna tímida reforma, más que nada para cubrir el expediente y justificar su apellido político ante las gentes. Y en plena erupción aquel fanatismo intolerante cuando nuestra milicia en las juventudes socialistas, había exacerbado el sentimiento anticlerical de las masas, ya de antes divorciadas de la tutela de la Iglesia por culpa de aquella inveterada propensión de sus servidores al absolutismo y a todo lo reaccionario, que una vez más había de confirmarse en la trágica encrucijada de julio de 1936. Y como cuando las tuvieron por siglos bajo su dominio no cuidaron de curarles de ciegos fanatismos y de educarles para una vida de tolerancia y comprensión, en tanto que no se supliera a este defecto, que necesariamente tenía que ser obra larga para los demás, se daba muchas veces lo que Unamuno dijo un día el anticlericalismo de ordinariez. Anticlericalismo, que con todo y su ordinariez, no desagradaba a todos, incluso en la otra acera, haciéndose cuenta de que mientras las masas se conformaran en sus raptos demenciales con quemar conventos y matar algunos frailes, los bancos y las personas de los burgueses estarían más seguros, Y así fue en la llamada Semana trágica, de Barcelona, en la que al populacho, constituido principalmente por fanáticos coreadores del luego colaborador de Gil Robles durante el bienio negro de la República, le bastó con quemar conventos e iglesias, respetar los bancos y someterse a la consigna tradicional de las revoluciones burguesas; pena de muerte al ladrón. En Eibar, en vista de lo ocurrido en Barcelona, nuestros enemigos creyeron indispensable forrar de hierro las puertas exteriores de los conventos y montar alguna vigilancia como si realmente estuviesen amenazados aquellos edificios en el pacífico medio de nuestro pueblo. Y una noche que unos mozalbetes entraron furtivamente a la huerta de las monjas agustinas del Rabal a por la fruta madura del convento, igual que hicieron, según él confiesa, San Agustín y otros mozalbetes de su compañía cuando su libre pagana adolescencia,1 2 movieron gran pánico entre las pobres enclaustradas, puestas en temor de no sé qué catástrofes por los alarmistas, en interés de acumular sombras sobre sus enemigos políticos. Cuando lo cierto es que, a pesar del eco que allí tenía el estruendo de la batalla que clericales y anticlericales libraban en el área de toda España, nunca pasó por la mente de nuestros más rabiosos lectores de El Motín, el hacer ningún daño a personas ni cosas religiosas en el ámbito de nuestro pueblo. Y bien se confirmó esta serena disposición de los espíritus en julio de 1936, cuando cualquier exceso se hubiera podido explicar, por las circunstancias agravantes de la criminal agresión de los generales traidores, que eran recibidos bajo palio en las catedrales, para ser bendecidos por los obispos, haciendo cómplice a la Iglesia en el millón de muertos que costó barrer las libertades. * * * Iconoclastas para un proceso. Es más todavía. Podría pensarse que este respeto de los liberales a personas y cosas no siempre resultaba del agrado de algunos espíritus belicosos, a quienes hubiera gustado mejor tener algún pretexto de rasgar sus vestiduras y clamar escándalo a la provincia devota que nos rodeaba, para satisfacer a sus ganas de guerra. Y a falta de motivos mayores, se aprovechó un incidente, que en otras circunstancias no hubiera pasado de considerarse como una falta de corregir por la Alcaldía, para instruir un proceso ruidoso ante la audiencia de San Sebastián, con objeto de proyectar la sombra de una profanación, de un sacrilegio, de algo nefando a que por fin podían referirse nuestros clericales, ante los ojos espantados de los sumisos pueblos de la antigua Hermandad de Guipúzcoa, dominados en general por carlistas e integristas, y donde toda la cuestión social y todas las cuestiones se reducían a la brega de las autoridades civiles y eclesiásticas para impedir que la juventud tuviese ocasión de bailar el agarrao. La ermita de San Lorenzo, en la campa de Urkidi, grata obligación 1 2 Confesiones, libro II, cap. IV. de nuestro padre por aquello que dije de sus ensayos para aclimatar el cultivo del gusano de seda, después que él dejó la llave por razones de salud, y mi madre de cuidar en consecuencia de los lienzos del altar, y de barrerla nosotros —los chicos— de cuando en cuando, quedó abandonada a las lluvias y los vientos, de la misma manera que fueron abandonadas a igual suerte otras ermitas de la jurisdicción, como la del Salvador y la de Santa Inés, que últimamente era ya un montón de escombros; y los humilladeros del camino de Arrate y la misma basílica de A c i t a i n , 1 3 dedicada a la Asunción de la Virgen. Pues bien; es el caso que unos mozos bebedores, despreocupados y ajenos todos ellos a la política activa, una noche de juerga, como hubiesen prolongado su velada en la taberna de costumbre hasta la hora límite que autorizaban las ordenanzas municipales sin que entraran en ganas de acostarse, se fueron para el campo llevando consigo algunas provisiones y se refugiaron en la abandonada ermita de San Lorenzo. Decían los denunciantes que los profanadores encendieron lumbre dentro del sagrado recinto para calentarse en derredor, trayendo a hacerles compañía al desdeñado santo que se moría de frío en su hornacina con haber sido asado a la parrilla, tratándole como a un compañero más, seguros —pienso yo— de que lo hubiera agradecido de viva voz el santo de no ser de palo. Todo esto en el papel sellado y en autos de un proceso formal en la audiencia de la capital, adquiría una importancia extraordinaria y se prestaba a que el fiscal viera en ello graves ofensas a la religión, que en el Código estaban severamente castigadas; ofensas que, sin embargo, no habían estado en el ánimo de los bebedores, que no podían sospechar que en aquel lugar abandonado a la ruina por la indiferencia de los más obligados a conservarle, pudieran cometer irreverencia alguna con usar algunas familiaridades no exentas de cariño con el bulto, como algunos llaman a las imágenes. Unos escaparon a las mallas del proceso viniendo huidos a América, de donde no volvieron; otros pagaron su despreocupación pagana en la cárcel y alguno dejando en ella la salud; con todo lo cual los denunciantes no lograron sino hacer ocho o diez familias agraviadas, pues por lo que respecta al santo y al santo lugar, una vez habiendo servido a la mala intención de aquéllos allá quedaron cada vez para menos. Pero aquel proceso no se había fraguado contra los individuos responsabilizados en autos; lo que se pretendía era un escándalo, poner 1 3 Asi-ta-eiñ; sin embargo, no creo que sea parangón de una inscripción que en un muro de la parroquia señala dos fechas con estas palabras: Dominus incipit m e . . . Dominus perfecit m e . . . una mancha sobre aquel limpio prestigio liberal del pueblo, que es lo que les molestaba, dramatizando el caso y presentándolo como un ejemplo de las profanaciones que allí se daban a diario, para que se creyera que los que en Eibar iban a misa tenían que vivir en un ambiente de persecución y ofensas, sin que nada fuese más lejos de la verdad. Los necróforos. Aquella batalla del clericalismo y el anticlericalismo, no era una batalla religiosa; era una vez más una batalla política. Y como en otras ocasiones en que deliberadamente se confundía la religión con la política, lo divino con lo humano y lo celestial con torpes intereses de la tierra, servía a privar de sentido religioso a muchas cosas en que debía consistir la religión, empujando a las gentes hacia la incredulidad y la aversión a cuanto se despachaba como sagrado en la tienda de los curas. Los sermones eran sermones políticos, las procesiones manifestaciones políticas, algunas veces de franco desafío, y los sacramentos arma política también, con que ponían guerra los encargados de administrarlos en no pocos hogares. Se organizaban las devociones para ver quién iba y quién dejaba de ir a ellas. Y el ir y lo mismo el dejar de ir, se convertían en acto político, porque hacían bandera de los que se rendían a las presiones que ponían en juego, y lo mismo del escándalo que simulaban respecto a los que se resistían a ellas. Cuando agonizaba alguno que hubiese vivido fuera del gremio de la Iglesia sirviendo a otra fe, los clericales se creían autorizados a atrepellar toda discreción y conveniencia, no con el propósito de salvar un alma que les tenía sin cuidado, sino con el objeto de procurarse un cartel contra los de la acera de enfrente. Y cuando atropellándolo todo, simulaban una claudicación del moribundo, haciendo ludubrio en él de la historia de toda una vida, reclamaban el cadáver para afirmar su mentira y deshonrar la memoria del atropellado. Así, hace nada más que unos días, nos ha llegado, difundido por el cable al mundo entero, la noticia de que Indalecio Prieto, Presidente del Partido Socialista Obrero Español en el Exilio, enfermo desde hace algún tiempo, ha sido confesado por el padre Arratibel, de la Compañía de Jesús, ido expresamente desde Loyola a Saint-Jean-de-Lux, al objeto de administrarle los sacramentos. En la noticia, verdadera o falsa, que no hace al caso, no había el menor atisbo de caridad cristiana y sí, como es fácil de ver, un interés político de la más baja especie. Por esto, que es tan viejo y por lo visto no se ha olvidado todavía con lo que ha llovido desde aquellos tiempos, cuando Tomás Meabe se veía en el caso de tener que referirse a incidentes de esta clase en nuestro ¡Adelante! solía comparar a los curas con los necróforos, insectos del orden de los coleópteros, pertenecientes a la familia de los sílfidos, cuyo representante más caracterizado es el necroforus humator. Estos insectos se apoderan de los cadáveres y, luego que los entierran, cuando han hecho de ellos con sus ácidos una masa delicuescente, dejan su descendencia en ellos. Pero como un vicio provoca otro vicio, a aquella cosa repugnante de hacer política con los muertos, de los clericales, correspondió otra manera de hacer política también con los muertos, de los anticlericales. Un entierro civil vino a ser la ocasión de una manifestación anticlerical, en la que muchos de los asistentes hacían acto de presencia, no por afecto o reverencia del fallecido, sino por mero interés político, tratando de hacer bulto en el cortejo. Y aunque Meabe insistía en embellecer tales actos llevando muchas flores para enterrar con ellas a nuestros muertos, no podía evitarse cierto mal sabor de boca que resultaba de la explotación de un cadáver por la pasión política. Por eso Indalecio Prieto, que con toda su pesada humanidad es en el fondo un exquisito del espíritu, cuando perdió a su esposa, que la ha recordado religiosamente toda su vida, tuvo el valor de hacerse cargo del cadáver y llevarla personalmente a Derio, muy de madrugada, sin más compañía que su dolor, hurtando tan sagrado despojo al interés político de los necróforos de uno y otro bando. La secularización de la vida. Aquella tensión ponía en grave aprieto a los jóvenes socialistas en el momento de casarse o a la hora de tener el primer hijo. La secularización de la vida por el Estado, a aquellas alturas de la Historia, era un proceso terminado y la religión asunto de cada cual, en casi todos los países donde se hubiese producido la no-conformidad. Y la no conformidad, excepción acaso de algún país musulmán, es la circunstancia de todos los pueblos civilizados. Pero en España, la intolerancia clerical mediatizaba al Estado en más de un aspecto, humillando al Poder civil y menoscabando la libertad del disidente a la hora en que éstos eran legión. ¿Cómo conciliar las conciencias cuando un joven socialista fuera a casarse con una novia católica? El matrimonio civil, según los clericales, era concubinato, y la vida de los casados por el Juez, no pasaba, según ellos, de ser un compromiso de pecado y los hijos no dejaban de venir al mundo con el estigma de lo espurio. En compromiso de pecado podían vivir y vivían no pocas beatas concurriendo al rosario y participando de las lisonjas del cura, siempre que no mediara aquel acatamiento solemne a la ley civil secularizadora, o cuando lo hicieran por motivos crematísticos que valieran la pena. Pero, en otro caso, se les negaba la absolución y se les movía guerra por todos los flancos. Pero había más. No estoy aquí en condiciones de acudir al Alcubilla para precisar con seguridad y detalle estos extremos, pero creo recordar que en la etapa liberal de 1906, fue derogada por Real Orden otra de 1900, que solamente reconocía la competencia del Juez Municipal para autorizar matrimonios, en el caso de previa declaración de los contrayentes de no pertenecer al gremio de la Iglesia. Pues bien; escandalizados los Obispos contra esta disposición derogatoria que hacía posible que casara el Juez sin necesidad de tal declaración, y agitada convenientemente su grey, no pararon hasta que unos meses después hubo de ser restablecida la bárbara Real Orden de 1900, para que el Juez no pudiera casar sino a los que hicieran constar en el expediente no pertenecer a la religión católica, certificándolo con sus firmas ambos contrayentes. Y para que el escarnio fuese mayor, si no me equivoco, arrancaron esa rectificación a un ministro liberal: el Conde de Romanones. ¿Cómo obligar a esta declaración firmada a la novia que había ido al novio por razones puramente sentimentales, independientes de la política y la religión? En la mayoría de los casos, a la novia no le hacía personalmente ninguna violencia esta mal intencionada formalidad, perteneciendo a la Iglesia como pertenece la mayoría de los españoles, que sólo a los efectos de la estadística son católicos; no importándole nada los dogmas ni la práctica de todos los días. Pero a su madre ¿qué le iba a parecer esta apostasía? A su madre tampoco le hacía mayor violencia el arbitrario requisito —arbitrario tratándose del juzgado para el que no debía de haber católicos ni no-católicos sino ciudadanos iguales ante la ley, pero se acordaba de los parientes. ¿Qué iban a pensar los parientes?— se decía. Generalmente a los parientes les importaba un bledo la pariente y el problema que se había creado enamorándose de un incrédulo, pero les irritaba el introducir aquella preocupación del qué dirán en la familia. Todo esto que siendo así podría parecer inocente, sumaba una montaña de obstáculos y de conflictos desagradables para la enamorada pareja, a la que de todos modos se le amargaba la luna de miel, envolviéndole en espinas las rosas de su dorado sueño. Ante esta serie de dificultades, lo lógico parecía siempre que cediera el novio, ya que para él todo se reducía a prestarse a una breve comedia. Y así con estas palabras argumentaban los catequizadores, sin acordarse de que se trataba de un sacramento y hacer fuerza para imponerlo indignamente, era por su parte como echar lo santo a los perros. Y en el caso de allanarse a la comedia el novio, no faltaban los indiscretos que, como en el caso de la supuesta confesión de Prieto en San Juan de Luz, hacían noticiable la humillación del humillado, publicando dónde y cómo se dejó poner el dogal el recalcitrante. El mismo conflicto familiar y la misma serie de disgustos ocurrían, cuando se trataba de determinar si habían de elegir el nombre de los hijos que fuesen teniendo, entre los que figuran en el Santoral o en la Historia de los Conflictos entre la Religión y la Ciencia. Y por natural correspondencia, la beatería de l'autre cote, cuando la pareja valiente no se prestaba a la comedia y se iba al juzgado, le salía al paso con cohetes, no porque se trataba de la boda de un compañero, sino porque había que hacer ruido con motivo de una derrota de los curas. Y con el mismo interés político de los otros indiscretos que decíamos, y por razones análogas, si bien opuestas, noticiaban los actos civiviles a su prensa, que los publicaba en una sección especial que ocupaba un lugar de honor, en el que los sometidos, en cambio, cualesquiera que fuesen las circunstancias del caso, brillaban por su ausencia. ¡Que lejos aquellas tristes miserias, del ambiente libre de estos países nuevos, en que conviven tantos credos distintos sin interferencia ninguna, 14 y las gentes se entienden y se combinan para todas las cosas de la vida sin ocuparse de averiguar lo que cree o deja de creer el vecino! Cuando la omnipotencia de los Zares se obstinaba en no ceder un ápice de sus poderes absolutos en beneficio de la paz política del país, 1 4 El que esto escribe trabaja en la ingrata tarea de los números al servicio de unos católicos practicantes, en compañía de un luterano de origen alemán. Convive bajo el mismo techo con un matrimonio francés, cuya religión permanece inédita para los vecinos y un señor yugoeslavo que pertenece a la tradición de la Iglesia griega. Tomo café a mediodía con varios españoles de la emigración, agnósticos todos ellos, y cumple con el curso de la jornada distintas diligencias con israelitas, mahometanos y budistas, pues los judíos de Centro Europa, los árabes del antiguo Imperio Ottomano y los chinos de lo que fue el Celeste Imperio, son legión en el comercio de Caracas. Rosacruces, masones, adventistas, teósofos, espiritistas, etc. son también legión a juzgar por la cantidad de literatura de esta clase que despachan las librerías. Y, sin embargo, no ha tenido ocasión de enterarse de ningún incidente habido por motivos de religión en los anos que lleva residiendo aquí. un allegado cuyos títulos no recuerdo pero que ocupaba un alto lugar en la Corte, profetizó, según cuentan las historias, diciendo: No queréis la reforma y tendréis la revolución. Pues bien; eso mismo ocurrió a la Iglesia en España. No permitió la libertad razonable y tuvo la revolución. * * * ¡Sangre en las manos! Ya sé que los fanáticos sin caridad se hacen la cuenta de que si bien se produjo la revolución, que no era difícil de prever sabiendo que el pueblo no consentiría el golpe de fuerza que preparaban sus adláteres con su tácita aprobación para destruir la República y la justicia que ella ensayaba, la revolución ha sido vencida y vengado cada uno de los suyos que hubieron de ser alcanzados por los zarpazos de aquélla, no siete veces como Caín, sino setenta veces siete como Lameth. Por algo la provocaron como se provoca una guerra preventiva, asegurándose previamente poderosos apoyos extranjeros. ¿Qué ha habido víctimas infinitas? El muerto al hoyo y el vivo al bollo, como se dice, y no es poca ganancia útil la renta de poder disponer de ese argumento de las víctimas —sus muertos, que no los nuestros que fueron bien muertos— elevadas a la categoría de mártires, para los que han de continuar la antigua batalla sobre la misma línea intransigente y vengativa. Por lo pronto —piensan— todo el mundo tiene que ir ahora a misa; todo son peregrinaciones y trisagios y han callado de una vez para siempre los inmundos papeles del liberalismo, aunque haya quien diga que ellos, sirviendo de acicate, contribuyeron a elevar el nivel moral y cultural del clero español de una generación a otra. Piensan también los mismos fanáticos, que contra lo que se solía decir como axioma, se pueden matar las ideas; y creen saber de sus asesores nazis de los años felices en que pudieron tenerlos por colaboradores inmediatos, que hay unas técnicas eficientes contra la libertad, el pensamiento, los credos subversivos y las minorías molestas, que puestas en práctica sin apartarse de la receta, permiten descansar tranquilamente a los dueños de la fuerza. Pero, con todo ¡qué balance de resultados el de su victoria para el que quiera hacer cuentas verdaderas! No hablemos del millón de muertos. Una noche de París compensaba a Napoleón el gasto de una batalla. Y no son para menos los bienhallados de la situación de la España de Franco entregados al derroche y al materialismo. Mas en otro orden ¡que inmoralidad la que ha ganado después de su éxito a todos los organismos del Estado, sin perdonar a otras esferas de la sociedad igualmente contaminadas en un desesperado' afán de enriquecimiento! 4 ¡Qué de sufrimientos los que ha traído sobre todo el país aquel triunfo de la fuerza! ¡Y qué de sobresaltos para los que llevan dentro la carga de los crímenes que ha habido que pagar a ese resultado, sabiendo que aquellas técnicas, con no poderlas llevar ellos al extremo de perfección de sus maestros, no bastaron a salvar a éstos de su ruina, cuando en el reloj de la Historia sonó la hora fatal de su destino! ¡Después de mí el diluvio! pero eso si el diluvio tiene la bondad de esperar a que los que lo dicen terminen su banquete. Y por mucho que ellos no quieran hacer cuentas siguiendo la inveterada práctica del avestruz, el tiempo que las hace siempre y muy verdaderas, les dirá algún día, el día menos pensado, la verdad del triste balance. No importa lo que demore; ese día llegará con la fatalidad con que sobrevienen los dolores del parto. En tanto, parécenos oír al profeta, por cuya boca y con cuya voz habló Dios diciendo, lo que escrito está como si hubiera tenido presente a los que ahora denunciamos: "¿Para qué la multitud de vuestros sacrificios? Harto estoy de holocaustos; no quiero sangre. . . No me traigáis vano presente; son inniquidad vuestras solemnidades. Cuando multiplicareis la oración, yo no la oiré: ¡llenas están de sangre vuestras manos!" * * * Los niños de los mineros. Por aquellos tiempos, no sabría precisar el año, porque, contra lo que se podría suponer, no pocas circunstancias del paisaje se me van enredando a medida que me alejo de los cuadros de la infancia y la adolescencia que se me representaban diáfanos en la lejanía; por aquellos tiempos, digo, tuvo lugar una de las grandes huelgas de los mineros de Vizcaya. Los mineros del hierro. Reñidas huelgas que solían ser, a veces con sangre, y por las que estos sufridos tributarios a la opulencia vizcaína, castellanos en su mayoría, maketos que les solían decir, fueron logrando paso a paso cierto trato de personas, sin pasar en lo mejor a que llegaron de una modesta condición de esforzados trabajadores. Aquella vez que digo, el doctor Madinabeitia se ocupó con toda su alma de organizar la resistencia de los mineros, y a ese efecto se le ocurrió una nueva forma de solidaridad: la recogida de los hijos de los huelguistas mientras durara el conflicto. Todos los hogares socialistas de la región se aprestaron a hacerse cargo de los niños de la zona minera para dejarles las manos libres a aquellos bravos luchadores, obedeciendo a las exhortaciones del doctor socialista. A Eibar nos trajo unos doscientos, y no son para describir las escenas de ternura a que dio lugar la llegada, la estancia y la despedida de aquellos hijos de trabajadores, luego que sus padres lograron un pedazo más de pan y un poco más de justicia para sus vidas. En el corazón humano hay todo lo bueno y todo lo malo como posibilidades, y son las ocasiones las que hacen aflorar lo uno y lo otro para hacer al bueno y al malvado, lo sublime de ciertas circunstancias y lo abyecto de otras; verdad que cobra mayor volumen cuando al hombre sustituyen las masas. De ahí los grandes contrastes de la Historia. Y el verdadero magisterio de maestros como el doctor Madinabeitia consiste en multiplicar las ocasiones en que esa parte noble de nuestro corazón pueda manifestarse embelleciendo nuestras obras, y aquella que promovió con la recogida de los hijos de los mineros de Vizcaya, fue uno de los más notables rasgos de su magisterio socialista. No podía faltar que nosotros recogiéramos un muchacho en nuestra casa. Mi madre, como todas las demás del pueblo que hicieron otro tanto, y ella que además tenía clavada en el corazón la espina de un hijo que se le había ido por el mundo, con más voluntad sí cabe, le vistió de nuevo y le colmó de atenciones igual que si fuese otro hijo suyo, con la debilidad que tenían que sentir todas por un hijo que no les había de durar. Sin embargo, en algunas familias duraron estos hijos de las circunstancias, porque quedaron en ellas para siempre. Luego el doctor tuvo emuladores en otras regiones, con motivo de huelgas igualmente favorecidas por la opinión y el procedimiento dejó de ser una novedad. Y durante la guerra civil y luego de ella, esta clase de solidaridad ha sido común y todos la hemos practicado, unas veces como dispensadores y otros como beneficiarios de ella; pero no por haber venido a ser común resultaba menos conmovedora, eficaz y creadora de espíritu. Pero entonces, en ocasión de aquella huelga de los mineros del hierro de Vizcaya, tenía además el mérito de una invención y el valor de ser una lección práctica para circunstancias más difíciles, que desgraciadamente no habían de faltar. Y en las cuales, como dije,, se repitió la experiencia en escala nacional e internacional. * * * ¡He ahí mi familia! Este don José Madinabeitia como el maestro bueno del Evangelio que tampoco tuvo hijos de la carne, y como ciertas, madres frustradas que llevan en su corazón virgen el niño que no lievarón en sus entrañas, tenía de padre y madre ternuras en abundancia bastante para colmar a proles tan numerosas como aquella de los sufridos mineros de Vizcaya, de quienes pudo decir como el Señor: ¡he ahí mi familia! Y en casos como el de aquella huelga que prometía ser larga, le asaltaba la preocupación de tantos hogares comprometidos con la falta del jornal, él que era hombre solo, que andaba de un lado para otro entre los pueblos que había escogido para su apostolado, habiéndose malogrado su propio hogar. Hijo de casa grande, en Oñate, pueblo de señores, tenía la prestancia física de esas razas acostumbradas a mandar. Elegante por naturaleza, no desdeñaba ir siempre bien, con su flor en la solapa. Añádase a esto su brillante carrera científica y el don de Dios que tenía de cautivar a todos con su palabra, y n o extrañará que se casara con la señorita de una de aquellas portentadas familias navieras de Bilbao. Pero así como a Meabe su conversión al socialismo —porque en estos dos hombres se trataba de una verdadera conversión— le costó el calor de una madre que el poeta estimaba sobre todos los tesoros de la tierra, a este nuestro doctor le costaron las dulzuras de un hogar apenas formado, pues se deshizo cuando no había terminado todavía su luna de miel. Y con haber tenido que afrontar tan gran vacío, jamás los que intimamos con él —y yo que estuve bastante en sus adentros— le oímos decir media palabra de su mujer ni para bien ni para mal. Era un secreto de su corazón, y aunque no dijera nada, se comprende que la suya fue una renuncia tan dolorosa como la de Meabe, y yo creo que la había aceptado inclinado a Dios como los santos que dejaron el mundo y sus comodidades por servir un ideal. Con todo, aquella espina le debía punzar en lo íntimo, y el que no aludiera a ella ni siquiera con la señal de alguna tristeza que nunca dejó traslucir al exterior, no habla de su dureza o el rigor de su amor propio, sino de la abundancia de sus recursos espirituales con que se podía defender y se defendía de lo peor. Sus amigos le respetamos siempre ese secreto de su alma y le seguíamos el tren de su optimismo que se imponía en su derredor. Y seguro estoy que la materia dócil de los pueblos de su apostolado en que obraba su espíritu, como en Eibar, le pagaba con creces la frustración que había en su vida, y sus hijos espirituales, que no éramos pocos satisfacían más a su orgullo interior. No faltaron, ciertamente, en esa vida sacrificada, enamoradas por el estilo de aquellas santas mujeres de Galilea que siguieron a Jesús por todos los caminos hasta velarle en la sepultura. Pero sin necesidad de deshumanizar a nuestro doctor, podemos creer que no materializaron aquellas adoraciones más que en el caso de las enamoradas del Señor. Los cargos retribuidos. Por cuanto no se puede decir todo a la vez, diremos ahora, volviendo bastante atrás de estas ocurrencias que íbamos diciendo, que cuando Tomás Meabe cumplió su tiempo de Eibar y hubo que buscar otra pluma para nuestro ¡Adelante! se planteó en nuestro seno la cuestión que era entonces muy debatida en los medios obreros de los cargos retribuidos. Las cooperaciones voluntarias de los comienzos, en virtud de la excelencia de su propio rendimiento, traen por consecuencia desarrollos a que luego no bastan lo adventicio y esporádico del entusiasmo y exijen lo sostenido de la obligación y al funcionario. Habíamos alcanzado ese momento climatérico, nunca exento de peligros, y habíamos de resolver el primer caso. Los anarquistas, antes de dárseles el caso de los grandes desarrollos del sindicalismo que vino a rendirles sobrados recursos económicos para pagar con largueza a muchas gentes a su servicio —secretarios, delegaciones, periodistas, abogados, etc.—, tenían en este particular un criterio cerrado en contra, y atacaban rudamente a los socialistas por no participar sin reservas de su prejuicio. No que tuvieran éstos ningún estado mayor nadando en la abundancia, pero defendían sin rebozo la doctrina de los cargos retribuidos y honradamente desempeñados, y por ende empezaban por admitir la necesidad de funcionarios pagados por las organizaciones. Pero eran en general en esto, un poco como San Pablo, que declaraba que el Apóstol tiene derecho a vivir del Evangelio, pero él ahorraba la carga de su persona a las iglesias, trabajando con sus manos en lo que era su oficio. No estaban lejos los tiempos en que el partido no tenía otra persona retribuida que Pablo Iglesias que cobraba nueve duros semanales por hacer El Socialista y llevar la correspondencia del periódico. En Eibar, donde hasta entonces había bastado lo espontáneo y voluntario, que había rendido tan hermosa obra, no suscitó poco debate aquella cuestión, cuando la agrupación socialista hubo de acordar el retribuir a Evaristo Bozas, de San Sebastián, la labor que a falta de Meabe le fue encomendada al frente del semanario, órgano de aquella agrupación. No era este joven ningún lerdo, y aunque en la Argentina, a donde se trasladó después de su época de Eibar, terminó mal por haberse dedicado al libelo, tuvo ocasión de acreditarse como periodista de bastante nervio. Más, a despecho de todo el ruido que suscitó el debate, no era ciertamente ninguna esplendidez lo que iba a pagarle la agrupación, ni grandes los honores que pudiera ganar en tan modesta tribuna. ¡Pero qué difícil es servir a las colectividades, sin exceptuar a las nuestras! Personas en los demás liberales le discutían hasta la respiración, y otro con más virtudes que él no hubiera podido satisfacer a los exigentes y los puritanos. Cierto que entre Meabe, que había derramado gratis et amore buena parte de su originalidad en nuestro ¡Adelante! si bien por su parte no habiendo traído bolsa ni alforja, comía lo que le pusieran delante y pagaba como los enviados de que se cuenta en el Evangelio, que pagaban con hacer descender la paz sobre las casas en que moraban; cierto, digo, que entre este Meabe y aquel pobre asalariado, la diferencia era grande. Pero sólo los que jamás habríaníos de percibir un céntimo del Centro Obrero ni la Casa del Pueblo le dejamos de criticar, y recuerdo que eran Tomás, que aun no nos había dejado del todo, y Madinabeitia, con no ser aquél santo de su devoción, los que le defendían con más calor, del acoso que le hacían los exigentes. ¡Qué diferencia entre aquellas austeridades tan comunes en el socialismo español, que ni la bonanza de los tiempos que corriendo los años hubo de darse logró atenuar, y el liderato obrero, tal como se practica en estas Américas del dinero, donde no es raro tropezar con el fundador de una religión que tiene cuenta corriente en los bancos, y con líderes de sindicatos que ostentan una fortuna que les valió su prestigio en los medios obreros en que actúan de una manera interesada. Y nada digo de los jerifaltes del falangismo en la España de los sindicatos verticales y el glorioso movimiento, pringados hasta la coronilla, por no saber de ello sino desde lejos. * * * Paralelo. En el correr de la pluma acaba de saltar sobre la nota anterior el nombre de San Pablo. Madinabeitia se parecía al de Tarso en lo de sus iglesias1 5 y en haber superado un estrecho nacionalismo que se daba en Bilbao con Sabino Arana Goiri, para convertirse en una especie de Apóstol de las gentes, Los maketos, en el caso de nuestro doctor, venían a ser los gentiles del autor de la Epístola a los romanos, y su socialismo como el apostolado de la incicuncisión de aquél, enderezado a la humanidad entera. Vasco cien por cien, como San Pablo era judío de pura cepa con su orgullo de israelita, tenía a honra su vascuence y las cosas de la tierra, que las amaba y las estudiaba con cariño. Le gustaba la música y el folklore del país y no desdeñaba, en medio de su preocupación fundamental enteramente humanitaria y universal, los problemas inmediatos a nosotros. Yo llego a creer que después de sus tareas de jardinería espiritual en la zona minera, en Sestao y otras localidades pobladas casi enteramente de maketos, sus estancias de Eibar con nuestro vascuence y 1 5 Sus detractores solían decir capillistas. nuestro sabor de los montes que no se nos'había ido, le servían de descanso, aunque en realidad descansaba entre nosotros menos que en cualquier lado. Me acuerdo de una vez que estaba muy ocupado en nuestras cosas honoríficas, quiero decir, de puro desinterés, cuando recibió una llamada urgente para un cliente rico de Bilbao, en un telegrama que decía: "Eduardo muriéndose". Y no se movió, diciéndonos a los circunstantes, que si bien Jesús tenía razón diciendo a los fariseos que los sanos no necesitan al médico, tampoco tiene nada que hacer el médico con los que se mueren sin remedio por ser su hora de morir, que es tan natural y de la voluntad de Dios como todo lo demás que ocurre normalmente. ¡Bonito estaría pues si el dinero pudiera sobornar también a esa señora gran niveladora, comprando su favor como se compran las indulgencias! Toda su pragmática de la vida y la acción la resumía en la figura del ciclista que solía traer mucho a colación, el cual ha de mirar adelante a lo lejos, sin dejar de ver las cosas inmediatas. Pero esta sabia pragmática no rezaba consigo mismo y no la aplicaba al problema de su administración cotidiana y previsión de futuro, pues para entonces ya no había cuenta de las veces que su microscopio había ido y regresado del Monte de Piedad, obedeciendo a urgencia de momento que no sabía solucionar de otra manera. El amigo Urréjola sabe de esto. Más adelante se embarcó en el empeño de la quinta que se hizo fabricar en Larrondo, en el valle de Azua, rodeada de flores y un poco de huerta, seguramente para obligarse a algún régimen; más como a esa sazón después de muerto Amuátegui apenas nos visitaba, no sé hasta qué punto logró ordenar su economía personal. * * * Enrique de Francisco. Lo mismo que en el caso de la fecha de la huelga de los mineros de Vizcaya, ganada se puede decir por el doctor Madinabeitia, que no supe precisar, tampoco puedo decir fijamente cuando comenzaron las interferencias de Enrique de Francisco en la educación política de los socialistas de Eibar. Digo interferencias, porque este compañero de Madrid, donde había realizado una meritoria labor sindical organizando a las obreras de la aguja, se estableció en Tolosa, la antigua capital foral de la Hermandad de Guipúzcoa, y sólo hacia breve estación en Eibar, aunque con bastante frecuencia por haberse echado novia en nuestro pueblo. Enrique de Francisco, atildado en su persona y de un fácil y limpio decir, vino con cierto aire capitalino, dándonos algunas lecciones de urbanidad y modales que aún nos hacían falta en aquel pueblo de sana intención y perfecta salud moral, pero, ciertamente, sin muchos pulimentos. Eramos allí todos un poco como Astuko, uno de quien le preguntaban a su suegro, analfabeto y sin más erudición que su vascuence de Eibar, que había hecho una respetable fortuna con las armas, yendo a venderlas hasta por las kábilas del interior de Marruecos, del Marruecos de Muley Hassan. ¿Es verdad —le decían— que Astuko ha ido a vender armas en Italia? ¿Y cómo se las va a entender con los italianos? —Ya se las arreglará —contestaba el interpelado tranquilamente— sabiendo como sabe un poco de castillano. Eramos así en Eibar, de los que nos arreglábamos en todas las cosas en que estábamos —cosas de carácter local pero de significación nacional e internacional— con un poco de castellano. Enrique de Francisco, joven, guapo, correcto y elegante, de palabra fluida y académica, naturalmente nos tenía que cautivar a todos, Amuátegui llegó a quererle mucho por todas aquellas condiciones, que eran las que se hacían admirar más entre nosotros. Madinabeitia, en cambio, le tenía cierta prevención; yo creo que simplemente porque procedía de Madrid; la misma prevención que tenían en Madrid para el socialismo especial y provinciano de nuestro doctor. * * * El defecto de hablar bien. Hay personas a las que perjudica el hablar bien. Confiados en este recurso que les vale demasiado algunas veces, no se preocupan lo bastante de la realidad de las cosas y de ceñirse a ella, y se permiten desconocer circunstancias, seguros de que en lo peor, todo lo podrán salvar con bellos razonamientos y hermosos discursos. Es lo que solía contar Apuchiano de nuestro vecino y amigo Urréjola, el arrancado a los curiales de Bilbao por el doctor Madinabeitia. Urréjola también hablaba bien —y habla, gracias a Dios—. Este Urréjola, aficionado a jugar a la pelota y que lo hacía bien, y aquel qué lo contaba más aficionado todavía y que lo hacía mejor, buscaba siempre meterle como su pareja contra competidores con todo evidentemente más fuertes. Esto lo veía claro al instante mi pariente, positivista, objetivo, gran administrador de sus facultades, pero corto en palabras y no sabiendo organizar esas pocas como él quisiera, no solía tener más remedio que rendirse a los bellos razonamientos conque Urréjola le demostraba a por b más c, que necesariamente tenía que ganar. Sin perjuicio, claro está, de que siempre, jugado el partido y llevado el sofocón correspondiente, ocurriera lo contrario. Lo cual no era óbice para que el antiguo curial siguiera teniendo razón, a juzgar por la abundancia de los considerandos que seguía haciendo para demostrar que con todo, él estaba en lo cierto, salvo el accidente puramente adjetivo de algo que no invalidaba su tesis. Enrique de Francisco tenía también este defecto o esta sobra de hablar demasiado bien en una sociedad de alalos, y algunos disgustillos que no le faltaron entre nosotros, se explican por ese defecto o esa sobra, dicho sea esto sin menoscabo de los méritos de su vida de militante y del cariño que le siguen profesando los eibarreses. En Eibar era el orador de las grandes circunstancias, y de su frecuentación en nuestra tribuna llegó a conocer nuestros problemas como nosotros mismos, antes aun de que terminada su etapa de Tolosa se trasladara a Eibar con su familia para ponerse al servicio de la Cooperativa Alfa. * * * Cosmorama. Una de esas circunstancias especiales en que requerimos de Eibar a Enrique de Francisco, fue, por ejemplo, una vez que hubo de venir urgentemente de Tolosa para lo que se dirá: "La media docena de libertarios que llegaron a ser en Eibar cuando lo de esta historia, había anunciado una conferencia pública a cargo de un maestro de escuela laica en cierto pueblo de Andalucía, cuyo nombre, el del conferenciante, aunque lo siento, no recuerdo ahora. El cual conferenciante, como había que suponer a juzgar por la costumbre y la intención de los organizadores, se encargaría de volcar todo el injurioso vocabulario ácrata vigente contra los socialistas, sus competidores más inmediatos en lo de disputarse el favor de la masa obrera. Los reaccionarios del pueblo, los José Forero y compañía, al igual que en otra ocasión semejante, llenarían la galería para aplaudir aquellos ataques sin mirar su procedencia, gozándose en los adjetivos hirientes que lloverían sobre sus odiados enemigos de todos los días; circunstancia que dolía a los socialistas mucho más que los ataques mismos, como en el caso de quien es reprendido en presencia de los inferiores". No se celebraban en Eibar actos de esta clase sin que se brindara tribuna libre. Era una condición consagrada por la costumbre permitir la contradicción, y la contradicción surgía no pocas veces, ya fuesen los socialistas o sus enemigos políticos los que patrocinaran los actos. Y en aquella ocasión de la anunciada conferencia del anarquista, los socialistas, curándonos en salud, le trajimos urgentemente a Enrique de Francisco desde Tolosa para que devolviera sobre el terreno los esperados ataques del conferenciante y pudiéramos quedar en paz ante el público. No fue poca la expectación que con este antecedente despertó el acto en todos los sectores políticos de la localidad, por la reñida competencia que nos prometíamos todos, viendo a Enrique de Francisco, tan hábil de palabra, contender con el ácrata que tampoco sería seguramente ningún bobo. Madrugó el público al Salón Cruceta en que iba a tener lugar la conferencia y llegó, por fin, la hora anunciada: las nueve de la noche. El orador ocupó la tribuna y tras un sorbo del agua con azucarillo puesto en un vaso sobre la mesa, comenzó la disertación. Empezó por la nebulosa de Laplace, situándola en una región determinada de la Vía Láctea, y recorrió, paso a paso, todo el dilatado proceso cósmico de la primera condensación, hasta que dejó establecido el sitema solar, tal como hoy le vemos, con sus planetas y sus lunas funcionando como un reloj. Y todo eso sin que en ningún momento hubiera tenido necesidad de echar mano de la hipótesis de un Dios; sin necesidad de ningún ente metafísico que hiciera andar aquella máquina celeste con la exactitud de un cronómetro. Pasó luego a ocuparse de los planetas que giran alrededor del sol, prestando especial atención al que sin ser el mayor, ni el menor se mueve entre las órbitas de Venus y de Marte y que justamente resulta ser el que nosotros habitamos. Vino a considerar la sucesión de las épocas geológicas, que fueron desfilando ante los oyentes, desde los paisajes del período precámbrico hasta el pleistoceno, haciendo pausada escala en cada uno de los pisos de la corteza terrestre, con el cuadro de la flora y la fauna dominante en cada uno de ellos. Con el cuaternario arribamos fatigosamente a la prehistoria, y agotada la consideración de los cien mil años en que discurren el paleolítico y el neolítico, desembocamos, por fin, pasando por las edades del bronce y el hierro, en el proceloso mar de la historia. Allí se dieron cita los asirios, los medos, los caldeos, los egipcios, los griegos y los romanos, para luego fijar su atención en una de las provincias occidentales del Imperio, destinada a no pocas vicisitudes que nos interesaban directamente. Y eran casi las seis de la mañana, cuando el orador estaba llegando a Felipe II y el Escorial. Y como era de suponer que el inmenso ciclo tendría que cerrarse en Barcelona, con Ferrer y la Escuela Moderna, era claro que se echaría encima la hora de entrar al trabajo sin dar cabo a la peroración. Y sin lugar, por tanto, al esperado debate que había mantenido al público en sus asientos. El respetable que había aguantado aquello, no quiso tolerar ésto último y obligó al orador a que dejara para otra ocasión la tela cortada que aun le restaba hilvanar. Y Enrique de Francisco, tomando la palabra, pudo lavarnos de unos ataques que no traspasaron los límites de la intención. Y todos salimos corriendo para despachar un frugal desayuno y entrar de prisa al trabajo, satisfechos de que el pánico que infundió al conferenciante la presencia de nuestro adalid, le hiciera refugiarse en la vana esperanza de que hacia la madrugada podría despacharse a su gusto, sin lograr su intento. * * * Pueblo de alalos. Como el accidente común a los que entre nosotros intentaban iniciarse en el arte de hablar en público, era que a las dos palabras que dijeran les salía la correa —an, ugalak urten jetzaky1* como dijo Juan Zuazo de un amigo que se estrenaba— no dejó de admirar a muchos aquel Nilo de la oratoria que ocupó la tribuna del Salón Cruceta, al mostrarse capaz de atravesar el inmenso continente de toda una noche sin que se le rompiera el hilo del discurso ni se le agotara el caudal de su verbo, que devanaba como a una madeja que no se explicaba cómo podía caberle en el pecho. Según Baroja, los vascos somos un pueblo de alalos —de lalos, que en griego es palabra y el prefijo privativo a— y entre los alalos de ese pueblo ninguno quizás tan privados del don de la palabra como los eiharreses. Y como la propensión humana es desestimar aquellas gracias que nos fueron negadas pero sobrevalorizarlas en realidad a la manera del homenaje que el vicio paga a la virtud, todos los grupos políticos tenían allí, desde los ácratas a los carlistas, sus respectivos equipos de oradores y plumíferos de oficio, aunque hubieran de buscarlos fuera; muy discutidos por lo que dije, mas muy considerados por lo mismo. Y como los aldeanos que siempre están a la defensiva, armados a su respecto de la filosofía, o mejor dicho, la pragmática que profesaba Vicente Acha, el viejo. Vicente Acha, el viejo, alguacil de la villa en tiempos de nuestros padres, tesorero-pagador del Ayuntamiento, corresponsal de bancos y no sé cuántas cosas más, todas a la vez, era una de esas situaciones enciclopédicas que se dan en los pueblos. Y cuando su hijo estuvo en edad de ayudarle, le solía despachar a muchas diligencias en Bilbao, a pesar de l a debilidad del chico por las solicitudes del pecado que se dan en 1 6 Salirse la correa, era el accidente enojoso que interrumpía el trabajo en muchas operaciones mecánicas, en aquellas instalaciones primitivas a base de transmisiones generales que hacían de los talleres una especie de bosque. las ciudades y conocer el paño su buen padre. Y siempre a su regreso reñían el viejo y el joven por lo del gasto. Hasta que un día, el hijo dijo a su padre que a la siguiente había de traerle todo apuntado en un papel, dando razón hasta del último ochavo. Y así lo hizo, en efecto, pero el padre, sin atender al papel, le reclamó directamente el vuelto. —Pero mira, padre, que lo tiene ahí todo apuntado sin perdonar detalle. Mas el padre, sin hacer caso de tal encarecimiento, insistía en lo del vuelto y el hijo en que había de dictaminar sobre la cuenta, en la que constaba todo, sin que hubiera manera de terminar el tema, entercado cada cual en lo suyo. Hasta que el padre, por fin, solemnemente le dijo al muchacho: —Mira hijo, todo eso del papel está muy bien; muy bien sin duda, pero a mí no me dice nada. Dame en cambio lo' vuelto y ello me dirá todo sin necesidad de más expedientes. * * * El derecho de contradicción. Aquel derecho a la contradicción que los socialistas, muy seguros de nuestra verdad, habíamos establecido a favor de los demás, lo ejercíamos a nuestra vez con bastante frecuencia y algunas veces nos dieron ocasión para ello aquella generación de curas más cultos que dijimos, mejor preparados y con un sentido de lo social que había estado ausente en sus predecesores, no desdeñando acudir a la tribuna pública e interviniendo en la organización obrera. Y aunque con ello teníamos que tentarnos bien la ropa y exponernos a más, porque nadie es dueño de la verdad absoluta, aunque todos creamos estar en posesión de ella, a la postre salíamos ganando también por nuestra parte al obligarnos aquella circunstancia a una mayor responsabilidad intelectual. Lo que bien valía la pena de los golpes que pudiéramos acusar unos y otros. Por aquel tiempo, también los jesuítas exhibían a sus alumnos en las tribuna pública, al intento de añadir sus éxitos al prestigio de sus escuelas. Les preparaban sabias disertaciones que aquéllos repetían en el estrado como en prácticas forenses, y luego hablaban elogiosamente en sus periódicos del debut del conferenciante, para que los padres de los muchachos y las familias interesadas, creyeran que la compañía, les devolvía verdaderas notabilidades. Recuerdo que uno de nuestro pueblo que disertó así en uno de los salones de la villa, sobre el tema de Él Cristianismo y la desaparición de la esclavitud en el mundo antiguo, temas estos a que había dado actualidad en nuestro pueblo aquella discusión sobre la historicidad de Jesucristo y la esencia del cristianismo, que tuvimos la audacia de sostener los jóvenes socialistas. La tesis del conferenciante era que la esclavitud resultó incompatible con el advenimiento de la moral cristiana y el mundo cobró el beneficio de la abolición de aquel crimen de lesa humanidad, gracias a la generalización de aquel credo. Y traía a colación a toda la patrística griega y latina, los concilios, las sumas teológicas y no sé cuántas autoridades más. Los socialistas no tuvimos necesidad de recordarle al conferenciante erudito, que a la esclavitud antigua sucedió en la sociedad cristiana de occidente, la servidumbre que era otra forma de usar al hombre como cosa, que era lo condenable de la esclavitud; ni tuvimos que sutilizar mucho sobre la condición del asalariado en la sociedad capitalista, que viene a ser también un modo de utilizar una gran parte de la humanidad de una manera puramente instrumental, con desconocimiento del hombre como fin, y éstos también en la sociedad cristiana, a despecho de su credo y su moral. Tampoco tuvimos necesidad de forzar el argumento de los efectos disolventes que se habían de seguir de los cambios sociales que se dieron en el imperio, con el desarrollo del capitalismo usurario y comercial y la formación de un vasto proletariado que hablaba latín, ni hubimos de recordar aquello de la aparición del régimen de colonato como un modo más útil de beneficiar los latifundios al declinar el Imperio Romano. Los jesuítas no se habían fijado en una circunstancia personal de aquél a quien habían destinado la brillante disertación, ni él fue lo bastante avezado para reparar en ello. El conferenciante era en Eibar uno de los de Indianukua, es decir uno de los de la casa del Indiano; un palacio de piedras sillares, historiado blasón y hierros labrados que mandó edificar en nuestro pueblo un antepasado que volvió cargado de oro de algún ingenio, hacienda u oficio lucrativo en esta dorada América, donde los patricios españoles, cristianos viejos todos ellos, amasaban su fortuna explotando una legión de esclavos, que los hubo hasta ayer, en que un movimiento liberal de la clase que los jesuítas decían ser pecado, abolió, en complicidad con otras causas económicas, aquella vergüenza de tantas sociedades sedicentes cristianas. Nos bastó a los jóvenes socialistas recordar este tan reciente episodio sabido de todos, para que los oyentes completaran por sí el argumento,. sin necesidad de alusiones personales, porque el público se anticipó a ellas. * * * i • Ambiente polémico. Otro tipo solía ocupar la tribuna por aquel tiempo al servicio de las derechas. Era un curioso maestro de escuela, con nombramiento de interino en una de las nacionalesc^ i a , v i l l a ; interinidades que se prolongaban indefinidamente prjjt mercia :de*',íos engranajes burocráticos con daño de la enseñanza. Después de su cfüzada en Eibar, muy aplaudido por las beatas, reapareció en el campo sindicalista, como discípulo de Sorel, en una localidad de Vizcaya, donde se producía con la misma desenvoltura defendiendo la acción directa, para- luego perdérsele de vista enteramente. No se trata de multiplicar la¿ .alusiones personales, sino de caracterizar un ambiente corí los casos y las cosas que se daban en él, ya que pertenece a un pasado próximo a ser olvidado del todo. Hablaba y escribía entonces el aludido en conservador y más precisamente en joven maurista, atacando naturalmente a los socialistas, que es lo que se cotizaba mejor en la galería a cuya intención se movía. Mas una vez éstos, le dieron un fuerte revolcón, por cuanto disertando en una conferencia sobre los orígenes del cristianismo —siempre la misma actualidad por aquel entonces— como llevara unas citas prendidas con alfileres para asombrarnos con su erudición, confundió a Séneca con Aristóteles, atribuyendo al Estagirita, las sentencias que debía haber patrocinado el cordobés, incurriendo en lo más medular de su disertación, en un anacronismo que hubimos de notar los más profanos. Amuátegui que tenía ganas de interpelar al Alcalde sobre la manera bastante deficiente de cumplir sus deberes pedagógicos, este maestro interino dado a la política local, le vigilaba, con la complicidad del conserje de la escuela, un voluminoso cuaderno que escondía en su pupitre, con este atrevido título Los adalides de la Corona, drama patriótico en cinco actos, y luego el nombre del autor con sus dos apellidos y título académico. En la siguiente página venía la dedicatoria: "Al egregio Jefe don Antonio Maura y Montaner, etc.". En la terceta, se leía: "Acto primero. Escena primera. Lujoso bufete", y todo lo demás en blanco, que así permaneció todo el tiempo de su prolongada interinidad, en espera de que se sintiera inspirado el dramaturgo para terminar la obra. Pero, antes de que descendiera sobre él el Espíritu Santo, terminó aquella interinidad y fuese, para reaparecer, como he dicho, poco más allá, en el papel de jacobino. Amuátegui desafiado. No la tribuna, también la prensa daba lugar a curiosos incidentes. Escribía desde Eibar en El Pueblo Vasco de San Sebastián, y en el semanario local que salía frente a nuestro ¡Adelante! una pluma bastante ágil y bien cortada, que la manejaba un paisano que sentía una gran debilidad por los blasones y a cada paso le salía aquello de la heráldica y los pergaminos, como si pudiera haber otra nobleza mejor y más verdadera que la que cada cual se procura con sus obras. Su tema favorito era historiar los almirantes, los caballeros, los consejeros, los gentileshombres, los obispos y demás gente de pro que procedían de nuestros caseríos del valle del Ego, pues de todo hubimos según las crónicas; los que al apoyo de sus señores inmediatos, dejando el arado por la espada o la cruz, habían brillado en el servicio del rey o de Ja iglesia, en los tiempos gloriosos en que el sol no se ponía en las tierras de España, formando parte de aquella legión de vizcaínos—entonces se decía así de todas las gentes del vascuence— que llenaba la corte imperial para aparecer enquistados en los más sustanciosos oficios del reino, dando lugar a que se dijera y se repitiera, no sin cierto dejo de resentimiento, aquello de cortos en palabras, mas en hechos largos, de Fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina. Y confirmando al mismo tiempo la aseveración de Ortega y Gasset, de que las fuerzas centrífugas se originan en los cuerpos políticos, cuando éstos entran en decadencia y vienen a menos. Y es que la ingratitud humana tiene igual forma en las personas y los pueblos. Y una vez que Amuátegui, que también tenía sus ratos literarios, se enzarzó en palabras mayores con nuestro historiador, que se decía barón y se titulaba el de Arichulueta, éste le retó a aquél al campo del honor. Amuátegui, además de socialista era plebeyo, dos circunstancias que le permitían no levantar el guante sin incurrir en desdoro. Pero debió pensar, examinándolo mejor, que él también podía hacer preceder su apellido con la preposición de, genitivo mágico de reciente adopción con el que otros creían ennoblecerse, por ser asimismo su apellido de la clase de los toponímicos, que se refiere a un ilustre caserío del valle de Aguinaga, en nuestra jurisdicción de Eibar. Aparte de que siendo vasco por los cuatro costados, resultaba ser hidalgo por otros tantos lados, según la doctrina de muchos historiógrafos y no escasa jurisprudencia, que se funda en las batallas que se dicen ganadas por nuestros antepasados a las legiones romanas de Octavio Augusto, a Carlomagno y las huestes de los descendientes de Mahoma. Por otra parte, debió recordar que unos cuantos años atrás, Juan Jaurés, con toda su aureola de gran pontífice del socialismo, acudió al terreno del honor, en la Isla de los Faisanes, sobre el Bidasoa, retado por el realista francés Derouléde, que se encontraba desterrado en San Sebastián; con lo que acabó por no hacer ascos a la aceptación del desafío. Pero al decidirse a recoger el guante, hizo saber a su adversario, que no habiendo tomado jamás la espada (no había llegado a ese grado en la torería) el desafío tendría que dirimirse a tiros: o bien con pistolas de Chantoya que empezaban a ser famosas en los anales del crimen político, o con escopetas de cualesquier fabricante que no fuese Charriduna, por no saberse en este caso de dónde habría de salir el tiro, o con cañones de artillería que solicitarían en la Maestranza de la vecina villa de Placencia de las Armas. El ofendido debió imaginarse al ofensor diciendo aquello tan tajante con el ceño fruncido que ponía para subrayar su enojo haciendo temblar a sus enemigos, y parece que creyó prudente no dar ocasión a probar que el tribuno socialista decía todo aquello muy de verdad, pues consta que el combate no tuvo lugar. Y puede que quedaran amigos, pues el historiador, salvo el orgullo de su hidalguía, en el fondo era un demócrata. * * * El gran argumento de Amuátegui. No era grande pero tampoco era desdeñable la jurisdicción de tierras del pueblo de Eibar, y escribiéndose esto en Venezuela, no carece de interés el decir, ya que viene al caso, que teníamos mojones en común lindando con la Puebla de Bolívar (Gollibar) con la que no nos había faltado pleitos. Aparte la villa, que fue murada, comprendía la jurisdicción cerca de doscientos caseríos y no poco de montes y baldíos que constituían sus bienes propios. Pero las grandes obligaciones y servicios que la hermandad debía al rey en su calidad de señor, en ocasiones de las guerras dinásticas, principalmente desde la llamada de Sucesión, que trajeron el ruido de las armas a sus fronteras, fueron poniendo en difícil trance económico a nuestro municipio, pues aquellas obligaciones y servicios de la provincia enfeudada, se derramaban a los pueblos, a juzgar por lo que ocurría al nuestro. Ya dijimos cómo éste despachaba por su cuenta un contingente de hombres al servicio de la guerra, con su equipo, sus bastimientos y una mujer para el avío. La solución financiera en tal trance, seguramente porque ya se dejaban sentir los efluvios del clima que había de determinar la desamortización general de las manos muertas, fue el ir enajenando a los particulares, aquellos bienes del común, por ser las cargas ocasionales de aquellas circunstancias extraordinarias, demasiado grandes para repartirlas a su vez a los vecinos como tributo ordinario. Los árboles bravos (tantaishak) así llamados cuando eran marcados para que no entrara con ellos el hacha del leñador, que levantaban altivos sus troncos al cielo como mástiles invencibles, mientras asentaron en lo común, una vez reducidos a propiedad privada, pronto rindieron su altivez, n o al servicio de eventualidades públicas, sino a la circunstancia de haber convertido su maderación en comercio lucrativo para el nuevo dueño, las crecientes necesidades de las industrias y los mochos de los egurtzas, no bastando someterles a un excesivo beneficio, fueron talados también de raíz por la misma razón utilitaria. Inútil fue que las juntas generales adoptaran insistentemente prudentes disposiciones mandando plantar dos nuevos pies por cada uno que destruyeran los leñadores- Fueron decayendo los hayedos y los robledos por obra de los madereros, y del resto fueron dando buena cuenta los carboneros. Y luego, cuando ya se había extinguido el último eco de la vieja cuestión de los Seitik-batekas, que había agitado a los aldeanos del valle de Aguinaga y que indudablemente guardaba relación con el proceso de reducción a propiedad particular de los montes comunes, vino la exorbitación de los precios con el tendido de la vía doble en la línea del Norte y la coyuntura de la construcción de barcos de madera a que dio lugar la guerra europea, y se completó la destrucción. Apenas quedaron algunas pequeñas manchas verdes residuales, y sin la pteris aquilina, el helécho común, que tiende su manto verde sobre los montes pelados durante algunos meses de la buena estación, semejaría lo que fue nuestra hermosa tierra nemorosa, un paisaje lunar. Para propiciar algunos tímidos ensayos de reforestación, los ingenieros han ido buscando, con olvido de las nobles especies seculares de la tierra, otras maderables que resultaran comerciales a los pocos años de la inversión, alterando profundamente cuando se les adopta la fisonomía de los lugares y la cadena de relaciones biológicas que determina su fauna y su flora. Y esto era para Amuátegui, cuyos antepasados eran gentes de labranza en el caserío, y por ende sentía de cerca estos problemas de la tierra, el gran argumento en contra de la propiedad privada. Esta resultaba en una fórmula destructiva en relación a empeños históricos como este del arbolado de los montes, con referencia a obras en que los resultados no pueden ser inmediatos y para finalidades en que los beneficiados habrán de ser las generaciones venideras. ¿Y qué es el socialismo que él predicaba y a cuyo servicio había puesto la vida, sino la idea de beneficiar el presente, en función de lo porvenir? * * * El anverso del argumento de Amuátegui. Pero la madre superiora de las monjas del Hospital-Asilo de San Andrés, institución de que se enorgullecía la villa, había de hacer a su vez un argumento en contra de la conclusión adversa a que llegaba el compañero Amuátegui, en orden a la propiedad privada, dando lugar a u n celebrado caso que vendría en confirmación de la clásica y muy citada sentencia del economista y viajero inglés del siglo XVIII, Arthur Young, de que la propiedad hace de las arenas oro. Cuando Santiago Astigarraga, mayorazgo de Ibargaiñ, el de las mejores parejas de bueyes, fue designado una vez Alcalde por Real Orden, queriendo dejar una huella de su paso por la Junta de Beneficencia, cuya presidencia le correspondía por derecho durante su alcaldía, procuró al hospital-asilo, una vaca lechera, que era el más hermoso ejemplar que vieron todos aquellos contornos, viniendo a ser justificado orgullo del benéfico establecimiento. Pero la presencia del magnífico y admirado animal no fue para contento de todos. Por lo pronto, Carlos, el tonto, que estaba acogido en aquella santa casa, hubo de pechar con el cuidado de la vaca, que no era poco exigente. E insensible e indiferente a aquel orgullo que estaba en todos los demás, lo hacía de tan mala gana, que a pesar de todas las reprensiones de la madre superiora, no se corregía. Y aunque idiota, siempre inventaba pretextos bastantes para justificar su desidia. Hasta que la madre superiora, mujer de gran disposición y espíritu práctico sin perjuicio de su religión, en vista de la contumacia del tonto, inventó un ingenioso arbitrio que, como por magia, mudó la actitud del desidioso. Y fue que mandó llamar a Carlos, y solemnemente y en presencia de testigos le hizo dueño de la vaca, dándosela para él. Y una vez que el tonto se sintió propietario del animal había que ver cómo cuidaba de el y cómo le lució el pelo en adelante, a aquella alhaja del hospital. La moral que pretendían deducir los argumentadores que argumentaban con el caso del tonto de nuestro asilo de Eibar, era la del inglés Arthur Young, añadiendo que también la propiedad individual, es un beneficiar el presente en función de lo porvenir. En el mundo triunfador del interés privado, los ganadores en el torneo manchesteriano bajo la divisa del ¡enriqueceos! los propietarios y los dueños de capitales vienen a ser, en el fondo y en verdad, unos tontos que se creen listos, y que pensando trabajar para sí, trabajan para los demás. Así, el egoísta más codicioso, el más interesado de los usureros que, llevando una vida ocupada y preocupada, nunca hizo nada por el amor de Dios, pensando sólo en su dinero, en realidad, vistas las cosas con alguna perspectiva, también trabajaba para los demás y resulta un pobre explotado por la historia, a quien no vendría mal un poco de socialismo que le defendiera. Como aquel Socialismo para millonarios del fabiano Bernard Shaw, el primer folleto, dice el autor, después de las montañas de papel y los mares de tinta empleados a favor del proletariado, escrito a favor de la menospreciada clase de los millonarios, en la cual, cualquiera de nosotros, por azares de la fortuna, podríamos c a e r . .. * * ;r culpa de la situación política del momento —la dictadura de Primo de Rivera— pero más por culpa de aquella superstición de lo oficial y lo diplomado, en una vasta burocracia de militares con graduación, extraña al pueblo, siendo una pesada carga para la industria que la soportaba sin añadir apenas a su prestigio. * * * Los discípulos, la medida del maestro. Ocioso será decir, con relación a este sonado pleito local de la designación del profesorado de la Escuela de Armería, que el interés de los socialistas por Julián Echeverría para la dirección, no obedecía a ninguna razón de afinidad política. Este fue dado de baja en la agrupación socialista poco después de pertenecer a ella en la época de su fundación. Toribio Zulaica,8 excelente dibujante en lo lineal y lo ornamental con su bagaje de teoría correspondiente, era carlista acérrimo y fue designado subdirector sin necesidad de que hubiera ningún concejal representante de aquella tendencia política en el ayuntamiento. Y es que los socialistas sabían situarse por encima de la política en cuestiones de justicia e interés general, como en el plano nacional sabían superar circunstancialmente el 8 Este Zulaica, mi tocayo y antiguo profesor de Dibujo, discurría more geométrico como Spinoza, a quien citaba, • y hablando por ejemplo del jugo de la vid, sentaba como axioma que vinos, sólo los hay, buenos y mejores. sentimiento de clase, para cooperar con otras fuerzas burguesas en los grandes problemas nacionales. La gloria de Julián Echeverría son sus discípulos, porque sin tal maestro no hubiera habido tales discípulos. No diré nombres, ya que no podrían caber en esta nota todos los que con igual justicia merecerían ser citados. Haré excepción, sin embargo, de los Galarraga y Mendiguren, sólo por haber cooperado estrechamente con el que esto escribe en los comienzos difíciles de la Cooperativa Alfa, primera manufactura española de máquinas de coser, de que habremos de decir algo más adelante. Pero para no faltar a la justicia debida a los demás, consignaré aquí que igual importante papel técnico como el desempeñado por los citados en la mencionada empresa cooperativa, representaron otros muchos discípulos de Julián Echeverría en otras empresas industriales, no sólo en la localidad sino en distintos puntos de España y aun en el extranjero. Y es que la de estos alumnos de la Escuela de Armería formados por Julián, era antes de salir de ella, una técnica vivida en cien problemas prácticos de industrias que se desarrollaban en reñida lucha en el terreno de la competencia y se movían en un afán de vida y superación. Porque esa era Eibar, con sus raíces artesanales. Y cuando llegaban a un destino eran hombres batallados, no sólo con los libros y en la mesa de trabajo, sino también en aquellos problemas de taller, y, sobre todo, hombres que donde quiera que se ocuparan no perdían contacto con su maestro ni con la escuela, que seguía siendo* para todos, aquél el mentor y ésta el laboratorio y centro experimental, excelentemente equipado, mucho mejor que pudiera estarlo la sección del más poderoso en particular, abierto a todo el mundo y en servicio de las dificultades técnicas que pudieran presentarse a cualquiera. Y no será excesivo repetir para mostrarnos debidamente agradecidos, que los responsables directos de aquel excelente equipamiento de la escuela fueron primero don Fermín Calbetón, y luego, Indalecio Prieto, a quien deliberadamente suprimimos el don, no por tratarse de un compañero, sino de un amigo que gusta ser tratado a lo llano. Y en tercer lugar el mismo Julián Echeverría, ambicioso de tener todo y lo mejor, seguro de que aquel dinero que se destinaba a la escuela, representaba, por obra de sus entusiasmos, una siembra de las más reproductivas en sentido social. * * * Mecánica y romanticismo. Lo hermoso de Julián Echeverría es que siempre fue un obrero, un trabajador, un virtuoso del estar ocupado, un entusiasta del trabajo como creación, sin ambicionar lucros, y así se manifestó en todas las circunstancias. En la tertulia de la Casa del Pueblo, a la hora del café, y en los paseos dominicales que nos dábamos por los rústicos senderos de Eizaga, por Arrajola o por el camino de Izua, él seguía trabajando con repetir a sus amigos las lecciones de la escuela, como en la escuela no evitaba el referirse a las conclusiones a que llegaba en sus conversaciones de las horas de descanso. Mas todos aquellos misterios del temple, el secreto de las aleaciones, la técnica de las herramientas de corte y las ecuaciones que entraban en los engranajes y los rodamientos, etc., etc., de que los Bascaran, los Amuátegui, los Erquiaga, los Mendiguren y demás compañeros del hierro podían sacar algún provecho, a mí me daban fatiga, viéndoles eternizarse de esa manera en la tarea de todos los días sobre el banco de trabajo. Y para poner remedio a esta incontinencia con otra, suscitaba yo el tema del romanticismo, dando pie a que el profesor de mecánica se explayara con la misma abundancia sobre Espronceda, Castelar o Lord Byron, de que era entusiasta. Porque este obrero que llegó a tan alta calificación en los asuntos teóricos y prácticos de la técnica de las armas, era un obrero que sorprendía a Ramiro de Maeztu, de visita en Eibar, hablándole de Macaulay lo mismo que de Byron. En Lord Byron le seducía, tanto como el poeta, don Juan, el aventurero que había en aquel inglés tan especial, por aquello de que él se movía en la vida esclavo de sus virtudes burguesas y es condición humana admirar los contrarios; y creo> que llegó a conocer sus poemas como una circunstancia del hombre que había descubierto en su ensayo de Castelar. Era también cervantista en el sentido de que era muy dado a leernos y comentar algún capítulo del Quijote, sacando a relucir al ilustre manchego incluso en sus lecciones de mecánica racional. Estaba empapado de muchos estudios relativos al príncipe de las letras hispanas y también en este caso le interesaba el hombre tanto como su obra; propensión que se explica, además de por lo dicho, por la cantidad de humanidad que había en él, y que se manifestaba en una bondad fácil y alegre. En este aspecto de la bondad fácil y la alegría, era la figura perfecta del dador alegre de San Pablo, porque todo lo tenía para dar y lo daba con alegría y gozo del espíritu, prodigándose en todos los instantes de su vida en aquello que constituía su riqueza: sus conocimientos. * * * Las tardes de Rousseau. Yo también tenía mis santos y mis devociones y le había inducido a interesarse por el Emilio y La. Nueva Eloísa y las Confesiones del ciudadano de Ginebra vinieron a ser otro de los clásicos que traía con frecuencia a nuestros paseos para el gasto de la tarde. Su apasionado yo —de Rousseau— desde mis tempranas lecturas, había aprovechado la caída del franco que siguió de cerca a la victoria, para unas vacaciones en Francia que así comprobaba en su dinero el mal negocio de la guerra aun siendo ganada, después de haberla padecido con mil desgarramientos en su carne. Y con unas pesetas de aquellas enfermas en tiempos de Villaverde, hice un viaje por Lyon, Ginebra, Annecy, Chambery, Turin, en peregrinación devota por los lugares sagrados de las frescas páginas de los primeros libros de Las Confesiones. ¡Cuánto no hubiera dado mi amigo Julián, que había cobrado igual devoción a la mía, por haber pasado los umbrales de las Charmettes en uno de cuyos aposentos, perfumados por las primicias amorosas del filósofo, cuando éste no era aún más que un pobre vagabundo por los caminos de la Saboya acogido a las faldas de madame Warens, examiné un antiguo mapa de la Gascuña, en el que toda nuest ra región aparecía en blanco, excepción hecha de Placencia, nuestra hermana, seguramente por la fama de su Maestranza de Artillería en que él, Julián, había aprendido! Pero su envidia por mi fortuna viajera llegaba al colmo, cuando yo podía hablar del Golfo de Corinto y de aquellas aguas en que se librara la batalla de Lepanto, la más alta ocasión que vieron los siglos pasados y en la que cobró su manquedad nuestro príncipe de los ingenios; y de aquellas orillas adonde asoma la sosegada aldea de Missolonghi, en que fue a morir el autor de Las peregrinaciones de Child Harold. ¡Qué tiempos aquellos los de nuestras fiestas del espíritu a través de los campos, cuando después de haber agotado algún tema de éstos, caíamos al refugio de alguna venta como la de Eizaga, o de algún figón como el de Olarreaga, o alguna taberna como la de Guiputza, para cumplir con el obligado sacramento del atardecer: una de aquellas ruidosas meriendas o cenas en que desfilaban en procesión toda una serie de suculentos platos aldeanos que hacían reaparecer en cada uno de nosotros a aquella especie de vasco que fue el hijo de Grandgoussier, del maestro Rabelais. Antes de morir hace poco este amigo, rendido a crueles desgracias familiares después de un largo exilio, me escribían de Eibar que estaba reuniendo algunos materiales anecdóticos de la historia del Eibar de su generación, a la intención de que yo las ordenara un día, para que no muriera del todo aquello tan hermoso que llegamos a amar tanto. ¡Cuánto más interesante sería todo esto, si sus notas hubiesen llegado a mis manos, o si en otro caso hubiéramos podido» corregir éstas en aquellas sesiones de los buenos tiempos, en cualquiera de aquellos gratos lugares de costumbre, con la presencia real de los que siempre estuvimos juntos en lo bueno y lo malo, en vez de rumiar yo, sólo en esta lejanía, el pálido recuerdo de tantos paisajes evanescentes! Y antes de poner punto a esta nota, se me permitirá decir para mi justificación, que así como aquellos apuntes de Julián debieron nacer de la correspondencia que yo mantenía con algunos amigos, cargada siempre del recuerdo de aquellos tiempos mejores, yo me determiné a pergeñar estos míos pecadores que van saliendo, por lo que me obligaban las intenciones del pobre Julián, que sentía que no iba a durar, con los tragos que le reservó el destino, al tiempo que merecía, y no poco, el premio de una plácida ancianidad. i * * * Ambiente filarmónico. Julián Echeverría tenía de común con el doctor Madinabeitia el privilegio de un fino gusto y una amplia cultura musical. Ahora que la radio ha hecho popular la buena música y cualquiera está familiarizado con los clásicos, esto apenas cuenta, pero entonces era un bello adorno de la persona. Amuátegui, como dijimos era músico ejecutante en la banda y wagneriano, y poseía una buena voz que se sumaba magistralmente a los conjuntos. Otro Echeverría —el bailarín— también de los tiempos heroicos era asimismo apasionado de la buena música y solía llevar a los paseos su flauta mágica oculta en un bolsillo como otros traíamos un libro para dar un rato a los clásicos. Mas era tal su discreción entre gentes, que rara vez lográbamos convencerle los circunstantes para que ejecutase algún trozo de su repertorio. Cuando se fundó el Círculo Socialista se le abrió el cielo, porque se organizó una orquesta en la que podía ejecutar sus solos sin temor a parecer impertinente. Mentar aquella orquesta es para mí recordar una fantasía de Lisistrata, que era la obra que mejor lucía en su repertorio. Las que en Eibar llamábamos cuadrillas, nutridas pinas de amigos con sede en alguna taberna o café, estaban determinadas tanto o más que por la afinidad de ideas políticas, por la combinación y armonía de las voces. Y como los equipos de fútbol se disputan ahora el back o el portero de otros equipos, así entonces se disputaban las cuadrillas un bajo, un barítono o un buen tenor, para arrastrarle a su grupo. De estas cuadrillas filarmónicas, ninguna tan notable como la llamada Escuadra zarra, viejos liberales, todos, tos más veteranos de la carlistada, con voces como la de Chantoya, el fabricante de la Star y concursos como el de Máscatela, que había estudiado, como ya lo sabemos, en Italia, aunque para terminar en sereno. El maestro concertador de este grupo de elementos vocales, era don Segundo Mayora, paisano de Zumalakarregui, gran ejecutante al piano y maestro además de gramática en una de las escuelas nacionales, que había educado casi a tantos eibarreses como El Fosforero. El gran animador de la cuadrilla, Chanchiku, hojalatero de Oñate y no ojalatera de la guerra, siempre el primero a las bromas y el aurresku, danza arcaica de saltos y retozos violentos, que podría decirse aprendida de los pobladores de la cueva de Altamira, en que aquellos veteranos eran maestros consumados. Su cronista Tomás Echaluce, Tomasito, el famoso corresponsal, a quien no obstaba confundir el adjetivo de inspirado con insípido para ser periodista, ni el no saber disimular su ingenua espontaneidad que le hacía distinguir entre mujeres y señoras, para ser el cronista de nuestra villa en la prensa de San Sebastián. En el orden de las generaciones, a la escuadra zarra que remontaba a los tiempos de Carlos V I I , 9 seguía la cuadrilla de los socialistas filarmónicos de los tiempos heroicos, en que entraban los Amuátegui, los Pildaín, los Chastang, Máximo el akabatzalle, Chirloya et ceteris paribus que hacían resonar los techos de la clásica taberna de Pantaleón, e n Ibarrecruz. Seguía a ésta la de los Demetrio Sarasúa y sus innumerables compañeros que atronaban en los bajos del café de Noche, al que cuadraba bien este nombre de su dueño, por ser el refugio de todos los noctivagos de la villa que terminaban allí, donde no mandaban las ordenanzas municipales. Cuadrilla la que digo que sólo ella era todo un orfeón, y lo mismo cantaba profano y profanísimo que religioso y gregoriano; tanto de óperas como de zarzuela y género chico, lo mismo en vasco que en castellano y latín. Empresarios colectivamente de teatro muchas veces y responsables de otras aventuras artísticas que emprendían por amor al arte y por necesidad de andar en tales salsas, gracias a ellos desfilaban por Eibar importantes compañías líricas, que la cuadrilla reforzaba con sus mejores voces. A ésta seguía en la escala de los años, la de Abdón Machín, Eulogio 9 Escuadra zarra perduró reponiendo sus bajas con los restos de otra gran cuadrilla filarmónica comprendida entre las promociones de Chantoya y Tomasito, que se diluyó en otras, con motivo de las polarizaciones que siguieron a la aparición de la cuestión social. Gárate, los Belchi* Apochiano y demás elementos amantes del canto que animaban el antiguo café de Arrate, también en Ibarrecruz; cuadrilla de la que se podrían contar tantas aventuras artísticas y ocurrencias de reír y de pasmarse como de la otra de Noche. Ganaba ésta del café de Arrate a todas en su especialidad de animadora del carnaval, con originales comparsas, que en competencia con otras cuadrillas, organizaba todos los años, trayendo para el consumo de las criadas, música y letra que duraban en el cartel hasta el año siguiente. El campo neutral donde podían encontrarse estos diversos elementos con otros más dispares todavía para una obra de conjunto, era el orfeón. El elemento aglutinante: la pasión común por la buena música y el sujeto capaz de concertar todas aquellas voluntades, Juan Guisasola, el director obligado cada vez que el orfeón, luego de una crisis, volvía a reorganizarse. * * * El director del orfeón. A Juan Guisasola, Juanito para todos los que coincidimos en el tiempo, le venía de familia el ser músico. Su padre, como el de tantos otros que brillaron en ese divino arte del sonido, fue organista; el organista de la iglesia parroquial de San Andrés en nuestra villa, y para mantener el coro de ella y cantar en los entierros, había enseñado a leer en el pentagrama a casi todos los elementos que luego bullían en la banda o el orfeón. Creo recordar que el Concilio de Trento, mirando porque en cada parroquia el cura de almas enseñara la gramática, formuló el correspondiente decreto, y supongo que de ello le vendría la vieja popularidad al Nebrija en España. No sé si se dispuso algo parecido sobre música, pero lo cierto es que el organista ha ejercido en cada uno de nuestros pueblos una influencia cultural no despreciable, sembrando cierta educación musical en los medios más rudos de nuestra tierra, que siempre ha servido a atenuar un poco esa rudeza, ya que bajo el barniz cristiano que recibimos de los evangelizadores que trajeron el bautismo a nuestros montes, podría decirse que yace directamente la edad de piedra, sin los estratos de cinco o seis civilizaciones que se interponen en otros pueblos. Por eso en Eibar, con ser tan rústicos en otros aspectos, hubo siempre la posibilidad de una buena banda y un buen orfeón. En nuestros tiempos dirigía la primera, Ildefonso Irusta, que había hecho de aquella su modus vivendi. El segundo, en sus diversos avatares, lo dirigió Juan Guisasola, que lo hacía por amor al arte. Juan Guisasola tenía madera de artista y sentía la música como Madinabeitia sentía el socialismo: en función de pedagogía. Ha dejado, según se ha dicho con motivo de su reciente fallecimiento en Eibar, una obra musical importante, casi toda ella de motivos religiosos. Algunas composiciones que forman parte de esa obra entraban en el repertorio del orfeón y estaban consagradas por el público, que, según me dicen, sigue aplaudiéndolas en el repertorio de otros coros forasteros. Los entendidos aseguran el mérito de lo inédito y es de esperar que algún día se le haga el honor de su publicación. Pero, además de tan buen músico, era Juan Guisasola buena persona; tenía eso que en el hombre está por encima de las glorias artísticas e infinitamente más por encima de los éxitos crematísticos, porque no hay arte como el de la vida, ni lucimiento como el de vivirla bien; es decir, sin hacer padecer a la justicia, antes bien sirviéndola. En esa su bondad natural residía el secreto de hacer concurrir a sus sesiones corales a tantos elementos dispares y políticamente heterogéneos, que le querían por igual, dicho lo cual hecho está su mejor elogio. * * * El director de la banda. El mago que en la banda realizaba el milagro de juntar a tirios y troyanos para hacer lo que Napoleón dicen que llamaba ruido, era el maestro Ildefonso Irusta, que, como dijimos, había hecho su modus vivendi de ella. Afortunadamente, digo, para todos, pues así quedaba asegurada la continuidad de la difícil república musical, a despecho de sus frecuentes crisis, que él se encargaba de solucionar por la cuenta que le tenía. Este maestro Irusta, que era muy susceptible con los de su gremio, se mostró un día muy incomodado con Moskatela, porque éste, pasando por Ipurua, mostró a sus amigos un chivo gentil ramoneando en los zarzales, del que dijo parecerse al maestro de música; parecido que, fuese por sugestión o porque en efecto se daba, confirmaron los circunstantes. Y cuando sabedor del cuento el aludido fue a pedirle cuenta al colega de la ofensa que suponía para él la atribución de semejante parecido, Moskatela hubo de aclararle el error en que incurría porque él no había dicho que el maestro de música se pareciera al chivo, sino que el chivo al maestro de música; razón por la que entendía que, de haber ofensa, quien pudiera pedirle explicaciones era el chivo y n o él. Registrada esta anécdota en la que el retratista no quiso rebajar al retratado, por ser el animal de la comparación el más pulcro y gentil de la Creación y parecerse a él no pocos caballeros del Greco, ahora que le conocemos, pasemos adelante. La banda de música, por ser al mismo tiempo que un solaz un medio de mejorarse el jornal, era una república más agitada que el orfeón, más sujeta a debates interiores y a crisis periódicas. No podría hacerse en efecto la cuenta de las veces que hubo de reorganizarse, unas veces como entidad libre y otras como servicio municipal. Pero en todos los casos y circunstancias, con el indispensable Irusta dirigendo la batuta, pues sus subordinados que le discutían tanto, no podían pasarse sin él. Y esto hizo en él una especie de segunda naturaleza, y él y la banda acabaron por considerarse la misma cosa al punto de desentenderse de su oficio de grabador. Y en realidad él era la banda como Luis XIV era el Estado. Así una vez que la Comisión de Fomento del Ayuntamiento, a la que la dichosa banda proporcionaba el noventa por ciento de sus problemas, le había encargado a Irusta un proyecto de reglamento que viniera a terminar con tanto pleito, éste presentó uno que empezaba diciendo: Artículo primero: el director de la banda será don Ildefonso Irusta. Su producción musical —la de Irusta— no fue desdeñable por la cantidad, pero no cumplía más ambición ni tenía otro objeto que el hurtar la caja común de la banda a la inquisición y exigencias tributarias de un tal Berasaluce, alias Dos Caminos, probo empleado de correos y celoso agente de la Sociedad de Autores, haciendo retozar a los jóvenes en los bailes ordinarios de la tarde, con sus propias polcas y mazurcas, en vez de dar lugar a que trazaran airosos círculos flotando sobre el oleaje sonoro de los valses de Strauss, que pagaban derechos y se reservaban para los bailes mayores de la noche y otras solemnidades. ¿Y los deportes? Al dejar este tema de las expansiones filarmónicas que acostumbraban las cuadrillas de amigos en Eibar, considerando el lugar que han venido a ocupar los deportes en la vida de hoy en día, cabe preguntar cuánto significaba entonces esta pasión avasalladora. Los deportes, con todo y aquella fermentación de inquietudes políticas, culturales y artísticas que hacían el ambiente de aquellos tiempos, tenían su lugar. Pero se entendían de otra manera. Los deportes interesaban en la medida en que uno mismo podía hacer el deporte. Y se era deportista como montañero subiendo a los picos; como excursionista, recorriendo sobre dos ruedas todas las carreteras de la región, como pescador entrando al agua y mojándose lo que reza el adagio, y perrechiculero, madrugando a los montes y recorriéndolos como una devanadera. Los aficionados a la pelota (la tribu de los jugadores no cuent a ) sudaban sobre el enlosado del frontón en competencias que nunca eran definitivas. No se concebía titularse deportista apasionándose en el cómodo asiento de un stadium siendo uno entre cien mil espectadores, sin más papel que el de jalear a rojos o azules y fabricar ídolos con su aplauso, para ponerles sobre las nubes y rendirles culto y admiración, en la que entra como principal motivo la literatura que se hace de sus sueldos, sus ganancias, sus matrimonios ventajosos, los lujos a que ascienden y la publicidad de que son objeto. Sería infantil pensar que esta idolatría y este entusiasmo a la pasiva, que reduce al fanático que dicen aquí a ser mero espectador, o lo que aún es menos que eso, simple lector de una sección especial de la prensa con desconocimiento de lo demás; sería infantil, digo, pensar que haya sido inventado para llenar el vacío producido' por la supresión de la crítica política y la abolición de todo espíritu público, habiéndose dado esta falla en el suelo de la historia contemporánea, después del siglo de la crítica que fue el xvm, con Voltaire y la Enciclopedia, y el de la hipercrítica que fue el xix, contando desde la crítica de la razón a la crítica de la Economía Política de Marx, cuando entrados en el siglo xx ciertos magos de la política dijeron que el jefe nunca se equivoca y callaron todas las voces, se aplaudió de oficio a los dictadores y se aceptó todo con la pasividad de cadáveres. No se inventó seguramente esta manera de sentir ahora los deportes para llenar el vacío que produjera semejante inversión, pero ciertamente allí donde esa inversión se produjo, sirvió admirablemente para ese oficio, como el estupefaciente de los juegos de circo sirvió para hacer aceptar su degradación al envilecido pueblo de Roma. * * * La revelación de la "crisis". Y así, entre bromas y veras, vino el verano de 1914. Allí terminó lo que con arreglo a la filosofía que para su uso particular se había forjado Ignacio Galarraga, se podría decir nuestra época victoriana; es decir, lo que la época victoriana fue para Inglaterra y el mundo, época de crecimiento económico, de mejoras materiales y desarrollos culturales, de ampliación de horizontes bajo el signo de una fe ciega en el Progreso con mayúscula. Las palabras siglo XX que estaban constantemente en boca de los oradores del Centro Obrero para significar las superaciones irreversibles que se habían dado en todos los órdenes de la vida individual y social,1*) eran para todos, en vascuence y en castellano, la confirmación de los pasos adelante que daba el mundo, la demostración del movimiento y el sentido de la Historia, la promesa cierta de los avances que seguirían en la misma dirección con la fatalidad de un signo. Antes de aquella fecha había faltado a veces el trabajo-en Eibar en algún ramo de nuestras industrias locales, pero ordinariamente la mayor actividad que en tales ocasiones coincidía en otras ramas servía de compensación y no existía en nuestro vocabulario la palabra crisis que tanto había de atormentarnos después, como en el castellano de nuestros padres no existía la frase por supuesto, hasta que vino un barbero aragonés que lo decía y por razón de la novedad le quedó por mote, en premio a haber enriquecido nuestro léxico con una expresión más.. Recuerdo que ese neologismo de crisis, que lo era para los eibarreses, se dejó oír por primera vez en el ámbito de la villa aquel verano trágico de 1914, y quedó impresa en las mentes, por las circunstancias del momento de la novedad, como sinónimo de hambres en perspectiva, de desasosiego y malestar general; como la manifestación de un grave trastorno social que haría padecer sobre todo a los pobres. Y así como para las mujeres de París, cuando el debate constitucional del veto, materializaron esta palabra en Madame Veto, o sea en la figura orgullosa de la Reina, y para un compañero de la juventud socialista que yo me sé, la revolución social era una joven gracio- 1 0 ¿Quién había de pensar entonces, navegando en aquel optimismo de la época, la ola de salvajismo que antes de mediar el siglo desencadenaría la moda reaccionaria de las Dictaduras, el endiosamiento de los que se proclamaban' Fuertes, el imperio de los violentos, sin más política que la exclusiva de ella? ¿Quién había de decir el desprecio de la vida humana, el desconocimiento de los derechos más sagrados del hombre, la ausencia de toda caridad cristiana que habíamos de conocer con la floración de los fascismos? ¿Quién podía haber imaginado entonces un sistema social en que la policía estaría presente en todos los momentos de la vida civil, interponiéndose entre él y el hombre, entre el padre y el hijo, el esposo y la esposa, asistida de un aparato de represión en que a las Cárceles se añadirían los Campos de Concentración y las Cámaras de Gases? ¿Quién hubiera podido concebir un Gobierno que trate a los pueblos como rebaños que pueden ser transferidos de una latitud a otra, que practica la supresión física de sus indeseados en masa y el trabajo forzado de millones de hombres y mantiene en una especie de clandestinidad y secuestro a todo un pueblo de doscientos millones de almas —la sexta parte de la superficie terrestre—• como sustraídos al mundo, haciendo misterio de su vida y de sus problemas, como es el caso de Rusia, que para mayor escarnio se dice socialista? ¿Quién la política de asesinatos, persecuciones y monstruosidades jurídicas con que ha sido aherrojado el pueblo español, como es el caso de Franco, que lo es con la bendición de los Obispos y la gracia de Dios? ¿Quién podía haber adivinado entonces semejantes aberraciones? sámente envuelta en una bandera roja, mostrando una pierna y un amplio escote, de la que solía decir morosamente, ¡si viniera ahí la revolución social!, señalando seis o siete metros adelante en el camino, así la palabra crisis se materializó para nuestras pobres gentes del vascuence y la armería en un ente siniestro que precipitó a más de uno al suicidio. Me acuerdo cómo uno de aquellos días de angustiosa conturbación en que rodaba de boca en boca con resonancia fúnebre esa palabra intrusa, dos hombres oscuros se dieron muerte en la calle Unzaga, el mismo día y casi a la misma hora, en dos casas que se miraban fronteras la una a la otra. Era la crisis, aquello terrible de que se hablaba en todos lados, suscitando el temor de situaciones desconocidas. Y la crisis, en efecto, no fue nada menos que el cierre de fábricas y talleres. La guerra que la había provocado, a pesar de su vecindad y proporciones, no se interpretaba como una amenaza que pudiera envolvernos a los españoles, gracias a nuestra ausencia de más de un siglo del plano internacional y el drama de los pleitos de las naciones europeas. Pero sí significaba la imposibilidad de los caminos comerciales de que dependían nuestras actividades industriales de Eibar. Y lo que fue peor, significaba la moratoria para los créditos dispersos por el mundo, que constituían el capital de nuestros modestos patronos. Los de Turquía, importantes en aquella época, se perdieron definitivamente, de la misma forma que había de perder sus ahorros los tenedores franceses de los bonos de la deuda rusa. Y es que los industriales de Eibar, dicho sea en su honor, sólo ganaron cuando ganaban para equipar sus talleres con elementos nuevos y hacer crédito en los más remotos mercados, viviendo personalmente sin diferenciarse del común de los artesanos. Yo tuve ocasión de hacerlo observar muchas veces, presentando el ejemplo de nuestro Apochiano, que se daba mejor vida que su patrono. Con tanto, llegado el momento de la crisis, ninguno tenía reservas para aguantar el impacto, y como los bancos eran tan generosos como siempre, que dejan a uno el paraguas durante que no llueve, el personal obrero se encontró de la noche a la mañana en mitad del arroyo. Y si los patronos no tenían recursos, menos los tenían los obreros del montón, y el problema de subsistir se planteó al día siguiente con caracteres acuciadores. * * * La carretera a Marquina. La Economía liberal, llamada así en oposición a la intervenida, dirigida o socialista, tal como la concibieron los clásicos de la ciencia económica, es un sistema en que, igual que la naturaleza, todos los problemas encuentran por sí su solución. No hay sino dejarla obrar. Todo tiende naturalmente a corregirse mediante contenciones o aceleraciones, estímulos o refrenamientos, destrucciones o creaciones que obran automáticamente para restablecer el orden. Y todo al fin se remedia, es decir, vuelve a estar en equilibrio, sin más ayuda que la del tiempo. ¡Admirable si en el caso de la Economía, la masa en que se operan esas acciones y reacciones acomodaticias no fuesen los hombres con alma, con nervios y corazón! Esas soluciones confiadas así al tiempo, admitido que sean tales, resultan consideradas en perspectiva histórica. Con referencia al momento y a personas, representan no poca frustración e infinitos sufrimientos. Y no hay espíritu delicado que hoy pueda admitirlos sin el correctivo socialista en más o menos grado, resignándose al hecho de que aquellos a quienes no alcanzó la gracia de Dios, por decirlo así, tengan que ser sacrificados al éxito de los afortunados llamados a continuar la existencia social. Ni aún los apologistas del Estado totalitario, para los que en nombre de la Historia los individuos no cuentan, admiten este fatalismo y, al contrario, tratan la Economía con fuertes dosis de socialismo. Con arreglo a aquel principio liberal, la solución de aquel grave problema que se presentó al pueblo de Eibar, hubiera consistido sencillamente en la dispersión por el libre juego de la oferta y la demanda de toda aquella fuerza de trabajo vacante, de todas aquellas especializaciones que representaban un verdadero capital social de la colectividad histórica en que se habían formado, acudiendo a otros mercados de trabajo que habían entrado en mayor actividad justamente con motivo de la guerra. La naturaleza por su parte hubiese completado la obra, matando por hambre a los que no hubiesen sido capaces de ese desplazamiento por vieja querencia de su rincón aldeano. Pero, en este caso, aparte de que en general no hubiesen podido trabajar los eibarreses, separados de su medio, en las calificaciones profesionales que les correspondieran, llegada la hora, que llegaría más tarde o más temprano, de reorganizar las industrias circunstancialmente paralizadas ¿cómo improvisar el caudal de habilidad y experiencia que representaba aquel personal aventado a los cuatro puntos cardinales? Este era el argumento del Ayuntamiento ante las autoridades superiores y esa la manera de discurrir principalmente de los socialistas que dieron la pauta. Y ni corto ni perezoso el Ayuntamiento, rompiendo formalidades para las que no había tiempo y pasando por encima de trámites dilatorios que no se justificaban en tal urgencia, tomó sobre sí la carga del sostenimento de aquella masa de parados. ¿Con qué medios? Con los que fueren. Ya se sacarían los recursos si menester fuere de bajo l a í i e r r a . Y sobrevinieron en el proceso de esta asistencia, momentos en que se agotaron todos los disponibles a pesar de haber urgado en los presupuestos ordinario y extraordinarios pendientes, sin que hubiera más allá. Pero la necesidad que es el mejor maestro, sin que ningún mago tuviese que venir con el clásico cuento de Mefistófeles al «Emperador, el Ayuntamiento emitió su papel moneda a cargo de ese porvenir comprometido que se proponía salvar para que nos salváramos todos, y pudo seguir adelante. Y ¿cómo fue esa asistencia del Ayuntamiento a los parados? Lo más distante posible de una beneficencia. Desempolvó un proyecto de carretera de Eibar a Marquina por Izua y Barinaga que dormía en el archivo y a trabajar se ha dicho. Se formaron compañías de trabajadores, y los clásicos armeros tiraron de pico y pala como los más acostumbrados, a cielo abierto, siguiendo el trazado por las faldas del Urko. Y todo el mundo tuvo así un jornal; mas un jornal que cada cual había sudado previamente en un trabajo de utilidad. Así se abrió aquel camino, que algunos meses después, habiendo remitido la crisis, reintegrados los obreros a la armería y entregados todos a la fiebre de la producción para la guerra que se había revelado como un inmenso sumidero a que no bastaba el mundo, nos sería abandonado enteramente a dos o tres solitarios que nos permitíamos el lujo de pasear por él, al margen de aquella fiebre de ganar que abrasaba a todos, gozando de su encanto poético, sus paisajes y toda su paz de Dios, conformes con nuestra inveterada mediocridad. ¡Qué de paseos no hizo por entonces en aquella soledad augusta del camino nuevo, a que unas veces daban guardia las viejas hayas y otras los antiguos robles; qué de paseos, digo, no se dio por allí este peripatético, que había tenido que despedirse de -su oficio por la misma razón que los demás, prefiriendo en su caso apretarse un punto el cinturón y entregar sus horas libres al estudio de sus clásicos, en vez de sumirse en el aura sacra james que devoraba al resto* de los mortales! Y no porque su coyuntura no fuese tan tentadora como para otros, que eligieron el papel de nuevos ricos. * * * La cocina popular. No pararon ahí los arbitrios del Ayuntamiento para hacer frente a la situación ocasionada por la crisis. Al mismo tiempo que organizaba las compañías de trabajadores, puso por obra una cocina popular, que suministraba en masa raciones para las dos comidas del día a un precio mínimo; precio con el que se trataba nada más que cubrir los gastos y hacer que no desmereciera con la gratituidad el valor del suministro, evitando al mismo tiempo el degradarle con la apareiencia de una limosna siendo un servicio. Todo el mundo podía así subsistir sin necesidad de mayores recursos que los que no habían de faltar a los más humñdes y derrotados. Esto de la cocina popular era una idea sobre la que Madinabeitia había venido insistiendo desde tiempo atrás, no como un recurso eventual para circunstancias extraordinarias, sino como régimen normal, como una manera de emancipar a la mujer de la esclavitud del fogón, en un pueblo donde las comidas —el cocido tradicional— le robaba prácticamente todas las horas del día, obligada a cuidar constantemente del puchero, que no se ponía al fuego más tarde de las siete de la mañana. Puesta en servicio la cocina popular fue utilizada por casi todo el vecindario, unos por necesidad, que eran los más, otros por comodidad y economía, y no pocos por dar ejemplo y no distinguirse de los demás. Y la experiencia, coronada por el éxito, sirvió de precedente para remediar otras ocasiones de generales dificultades, que no habían de dejar de presentarse en el accidentado periodo de la post-guerra. En la circunstancia de esta crisis prjmera del estallido de la Guerra Europea, la providencia, por su parte, estuvo de nuestro lado, ayudando a la obra de la cocina popular con una abundancia de pescado que venía a venderse a precios tirados. Y los pescadores de Ondárroa hicieron liberales donaciones de camiones de sardinas a los armeros de Eibar en desgracia, en justa correspondencia a las muchas veces que éstos hicieron públicas cuestaciones en la villa, cuando las galernas del Cantábrico, que antes de la motorización de las embarcaciones pesqueras y de haber algún servicio metereológico, casi todos los años llenaban de luto los pueblos de nuestro litoral, añadiendo nuevos contingentes al número de viudas y huérfanos de la costa.. La naturaleza, a su vez, estuvo pródiga en toda clase de frutos, y jamás se ha conocido una cosecha tal de setas y hongos como la que aquel verano nos regalaron nuestros montes, que no habían sufrido aún el rigor de las bárbaras talas que siguieron a la guerra por obra de los altos precios de la madera. El mismo otoño, tan vario e inconstante a veces en nuestra tierra, prolongó sus días claros y serenos que son el encanto de la estación con sus ego-aizes que limpian la atmósfera, a beneficio de aquellos improvisados minadores que trabajaban a cielo abierto, habiéndose ocupado toda la vida en lóbregos lugares de trabajo, a la sombra de las estrechas rúas de nuestra villa. Y cuentan que la Sociedad de Socorros Mutuos de Artesanos de la villa de Eibar, jamás en su larga historia tuvo tan pocos enfermos a que ayudar como durante los meses de aquel régimen de trabajo al aire libre y aquella sana dieta de la cocina popular. * * * La tragedia de un hombre probo. La tragedia fue para el Depositario de Fondos Municipales, Justo Oregui: un hombre todo orden, todo método y todo escrupulosidad que aquel estado de necesidad hubo de llevarse por delante, atropellados por la fuerza de las circunstancias. Llegado el sábado, había que satisfacer los jornales de las compañías de trabajadores. ¿De dónde —se preguntaba consternado el tesor e r o— si esta obligación nacida de la noche a la mañana no se hallaba prevista en ningún presupuesto? Se habían iniciado —claro está— los oportunos expedientes de transferencia de créditos, que algún día serían terminados, y aún el de un presupuesto extraordinario para la construcción de la carretera cuyos trabajos se habían emprendido contando con el 5 0 % con que la diputación provincial habría de contribuir en su día, formalizadas que fueran las cosas y determinado que fuese no ser la obra de exclusivo interés local. Mas aprobado y todo el presupuesto extraordinario ¿de dónde iba a sacar el Ayuntamiento el otro 5 0% que tenía que aportar por su parte, a la hora en que aún los ingresos ordinarios no rendían ni mucho menos lo presupuesto? Mas la situación, de hecho creada audazmente por los socialistas del Ayuntamiento era más fuerte que todos los escrúpulos legalistas. Los obreros debían cobrar cada ocho días y se les había de pagar por encima de todo, tomando el dinero del capítulo que fuera y de cualquiera de los presupuestos no liquidados todavía. Y cuando se agotaron todas las disponibilidades y no bastó con desconocer capítulos y artículos, confundiendo los presupuestos para alumbrar el dinero indispensable, se fabricó papel moneda, que eso venían a ser los pagarés con que el Ayuntamiento satisfizo a los acreedores del comercio local, obligados más que nadie a ese crédito de confianza, por ser los más interesados en posibilitar la reorganización de las industrias, objetivo principal del sacrificio que se estaba haciendo, para cuando cambiasen las circunstancias, que habían de cambiar y cambiaron en efecto y antes de lo que se había creído. Pagarés que en el entretanto circularon en la medida necesaria haciendo su papel de dinero. Y así fueron pasando, a trancas y a barrancas, los meses difíciles. Vino y pasó el invierno con sus nieves y sus hielos y sus fiestas hogareñas entonces un poco aguadas. Y llegó la Primavera con sus flores, con el canto de los pájaros y las tradicionales fechas de celebradas romerías del contorno que encienden la sangre de la juventud y el recuerdo de los viejos. Y a mediados de 1915 empezaron a reorganizarse los talleres, habiéndose formalizado los primeros contratos de suministro para los aliados. Pero antes de esta solución que venía a justificar el esfuerzo realizado y las licencias que se había permitido el Ayuntamiento para mantener los equipos de trabajo sin dar lugar a su dispersión, las cuentas de depositario de fondos municipales- se habían enredado al infinito. El hombre, entrado en años, sudando sobre sus números y los papelotes de que se había llenado, perdió la salud. Y pendiente de aquel embrollo, lo que él consideraba su honor, su honestidad de funcionario, la integridad de su buen nombre, solía decir consternado que no tenía ni tiempo de morirse. Y no se moría en efecto, a pesar de su grave achaque que hubiese matado a otro cualquiera, pendiente él de su enredo, hasta que un día, andando el tiempo, a fuerza de hacer números, le cuadraron las cuentas y. . . se murió. * * * Amuátegui, el bueno y Chiclana, el malo. Claro está que los espíritus audaces que procedían por estas vías de hecho para hacer frente a aquella situación de crisis atropellando más de una formalidad buena para tiempos normales, no podían librarse de ser traídos en lenguas para bien y para mal. Y no es de extrañar que a las justas alabanzas de unos correspondiesen los dicterios gratuitos y hasta las calumnias de otros. Una anécdota de aquel tiempo servirá de ilustración y ejemplo. Cuando los enemigos de los socialistas tenían que referirse a Aquilino Amuátegui, éste seguía siendo el Chiclana de sus tiempos mozos toreriles y no le mentaban con otro nombre que esa alias con que figuró en los carteles. Para los que le apreciábamos, en cambio, el Chiclana, aunque no le ofendía el que le llamaran así, dejó de existir desde su camino de Damasco y no hablábamos sino de Amuátegui con entrañable respeto. Pero he aquí una pobre mujeruca, viuda, de Vergara, que casó en Eibar con un bebedor, que no estaba en antecedentes de esta dualidad. Establecida en Eibar había tenido ocasión la pobre de recurrir a Amuátegui en alguna de sus desdichas familiares que había de remediar el Ayuntamiento con sus acostumbrados auxilios temporales en especie, quedando agradecida de la diligencia del Concejal. Y un sábado, en el corazón de aquel Invierno difícil de la crisis, hete ahí al bebedor de su marido que volvía del tajo con las manos vacías, diciendo que no habían pagado a los obreros de su compañía, porque el Chiclana se había robado los dineros del Ayuntamiento. La infeliz mujer que se figuraba algún asalto a mano armada, no tardó en correr con la queja a casa de Amuátegui, diciendo que por culpa de aquel Chiclana tan traído y llevado por todos y que debía de ser algún ladrón acostumbrado a la impunidad, estaban en su casa que no tenían ni para las raciones de la cocina popular. Y como Amuátegui estuviera a punto de sentarse a la mesa con su familia para repartirse el rancho que acababan de traer de la cocina popular —que así decíamos de sus cocidos y sus guisados a la manera del cuartel— invitó a la denunciante a la mesa, y como aceptase por cortesía o por necesidad, cenó la pobre con Amuátegui y los suyos, no sin volver ella más de una vez sobre el desaguisado de aquel fementido ladrón a quien debieran ahorcar —decía— para contrastar su hazaña con el generoso proceder de su protector. * * * El sueño de Enrique IV. En el verano de 1915 estaban reorganizados los trabajos de la armería después de casi un año de cierre, y la carretera de Eibar a Marquina quedó en lo alto de Izua, antes de alcanzar la raya de Vizcaya. En Francia, la guerra se había estabilizado después de la batalla del Marne. Los ejércitos se atrincheraron fuertemente uno frente al otro, desde el canal de la Mancha hasta lá frontera suiza, y todo se reducía durante meses y meses a un gasto enorme de municiones, con una usura acaso no menor que la de la guerra de movimientos, en cuanto a sufrimiento humano. Los aliados aprendieron de los alemanes la utilidad de las armas cortas para ciertos momentos de esta guerra de trincheras, y esto dio la oportunidad de trabajar a las industrias de Eibar que habían cerrado al estallar las hostilidades. Y entonces empezó aquella fiebre de trabajar día y noche, los días de labor y los de fiesta; los patronos con la ambición de la fortuna que veían venir, y los obreros con el apetito de ganar más que de ordinario, después del prolongado ayuno porque habían pasado. Apenas hubo cuestiones sindicales, no obstante la escandalosa subida que experimentaron los precios de los artículos de primera necesidad. Había margen para todo y no era cosa de perder el tiempo en vanas disputas, no fuera a sorprenderles el estallido de la paz. Y aun se podrían permitir unos y otros, liberalidades como aquella donación colectiva que hicieron de un día de jornal, los obreros y un día de ganancias los patronos, a favor de los huérfanos de la guerra en Francia; noble gesto que organizó el eibarrés Ignacio Zuloaga, encabezando la suscripción con un cuadro salido de sus pinceles, que se rifó con un éxito extraordinario. Sólo algunos pobres, que dependíamos de un modesto sueldo fijo en la Administración, nos encontrábamos en aprietos con nuestro presupuesto familiar desnivelado. Pero aquí es de alabar el milagro de nuestro Ministro de Hacienda. Por lo que respecta a la de mi reino, porque cada cual es rey en su casa, difícilmente habría otra que lo pudiera hacer mejor. Verdad es que llevaba la ventaja del buen conformar del soberano a quien llaman pueblo, que lo era yo, además del rey. Y dizque este pueblo soberano, con su buen conformar y bajo la sabia administración de su irremplazable Sully, jamás fue tan dichoso como en aquella coyuntura, habiendo llegado incluso a realizar el sueño del buen Enrique, la pouie au pot que el bearnés quería para cada uno de sus subditos. Porque en aquel desorden de los precios, aquella vanidad de los snobismos improvisados y las locas disipaciones de todos, la economía había descubierto el secreto de que la carne de ave —no exportable—• resultaba más barata que la del ganado vacuno, disputado en pie por los projiteurs de guerre que hacían contrabando^ por los Pirineos improvisando verdaderas fortunas, repitiendo lo de agua, sol y guerra en Sebastopol, que dijeron los de otra generación. Y los de las vacas gordas, por snobismo, compraban lo más caro. Y aquel rey de su casa que dije, a quien para colmo de felicidad le había nacido una princesa, se iba de paseo en sus mañanas libres de obligación por aquel camino de paz y soledad que los armeros de Eibar habían abierto por el flanco del Urko, podría decirse que exclusivamente para él, puesto que por aquel entonces ocupado y apresurado para los demás, era él el único usuario de la obra realizada y se sentía, marchando sobre el pavimento virgen aún, como un emperador a quien montan óperas para él solo. Y mientras allá, en el fondo del valle, sonaba el rumor de la colmena con su delirio de la producción acelerada para el sumidero de la guerra, él se hacía acompañar de los sabios que han sido, ajeno a aquella fiebre, tomando consejo de todos ellos y aprendiendo de maestros, como el que sólo pudo darse un Alejandro de Macedonia, de preceptores como Séneca, el cordobés, hecho a enseñar en imperiales palacios, de regios instructores como Descartes, mentores como Fenelón, consejeros áulicos como Goethe, ministros como Disraelí y profesores, entre los cuales y para dejar la historia, sólo citaremos a Unamuno, su paisano, y a Ortega y Gasset, que empezaba a brillar en el horizonte para ser luego una de sus delicias. Y cuando terminada la guerra el más lerdo podía regalarse con el agua de Bilbao —así llamaban al Champaña en los lugares de disipación de la prodigalidad conque lo tomaban los nuevos ricos de Vizcaya— este privilegiado a quien habían rendido servicio tamañas capacidades, había de conformarse, limpio como dicen aquí de los sans-le-sou, con la fortuna de haber aprendido algo en orden a los verdaderos valores de la vida. Y aunque su elección tampoco estuviera a salvo de vanidad, ya que todo es en el mundo formas de la vanidad, ¿qué duda cabe que los suyos, eran valores más sólidos y más preñados de consuelos que los marcos, los francos y los barcos que se llevaron la mayor parte de aquellas locas ganancias de los otros? * * * Cómo el dolor como la risa, anda por barrios. Recuerdo, en la cabecera de aquel camino abierto en la montaña por nuestros armeros en crisis, un día de los claros que se dan en el otoño, cuando el viento barre el cielo y la atmósfera más diáfana que de ordinario reduce las distancias y hace aparecer más próximas las lejanas sierras. Entre la peña de Amboto, en Vizcaya, y las sierras de Navarra, el Udalaitz, Aitzgorri y la pirámide del Larrunarri, en el Aralar, destacaban nítidamente su perfil contra el azul del cielo. Y un abate francés, que habían venido a visitar sus siervas de dicha nacionalidad establecidas en Aldatze, en la casa-torre de Mallea, se sumó a mi para dar suelta a una serie de exclamaciones que se le escapaban del pecho en su lengua del otro lado del Pirineo: —¡Qué serenidad la de la naturaleza, aquel bello día! ¡Qué espectáculo el de aquel semicírculo de montañas! ¡Qué colores los que vestía el paisaje ante el anuncio del invierno que se echaba encima! Pero sobre todo ¡qué paz la de nuestras vidas! ¡Qué sosiego el de nuestras almas en aquel rincón al que no llegaba el estruendo de la guerra! Así lo veía el abate francés transeúnte deslumhrado sobre el paisaje que ofrecía aquel mirador de Izua, tibio aquel día y más claro con el viento solano que soplaba de la parte de Álava, puerta abierta sobre la estepa castellana, que a su vez se comunica con el África. Así lo veía desde su dolor al pecho de la Francia destrozada, teatro de la furia desatada de dos inmensos ejércitos que la locura humana había opuesto eí uno al otro, para una destrucción sin precedentes. Y, sin embargo, andando el tiempo, también habían de llover los obuses sobre aquel camino de paz y tranquilidad entonces, batido por los cañones de los facciosos en Arrate. ¿De quién ha sido la culpa? me suelo preguntar a veces. Acaso nuestra, quizás por no haber accedido a aquello de las vacaciones de la legalidad que reclamaban los desconfiados, cuando advino tan limpia y serenamente la segunda República. Cierto que algunos de aquellos jabalíes ahora sirven a Franco disfrazados de beatas, probando que no era su amor a la República lo que arrancaba sus aullidos. Pero, evidentemente, tampoco nuestra juricidad, sirvió para otra cosa sino a dar aliento y facilitar su labor criminal a los que preparaban la destrucción de la República. Algunas veces me acordé del abate francés del camino de Akondia, cuando a nuestra vez, clavado en el pecho el dolor de nuestra España destrozada, perdida para nosotros a manos de traidores, paseábamos nuestra tristeza de exilados por el bosque de Fontainebleau, antiguo lugar de caza de los reyes de Francia, habiéndonos confinado la policía en Melún. Como para el abate de aquel encuentro ocasional en Izua ¡qué serenidad la de la naturaleza bajo aquellas bóvedas de follaje! ¡Qué espectáculo el del histórico río con sus aguas mansas! ¡Qué verde nuevo no vestía el paisaje en aquel pedazo de la Isla de Francia con el renacer de la primavera que presidió nuestra derrota! Pero, sobre todo ¡qué dicha la de aquellos franceses, maestros de bien vivir, que el domingo invadían con su alegría y sus risas el silencio de aquellas soledades con que me regalaba yo los días de labor! Mas la guerra acechaba una vez más también sobre aquella paz y aquella dicha de vivir, que asimismo estaban destinadas a naufragar en la catástrofe que les aguardaba poco tiempo después. Y después de haber bebido ellos también el cáliz de la derrota, franceses y españoles, y desplazados de todo el mundo por la brutalidad de los acontecimientos, habríamos de aguardar de este lado del mar, —yo en este país del trópico animado por la fiebre del petróleo— la hora de la justicia. Que ha sonado para todos, menos para nuestra pobre España peregrina, cargada con la tragedia de tener razón contra todos. Neutrales y beligerantes. Quizás en aquella ocasión de la guerra contra el Kaiser fuimos unos solemnes ojalateros y hoy nos lo están cobrando los dioses exigentes. No se trata de discutir ahora si los frutos de la victoria, tal como hicieron o contribuyeron a que fueran nuestras inhibiciones, habrían justificado el sacrificio. Se trata de que en el fondo, nuestro neutralismo no procedía de las dudas que pudieran caber respecto a la justicia que reclamaban los unos como los otros, sino de la falta de espíritu de sacrificio. Se trata del pecado de haberla vivido solamente como la ocasión y la oportunidad de provechosas especulaciones, negociando con la tragedia. Digo fuimos en plural sin excluirme, a pesar de que en vez de especular con la guerra padecí la especulación en mi economía, obligándome a -correr un punto, el cinturón, y a despecho de que personalmente estuve por nuestra beligerancia. No como el autor de Neutralidades que matan, que, muerta la fiera, se limitó a correr a París a rendir homenaje a los vencedores. Estuve por la beligerancia como partidario incondicional de tomar nuestra parte en el dolor y el sacrificio de los que hubieron de sufrir la agresión. Y digo arriba fuimos, porque nunca acerté a contestar satisfactoriamente a los pacifistas ortodoxos que en el café donde ocurrían nuestros debates, me argumentaban diciendo que estaba abierto el camino para los que quisieran marchar como voluntarios a las trincheras. No era verdad del todo esto último, ni era lo mismo afrontar individualmente un problema de naturaleza nacional o colectiva; mas lo cierto es que, en el entretanto discutíamos desde una posición u otra, todos aparecíamos a cierta distancia como unos ojalateras, a bien con aquella neutralidad oficial que nos permitía trabajar para la guerra y comerciar con los beligerantes sin entrar por las quiebras de ella. Cierto que nos apasionaban las dramáticas incidencias de la lucha y a cuenta de ellas nos dividíamos en aliadófilos y germanófilos y a veces llegábamos a las manos. . . Pero todo esto ocurría como ocurren las broncas de los aficionados en el tendido. En el ruedo, allá donde los actores no morían de mentirijillas sino de veras, estábamos enteramente ausentes. Apenas algunas Compañías de voluntarios catalanes respondieron al prestigio de la raza y dijeron ¡presente! al llamamiento de la historia. Recuerdo de un avieso contradictor cuyo nombre no diré, que trataba siempre de retratarnos a los aliadófilos de este lado de la frontera que nos sentábamos a su mesa en el café, con la figura de Joaquín, el Alguacil, en su asiento de honor y de derecho en el Frontón Astelena. Cada vez que jugaban los de Azcoitia, nuestro jefe de policía municipal, dominado por su patriotismo de la patria chica, ayudaba con la intención a sus paisanos, tensando todos los músculos de la cara, contrayendo ahora un hombro y luego el otro, levantándose y volviendo a sentarse, •y empujando o deteniendo con el gesto la pelota, según fuese la de ganar o de perder, completamente enajenado de todo su derredor. Los espectadores que no habían apostado a rojos ni azules y no tenían otro interés que el espectáculo, no sabían si ver el partido en la persona de Joaquín o en el juego que los pelotaris desarrollaban en la cancha. Pero cuando en las corridas de San Juan le tocaba estar de servicio en el callejón de la plaza para impedir el paso de los espontáneos, no tenía tiempo de ensimismarse, sino que todo él era ojos para evitar al toro a una legua de distancia. El hombre, a pesar de su uniforme no exento de algún arreo militar y con toda su buena voluntad y su deseo de cumplir todo lo que el deber significaba para él, sin poderlo remediar, demostraba ser mejor para ojalatera en el tendido, que no representante de la autoridad donde a veces asomaba el toro y uno podía dejar la vida en las afiladas astas del bruto. La nueva Casa del Pueblo. Aquel remanso sindical de la guerra en que hubo buenos jornales sin necesidad de huelgas, fue aprovechado por nosotros para dar un empujón al proyecto de la Casa del Pueblo. En 1914, poco antes de que se produjera la conflagración, navegando aun en pleno optimismo, se había contratado con una compañía donostiarra la ejecución del proyecto, sin sospechar la inminencia de aquel accidente internacional que sorprendió a otros mejor enterados que nosotros. Y una vez cerradas las fábricas y metidos en las graves preocupaciones que siguieron para los socialistas, con la responsabilidad de tanta gente parada, fue obligado rescindir el contrato y esperar prudentemente tiempos mejores. En 1915, luego de reorganizarse el trabajo en las industrias, tuvieron lugar unas muy reñidas elecciones municipales que, contra lo que esperaban los que nos suponían quebrantados por el bache que habíamos tenido que salvar, fue un triunfo para los socialistas. Aprovechando el entusiasmo de aquel triunfo se volvió sobre el asunto de las obras de la Casa del Pueblo y se decidió llevarlas a efecto por etapas, acometiendo primero la construcción de la primer planta, tocándome a mi el ser el ecónomo honorario de esta comprometida empresa. No esperaban los enemigos, atentos a vernos naufragar en el empeño, que luego de haber atravesado tan honda crisis pudiéramos hacer frente a las obligaciones en que nos embarcábamos, sabiendo que no habíamos terminado aun de pagar el solar y conociendo las proporciones del proyecto. Sospechaban además cierto tropiezo de orden interior que teníamos y era el secreto de dos o tres. Grave tropiezo, al que, sin embargo, no cedimos en nuestro firme propósito de comenzar los trabajos y del que Amuátegui decía en la intimidad, agarrándose con las dos manos la cabeza, que preferiría una desgracia familiar a semejante evidencia si ésta se producía. Su diligencia lo remedió, removiendo cielo y tierra a favor del amigo comprometido, que salió airoso del paso, sin dar gusto a los que conspiraban para dejarle en mal lugar a aquel hombre por lo demás bueno, por odio a los socialistas. Se hicieron oportunamente los depósitos bancarios que determinaba la licitación y comenzaron las obras. Y una vez más defraudamos a los enemigos. Luego todos los obstáculos legales y administrativos con que venían oponiéndose al proyecto con la complicidad de la diputación reaccionaria fueron vencidos, por la sencilla razón de que siendo arbitrarios, no podían tener otro efecto que el dilatorio, que hasta cierto punto nos había convenido. Por lo demás, la obra se realizó cubriendo toda la primera etapa que nos propusimos y todos los vencimientos fueron atendidos con normalidad. Y con este primer paso, la cosa estuvo en marcha, y aunque quedaba mucho para coronar el proyecto, ya se completaría el edificio, como fueron completándose, en fuerza de perseverar en la fe, las viejas catedrales. Allí estaba también la de Vitoria, tardando años y años en levantar del suelo, y eso que la sufragaban los millonarios de Bilbao para hacerse perdonar sus muchas explotaciones. Aquella capacidad administrativa, forjada sobre el yunque de los dicterios y las calumnias de que habían sido objeto los socialistas de los tiempos heroicos, presentándoles como unos vividores que se aprovechaban de las cuotas de los incautos, y que era la reacción natural a aquellos ataques injustos, acababa de presentar una prueba magnífica, que los mismos enemigos tuvieron que reconocer, viéndonos instalados en aquel hermoso nuevo local, sentado en el lugar más lucido y público de la villa. ¿Cómo extrañar que cuando la guerra civil, las bombas fascistas no la perdonaran, sin convertirla con fruición en ruinas? * * * La inauguración de la Casa del Pueblo. Indalecio Prieto, que había intervenido en el acto de colocación de la primera piedra de la Casa del Pueblo, en 1911, intervino también» en el de su inauguración, que debió ser hacia la Primavera de 1917, hablando entre Aquilino Amuátegui, nuestro tribuno más calificado, que lo hizo en vascuence y León Jouhaux, secretario de la Confederación General del Trabajo, de Francia, que se expresó en francés.1 1 La circunstancia de la guerra que hacía furor en tierras de aquella nación hermana y el carácter aliadófilo de nuestro pueblo, que lo era por amor de la libertad sin dejar de serlo por interés, dieron un especial relieve a aquel acto trilingüe, que ha quedado en histórico en los anales del movimiento social en Eibar. El doctor Madinabeitia estaba entonces en el zenit de sus entusiasmos por Eibar y cuidaba de su obra entre nosotros —si se me perdona mi propensión a compararle con el Apóstol de los Gentiles— con el amor y el celo paternal que aquél debía poner en la más querida de sus iglesias del Asia. Y no perdonaba su contribución a nadie en no sé cuántas leguas a la redonda, y según la especialidad de los talentos a que obligaba a pechar, nos traía de sus correrías por los estudios de sus amigos artistas de Vizcaya, cuadros, libros, música, etc., para enriquecer nuestra Casa del Pueblo. Y no me cabe duda de que aquella combinación trilingüe del acto de la inauguración, fue también obra de sus originalidades, que bastaban ocurrírsele para que fueran puestas por obra. Por otra parte, no había prestigio alguno a su alcance que no rindiera a su propósito de hacerle pasar por nuestra tribuna, como si ésta fuese una aduana levantada entre San Sebastián, Bilbao y Vitoria, donde les era obligado pagar tributo a los ingenios que transitaban por aquella zona. Sospecho que el único con quien fracasó nuestro admirable doctor, aunque no lo dijera, porque tenía su amor propio, fue con Pío Baroja, su colega en Cestona, cuando él, Madinabeitia, ejercía la medicatura en Iciar, de Deva. Porque habiendo empezado a preparar el terreno haciéndonos releer a los jóvenes los libros de su amigo, novelista de tipos paradójicos y extravagantes, rebeldes e inadaptables, no recuerdo que estuviera nunca en Eibar el autor de IMS inquietudes de Shanti Andia. Seguramente porque el ácido escritor a quien podría suponérsele poseído de la fiebre de los medios anarquistas, no pasaba en verdad de ser un pacífico burgués de buenas costumbres, con el culto de su tranquilidad y comodidades, y aquella gabela que reclamaba nuestro doctor de sus paisanos con algún nombre, le parecería, cuando no una impertinencia, porque Madinabeitia es uno de los pocos a quien Baroja menciona con cordialidad, si acaso como una molestia a que no supo avenirse. Además no simpatizaba con los socialistas, a causa sin duda de su experiencia de patrono como industrial panadero en Madrid, cuando las pequeñas guerras sociales, y nuestros fervores, nuestras devociones y aquel apostolado mismo de Madinabeitia le parecían, creo yo, una beatería en que no podía comulgar. n Sobre este acto trilingüe, véase nota en la pág. 206. Unamuno, en cambio, una vez más estuvo con nosotros y honró con su sabia palabra la tribuna de la Casa del Pueblo. Fue pretexto para ello la inauguración de la biblioteca, continuación de aquella del Centro Obrero en que habíamos apagado los primeros ardores de nuestra sed de espíritu. * * * Inauguración de la biblioteca. En realidad la biblioteca ya estaba tiempo hacía, funcionando, pero entraba en los procedimientos de Madinabeitia, hacer honor a ella con aquella especie de solemne bautismo y brindar al mismo tiempo al maestro, un motivo que a su vez le honraría, pues los sabios se honran sobre todo de la ganancia moral que les deparan los sedientos de aprender. Y no se apartaba mucho el rector de la Universidad de Salamanca en lo de creer con el doctor Madinabeitia, que no eran los Centros Obreros y las Casas del Pueblo donde hubiese menos estudio que en muchas universidades; universidades a su manera, estos centros donde la verdad de la vida, la sociedad y los hombres, que es ciencia bastante más alta que muchas técnicas académicas, quizás se aprendía mejor que en ninguna otra facultad. Pero el maestro, que siempre era singular, así como en la ocasión del Quijote, novela social, improvisó una notable conferencia a beneficio de media docena de circunstantes, ahora que se había llenado el amplio salón y los aledaños de la Casa del Pueblo para oírle, incluso con gentes que habían venido de otras localidades, nos salió con una charla familiar, si bien no menos notable que cualquier disertación académica con toda clase de requisitos. Lo más de la charla fue recordar a Tomás Meabe en sus tiempos del ¡Adelante! de Eibar, y La lucha de Clases, de Bilbao, donde —en La lucha de Clases— él mismo había acostumbrado su pluma a los combates. La razón de este tema era que el soñador que fue Meabe y había transitado soñando por el mundo, naufragó con todo y sus estudios de la Escuela Náutica en que había cursado en los escollos de la vida práctica, y como un pájaro herido se había ocultado de todos, para morir ignorado, sin cargar a nadie y donde no le vieran. Hasta que le descubrieron unos buenos amigos en un barrio extraviado de Madrid, a tiempo aún de recoger su último suspiro. A pesar del contraste que parecía advertirse entre el temperamento religioso de Unamuno y la osadía ateística de Meabe, en el fondo no era tanto el contraste, porque el deísmo especial de Unamuno se permitía con Dios, libertades propias a que algunos le calificaran de ateo, y el ateísmo de Meabe denotaba una mística con que se traicionaba a sí mismo, descubriendo una intimidad eminentemente religiosa. Y ambos además tenían una cosa en común: su recia originalidad respectiva. Pero una cosa les distanciaba. Lo que Unamuno tenía de genial, tenía de egoísta —él hubiera dicho egotista, aunque no le gustaba construir con ese sufijo— y su angustia, sus agonías, su sentimiento trágico de la vida, centrábanse en la muerte, en la ingrata posibilidad de un no ser, en la frustración del anhelo de ser en la eternidad que era el de su alma. Y de ser él, don Miguel, con su carne, sus pensamientos y sus contradicciones del espíritu. Para Meabe, en cambio, ni para su amigo Madinabeitia, no consistía el sentimiento trágico de la vida en la contradicción e inevitabilidad de la muerte, sea cual fuere el misterio a que ella nos abre la puerta, sino en la necesidad de justicia, que siendo necesaria para su espíritu, sin embargo, parece ausente del gobierno que preside a la creación. La muerte para ellos podía ser la bienvenida, y eso que Meabe la había maltratado muchas veces con el epíteto de La Abonadora, cuando se cebaba en sus amigos en flor, hiriéndole en aquella fibra sensible de la necesidad de justicia. Y no creo equivocarme pensando que en aquella resignada agonía que quería pasar discretamente ignorada de todos, la esperó como a una santa hermana portadora de consuelo. A Madinabeitia creo serle fiel imaginándome en los días crepusculares de su vida rota por traidora enfermedad, en lo mejor de su carrera, cantando gozosamente aquello de: Loado seas, Señor mío, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual hombre alguno podrá escapar. . , 1 2 Pero la justicia.. . ¡Ah la justicia! ese era el tormento. Tormento trágico, porque no se le advierte en la vida ni en la muerte. Porque si hay otro mundo, ¿quién nos garantiza de que no ocurra en él lo mismo que en este de aquí, siendo obra los dos del mismo autor? Por lo pronto, la escatología de los teólogos, con su cielo y su infierno no entraña menos contradicción que la de este mundo con sus pobres y ricos, sus desgraciados y sus mimados de la fortuna, con la agravante de la infinitud de sus extremos y su eternidad, sin el remedio siquiera de la muerte. 1 2 También Indalecio Prieto, otro atormentado de la justicia, dijo una vez a los periodistas que, en ocasión de una crisis ministerial de la República, le preguntaban qué es lo que quería ser: —Querría s e r . . . ¡cadáver! Breve paréntesis. Prieto que tuvo conocimiento de estas notas cuando circularon por primera vez entre los amigos de Eibar, tuvo la delicadeza de mandar copia de los apuntes relativos a Tomás Meabe a su viuda, Julia Iruretagoyena, y a su hermano Santiago Meabe. Julia Iruretagoyena, la santa mujer de aquel santo laico, vive como refugiada en México, habiendo perdido a su único hijo en el frente de Madrid a poco de comenzar la guerra civil. ¡Hasta ese punto hubo de probarla el destino! Santiago Meabe, buen amigo nuestro en Eibar, cuando su residencia en Ondárroa, a pesar de que algunas socialistas bilbaínos no le olvidaban fácilmente sus encuentros de cuando el furor bizcaitarra en la capital de Vizcaya, apasionado él de su fe como su hermano de la suya, representó un buen papel en octubre de 1934 y durante la guerra civil, luchando a favor de la República, que había saludado con entusiasmo. Desde su prisión flotante —uno de los Mendis de la bandera de Bilb a o— en 1934, mantuvo recia correspondencia con los presos eibarreses de la cárcel provincial de Pamplona, y a juzgar por esta correspondencia, no deja de tener un talento literario y una originalidad que recuerdan a su hermano. A raíz de la evacuación de Cataluña en febrero de 1936, se refugió en Francia y pasó toda o parte de la ocupación alemana en la región de Calvados. Más tarde, me dicen, que ha vivido en Bayona. Como cuando aquella fiebre en que ardió la nación judía propensa a catastróficos levantamientos —los Judas galileo y los Theudas, citados en los Hechos, y la guerra de Vespasiano y Tito, referida por Flavio Josefo— la novedad del cristianismo representaba la superación de aquel estrecho nacionalismo racista y exclusivista, borrando toda distinción, no ya con los samaritanos sino aun también con los gentiles, haciendo prevalecer en el lugar del israelita el concepto universal de hombre, en el que habían de darse todos los progresos morales de la historia, así Xanti Meabe se había superado a sí mismo, y tiempo hacía que vivía los grandes problemas de la humanidad en que no caben vascos y maketos, sino hijos de Dios todos comprados al mismo precio para la ley de gracia. Sin perjuicio, claro está, que los vascos hablen vasco si así les place, pues el Espíritu Santo daba el don de lenguas, justamente para que aquella verdad universal de la Buena Nueva fuera dada a entender en todos los idiomas. Y sin perjuicio de que un eibarrés universalista pueda recrearse recordando las cosas de su txoko, de su rincón entre montañas, porque si uno ama al prójimo, a la Humanidad, de una manera especial a los padres y a la elegida de su corazón, respecto a los cuales no hay cosas pequeñas. N La Cigarra, la Hormiga y la Sinagoga. Mas volvamos a la charla de Unamuno en la tribuna de la nueva Casa del Pueblo. Fue en aquella ocasión y circunstancia que el profesor de griego en Salamanca calificó de inmoral la fábula de la Cigarra y la Hormiga y de muy hipócrita a ésta. La Hormiga —decía hace que hace sin hacer nada. Es, con tanto, un perfecto simulador, un acabado Tartufo. La Cigarra, en cambio, paga indudablemente lo suyo a la república con su canto, mejor que muchos que parece que trabajan mucho y en realidad no hacen nada. Y esto lo dijo para significar que Meabe, con el canto de sus fantasías y sus sueños con que nos regalaba en nuestro ¡Adelante! no había trabajado menos que cualquiera otro de aquella laboriosa colmena de Eibar, con trabajar allí todos de verdad. ¡Cuántas vueltas, dobleces, pliegues, entresijos y revueltas; cuántas puntas no le fue sacando luego de aquella charla, a esto de la Cigarra buena y la Hormiga hipócrita, hasta agotar todos los ángulos posibles de la consideración de la idea, como hacía con todas ellas! También nos refirió en aquella misma ocasión la anécdota de cierto viejo eibarrés del tiempo de nuestros padres, que queriendo pasar de radical y pretendiendo invocar algo más allá de todo lo existente, exclamaba: \Sinagogia biarko genduke! ¡Necesitaríamos una Sinagoga! Pues>bien —decía el conferenciante— aquello que habíamos hecho con el nombre de Casa del Pueblo, en realidad era una Sinagoga. Y yo digo ahora, que mucho más de lo que creía el maestro Unamuno, con estar acostumbrado él a pisar los centros obreros y ver sus gentes, era aquello una Sinagoga, con sus profetas mayores y menores y no pocas especulaciones mesiánicas. Justamente por aquel entonces, o poco después, empezaba a levantarse en el horizonte de las almas que ardían en la cálida atmósfera de los centros obreros, sin exceptuar a nuestra Casa del Pueblo, la visión de la santa Rusia, de la Rusia agónica, que él diría, atormentada del hambre y sed de justicia con que nos la habían presentado los grandes autores de su literatura, que estaban allá en la biblioteca, y que habiendo muerto a la guerra y despertado a la revolución, hacía soñar a todos en la realización de una nueva Jerusalen sin lágrimas ni más problemas sociales. Nueva Jerusalen que al compañero Zapata, por ejemplo, llamado así por ser hijo de un remendón de portal, el más ardiente de los apologistas de aquel paraíso del amor libre que prometía venir a ser el antiguo imperio de los zares, sin salariado, sin cadenas, sin código, sin policía ni cuarteles, donde cada cual haría lo que le permitieran sus fuerzas y recibiría sus necesidades,13 puso como al etiope del capítulo VIII de los Hechos de los Apóstoles en devota peregrinación, camino de aquella santa Rusia que estaba en los sueños de todos los compañeros. Sólo que este leuco-etiope que digo, no pasó más allá del Adour, al advertir en Bayona que no le quedaban más dineros que los justos para regresar al punto de partida. ífc $ íjt Agosto de 1917. La huelga general revolucionaria de agosto de 1917, que a pesar de su fracaso sacudió fuertemente los cimientos del régimen, transcurrió en Eibar sin violencias mayores, no habiendo sido necesarias para que se paralizaran todas las actividades. Por otra parte, ni la guardia civil, grandemente reforzada, osó meterse con los obreros, ni éstos creyeron convenientes hechos de fuerza para los que, sin embargo, se habían preparado. Fueron los de la huelga ocho días de febril expectación en derredor de la Casa del Pueblo, si bien velando las armas, porque la batalla, tal como estaba planteada, había de ser ganada o perdida en la esfera nacional, con la ayuda de los obreros y las acciones que fueren necesarias por parte de éstos, mas alrededor de la cuestión política emprendida por los parlamentarios en rebeldía que iban a reunirse en Barcelona. Deliberadamente los socialistas limitaban su ambición del momento a un resultado político —Cortes Constituyentes— para que el espectro de una guerra social no asustara a las fuerzas burguesas que se proponían realizar el cambio político que correspondía a su papel histórico; lo cual denotaba sentido de responsabilidad, control de fuerzas y disciplina. Era desde entonces la misma generosidad política con que estuvimos presentes en diciembre de 1930, cuando lo de Jaca; la misma que usamos después del glorioso 14 de abril al intento de sacarle a fuerzas y a una plenitud propias al nuevo régimen, procurando su salud como la de un hijo, y la misma con que le defendimos en 1934 y a lo largo de los treinta y dos meses de guerra cuando la traición de los militares, a despecho de la veleidad maximalista de que al cabo se nos contagiaron algunos elementos del partido. Hay quienes reputan aquel romanticismo, más que una tontería: una claudicación del espíritu de clase, a que no debíamos habernos prestado los socialistas. Cabe esta 1 3 No se concebía la Revolución social para menos que el milagro de ese ideal que se suponía realizable de la noche a la mañana, y toda la literatura que luego se fue haciendo para exaltar la Rusia bolchevique, a pesar de fabricarse con fines propagandísticos, no bastó a mantener el místico prestigio de la primera hora, que no podía ser expresada en gráficas, estadísticas y figuras de que podían hacer igual alarde otros países. Aquel sueño que se había soñado era cosa de justicia y no de números. crítica de buena fe, y a veces la han hecho elementos calificados de derecha entre los tildados de reformistas. Pero, ordinariamente, los detractores que condenan nuestros pecados de ingenuidad, no censuran en esta palabra sino la honradez de pensamiento y obra que acreditamos en aquellas y todas las ocasiones. No valía, según ellos, aquel objetivo el sacrificio a que nos prestábamos, ni logrado que fue el que le defendiéramos tan a nuestra costa. Ellos, los sedicentes verdaderos representantes del proletariado,14 no incurrían en semejante candor. Por su parte, instaurada la República, procuraron toda clase de excesos en los que no pocas veces les ayudaron los más reaccionarios, a la intención de abrir un abismo de sangre entre la República y los obreros, para matar la ilusión política del nuevo régimen en las masas, con miras a su negocio político particular o partidista, dificultando el desenvolvimiento de aquella experiencia y propiciando de hecho la reacción que ganaba fuerzas con la proyección propagandística de este desorden. Pero cuando la reacción se hizo fuerte y la amenaza se convirtió en realidad pronta a las vías de hecho, pasada el agua y consumado el daño, los voceros de aquella nuestra antigua posición, predicando una unión antifascista con la más amplia base liberal burguesa y limitando su finalidad a lo más preciso político e inmediato. Se me dirá que no son tontos y una vez más proceden con sus acostumbradas reservas mentales. Peor que peor, tanto si se trata de justificar los excesos de ayer como si de cohonestar el oportunismo de ahora. ¡Dolorosas lecciones de las que sin embargo, no aprendemos unos ni otros! * * * Vencidos pero no humillados. En aquella ocasión de 1917, el doctor Madinabeitia, que no comulgaba en el aventurado intento revolucionario, ironizaba en la intimidad frente a Amuátegui que estaba de lleno en los1 preparativos y comprometido en misiones delicadas, burlándose de aquella revolucioncita a que se iba a base de pistolas de Eibar y consignas que se limitaban a atraerse las tropas gritando ¡Viva los soldados! El ejército que había inspirado algunas ilusiones, a pesar de que las juntas de defensa de los oficiales venían amenazando al régimen por su cuenta, le defendió en aquella crisis, con excesos como los que se dieron en Bilbao, sin ir más lejos. Los parlamentarios, por otra parte, fueron vendidos por algunos aprovechados como Cambó que pasan por hom- 1 4 Los de la Tercera Internacional. bres de talla y se conformaron con el precio de una cartera ministerial. Y los obreros, que fueron los que dieron el pecho en Vizcaya, en Asturias y en Madrid, hubieron de volver al trabajo, vencidos y, aunque no humillados, dejando en las cárceles las víctimas inevitables. Los Madinabeitia, a pesar de su inconsecuencia en este caso, habiendo andado él en aquello mucho menos serio de 1911, resultó que tuvieron razón; los Amuátegui, con todo y su consecuencia, hubieron de salir huidos, y nuestro amigo en condiciones de perder la salud para siempre, sabiendo que le hubieran cazado a tiros, pues esta consigna que fue dada a las fuerzas en persecución de Indalecio Prieto que andaba escondido por los montes, alcanzaba también a nuestro Amuátegui. Pero no quiero tardar en decir, que la razón que los sucesos dieron al doctor Madinabeitia sobre la infantilidad de nuestras pistolas y el romántico candor de nuestras consignas para atraernos a los soldados, y aquel pecado, si lo hubo, a que alude Ortega y G a s s e t , 1 5 de no haber querido contar los socialistas con los demás en nuestra condición de españoles que siempre creemos bastarnos solos, le dolió a él —a Madinabeitia— más que a nadie, y desde aquel momento quiso sumarse al error de los vencidos aceptando sus consecuencias, pues las hubo para todos: para los que ingresaron en las cárceles, para los que salieron huidos al exilio y para los que quedamos en el lugar de siempre en un ambiente de reacción, que afortunadamente no tardó en pasar a un signo contrario. En aquella ocasión, el que esto escribe, el más pacífico de los ciudadanos como lo acreditaban sus habituales paseos de lector de clásicos por el monte y los caminos, le tocó ocultar en su casa un importante depósito de armas largas, alojar a dos guardias civiles y actuar en el Comité de Huelga. Y todo pasó para él sin consecuencias, con marcharse tranquilamente, terminado el movimiento, a disfrutar de una corta vacación en Ondárroa, donde recolectaba, con alarma de los vecinos, el lactarius deliciosus y leía a Ruskin. Y poco después, en el reino de su casa, le nacía una infanta, siendo ofrendada a los dioses de la felicidad. * * * 1 5 España Invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos. J. Ortega y Gasset. LA POSTGUERRA La neutralidad española. En tanto en España nos entretenía el problema político, siempre abierto y nunca resuelto, en Francia se sucedían las batallas. Las batallas consistían en gigantescos duelos de artillería, y la guerra parecía reducirse a una reñida competencia sobre cuál de los beligerantes podría arrojar en un tiempo dado mayor cantidad de proyectiles contra el enemigo. Bajo aquel infierno que vomitaban miles de bocas de fuego, los soldados se hundían más y más en la tierra húmeda haciendo vida de topos, lo que no les libraba de pagar una terrible usura a aquellos nuevos métodos; como ya acaso lo dijimos, una usura mayor que la que exigía la clásica guerra de movimientos. En España, frente a la germanofilia confesada o vergonzante de los militares, de los palaciegos y el clero, que admiraban en aquella Alemania audaz y agresora su viejo ideal de un régimen de autoridad a que no obstaculizara ningún pedazo de papel, el pueblo trabajador era francamente partidario de los aliados, por instinto de libertad. La burguesía lo era además por razón de los contratos d£ suministros de guerra que la estaban enriqueciendo más. Los intelectuales, con todo y lo que pesaba la cultura alemana en la juventud española, por afinidad espiritual y por el mismo sentimiento liberal que inducía a los trabajadores a ser aliadófilos. Pero ni unos ni otros partidarios, con toda su pasión y ardimiento hubieran podido mover el país a una actitud beligerante, por la ya inveterada ausencia de España de los pleitos internacionales, que le hacía mirarlos como disputas de vecinos en que ella nada tenía que hacer. Desde la batalla de Trafalgar, que prácticamente fue el último acto en nuestra calidad de potencia europea que habíamos dejado de ser, España se acomodó al margen de las cuestiones de poder de Europa, que le habían dejado en la triste condición de no poder mantener su autoridad en las colonias, que se le habían ido una a una. Y liquidados los últimos restos de lo que fue su imperio con el desastre de 1898, la violenta reacción con que respondió el pueblo español, diez años después, a la tímida aventura del Rif, denotaba su firme voluntad de no abandonar su encierro, echando siete llaves al sepulcro del Cid, como aconsejara Joaquín Costa. Mas por la misma razón histórica que no nos era posible una actitud beligerante, tampoco tuvieron eco ni mayor resonancia entre nosotros las equívocas conferencias de Zimmervald (1915) y Kiental ( 1 9 1 6 ) . En Eibar el único acaso que se enteró de estos intentos, en que al pacifismo humanitario de algunos se mezclaba el derrotismo revolucionario de otros, que había de desembocar en la entrega de Brest- Litovsk,1 6 fue el compañero Zapata; el que había de intentar aquella peregrinación a la santa Rusia de los soviets, en que el devoto no pasaría de los Bajos Pirineos, habiéndose propuesto pisar hasta los Urales. * * * España, anacronismo viviente. Mas es de advertir que éste nuestro repliegue a los límites del viejo solar hispano, no nos sirvió mucho a acelerar la solución de nuestros problemas nacionales. Cuando esto se escribe, llevamos casi ciento cincuenta años de periodo constituyente, y ésta es la hora en que la cuestión está como estaba antes de las Cortes Constituyentes de Cádiz, vigente el Santo Oficio de la Inquisición. Y es que entre nosotros la libertad ha luchado, como en todas partes, con varia fortuna, ganando unas veces y perdiendo otras. Pero mientras en otros lados las fuerzas tradicionalistas, por instinto de conservación, han sabido aprovechar sus éxitos para pasar como realizaciones propias las exigencias liberales de la hora, contribuyendo así a moderar pero a consagrar al mismo tiempo los inevitables avances políticos y sociales, entre nosotros siempre la cuestión se planteó en términos absoluto por parte de los reaccionarios, y el resultado ha sido que cuando ganaron los liberales, éstos entraban generosamente a composición con los vencidos para templar sus conquistas y posibilitar la convivencia, y cuantas veces ganaron los otros, han barrido despiada- 1 6 Digo entrega donde otros dirían traición. Pues, ¿qué hubiera sido de la Rusia de la revolución si los aliados de Occidente no hubieran destrozado al Kaiser y a sus prusianos? La sovietización de una Alemania victoriosa, con cuya hipótesis suelen tratar de cohonestar aquel tratado catastrófico, hubiera sido una empresa infinitamente más absurda que la sovietización que intentaron en vano en las naciones de Occidente, con todo y las desilusiones y los amargos desengaños que encerraba la victoria. La intervención de una Alemania victoriosa provocada a ese punto, engrandecido el Kaiser, fortalecidos sus prusianos y confirmado el pueblo en el prejuicio racial de su superioridad, no se hubiese limitado a establecer un cordón sanitario y a subvencionar a unos cuantos aventureros que tenían que vengar agravios personales. Y lo mismo cabe decir de cuando el alevoso pacto Molotov-von Ribbentrop que sirvió a desencadenar la segunda guerra mundial. ¿Qué hubiera sido de la Rusia de Stalin si la Gran Bretaña llega a entregarse como la Francia de Petain, dejando las manos libres a Hitler? damente con todo, no parando sino muchos años atrás del punto de partida. Así hemos llegado a ser este anacronismo viviente que somos, y en la época a que se refieren estas notas, teníamos un clericalismo que seguía sosteniendo. que el liberalismo es pecado, unos liberales que en lugar de hacer política liberal se obligaban a derogar los más tímidos pasos, dados acaso por gobiernos conservadores, hacia una secularización inexcusable en una sociedad escindida en materia de religión; unos republicanos históricos sin contenido o sin emoción de lo social, un anarquismo que apenas se usaba ya en ningún lado y un sindicalismo revolucionario que mientras daba caza a personajes como el Cardenal Soldevilla, de Zaragoza, le repugnaba hacer uso del derecho electoral, con no poco provecho de la reacción. Y a todo esto, un socialismo ocupado a fondo en el problema político del régimen, que correspondía y debía haber estado resuelto por la burguesía desde cien años atrás. * * * El armisticio. En el crisol de nuestro pequeño mundo del valle del Ego hervían todos estos ingredientes políticos, cada uno con su extraña desorbitación, cuando en el bosque de Compiégne se firmó el armisticio. El ayuntamiento, inmediatamente, dirigió un mensaje a los vencedores pidiendo una paz de justicia. Las campanas de nuestra torre octagonal que yerguen al cielo un contacto de cúpula a lo nórdico-oriental, unieron su voz de bronce de las grandes ocasiones a la de las campanas de todo el mundo que celebraban en aquella hora (once de la mañana del día 11 de noviembre de 1918) tanto el triunfo de los aliados que representaban la libertad de los pueblos1 7 como el fin de aquella trágica pesadilla que duraba más de cincuenta y un meses. La banda de música, al recibirse la fausta noticia y sonar las campanas, se echó espontáneamente a la calle, siguió la gente a la banda y formóse una gran manifestación, y fue aquel día un gran día de fiesta. ¡Por fin la paz descendía sobre los hombres de buena volun- 1 7 En los encuentros verbales que ocurrían en la calle, los lugares de trabajo o el café, cuando nosotros decíamos que los aliados representaban la libertad de los pueblos, nuestros antagonistas nos enfrentaban con la dificultad que representaba el Zar de Rusia formando parte de los aliados. En los desarrollos de la vida real, es difícil si no imposible, que los hechos se plieguen rigurosamente al esquema de los conceptos lógicos con que actuamos tratando de hacer historia. También ellos, los clericales de la germanofilia atroz, que lo eran principalmente por odio a la Francia de la Revolución y los Derechos del Hombre, tenían que pasar porque el Kaiser fuera un luterano. Y así los bizcaitarras que habían inventado aquello de maketo, habían de disimular el que don Ramón de la Sota, su figura de mayor relieve social, fuera un castellano de Castilla la Vieja. tad, terminada la última de las guerras! ¡Así la creíamos todos en aquella hora inefable! Y fue entonces que don Remigio Guimán, antiguo republicano y acendrado aliadófilo, con un noble físico caballeresco que recordaba las figuras alargadas del Greco, cobrándose en aquella embriaguez del instante de todos los sinsabores que había vivido en cuatro años de espiritual beligerancia contra toda clase de follones y germanófilos, siempre en encendido debate con ellos, dio suelta al paso de la improvisada manifestación a lo que, aparte sus hijos, más estimaba en su casa: su tordo flautista. Pero aquello ya de por sí tan simbólico por el color del ave libertada, resultó más simbólico todavía con el incidente que siguió a la regocijada escena-: el pájaro, saliendo de las manos de su bienhechor, buscó refugio en el inmediato jardín de las monjas agustinas del Rabal que tenían su convento frente por frente a su casa; lo que para él, anticlerical de toda la vida, significaba una mayor esclavitud que la que padeciera en su dorada jaula. Por eso le vio la gente que iba en la manifestación gritar como un loco, medio cuerpo fuera de los vidrios del mirador, exclamando desesperado: ¡Ahí no; ahí no! Mas el tordo de nuestro buen vecino, e igual la blanca paloma de la paz, a pesar del mensaje y los votos de los hombres de buena voluntad se entretuvo en los aledaños equívocos de mil encontrados intereses en vez de ir directamente a la libertad que habían propiciado tantos muertos. * * * Aliadófilos y germanófilos. Si el país, como nación profesó durante las hostilidades una neutralidad que no hubiera podido ser alterada por tirios ni troyanos, la guerra, como choque de dos políticas no dejó de apasionar en todas las esferas y clases sociales, y no había español que no fuera beligerante de uno u otro bando. Y, naturalmente, dada esta circunstancia, no podía faltar que en nuestro pueblo hubiera los consabidos centros de reunión en que se respiraba en francés y donde no en alemán, y adonde acudían los que buscaban uno u otro ambiente, para rumiar en él las noticias del día con el aliño de sus eternas razones respectivas; mas sin que faltase en ninguno de los mentideros, bien de un bando u otro bando, el maniqueo indispensable para que no todo pasara sin agrias disputas. Y así como en el café Círculo Socialista, adonde bajaba don Remigio Guimón con su gran ardor polémico, dispuesto a romper lanzas como Don Quijote a favor de las naciones agredidas, tropezaba con el excepticismo irónico del concejal republicano, el monumental Toribio Mendizábal, que servía a descomponer al hombre de enteridad y devociones que era el otro, de la misma manera, tampoco todo el monte era orégano germanófilo en la comunión carlista de la taberna de Azalguía y demás sucursales del Círculo Tradicionalista. Y como el mismo don Jaime, el pretendiente arlóte1^ y su secretario Francisco Melgar, Arichulueta, el viejo, era por lo pronto aliadófilo y aliadófilo era también el cura Noche, consecuencia de lo cual era la falta de unanimidad también en la levítica calle de María Angela en que yo vivía por entonces. Al comienzo de las hostilidades, cuando los alemanes probaron con sus grandes morteros que no eran obstáculo bastante a su avance los fuertes de cemento de Lieja e iniciaron aquella marcha al parecer incontenible sobre la capital de Francia, los germanófilos de la tertulia del cura Noche le solían abrumar a diario con la cuenta de los kilómetros que adelantaban los soldados de Guillermo II y de los días que les faltaban, según aquella progresión, para llegar a las puertas de París, subrayando esto de las puertas de París que sonaba bonito y entraba en el estilo que iba imponiéndose a todos, de los periodistas que se habían improvisado estrategas con un vistazo dado a última hora a von Bernhardi y Clausewitz. Pero un día fue el cura aliadófilo quien llegó a la tertulia con el alborozo que acostumbraban los otros y dijo a los germanófilos: —¿Sabéis lo que pasa? Pasa que los alemanes han llegado a las puertas de París, pero resulta que habían olvidado las llaves, por lo que están de vuelta por ellas. Era que se acababa de recibir en Eibar la primera noticia de los resultados de la batalla del Marne; batalla en la que en realidad los germanos perdieron la guerra,1 9 pues todo lo demás, luego de ella, no fue sino prolongarla, habiéndoseles escapado la victoria que llegaron a tocarla con la mano. 1 8 Hay una crónica de Maurice Paleologue, diplomático e historiador francés, de una visita a un histórico castillo cuyo nombre no recuerdo, en Austria, que vino a parar por herencia a don Jaime de Borbón, que justifica lo de arlóte, por lo que el cronista refiere de sus moradores. Seguramente la parte que le tocaba de la partida que en el presupuesto general del Estado figuraba durante la monarquía bajo el epígrafe de: para la obra pía de lerusalen, no bastaba para el tren que exigía aquel castillo. 1 9 El general von Moltke, hijo del artífice de la victoria de 1871, que dirigió durante nueve años el Gran Estado Mayor alemán, escribía en carta fechada en 9 de septiembre 1914, al producirse la retirada del Marne: "Esto va mal. La guerra tan llena de promesas en su comienzo, se nos torna desgraciada. Seremos fatalmente asfixiados en la lucha, cogidos entre el Este y el Oeste. La amarga desilusión va a llegar." Citado por Maximiliano Harden, el famoso publicista, en Francia, Alemania e Inglaterra. 1924. Y así anduvo luego la risa por barrios durante cincuenta meses, unas veces cantando fuerte los pregoneros de El Liberal y La Voz de Guipúzcoa, que defendían la causa de los aliados, y otras los de La Gaceta del Norte, periódico de los jesuítas de Bilbao que con ser vocero del catolicismo más intransigente, no consintió jamás en sus columnas que los luteranos del Kaiser perdieran una sola batalla a los franceses católicos. Porque era más su odio a Francia, a la Francia, cuna de Voltaire, taller de la enciclopedia y teatro de la Revolución, de donde nos habían venido las pestes que son el liberalismo y el agarrao, y cuya tragedia del momento, bajo la pesada bota de los prusianos, había que explotar cerca de sus beatas, con barbas o sin barbas, como un ejemplo de los justos castigos de Dios. Contaré otra anécdota para encerrar en dos el cuerpo de la guerra, ya que la referida remonta al comienzo de las hostilidades y esta otra reza con el término de las mismas. Y fue la cosa, según contaban sus propios correligionarios, entre Arichulueta, el viejo, y Mateo Basterra, el bajo profundo del coro de la iglesia. Arichulueta, alpargartero que trabajaba al exterior de su pequeño negocio de granos e implementos agrícolas, aliadófilo aunque carlista como ya dijimos, llegado el día de la victoria de los aliados, cuando todo ardía en regocijos en el pueblo, fue a Mateo Basterra, antiguo corresponsal del Banco de España, su casero, su vecino y su jefe político, para preguntarle muy ladino lo que necesariamente tenía que hacerle poca gracia al germanófilo ardiente que aquél era, espetándole lo siguiente: —¿Qué me dices, mi querido Mateo; qué me dices ahora de Dios, que estaba con el Kaiser según lo decían vuestros papeles? A lo que el jefe local carlista, que lo era además de por sus derechos históricos por la prestancia de su persona que tenía todo el aire de un cabecilla de la causa, el que haciendo honor a esta condición gastaba siempre bastante mal genio y en la ocasión estaría con uno de mil demonios, contestó con aquella su tremenda voz de bajo con que hacía temblar las bóvedas de la iglesia, esto que es rigurosamente textual: —¡Digo, y no lo olvides mi querido vecino, que ha de acordarse Dios de lo que ha hecho! * * * Los de la exclusiva de Dios. Aquella voz del jefe carlista era como un trueno salido de algún capítulo de uno de los libros del Pentateuco. Su Dios: un dios tribal como el que combatía contra los filisteos cuando los hijos de Sem (semitas) hubieron de quitar sus tierras a los hijos de Cam (cananeos), un Dios que podía hacer y deshacer, determinarse a una cosa y arrepentirse luego de su propia obra. Pero, sobre todo, era su Dios, el Dios de ellos, el de su propiedad, de quien podían hacer lo que los dueños que ponen frente a su casa un letrero que dice: prohibido estacionarse en este lugar. Y es que así como por obra de mil superaciones aquel Dios celoso, lleno de rencores y vengativo del tiempo de los jueces vino a ser el Padre Nuestro de la oración dominical, todo entraña y providencia, lo más excelso que ha podido concebir el espíritu humano en su búsqueda por los cielos de los cielos, hay quienes por obra de otras tantas regresiones inciden en el punto de partida. Y en esas dos palabras que repiten maquinalmente ¡Padre Nuestro! ponen el acento de su propiedad, queriendo subrayar con eso de nuestro, que es de ellos, su aliado, y no de los demás, al servicio de sus pasiones. Y es así que llegan a indignarse cuando se cumple su voluntad —la dé Dios— en contra de sus intereses, y no le consideran que así sea sin emplazarle para la obra en que tenga que arrepentirse. De ahí las blasfemias en que suelen abundar los creyentes de esta clase en España. Y cuando en 1931, después de siete años de dictadura que no bastaron para matar el espíritu de libertad del pueblo español, desembocamos en la República, no eran pocos los Basterras que, viendo a lo que habían venido a parar las cosas, pensaban que ya a aquellas horas estaría palpando Dios la torpeza que había cometido cuando la pregunta del viejo Arichulueta al jefe carlista. Pues de haber dado entonces la victoria al Hohenzollern, todo se hubiera reducido a "continuar tranquilamente la historia de España". Y por si con tanto no se acordaba y para hacerle recordar lo mal que había hecho, se dedicaban a corregirle la plana conspirando contra aquella libertad de la República que se había dado en España limpia y sin sangre, tomando pretexto de una demagogia que ellos fomentab a n , 2 0 en un país donde nunca hubo más desorden que en la medida que convenía a su política. Y se pusieron a destruirla, no por si acaso con la celestial ayuda de Dios, sino con la de los fuertes de la tierra, con representar éstos a que se aliaron el anticristo, pensando como el viejo del epigrama: Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos. 20 Conocida es la historia de la licencia otorgada por el obispo de Vitoria a un diario católico de Bilbao, para imprimir en sus talleres un periódico comunista. Eso antes de la República. Luego de su implantación, es sabido también cómo los elementos reaccionarios se sumaban jubilosamente para añadir leña al fuego, a las huelgas generales que los extremistas de la izquierda promovían cada lunes y cada martes obedeciendo a oscuras influencias. Y cuando madurados sus planes echó a andar la maquinación de lo que los obispos convinieran en llamar la cruzada para, cubrir la negra traición de los traidores, tampoco apelaron a Santiago que en la iglesia de Ermua aparece caballero atrepellando y tajando moros de la morería, sino que llamaron a esos mismos moros que mordían el polvo en nuestros altares, los que montando el caballo blanco del Apóstol recorrieron España contra cristianos de la cristiandad hispánica, matando a no pocos con sus espadas de Toledo. * * * La peste. Mas volvamos a donde estábamos antes de estas digresiones, que son los tiempos que siguieron inmediatamente a la guerra europea. La guerra es un pecado demasiado grande para que no arrastre consigo terribles consecuencias para todos. Deliberadamente digo para todos, porque todos participamos en esta clase de culpas, cuando no por acción por omisión, y no hay ninguno encerrado en su torre de marfil que escape a la terrible responsabilidad. Aquel alivio del armisticio poniendo término a la loca matanza, que todo el mundo saludó con regocijo como el que he referido por lo que respecta a nuestro pueblo, fue turbado por la visita del Ángel Exterminador que hizo de azote de Dios: la peste, la peste de los antiguos, la peste de las viejas crónicas, la peste de los dibujos de Alberto Durero, la misma que sigue siempre a las guerras, aunque la bautizáramos ahora con un nombre científico. Y para aquella plaga con que la humanidad había de pagar todavía a la locura y su pecado de la guerra, no había señal como la dada a los israelitas en Egipto que la apartara del umbral de las casas, no había ricos ni pobres, jóvenes ni viejos, ni reciedumbre que bastara a resistirle cuando se daba con la temida complicación de su forma simple, que se daba en casi todos los casos. En Eibar, si no recuerdo mal, porque es la dicha del hombre —si no es su desgracia— que hasta estas miserias tan grandes se olvidan y se borran, fue entre el otoño de 1918 y la primavera de 1919, que la peste causó mayores estragos. Apenas había casa de donde no hubiesen salido varios entierros y ni familia que no llevase luto por alguno de sus miembros cuando no por varios. El esposo seguía a la esposa en un intervalo de ocho días. El hijo al padre, el hermano a la hermana, y no se salvaba ninguna a quien tomara el mal en estado interesante, como para subrayar su malicia y aumentar el daño del azote en su oficio de flagelar a la pobre humanidad. No valía huir, porque la enfermedad corría más, ni andarle con engaños de magias y de drogas, porque no se dejaba engañar de específicos ni oficinales. La ciencia confesaba su impotencia y ni la fe bastaba, porque, como he dicho, no había señal de Dios que la apartase de las casa por mucho que se recurriera a toda suerte de devociones. Recuerdo que tuve tres enfermos a la vez en mi propia casa, siendo yo el único en pie que los pudiera atender. Y perdí un hermano mayor en lo mejor de su vida, siendo un buen maestro de uno de los oficios más calificados de la armería, el cual dejó viuda e hijos. No era ciertamente poco, pero a otros les tocó mucho más en la triste lotería de aquel flagelo. Y fue milagro que con andar yo entre enfermos y representar a la familia en tantos velorios y entierros (luego se suprimieron unos y otros) y con visitar tantas casas apestadas en comisión de servicio por una junta de socorros de que formaba parte, no tuviera un simple dolor de cabeza en todo el tiempo que duró la epidemia. Luego me he solido acordar de que debía estar inmunizado a aquel mal, por efecto de unas fiebres muy fuertes que pasé el verano de 1914, en que hubo un brote tífico en la localidad, y de las cuales convalecía cuando estalló la guerra europea. Esta, en los cincuenta y un meses que duraron las hostilidades, ocasionó diez millones de muertos según las estadísticas oficiales; pero la peste que le siguió para castigo de tan enorme crimen, el cuarto jinete del Apocalipsis, mató mucha más gente en la vuelta triunfal que se dio por toda la redondez de la Tierra. * * * Los intereses y las ideas. Aún duraba el eco de las fiestas y los regocijos con que el mundo acogió el armisticio, cuando el Presidente Wilson, antiguo profesor de derecho constitucional, que había precipitado el término de las hostilidades con su histórico mensaje de los catorce puntos, desembarcó en Inglaterra y se dirigió como simple particular a la pequeña iglesia presbiteriana de una aldea escocesa, donde habían orado sus abuelos. Quería recogerse un momento, solo con sus pensamientos, antes de entrar en los duros trabajos de la Conferencia de la Paz, en París, de la que tanto se prometía el mundo, que abrigaba la ilusión de que fuese la última guerra, ésta que acababa de terminar. Y recuerdo que predicó a los humildes moradores de aquella aldea que representaba a sus mayores, diciéndoles antes que a nadie la sustancia d e su sueño; hasta entonces el mundo había sido gobernado por los intereses, e iba siendo hora de que lo gobernaran los principios. Y con parecer tan grande la distancia que media entre este hijo espiritual de los peregrinos del Myflower y nuestros profetas del 48 (1848) tan imbuidos del materialismo filosófico de la época, hasta cierto punto venían a decir lo mismo. ¿Pues qué otra cosa significa aquello que anunciaban nuestros profetas, de la humanidad saliendo del estado de necesidad, que es el del mundo dominado por las fuerzas económicas, para ingresar en el estado de libertad, que se prometían mediante una economía sometida a un orden moral y convertida en sierva de la idea? El ideal del Presidente Wilson era la paz universal mediante una sociedad de las naciones, un estatuto jurídico universal a que se remitieran todas las diferencias entre Estados, y con este pensamiento soñó un poder moral superior al de la misma Roma de San Pedro, que sentaría su cátedra en la ciudad de Calvino, a orillas del lago de Ginebra, para hacer justicia y declarar el derecho a todo el mundo, como la Jerusalen soñada por los profetas de la Biblia. Los que se dicen realistas de uno y otro lado de los aliados, mataron al soñador haciéndole caer desde la altura de sus sueños sobre el duro empedrado de los intereses, y una vez más triunfaron los positivos, los que dicen pisar la tierra firme. Pero su triunfo, tan alabado por los prácticos, por los que dicen vivir en la realidad desdeñando el candor inútil de los soñadores, abrió el camino para otra guerra más terrible que la anterior. Y es de notar que, cuando veinte años después hubo de afrontarse esa tremenda consecuencia de una segunda guerra mundial, cuyo teatro había de ser la tierra, el aire y la mar, sin distinguir entre el frente y la retaguardia, los más realistas convenían en que había que volver a soñar, para alumbrar de nuevo en los hombres las fuerzas espirituales que en el terrible trance resultaban ser tan necesarias o más que los cañones, porque son esas fuerzas las que en realidad y en definitiva deciden la victoria, aún en las más brutales contiendas. Pero luego de la victoria, otra vez los realistas, los malditos realistas que sacrifican lo ideal a lo mental de los intereses, están dando ocasión con su realismo a una tercera catástrofe, que de seguir por donde van las cosas, no tardará en producirse. ¡Qué lejos ha quedado todo aquello de la paz sin anexiones ni indemnizaciones de 1917, de los unos, y la Carta del Atlántico de los otros, convertida en papel mojado, más que nada, por la sangrienta excepción de España, abandonada a los inicuos para que sigan aherrojándola, habiendo sido la primera en sucumbir resistiendo al bandolerismo internacional! ¡La única no liberada, y triste es decirlo, en gracia a esa hechura nazi-fascista que sigue allá de dictador, a la celestina de los buenos oficios para la entrega de Francia, al traficante de los sórdidos regateos que hubo de tener con Hitler y Mussolini sobre el precio de su entrada en la guerra, el cómplice activo del ataque a Rusia con su División Azul, el fanfarrón que decía tener un millón de hombres para guardar a Berlín! Criminal de guerra con más culpa que muchos que fueron reclamados como tales, no se le han ajustado cuentas por las reservas mentales y las conveniencias tácticas inconfesables con que han procedido unas y otras potencias a su respecto, que tal es a veces la fortuna de los peores. Porque si unos temían resucitar una República nuevamente probable presa de los extremismos, los otros tenían interés en dejar subsistir el tumor de ese problema que envenenaría la conciencia moral de Occidente, prestándole a ellos un tópico abrumador para sus propagandas, y permitiéndoles cerrar la boca a los demás cada vez que hablaran de elecciones libres, de democracia y libertad. En cambio, ese mismo miserable tan mimado por la fortuna, no tuvo empacho en entregar a su compadre Laval, para ser pasado por las armas al o t ro lado de la frontera. * * * La jornada de ocho horas. Una vez el Presidente Wilson en París, el Conde de Romanones que presidía el gobierno de Madrid, se apresuró a rendir pleito homenaje a los vencedores en la capital de Francia. De aquella corrida que se dio con su pata coja el viejo zorro de Guadalajara para sentarse en la trasera de las carrozas triunfales, que diría el olímpico don Antonio Maura, le vino la obligación moral de aceptar la Carta del Trabajo, anexo al Tratado de Paz, y le tocó en consecuencia decretar la jornada de ocho horas, único beneficio que cobramos los trabajadores españoles de la victoria de los aliados. El día que entró en vigor el decreto, los obreros de Eibar, terminada la jornada que por primera vez en la vida les pareció llevadera, improvisaron una manifestación. Los curas, de tertulia en el pórtico de la iglesia parroquial, preguntaban qué era lo que ocurría, a qué obedecía toda aquella gente que venía en formación como el primero de Mayo. Y como se enteraran de que los obreros celebraban con aquel gozo ostensible que traían en sus caras la reducción de la jornada de trabajo a ocho horas, don Antonio Azpiri, gran ironista —un aldeano de Arrate ordenado in sacris— dicen que comentó: —Sin embargo, es mucho lo que les falta todavía para igualar a la nuestra y lograr el trago que nos damos en medio de ella. A pesar del decreto, no fue tarea sencilla ni de un día el incorporar a la costumbre esta mejora, como lo demuestran las actividades que el Sindicato Metalúrgico hubo de desplegar desde sus cuarteles de la Casa del Pueblo para hacer respetar la ley. Muchos patronos se resistían por espíritu de contradicción y no pocos obreros se creían menoscabados en su libertad, sacrificando el beneficio de las horas extraordinarias que no se podían trabajar a discreción. Y es en aquella ocasión y circunstancia y con motivo de este pleito, que las organizaciones obreras se echaron encima nuevos enemigos, que se habían de distinguir por su dureza e intransigencia en las luchas sociales que iban a seguir. Algunos de estos enemigos, eran antiguos compañeros que habían mudado de condición con las vacas gordas de la guerra. Los del oficio de parados. Pero los más indignados con la reforma fueron los que nunca daban golpe y tenían su mentidero habitual bajo el toldo del café de Noche. Formaban una abigarrada sociedad de tipos raros, pues nada tan lejos del común en aquel Eibar febril y laborioso de stajanovistas que eran allí todos, como aquella especie de eternos parados que reputaban de locos a los que se obligaban a levantarse con las sirenas de las fábricas y a tener apetito a hora señalada, y consentían en encerrarse a la sombra de los tristes talleres de la armería durante las horas más hermosas del día, habiendo como hay una Providencia que no permitía que a ellos les fuera peor que a los que se mataban a trabajar. Al cabo de los años, unos y otros se encontrarían en los umbrales del Asilo de San Andrés: unos llenos de achaques de haber exigido tanto al cuerpo miserable; ellos, los parados, con su máquina corporal todavía como nueva, que les permitiría disfrutar de los mil obsequios que llovían al benéfico establecimiento, orgullo d e la villa. Uno de los principales de la escuela, con aires de filósofo y que en cierto modo lo era, solía decir que lo importante de la vida no es vivir sino estar, verbo que así como en francés supone el ser y la existencia como principio activo, en el vascuence eólico de aquéllos denotaba la pasividad beata de las cosas que permanecen como un Buda, sin que nada turbe su reposo. Claro está que los muertos son los que están mejor, pero es que —argüían— los muertos no se dan cuenta de que están, y lo delicioso es saberse estando. Pues bien, aunque parezca extraño, estando la vida llena de paradojas, los miembros de este cenáculo fueron los más indignados con la reforma y tenían ellos más argumentos en contra que los patronos y se sentían más alarmados que los fabricantes. Pero esto, como regla, tenía su excepción: Evaristo, el cojo, a quien conocemos de otros tiempos. Aunque apenas había sudado más que los otros y era de los que se habían entusiasmado con aquello del Derecho a la Pereza, rompía lanzas a favor, por tratarse de uno de los primeros compañeros que llevaron la histórica cachava de los tres ochos. Y una tarde ociosa como todas en que el cojo discutía con Noche, el viejo, dueño del mentidero en que se reunían aquellos parados, persona conocida de todos pero de la que sólo algunos eruditos sabían que tuviera oficio, habiendo en su mocedad hecho el aprendizaje de Kashaguiñ, casi llegaron a enfadarse de veras. Y fue precisa la intervención de un tercero circunstancialmente presente en la tertulia, quien dictaminó que la ley, en efecto, debía haber previsto un extra, para que los obreros tuvieran el beneficio de las ocho horas y el extra sirviera a que pudiesen seguir estando los pobrecitos parados. * * * Más de lo anecdótico. A pesar de la gravedad de los temas a que nos habíamos introducido al abordar esta relación de la postguerra, el hilo de la referencia me va trayendo a los puntos de la pluma, livianas cosas de reír a que no me resisto, pues así ocurre en la vida que es un compuesto de tragedia y de comedia, en que lo grotesco aparece entreverado con lo sublime y todo viene mezclado de lágrimas y risas. Y como cada cual puede cortar por donde quiera y cercenar a su álbedrío, espero que no se me hará un cargo de que continúe diciendo que el circunstancial dictaminador sobre el tema sociológico que a la sazón se debatía bajo el toldo del café de Noche, fue un tal Félix Uranga, conocido por el abogado desde sus tiempos mozos de gran errondalari. Pero antes de decir nada de este Uranga, terminaré el retrato de Noche. Este clásico tenía, como dije su oficio de la armería, si bien parecía haber adoptado la filosofía de aquel personaje de comedia que se aguantaba las ganas de trabajar, con lo que le fue mejor siendo un parroquiano más para animar sus negocios de sú café. Era padre de numerosa familia, que se fue criando para orgullo de sus progenitores, sin mayores desvelos para el retratado. El secreto de esta ventura eran las virtudes de su cara mitad, que a sus habilidades culinarias y don de gentes, juntaba el mérito de su administración y vigilancia. Y bastó ello para el holgado decoro con que siempre fue vista la casa, honrada y de buena consideración. Y una vez que los dichosos esposos departían sobre el número de los hijos con que Dios había bendecido su hogar, resultó que no estaban de acuerdo. El marido contaba diez o doce, no sé cuántos, y la esposa uno más. Volvía el esposo a la cuenta y repasaba la nómina de los suyos de arriba abajo y de abajo arriba, pero como el orden de los factores no altera el producto, siempre le resultaba lo mismo por más veces que repitiese la operación. Hasta que la santa y sufrida mujer hubo de interrumpir sus matemáticas, diciéndole como se dice a un pedazo de las entrañas: —¿Y dónde te dejas a ti, hijo, el más grande de mi vida, tú que eres la criatura que más me ha costado y me cuestas, entre todas las que han sobado mis pechos? A Uranga le llamaban el abogado de un día que un aldeano, llevando un soberbio cordero lechal recorrió toda la villa preguntando por Uranga, el abogado. El tal Uranga era a la sazón un tabernario, radical de toda la vida, con un recio físico de buen vasco, una buena voz y un hablar pausado y sentencioso, que sentaba cátedra ante el vaso de vino y se hacía escuchar de los circunscritos. Oyéndole una vez dos aldeanos que se traían entre sí una vieja cuestión, le tomaron por un licenciado por Salamanca, y aunque era un armero de la armería le sobraba buen juicio para entender el asunto que le plantearon. Y no le costó manifestarse con tan buenas razones y tan sano consejo, que todo quedó arreglado allí mismo para los aldeanos. Y también para Uranga allí murió el asunto, pero los aldeanos aunque siempre un poco avaros, no podían dejar de agradecérselo a aquel Salomón con alpargatas que les había hecho tan buen servicio, y de ahí a los ocho días, la búsqueda y el título que le adjudicaban al tabernario. Este fue otro de los perdularios tocados por la. prédica socialista cuando la aurora social sobre el Ego y puestos en camino de redención. Trabajó luego en el taller de Aquilino Amuátegui, que quedó por influir en su reforma definitiva. Don José Antonio Lesarri, secretario del ayuntamiento, solía referir de este Uranga, que ninguno de los trasnochadores de su época de errondalari, había dado tanto que escribir en materia de multas municipales. Las ordenanzas eran muy exigentes en cuanto al buen régimen de las noches que fueron hechas para dormir, y aquél un noctivago impenitente, a quien nunca faltaban argumentos para explicar sus frecuentes encuentros con los serenos que solían andar a cerrar tabernas al filo de la media noche. Pero como la demasiada reiteración de la misma falta fuera quitando fuerza a sus argumentos, don Pedro Mandiola, Aguiñazpi, alcalde a la sazón en mérito de su condición de indiano, mandó llamar a su despacho de la alcaldía al contumaz infractor con el propósito de reprenderle severamente y poner en efecto la exacción de las multas que se le habían impuesto. El requerido oyó al alcalde con aparente respeto, y terminado el chaparrón, pidió que se le hiciera una relación de todo lo que tenía pendiente con las autoridades municipales, con lo que aquél le prejuzgó contrito y con sinceros propósitos de enmierkla., El secretario, armado de paciencia, se la preparó en un pliego de oficio que quedó emborronado hasta el borde. Tomóla en sus manos el interesado, y luego de haberla examinado de cabo a rabo ion la atención que un cuentacorrentista pone en él extracto que recibe del banco, se fue a la mesa del secretario e indicando con el índipe^ál pie de la apretada relación, le dijo sentenciosamente^'-^^- ..^VAV'' —Hágame el favor, señor secretario, de añadir en je4ÍéJÚ%ar: suma y sigue. Y volviendo la espalda fuese, antes que alcalde y secretario se cobraran de la sorpresa de tan inesperada salida. * * * La muerte de Amuátegui. Volviendo ahora a lo que estábamos. Terminada la guerra y salvado el terrible trance de la epidemia, se agudizaron los problemas obreros, a pesar de la Carta del Trabajo proclamada por la Sociedad de las Naciones. La guerra había enriquecido a unos y desequilibrado la economía de los más, y la especulación, mal acostumbrados los especuladores con el clima de los años precedentes, continuaba su orgía desorbitando más que nunca los precios de las cosas más indispensables a la vida. Y aunque no tardarían mucho en dar buena cuenta de no poco de aquellas turbias y locas ganancias la caída del marco, la baja del franco y el hundimiento de las navieras —¡marcos, francos, barcos! que decíamos en Eibar— esto mismo servía a aumentar el estado de irritación que había en todas las clases sociales. Al pistolerismo sindicalista practicado en Barcelona e imitado en otros lados, había seguido con mejor éxito el pistolerismo patronal, ofreciendo éstos mejores primas a los alquilones del crimen; al sindicalismo de los obreros, el sindicalismo de los patronos, dirigidos por un tal Graupera, creo que también de cuño catalán, agresivo como el otro y asimismo artículo de exportación a las demás regiones. A la desorbitación de los precios siguieron las huelgas como a la herida sigue la sangre, y a las huelgas que ahora tropezaban con la intransigencia patronal organizada, las tácticas obreras del sabotaje, la producción lenta y las huelgas de brazos caídos, toda una desmoralización del trabajo, en agudo contraste con el urgente proceso de racionalización de las industrias que tenía lugar en otros países, para volver a estar en forma y competir en los mercados. Eibar, por lo que respecta a los obreros, se salvó bastante bien de todas estas nocivas influencias entonces avasalladoras, para perseverar en su espíritu de continuidad, fiel a un socialismo de tipo constructivo que allí se había aclimatado bien; pero los patronos, más débiles mentales, más inconscientes o menos experimentados que los obreros en el campo social, se dejaron llevar a ese sindicalismo patronal agresivo, réplica del otro, provocando conflictos que de otra manera seguramente no hubieran tenido lugar. Y fue en este difícil momento y en esta peligrosa coyuntura de la postguerra, cuando iban a hacer crisis estos enconos y el horizonte se presentaba erizado de agudos problemas, entre los cuales, el principal la escasez de trabajo que debía hacerse endémico, es en estas circunstancias que se nos fue de entre los vivos nuestro querido Aquilino Amuátegui. Después del fracaso de la huelga revolucionaria de agosto de 1917, el gobierno había pretendido deshonrar el movimiento inventando ridiculas historias para cubrir de lodo a los vencidos. Pero el pueblo sabía a qué atenerse al respecto de tales cuentos, y el Comité de Huelga, seis meses después de la frustrada revolución, fue llevado triunfalmente de las sombras de la cárcel a los escaños del Parlamento. Los exilados volvieron entonces de Francia y Amuátegui pudo ser atendido en su propia casa bajo los cuidados de Madinabeitia y otros especialistas. Pero ya estaba malherido, y aquella gripe traidora de la peste, que buscaba el punto débil de cada una de sus víctimas, llamó a la Abonadora que solía decir Meabe, para que pasara también por la casa de nuestro amigo para otra frustración, y no de las menores. Murió así joven todavía, teniendo mucho mundo por delante. Fue también la suya una vida malograda. Como la de Tomás Meabe, que yacía en Madrid, como la de Madinabeitia, que no tardaría en seguirlos en ese viaje sin regreso, que es la muerte. Fácil es suponer lo que había de alegrar a muchos la desaparición de este elemento de oposición y gobierno que contábamos en la villa de nuestros afanes. Pero yo creo que, prescindiendo de nuestro afecto especial y partidismo, que su muerte fue una gran desgracia, para todos, aun para los que le aborrecían; porque sobre todo era un servidor, otro de los que entendían la vida como servicio, que servía con todas sus fuerzas al pueblo en que todos somos parte, con una capacidad de trabajo y un espíritu de sacrificio difíciles de igualar. Aquella atrevida política del ayuntamiento cuando la crisis de 1914, de que fue el principal animador y que no era más que una muestra de su estilo, ¿no fue un esfuerzo en servicio de todos, incluso de sus enemigos? ¿Qué hubiera sido de los industriales que la armería enriqueció durante la guerra, si en aquella ocasión se hubiese dejado aventar las fuerzas obreras especialistas de aquella rama manufacturera? * * * Tres en compañía. Es notable y cosa que toca en los misterios del destino, la desaparición sucesiva, en el espacio de un tiempo relativamente corto, de estos tres grandes amigos, que siendo tan distintos entre sí, hicieron iguales méritos sociales y se amaron tanto; forjadores los tres del socialismo eibarrés y padres de lo que ha podido haber en él de bueno y de malo. Ocurrieron las cosas como si el uno obedeciera a la llamada del otro con la preocupación de no hacerse esperar demasiado, y como si hubieran concertado de antemano reunirse los tres para seguir en compañía el gran viaje al legendario valle de Josafat. Meabe y Amuátegui, dos tipos de luchadores, el uno con su pluma y el otro con la palabra y la acción, sucumbieron a viejas heridas cobradas, en el combate; Madinabeitia, que hacía un tercer tipo con una tercera mística, médico, no dejándose intervenir en el proceso de una enfermedad que debía ser mortal de necesidad. Meabe fue a morir en Madrid, después de haberse unido en matrimonio a una santa mujer que dicen de ella los que la conocen, que le dio un hijo en el que el soñador cifraba su orgullo y sus esperanzas, el cual murió también, llegando a ser mozo, en la aventura o la desventura de nuestra guerra civil, vestido de miliciano. Meabe que sabía tanto de las criaturas de la Naturaleza, buscó como ellas ocultar a todos su acabamiento físico, y Prieto suele contar las circunstancias en que le descubrieron agonizante en un barrio perdido de la gran ciudad,, solo con su dolor y su miseria. Amuátegui, vuelto de la expatriación, cuidó en Eibar su garganta, que siempre propensa a inflamársele, se le infectó en ocasión de su dramática huida a Francia, en 1917, a través de los montes, en la oscuridad de la noche y bajo unas lluvias torrenciales; infección que le quedó agarrada como un ácaris y le dificultó en adelante la voz y la respiración, acabando con su fortaleza de hierro y poniéndole en las últimas en la primavera de 1919, en su casa del Paseo de San Andrés. Madinabeitia murió, según creo, en su retiro de Ibarrondo. Muerto Amuátegui, sus visitas a Eibar se hicieron cada vez más raras hasta que le perdimos de vista enteramente; y la última vez que pasó por allá y le vimos, fue vestido de franciscano, hábito que le estaba divinamente y con el que fue a dormir para siempre en su pueblo natal de Oñate. No diré aquí, como habiendo andado a buscar citas da sabor clásico, aquello tan repetido de que los héroes mueren temprano por ser amados de los dioses. Estos tres héroes de nuestra historia local socialista, con haber madurado bastante a la vida y mucho más a la prueba para considerárseles cumplidamente como veteranos de la idea, sin embargo, murieron temprano para lo que podían haber dado a nuestra esperanza; para lo que habrían podido servir a España en los días que habían de seguir algún tiempo después, cuando el Partido se hizo cargo de responsabilidades para las cuales todos sus cuadros y todas sus capacidades, con no ser escasas, resultaban poca. Pero su haber de trabajos y obra a la hora de su harto temprana partida, era ya como para que la fatiga que representaba pudiera hacer sucumbir a cualquiera, aun en el caso de tomarse mayor presupuesto en el tiempo para diluir la carga en un número más crecido de años. Quiero decir, y en honor de ellos, que lo que ocurrió a estos tres sublimes eche-kaltes, vienen a ser igual a lo que suele acontecer a quienes excediéndose de generosos no cuidan de medir el gasto diario; que vivieron con una prisa desinteresada, como tomados de una loca impaciencia por liquidar el capital de energías a que llamamos vida. No tomaron en cuenta el latín prudente que reza el reloj de la torre de Urruñe, que Meabe debía conocer bien, el cual avisa a los mortales a fines de la sabia economía y previsión que faltó a aquéllos: Vulnerant omnes; ultima necat. Todas (las horas) hieren; la última mata. * * * Filosofía del tiempo huidero. También en Eibar había otro latín parecido, con no menos filosofía que la que encierra la sentencia del reloj de la torre de Urruñe, y del que tampoco aprendieron mucha economía prudente nuestros tres malogrados amigos. En uno de los contrafuertes de la iglesia parroquial había un cuadrante solar para el servicio civil del vecindario, que databa de tiempos anteriores al reloj de pesas que suena las horas en la torre, y del que hubo de cuidar Evaristo, el Cojo, contradictor de Noche, el cafetero, en lo de la jornada de ocho horas, cuando los socialistas fueron mayoría en el Ayuntamiento, asignándole el sueldo de veinticinco o no sé si treinta pesetas mensuales. En no sé qué época de nuestra historia, construyeron en frente el Concejo y la casa del organista que vinieron a hacer sombra al reloj, y hubieron de disponer una réplica a mayor altura. Debajo de este cuadrante solíamos leer los chicos cuando íbamos a la escuela, este latín que todavía recuerdo y supongo que aún estará legible bajo la pátina: Ómnibus dubia; ultima multis.21 El cual epígrafe advierte lo precario de nuestra existencia sobre la tierra, donde cada hora que apunta el reloj es dudosa para todos y la última para muchos. Nuestra sentencia de Eibar, como la de Urruñe, subraya la preciosidad del tiempo irreversible, en el que cada minuto es único, y, por tanto, la ocasión también, única que se pierde, si es que no la ganamos viviéndola para la cuenta de las cosas eternas. Así en los tiempos de aquel reloj de sol, en nuestro pueblo que había de cobrar luego fama de anticlerical, un pensamiento religioso presidía a todas las horas del día. Eran los tiempos de unanimidad espiritual, destruida por el error que dije al principio, de mezclar la política con la religión, lo eterno con las cosas entregadas a la disputa de los hombres. Error que habiéndose repetido a todo lo largo del siglo xix, ha culminado en el xx en ocasión de la sublevación militar de julio de 1936, y del que son de temer mayores daños. Principalmente para ellos, para los obispos que secundaron aquella sublevación alentándola con sus bendiciones, y para los clérigos trabucaires que anduvieron en ella ma- i tando gente, hechos unos Caínes. Pues si de los anteriores errores resultaron odios, pecado que lo era igualmente de quienes estaban obligados a hacerse amar, de este último tropiezo habrán de resultar aborrecimientos mayores. ¡Ojalá que no se de la ocasión de que se lo digan los hechos, aún cuando no fueran a pagar, como suele ocurrir, justos por pecadores! Y ya que estamos de epigrafías y discurriendo sobre la filosofía que se desprende de las que hemos referido, la que siempre insiste en la idea del tiempo huidero que nunca se sabe aprovechar debidamente, antes de cerrar esta nota, se me permitirá señalar, que en este mismo orden de pensamientos, nada tan bello como el dístico que sobre el dintel de la entrada del campo Santo de Zaldívar, nuestra vecina al otro lado de la raya de Vizcaya, dice así: Atzo ¡ayo rta gaur ill, Demboria ariñ dabill. que significa: "nacer ayer, hoy morir ¡qué ligero vuela el tiempo! Lo que viene a ser el mismo suspiro que alienta en la exclamación del salmista, •cuando dice: ¡Ecce, mensurabilis posuisti dies meosí (XXXVIII, 6) ¡Cuatro dedos de tiempo! que dice una variante antigua, menos poética pero más aproximadamente sin duda al texto hebreo que la Vulgata. 2i Ómnibus dubia, última multis; dudosa (la hora) para todos; para muchos 1a última. La Plaza de, la Constitución. Y sin entrar ahora en averiguaciones sobre si el tal dístico puede atribuirse a Pedro Pablo Astarloa, autor de la Apología de la lengua Bascongada con sus atrevidas hipótesis y colaborador de Guillermo Humboldt en lo relativo al vascuence, el cual tengo entendido que nació en aquella anteiglesia de Zaldívar, nuestra parte contraria en no pocos viejos pleitos de lindes y mojones, me apresuraré a volver sobre el empedrado de la Plaza Nueva de Eibar, que es de donde se leía el latín de referencia, con su sabio aviso sobre la fragilidad de nuestras vidas. ¿Qué era la Plaza Nueva? ¿En qué consistía la Plaza Nueva? La Plaza Nueva consistía sencillamente en un pequeño espacio ganado para el recinto, en fuerza de mampostería y obra, a una profunda cárcava, a la entrada del camino de cabras que debía de ser, a juzgar por su nombre, lo que vino a llamarse la calle Unzaga, al pasar por ella el camino de Francia; pequeño espacio que a nuestros abuelos debió parecerles mucho y despejado, con vistas al Urko y al Kumbo, y le apellidaron plaza, habituados a la estrechez de las empinadas cuestas de Barrenkale, Pikarkale, Elguetakale y Chiriokale, que con la escapra del río encerraban el perímetro de la villa en tiempos del reloj de sol. Y no hubiera traído a estas notas, el recuerdo de esta ilusión óptica de nuestros mayores, de llamar plaza lo que ningún extraño n o habituado a morar en aquello tan accidentado hubiera podido considerarla como tal, si no fuera porque luego, cuando las pugnas constitucionales del siglo xix, se les ocurrió a nuestros padres, procediendo con el mismo subjetivismo, bautizarle con el pomposo nombre de Plaza de la Constitución. Que vino a ser todo un símbolo, en que vale la pena de parar la atención. Porque si la plaza, en realidad, no era tal plaza, sino una ilusión de nuestros abuelos, con que se gratificaban del trabajo que les había costado la obra ¿acaso era más verdad y se prestaba a mayores amplitudes en la realidad de la vida aquella constitución honrada en el nombre de aquel mito de plaza, con haber costado tanta sangre y mserias a nuestros padres? Las ficciones a que dio lugar a la hora de informar la vida política del país, no valían mucho más que las vistas al Urko y al Kumbo, y su plataforma tampoco tenía menos limitaciones que la famosa plaza. Los bombarderos ítalo-alemanes, cuando la guerra, cuidando de no tocar a la iglesia, que es lo único que quedó en pie en medio de las ruinas de lo que fue la antigua Villanueva de San Andrés de Eibar, no dañaron tampoco a la plaza, por estar ceñida a aquélla. Pero la Constitución, lo que a pesar de sus ficciones y sus limitaciones había en ella de libertad y derechos humanos ¿dónde fue a parar, qué se hizo de ella? Se fue donde la demás legalidad, que fue arrumbada como un trasto viejo para unas vacaciones indefinidas, volviendo a los tiempos de horca y cuchillo, de arbitrariedad, violencia y despojo, triunfantes los monopolistas de las armas que se dejaban sentir fuertes contra el pueblo inerme; tiempos en cierto modo semejantes a aquellos que hicieron obligada la formación de villas y hermandades, cuando no había más ley por aquellas tierras que la de los que ejercían la violencia. Los cuales suelen tener el cinismo de llamar orden al suyo, y paz a la quietud im- .puesta por el terror. 5JC íjc ífc La teoría de la relatividad. Después de haber referido esta experiencia histórica que podríamos decir de la relatividad del espacio, no sabría pasar adelante sin mencionar a los precursores de la relatividad del tiempo, porque la verdad es que entre los clásicos de nuestro vecindario, con ser tan reducido, no faltan antecedentes de todos los grandes adelantos de cfue se enorgullece la ciencia moderna. Yo vine en ello una vez que Pedrocho, uno de esos hombrachones de nuestra tierra a quien quedó de por vida el diminutivo cariñoso de la infancia, cortador él y Concejal del Ayuntamiento, preguntaba a Amuátegui en la Comisión de Gobernación, tratando una cuestión de abastos, que era lo que les traía siempre más ocupados: —¿Quién crees tú que ha inventado la telegrafía sin hilos? Todavía no se había llegado a la telefonía. A lo que el Concejal socialista, sin necesidad de recurrir al Espasa que aun no había llegado a esa letra, le contestó: —Según mis noticias, ha sido un físico italiano de nuestro tiempo llamado Marconi. —Te equivocas —le dijo el cortador. El auténtico inventor de la telegrafía sin hilos es nuestro baserritarra, el aldeano de nuestros ásperos montes. Porque tú puedes cerrar trato al respecto de una res en Anguiozar, y antes de ponerse el sol lo saben en Barinaga, con el detalle de los raides que calculaste para tu coleto y los duros fuertes que diste por ella, salvando la noticia el pico de los montes y lo profundo de los valles, sin que haya podido mediar sino el éter.2 2 De la misma forma, el verdadero autor de la relatividad del tiempo, antes de que el mundo hubiera oído hablar de Alberto Einstein, fue un tal Pope, aunque homónimo del poeta inglés, castizo de Soraluce, armero de la armería, que solía sentar cátedra en la taberna de Badet, en Elgue- 22 Tanto así y de igual manera corre la mentira, según el refrán: Guzurra esan neban mendixan; niu baño len zan errixan. takale, donde cocinaba su costilla y le salvaba el gasto. Y se entregaba a reflexiones, que puestas por escrito, hubieran servido a hacer un libro. Entre otras cosas, solía insistir como Hamlet, que en el mundo hay más cosas que las averiguadas por los filósofos como aquello que a él le ocurría de toda la vida: que los años se le iban volando, al mismo tiempo que le tardaba un siglo en completarse cada quincena. Era la relatividad del tiempo, de que cada uno de los que cobraban por quincenas, es decir, todo el mundo en el Eibar de aquel entonces, hacía la experiencia. Sólo faltaba la formulación matemática del principio, cuya gloria estaba reservada al gran judío alemán, refugiado primero en Suiza y luego en los Estados Unidos. Tampoco es de pasar por alto, con referencia a este mismo tema de la relatividad del tiempo, la observación de Chantoya, cuando entraba triunfalmente en sus primeros ochenta años, con una salud y un optimismo que parecían brindarle otro tanto en la vida. El fabricante de la Star, arma que se había hecho famosa en los anales del crimen político, industrial inteligente y pacífico burgués, epicúreo de toda la vida y cultivador del bel canto con gusto y una hermosa voz de tenor, decía en aquella ocasión a los amigos: —Yo no sé lo que ocurre al mundo de cierto tiempo a esta parte, pero lo cierto es que ahora, cualquier kakaume23 tiene ¡sesenta años! La huelga de metalúrgicos de 1920. Mas dejemos estas para mí gratas amenidades en que no acabaría, habiéndome demorado demasiado en ellas, para volver a la tristeza de los enconos sociales que siguieron inmediatamente después de morir Amuátegui, aunque esto se me hará mucho más cuesta arriba que el referir anécdotas con el sabor de los hombres y las cosas de la tierra. Las antiguas sociedades de oficio del ramo de las escopetas, a que habían animado los Erquiaga, los Baroja, los Lascuráin y otros veteranos, y la antigua Sociedad de Obreros Pistoleros, que así se llamaba por decirse así de los honrados maestros y oficiales de aquel gremio antes del encanallamiento gramatical sobrevenido a la palabra, en la cual bullieron los Sampedro, los Ganuza, los Benco y los Felipe Posporúa, motejado éste así a causa de lo poco que era menester para encenderle en ira; las primitivas uniones gremiales todas, tiempo ha que se habían integrado en un solo sindicato llamado metalúrgico que abarcaba a todos los trabajadores del hierro. Los patronos, por su parte, se dejaron llevar a un sindicato único bajo la disciplina de la Confederación Nacional, organizada por el Graupera de marras, con el propósito de hacer frente 23 Criatura. a la obrera del mismo nombre con sus mismas tácticas y procedimientos de acción directa, sin perjuicio de combatir también a la Unión General de Trabajadores que no era más de su agrado, aunque ésta no practicara el pistolerismo, el sabotaje ni la huelga general a todo pasto, porque por lo mismo, cuidaba más de organizar su resistencia y no cejar en sus objetivos. Y como el desequilibrio de la vida iba creciendo por culpa de los especuladores con quienes no querían o no se atrevían a meterse los gobiernos monárquicos,2 4 las reclamaciones obreras se hacían inevitables. Y lo que era peor, después de logradas en ruda pugna, apenas servían a remediar nada, por cuanto' al día siguiente de una mejora de salarios las cosas venían a valer más. Presidía el Sindicato Metalúrgico, Valentín Vallejo, obrero del taller de Amuátegui, que tenía condiciones pero a quien no sobraban cualidades con haber tenido a tan buen maestro. Los patronos, por su parte, estaban bajo la maléfica influencia del ex-Alcalde conservador Mario Orbe, caracterizado por su intransigencia e interesado además en sacarse la espina de su vencimiento político y de una derrota sufrida como patrono, con motivo de reciente lockout preventivo de que su firma tuvo que desistir tarde y con daño; es decir, teniendo que pagar una importante indemnización al personal y a la organización obrera. 2 4 Suele contar Indalecio Prieto, recordando su época de concejal, de una comisión del Ayuntamiento de Bilbao que estuvo en Madrid, a consecuencia de una propuesta suya, en sentido de gestionar que el Gobierno autorizara a aquel Municipio a utilizar los barcos alemanes inmovilizados desde el comienzo de la guerra en la dársena de Axpe, para ir con ellos a la Argentina en busca del trigo que sobraba en aquel país y faltaba en España, en una época en que los fletes de un viaje redondo pagaban el valor del barco, y el precio del pan, en consecuencia había subido por encima de las nubes. En Madrid los recibió el Conde de Romanones, a la sazón Ministro de la Gobernación. Y a pesar de ser el Conde, triguero, harinero y latifundista, y no obstante haberle interrumpido en una de sus conferencias con los tiburones de la molienda, que se hinchaban de ganar con la para ellos, providencial carestía, en oyendo el proyecto de los munícipes bilbaínos, se manifestó en mil exageradas ponderaciones, exclamando: —Otros cuarenta y ocho municipios como el de la Capital de Vizcaya necesitaba yo para dormir tranquilo, viendo a España en orden y satisfecha. Y agarrando pluma y papel, se puso a poner unas letras al Subsecretario para que los comisionados se la llevaran en su propia mano, quien recogería plausible iniciativa del Ayuntamiento de Bilbao para darle el curso correspondiente. El Subsecretario eran don Práxedes Zancada, autor de un libro muy leído en los Centros Obreros a favor de la jornada de ocho horas, cuando esta aspiración obrera se presentaba en las lindes de la utopía. Implantaba la República alguna docena de años después, siendo Prieto, el autor de aquella iniciativa, Ministro de Hacienda, el señor Zancada, su subordinado entonces, se creyó en el caso de revelarle el contenido de la carta que le llevaran en su propia mano los comisionados bilbaínos, en ocasión de su visita al Ministro de la Gobernación, el Conde de Romanones. La carta simplemente decía así: "Vea, Ud. don Práxedes, la manera de sacudirme estos pelmas." Y frente a frente los dos sindicatos, el de los obreros y el de los patronos, se produjo el conflicto, a pesar de que los obreros, sin abandonar su prudencia, habían limitado sus justificadas reclamaciones a aquella sección de la armería en situación de prosperidad y en condiciones de acceder sin quebranto. Pero como para los patronos ensorbebecidos con las ganancias extraordinarias de la guerra y regimentados de ayer en su flamante organización por el Graupera, no era cuestión de si podían o no acceder a lo reclamado sino de probar fuerza con los obreros, no vacilaron en provocar la huelga. Y como el verano de 1914, paró medio pueblo y el 5 0% de las familias dejaron de tener jornal. Y pasó el verano todo, holgando miles de hombres, y vino el otoño, y cayeron las primeras nieves, y continuaba la huelga con su cortejo de sacrificios y estados de irritación, aunque es de consignar que no se produjo ninguna violencia con durar tanto el conflicto. Y duró tanto, porque a la intransigencia de los patronos, sostenidos por el resentimiento innoble del influyente que hemos dicho, correspondía la tenacidad de los obreros, al punto que todo seguía igual cuando se aproximaban las Pascuas de Navidad, en que no podía subsistir aquel encono, en un pueblo en que al fin y al cabo había algo de familia por encima de todo, que obraba en los espíritus. La Cooperativa Alfa. ¿Cómo resistieron los obreros en los largos meses que duró la contienda? Ya hemos dicho que fue medio pueblo el que paró afectado por el conflicto. Pues bien, el otro medio, trabajó prácticamente para ambas mitades, por la estrecha solidaridad que unía a todos en el común empeño que entrañaba la cuestión. El Ayuntamiento, por su parte, arguyendo que nada tenía que ver en el fondo de la cuestión que ventilaban patronos y obreros pero no podía abandonar en su necesidad a tantas familias sin jornal, reorganizó la cocina popular como cuando la crisis de 1914, pese a las denuncias y escándalo que metieron en la prensa regional los enemigos para que les oyeran las autoridades superiores, protestando de lo que calificaban una intervención a favor de una de las partes litigantes a costa del erario municipal. Las inspecciones administrativas que atendiendo a las denuncias aquellas, se ordenaron sobre el lugar, sólo sirvieron a confundir a los inspectores con el espectáculo de la ayuda mutua que había sido puesta en práctica con ejemplar generosidad. Por lo demás, no les era difícil a los denunciados demostrar que el servicio de la cocina, no pesaba en lo más mínimo sobre el erario, puesto que las raciones que servían por miles, se pagaban a precio de costo y las distribuidas como gracia, las satisfacía el sindicato, limitándose el municipio a prestar la instalación, los equipos y la experiencia de seis años atrás. Mientras se dilataba así el conflicto, durando, no semanas, sino meses, con la vana esperanza, los patronos de reducir por hambre a los obreros, éstos, aparte los arbitrios ordinarios y extraordinarios de la solidaridad que pusieron en marcha, alumbraron una iniciativa trascendental. Con objeto de evidenciar la sinrazón de la actitud patronal y su injustificable intransigencia, los obreros se propusieron montar una fábrica para manufacturar justamente aquel mismo producto sobre que versaba la disputa, trabajando en las condiciones objeto de la reclamación, produciendo calidad y realizando utilidades normales, según se prometían de lo que les venían a decir los números. Y ya que los fabricantes se habían metido a sindicalistas, el sindicato obrero se metería a fabricante, y no pararían las cosas hasta que la idea estuviese convertida en realidad y manifiesta aquella evidencia. Claro está que el proceso de la puesta en marcha de esta iniciativa del sindicato, tenía que durar y duró bastante más que la huelga. La huelga se terminó mediante una transacción llegando a Navidad, por la presión moral de esa fecha. La transacción comprendía entre otras cosas, el adelanto a cuenta de unos jornales para que pudiera haber algún calor durante las Pascuas en el hogar de las familias sacrificadas a la dura prueba del conflicto. Pero no por haber terminado la huelga remitió el entusiasmo obrero por la realización de la empresa cooperativa que se había propuesto el Sindicato Metalúrgico. Los trabajadores que las tenían volcaron sus economías que les quedaban de sus años buenos de la guerra, y también la caja social del Sindicato Metalúrgico de Vizcaya, muy próspero entonces y siempre atento a las vicisitudes y modos de nuestra acción en Eibar, ayudó financieramente a la iniciativa, haciendo una fuerte aportación. Se reunieron de esta manera unas 300.000 pesetas, que entonces y con relación a nuestro medio representaban un capital de bastante consideración, y se adquirieron los equipos mecánicos de un industrial deseoso de retirarse. Y poco después de seis meses de preparativos —porque el equipo adquirido no correspondía enteramente a la especialidad que nos proponíamos,— estuvo organizada la producción. Y con tanto, fue, como se dice en el Génesis, otro día, y la Cooperativa Alfa, llamada a tantos desarrollos, una creación que echó a andar por el camino de la vida. * * * Ciclismo y montañismo. Yo descansaba de la parte que me correspondía en estas preocupaciones y responsabilidades, entregándome los días de fiesta a los únicos deportes que han llegado a interesarme: la bicicleta y el montañismo. Aficiones que en realidad era una sola. Y o no comprendo los deportes como espectador pasivo que se acalora por rojos o azules sino como un signo de decadencia. Tampoco me convencen como profesión y nunca pude admirar las habilidades que son el resultado de sacrificar la vida al inútil empeño de alguna especialidad absurda. Comulgábamos en el mismo gusto y formábamos trío para nuestras andanzas, el famoso Apochiano, mi ilustre cuñado, cuyo apellido es el segundo de mis hijas, y Joshé Ondarru, mi vecino de la calle de María Angela, pues el reino de mi casa, como dije, radicaba en aquella levítica calle de curas, carlistas y beatas2 5 frente por frente del Convento de Agustinas, donde mi cara mitad no dejaba de tener algunas conocidas entre las enclaustradas. Apochiano, Cándido Arrizabalaga por su propio nombre, era como un monolito, lo mismo en lo físico que en lo moral, a quien muchos, fuera del pueblo, confundían con un alemán del Elba: un ario puro por por el color de sus ojos, el pelo rubio y su espaciosa cara de dolicocéfalo, si es que se puede hablar así después de la protesta de Max Müller, muy severo en lo de confundir lo lingüístico con lo racial2 6 Joshe Ondarru, José Lascurain, otro ario, era la tenacidad misma con ojos de color de mar al servicio de los más sanos propósitos. Ambos hacían contraste con mi modesta estampa de mediterráneo y la levadura semítica que debe haber, sino en mi sangre en mi espíritu, que me ha servido para gustar mejor las bellezas de la Biblia. Era nuestro orgullo pisar sobre la cima de todas las montañas de la región y transitar por todas las carreteras del mapa de las Vascongadas. No como devoradores de kilómetros, de quienes solía decir Unamuno, que van bebiendo los vientos de un lugar donde nada tienen que hacer a otro en que tienen que hacer menos. Nosotros tres caminábamos con nuestro burriquito mecánico, saboreando el paisaje, echando pie a tierra de vez en cuando y subiendo a los montes, internándonos en las arboledas, bajando a los ríos, parando en las fuentes y deteniéndonos en todos los lugares donde hubiese algo que curiosear. Y rara será la 2 5 Por una ironía de las cosas, la levítica calle de María Angela se llamaba así en memoria de una mujer valiente y liberal del tiempo de los Voluntarios de la Libertad. 2 6 "Para mí —dice Max Müller— un etnólogo que hable de raza aria, de sangre aria y de ojos azules y pelo rubio, resulta tan disparatado como un lingüista que hablase de un diccionario dolicocéfalo o de una gramática braquicefálica". Citado por Julián Huxley, tomándolo de Biographies of Words and the home and the Aryas, of Man and the Modern World. cosa arqueológica o natural digna de mención que no la supiéramos de memoria en no sé cuántas leguas a la redonda. Juan Jacobo Rousseau, que tuvo el propósito de venir a nuestra tierra con el deseo de conocerla, de las cosas que le contara de ella su amigo Ignacio Manuel Altuna, de Azcoitia, de haber coincidido en tiempo y lugar, hubiese sido gustosamente nuestro amigo, y no hubiera amado menos la naturaleza en nuestra compañía. Y habría querido a Apochiano como un trozo de naturaleza, viéndole hombre del siglo xx con una ingenuidad prehistórica, a quien cuadra admirablemente su nombre en el sentido de un alma exenta de sombras y complicaciones. Habría tropezado en él con el ejemplar humano, entre todos los que yo he conocido, en que la civilización y los convencionalismos sociales pudieron alterar menos al hombre natural, a la criatura de la naturaleza. Y le hubiese servido de evidencia cabal de su tesis de que el hombre naturalmente es bueno en tanto no le alteren las ciencias, las artes y las servidumbres de la civilización. A Joshé Ondarru le cuadraba lo mejor del retrato que hacía el ginebrino de su amigo, el azcoitiano. Después de todo lo sano y bueno que podía decirse de su espíritu, bastaba añadir que su cuerpo estaba hecho para alojar aquella alma sin daño, Y seguro estoy, que de haber entrado como cuarto con nosotros, el soñador de los primeros libros de Las Confesiones, nuestras frecuentaciones y programas no le hubieran disgustado, ni la manera de nuestra economía, que obligadamente tenía que ser prudente y bien medida le desagradara, y acaso alguna devota de la vecindad le habría sido más constante que madame Warens. Paz en la guerra. Esto de mis aficiones deportivas, el trío y nuestras excursiones, tiene su razón de ser en este lugar para lo que voy a decir enseguida. Cuando el itinerario de nuestras salidas era menos de cien kilómetros, lo realizábamos en medio día, pagando así a nuestro gusto personal sin faltar al rito de la tertulia del café y las sesiones —'Valga la palabra— peripatéticas de la tarde. Cuando pasaba de cien, le dedicábamos todo el día, madrugando para aprovechar la delicia de las primeras horas de la mañana. Algunas veces que el calendario nos favorecía, salíamos con programas de dos y tres días de pedaleo. Así acabamos por sabernos todos los rincones del país, cuánta es la variedad de sus paisajes a la luz de la primavera, bajo el ardiente sol de la canícula, vestidos con las galas crepusculares del otoño y presididos por el silencio solemne de las nevadas. De los pueblos sabíamos su cara alegre de los días de feria, la triste de los días de penitencia como en Semana Santa, y la grave de todos los días con el afán que traen para la gente de trabajo, que es la mayoría en todas partes. Y de los caminos sabíamos, no sólo la euforia de las frescas mañanas con todo el hermoso día por delante, sino también la impaciencia de los fatigosos retornos, cuando se suspira por la casita y los suyos que le esperan, el accidente de los aguaceros, lo mortificación de las averías junto a la cuneta, el alivio de los obligados cobijos de emergencia, la satisfacción inefable de sentarse a la mesa puesta de las ventas para matar el hambre y la sed contenidos como un lobo en la cadena y reponerse del fuerte desgaste de la jornada. Así, un día que regresábamos por Marquina, en la época más reñida de nuestros enconos sociales, sucedió que yo reparé en un veraneante, sin duda un castellano viejo de buena posición en Burgos o en Valladolid, que había venido a los baños de Urberuaga tomando por pretexto las aguas para disfrutar de la buena mesa que allí acostumbramos en todas las termas, y que es la que cura más achaques que todas las aguas minerales juntas que se derivan de la mancha ofítica del Elosu, el cual castellano viejo estábase echado blandamente en un diván y se parecía extraordinariamente al Presidente de la Patronal de Eibar. Y dije yo a los compañeros del trío que venían detrás, en nuestro vascuence esotérico: ¡Llegad acá a ver qué repantingado está nuestro Presidente de la Patronal! Mas el castellano viejo de Burgos o Valladolid que se parecía tanto al Presidente de la Patronal de Eibar conque estábamos en aquel entonces en encendida guerra en el terreno sindical, era el mismo presidente en persona, bastante cambiado por su indumentaria de agüista y el ambiente burgués de que estaba rodeado y que en nuestro pueblo no se daba. El no se dio cuenta de mi engaño, sino que pensó que estando ambos en aquel momento en terreno neutral, no tenían allí jurisdicción las pasiones locales y estaba autorizado el diálogo en calidad de buenos vecinos, que al fin y al cabo no dejábamos de ser. Y recobrados por nuestra parte de la sorpresa también pensando lo mismo; y, aparte las obligadas cortesías, hablamos de otros tópicos como viejos conocidos, sin rencilla, si bien sin eludir a nuestra guerra social que ardía en el pueblo, al otro lado de los montes, y en la que tan directas responsabilidades nos cabían a todos. Ya sé que alguien dirá a este punto: —tonterías intrascendentes como tantas que van alojándose en estas notas. Mas yo digo: —datos para la historia, pues en aquella misma hora de nuestro cordial diálogo, en otras partes en que seguramente no se mantenían con tanto tesón como en Eibar los principios y las respectivas posiciones, patronos y obreros se daban caza con pistolas. v v - ' - f . < * * f. V:>\ •>V Un armisticio. Otra vez no éramos los del trío los que tropezamos con la Patronal sino la procesión, a la que nos agregábamos cuando el tiempo, la estación o las circunstancias no eran propicias para las excursiones ciclistas o las empresas montañeras. Y ello fue un par de meses después de la reñida batalla social de que nació la Cooperativa Alfa. Habíamos aterrizado en la venta de Eizaga, meca de la tornillería mecanizada, con sus molinos que mueve el arroyo del mismo nombre, en jurisdicción de Zaldívar, a cuyas rentas municipales contribuye la venta con sus sisas y su arriendo. Y estábamos sentados a la mesa, en la sala enjalbegada del piso, presentando sobre el fondo un cuadro semejante al de la Cena de Leonardo, en el refectorio de Sancta María della Grazia. Claro está que no nos embargaban en aquel momento tristes presentimientos como a los trece del famoso mural, sino que, al contrario, había en nosotros una alegría sana y ruidosa, como correspondía a la fecha y la ocasión, pues era el último día de Carnaval. Y estando en lo mejor de la fiesta, allí cayeron también los del estado mayor de la Patronal. No era agradable la coincidencia para unos, ni para otros. Aquellos cuatro meses de huelga en que nos habíamos culpado mutuamente habían agriado los espíritus. Pero no era cosa de cambiar de programa ni de aguar la fiesta por semejante incidente. Ellos por su parte, debieron pensar lo mismo, y se sentaron en el otro lado de la estancia. Y así se desenvolvía el ágape, trinchando cada grupo por su lado de lo- mejor de la cocina, sin ninguna molesta interferencia, aunque al principio con cierta violencia moral para todos a causa de la obligada vecindad de los contrarios. Mas esto mismo, sin que hiciera remitir el buen humor de nadie y sin que dejaran de ir en aumento las risas regocijadas que inspiran la comida y el buen vino. Y como el hombre igual que las fieras, después de haber comido es mejor, apenas habíamos terminado con los postres para entrar en el café y los licores, cuando los de la Patronal solicitaron en forma, un armisticio y juntamos las mesas para continuar la fiesta en común, olvidando por lo que durara el resto de aquel día, no los rencores, que en realidad no existían, sino la hostilidad política y social que nos dividía en la vida ordinaria. Y esto de que los patronos y los obreros coincidiéramos en el mismo lugar de esparcimiento ¿no es también otro dato para la historia? Se dirá que en Eibar no había capitalistas a la manera de otros lados, con fuertes disponibilidades en los bancos, aunque cualquiera industrial tenía allí créditos a dos mil leguas de distancia que suponían importantes capitales. Aparte de esto, entonces, antes de consumarse toda la desgracia de los marcos, los francos y los barcos, que se llevaron buena parte de los dineros del sacristán de cuando las vacas gordas de la guerja, y aun entre los que juntaron la mesa con nosotros, sí los había, y de consideración. Pero además ¿no es sabido que la caza a tiros entre patronos y obreros ocurría, principalmente, no con los más opulentos, sino entre modestos industriales y sus resentidos inmediatos, allá en los climas en que se daba este método de lucha? * * * Tremedal y sumidero. Los patronos, puestos a ser buenos, nos dieron buenos consejos. Aquello de la Cooperativa Alfa iba a arrastrarnos a la ruina. No sabíamos mucho en lo que nos habíamos metido al querer aparecer como industriales. Aquello sería el tremedal. Tal empresa comprometería todas nuestras demás cosas, que no dejaban en verdad de tener su mérito. Nos habíamos dejado llevar de un espejismo, desconociendo las dificultades que nos aguardaban en el camino. Y no aludían ellos, por supuesto, sino a las dificultades materiales, a la falta de pedidos sujeta la industria a un régimen irregular de la demanda, a la angustia de los créditos aventurados en lejanos mercados asentados sobre un suelo volcánico, a las mil contingencias que amenazaban' a cada instante la tranquilidad del industrial eibarrés, pendiente siempre de un telegrama que le trajera el respiro o la catástrofe. El doctor Madinabeitia, que ya apenas nos visitaba, porque Eibar sin su Amuátegui, aunque nos quería a todos, lejos de divertirle se le hacía triste e intolerable, una vez que estuvo con nosotros, quizás la última vez, él, tan emprendedor y optimista siempre, opinó poco más o menos respecto al Alfa, como opinaron los patronos en aquella ocasión de nuestro encuentro en la venta de Eizaga. Su palabra, la palabra conque quiso caracterizar nuestra nueva empresa, fue que sería un sumidero, por donde se nos iría todo lo demás en que él había tomado tanta parte y había puesto tanto amor. Al tremedal de los patronos correspondía, pues, el sumidero de nuestro más querido maestro. Otro buen amigo nuestro, Pedro María Sarraua, Chisperúa, industrial, hombre práctico si los hubo, liberal con nosotros y siempre atento, que nos había sacado de más de un apuro económico, cierto día que hubimos de recurrir una vez más a sus buenos servicios, me dijo en el terreno de la confianza, como hombre que nos apreciaba y se interesaba por nuestras cosas, estas palabras: —Yo sé de vuestra honradez que no me metéis en ninguna aventura y me responderéis siempre; pero te aseguro de amigo a amigo que esto que os firmo ahora, multiplicado por un imposible de veces y mucho más, no bastará a sacar adelante vuestro empeño. Mas la verdad verdadera y lo cierto fue que ni los patronos, ni Manabeitia, ni Chisperúa, con toda su experiencia y espíritu práctico, no concebían la décima parte de todo aquello que la realidad iba a exigir de nosotros. Las dificultades fueron siendo inmensamente mayores y de diversa índole. * * Abandonados en la estacada. La mayor de las dificultades que nos aguardaban era el régimen irregular de la demanda en la industria armera, que dependía principalmente de lejanos mercados sujetos a mil contingencias, sobre todo en aquel accidentado período de la postguerra. Para los problemas técnicos de la puesta en marcha y la producción, teníamos sobrados elementos adictos y bien que probaron su capacidad y entusiasmo, preparando todos los dispositivos suplementarios indispensables para la mecanización de cada una de las numerosas piezas de que constan las armas que íbamos a fabricar, en menos de cinco meses. Para las especialidades profesionales pudimos seleccionar a los mejores. ' L a disciplina y el rendimiento tampoco representaban mayor problema, por el inveterado sistema de trabajo a piezas que rige sin contradicción en la industria. armera y. que constituye una especie de segunda naturaleza en el armero eibarrés. La responsabilidad de una buena administración tampoco nos asustaba. Incluso el capital fijo de instalación y el de movimiento eran factores previsibles, y aunque representaron un volumen harto crecido con relación a nuestras disponibilidades inmediatas, era posible a su respecto establecer de antemano los sacrificios que serían indispensables, para que supiera a qué atenerse cada uno de los que se sumaran a la aventurada empresa. Pero que una mera disposición administrativa de las autoridades aduanales de los Estados Unidos, una revolucioncita en Centroamérica, una quiebra en el Brasil o una mala cosecha en la Argentina pudieran echar por tierra todas nuestras previsiones haciendo imposible ningún ejercicio normal, era como enfrentarnos con lo imposible. Porque al menor accidente de esta clase se seguían para Eibar las letras devueltas, las restricciones de los bancos, la necesidad de reducir la producción con sustancial alteración de los costos previstos, la congestión de los almacenes con un producto que nadie quería por prenda, y para nosotros, junto con todo eso, aquello tan penoso con todo y tenerlo descontado: la imposibilidad de atender a los jornales de un personal agotado con los sacrificios que había realizado para sostener la huelga y constituir el capital inicial de la empresa; con la necesidad de inventar arbitrios, que, por muy ingeniosos que fuesen no bastaban a cubrir la etapa adversa. Esto no tenía otra solución práctica, desde antes de echar a andar, que la de un comprador al pie de fábrica que pudiera financiar las intermitencias inevitables, y el espejismo, el verdadero espejismo que nos engañó y nos hizo afrontar la aventura, fue el habernos hecho creer el compañero Vallejo, presidente del Sindicato Metalúrgico, que él contaba con ese elemento que compraría toda nuestra producción en almacén. La misión específica que nos habíamos propuesto al crear la empresa cooperativa con que habíamos desafiado a los patronos, terminaba, en efecto, con la producción; una producción en calidad y costos ventajosos a los de las empresas patronales, sin sacrificar para ello las condiciones de trabajo; al contrario manteniendo al personal obrero en un nivel bastante superior al general. Eso era lo fundamental para nosotros como socialistas, como cooperativistas y como trabajadores sindicados que rompíamos lanzas todos los días a favor de la empresa de interés social frente a la empresa de interés privado. Lo turbio del comercio, sobre todo del comercio de las armas; la gitanería con que había que moverse en lejanos mercados, las inmoralidades a que a veces había que descender para arreglárselas, no podían interesarnos, ni nos convenía saber nada de todo ello. Eso no era lo cooperativo, y caía fuera de nuestra misión. Pero fuese que el compañero Vallejo nos hubiese engañado adrede en eí particular del supuesto comprador que decía tener, o que éste se hubiese echado atrás de sus promesas,, al vernos como realidad viva en.el terreno de los hechos, lo cierto es que luego de organizada la producción en serie y en una escala harto importante en el espacio límite de unos breves meses que representaba un récord, nos encontramos abandonados en la estacada. Los comienzos de la Cooperativa Alfa. Se comprenderá las dificultades con que hubimos de tropezar para desenvolvernos con tan comprometido comienzo, abandonados en la estacada; pero no es fácil imaginarse su número y su magnitud. Aun los que afrontamos al pie del cañón todo aquel desesperado trance, hemos perdido la cuenta de aquellos días abrumadores, con ser tantos a la vez e insistir con su carga intermitentemente durante años, luego de pasajeros alivios. Sin embargo,- en ningún momento nos dejamos llevar de la desesperación, y bien que mal todo se anduvo poco a poco. La demostración con que emplazamos a los patronos intransigentes, provocadores de la prolongada huelga de que nació la idea cooperativa, tuvo pleno efecto y éste era un triunfo que contribuía a mantener nuestro valor. Dimos ejemplo, en primer término, en cuanto a la calidad del producto, pues indiscutiblemente no lo hubo mejor en la competencia. El personal de la cooperativa era también el mejor retribuido de la localidad, aunque tuviera que prestarse a veces a sacrificios extraordinarios. Y, a pesar de tantas dificultades, se realizaron beneficios con que fue mejorando la planta y aumentando el capital de movimiento. Y un día, la fábrica se dio a una metamorfosis profunda sin dar lugar a ninguna solución de continuidad en su régimen activo, para producir, en vez de la cosa ingrata y comprometedora de las armas, tan poco en consonancia con un ensayo cooperativo como el que estábamos realizando, aunque aquella industria representaba la tradición y en ella atesorábamos nuestra experiencia, una novedad como las máquinas de coser, que son adorno y buen servicio en el hogar, la cosa más socialista que existe. Novedad además que abría un nuevo horizonte y serviría de ejemplo a las industrias locales, necesitadas de entregarse a iniciativas semejantes, dada la declinación inevitable de algunas ramas de la armería. Y al producirse la guerra civil en 1936, la Cooperativa Alfa, primera manufacturera española de máquinas de coser, habiendo salvado todas aquellas críticas circunstancias de los primeros tiempos difíciles y sorteando no pocos escollos, llevaba dieciséis años de actividad y crecimiento y había capitalizado cinco o seis millones de pesetas, de las saneadas por Villaverde, y entre productores y distribuidores representaba una economía de más de mil familias. , Y aun a riesgo de que esto pueda parecer interés de cobrar en alabanza lo que no hiciéramos de otro modo, no dejaré de consignar, por ser verdad y elemento de juicio para el caso, que fueron factor, y más que todo moral, para aquel resultado, austeridades administrativas de quienes cargamos con la mayor responsabilidad.27 Y, sobre todo, fue factor aquel espíritu social que animaba a todos y permitió acrecer a la empresa, capitalizando sin objeciones la totalidad de los beneficios durante los quince ejercicios de nuestra gestión. Claro está que con esta política nuestras participaciones nominativas en la empresa no dejaron de ir valiendo contablemente cada vez más, aunque no había manera de especular con ellas, pero yo no soy el único que con el colapso de la guerra y el accidente de la emigración, hemos resultado despojados del todo, de forma que podemos decir, sin vanidad o con ella, que no aprovechamos un céntimo de aquellas ganancias sociales y evidente prosperidad, en contraste con las dilapidaciones que se han permitido después no pocos advenedizos. * * * Cuando lo más difícil es retroceder. Todo se anduvo poco a poco, es cierto, como dijimos en la nota anterior. Y es que hay situaciones en la vida en que lo más difícil es retroceder. Como para la figura del hombre sobre un estrecho puente tendido sobre el abismo, de Nietzche, para quien es terrible avanzar, terrible el estarse en medio, pero más terrible aún mirar atrás y retroceder. Recuerdo que una vez subimos los del trío a la costa del Allutz, desde Abadiano, como solíamos hacer a otros picos: a cuerpo gentil, mal calzados y con las manOs vacías. Nada más lejos de mí que el alpinismo acrobático, con haberse criado en la cuesta de Chirio-kale. Me toma fácilmente el vértigo si me siento abandonado a mí mismo al borde del abismo, y eso que me gusta viajar en avión. Era nuestro propósito aquel día recorrer toda la Peña de Amboto, de Oeste a Este, avanzando sobre la arista encimera de ella. Esto parecía sencillo, considerada la cosa del alto de Aretio o desde el monte Oiz, de donde tantas veces habíamos contemplado el perfil de aquella pétrea masa destacándose contra el cielo. Pero sobre el terreno, si terreno se puede llamar el agudo filo de la peña que con razón llaman Cuchillo; filo por lo demás, bastante mellado para mayor apuro del bisoño en lo más dificultoso de su recorrido, la cosa se vuelve seria para cualquiera que no sea un profesional o un inconsciente como Tartarín en los Alpes. 2 7 De mí sé decir y dígolo, no por tratarse de mi persona sino porque da la tónica general, que durante mucho tiempo ejercí la gerencia mediante la gratificación de cincuenta pesetas mensuales, que es lo que yo ganaba, al crearse la cooperativa, llevando la correspondencia en francés a un modesto industrial, para complementar mi modestísimo sueldo del ayuntamiento. Y al cabo de quince años de gestión, hacía las mismas funciones en Alfa por doscientas pesetas men- , suales. Pero tampoco allí mismo, sobre la cota del Allutz, se da uno cuenta al principio de todo lo que va a exigirle la aventura del recorrido propuesto. Y solamente cuando se ha avanzado lo bastante y empezamos a hacer equilibrios entre las dos vertientes que descienden al abismo en un plano inclinado, próximo a la vertical, descubrimos que nos hemos embarcado en un empeño superior a nuestras fuerzas. Pero entonces ya es tarde para volver sobre los pasos. Si miramos atrás, vemos que es más difícil retroceder. Y como tampoco es cosa de eternizarse suspenso en medio como una estatua de sal, no hay más remedio que sacar fuerzas de flaqueza, sobreponerse al vértigo y llegar hasta el fin. Y así llegamos nosotros también aquel memorable día, yo el más amedrentado, después de indecibles fatigas, sobre el firme de unas bordas a que vinimos a parar, y he aquí que ahora lo podemos contar, no obstante haber pensado más de una vez, por mi parte a lo menos, que habrían de recoger nuestros despojos al fondo de la hoz de Urquiola o en las pedreras que descienden formando como hacia el valle de Apatamusturixo.28 * * * Juan de los Toyos. Sin embargo, en el caso de las dificultades de la Cooperativa Alfa, no menos dramáticos que las de la travesía de la cresta del Allutz, no todos tuvieron el valor de seguir hasta el fin. Valentín Vallejo, presidente del Sindicato Metalúrgico, y como tal, quien principalmente había embarcado a la gente en la difícil empresa, pronto se sintió fatigado. Alguna vez me insinuó en privado, sin que yo se lo tomara a mala parte, porque no se me ocultaba lo que en ello había de verdad, la locura de aquel derroche de energías, en lo mejor de la vida, en una obra que no había de ser agradecida. 2 8 Los ciclistas llamábamos a un pequeño repecho que hay o había a la salida de Laupago, en el camino de Elgoibar, "la cuesta de don Plácido", por haberla hecho famosa el padre del pintor Zuloaga, refiriendo a sus contertulios la vertiginosa velocidad que la máquina adquiría en aquel trayecto, poniendo en peligro la vida del atrevido que se aventurase distraídamente por él, cuando el velocípedo era una novedad en el mundo que nuestro gran orfebre fue el primero en traer y montar en Eibar y acaso en España. El más excelente de sus maestros en el hierro, Carlos Elgueta, cuidaba amorosamente del aparato, quien disponiendo furtivamente un día de él, remaneció en. . . Barcelona, saliendo salvando sin dificultad cien cuestas y mil repechos más serios que el que don Plácido había dramatizado con tan fuertes rasgos a sus amigos, profanos aun en aquel deporte inédito. Temo que a los mendigoizales de ahora, curados del vértigo, bien equipados y acostumbrados a empresas mucho más audaces teniendo los Pirineos a su alcance, les parezca mi referencia del Allutz y su arista, algo así como las dramatizaciones de don Plácido a cuenta del repecho de Laupago. Pero a mí que no ambicionaba ninguna situación no me cogía esto de susto, habiendo escrito muchas vetjes con plena conciencia de la cosa, que sin ingratitud no hay sacrificio. Y más aún. Discurriendo sobre lo que sienta Montesquieu, de que el fundamento de las repúblicas es la virtud, como el honor lo es de las monarquías y el temor el de los despotismos, tenía yo dicho y repetido, que la ingratitud es lo fundamental de las virtudes republicanas. Por eso la virtud republicana de Casio y de Bruto, al herir a César en el Senado, aparecía como obra de la más negra ingratitud. Y por no ser la gratitud sino un inconveniente para las repúblicas, es porque solía decir Unamuno que el peor cacique es el bueno, porque hace agradecidos. Mas dejémonos de filosofías y volvamos a lo que íbamos. Cuando puesta en marcha la producción de nuestra cooperativa nos falló el comprador en plaza que Vallejo aseguraba tener, y bajo cuyo supuesto la gente había aceptado el sacrificio, se planteó la necesidad de acudir directamente a los mercados, sin que cupiera de momento otra opción. De esta suerte, Vallejo hizo un viaje de exploración a Méjico y volvió demostrando que no le faltaban condiciones para desenvolverse como vendedor, aunque no nos trajo la solución. Nuevamente embarcó para los Estados Unidos y, una vez allí, dándose cuenta de la coyuntura del momento y las circunstancias de aquel mercado en plena bonanza, en lo más álgido del boom, trató de relacionarse, tanto allí como en Eibar, al margen de las conveniencias de nuestra empresa con miras a crearse una situación personal, que muy bien podía ser su derecho pero no nuestro servicio. Y fue hasta allí que hicimos juntos el camino. Entonces vino a la Cooperativa Alfa Juan de los Toyos, que no era un desconocido en Eibar. Muchas veces había ocupado la tribuna de la Casa del Pueblo, siendo secretario del Sindicato Metalúrgico de Vizcaya, que, como dijimos en su lugar, había aportado una importante suma al capital inicial de la cooperativa. Asimismo, siendo después secretario del Sindicato Papelero de Tolosa, participó en muchos actos públicos entre nosotros, caracterizándose por el fuego que ponía en sus discursos. Había caído en simpatía en nuestro medio obrero, y, a partir de su incorporación a la Cooperativa Alfa, fue un eibarrés más, tanto de su parte como de la nuestra, unido a nuestro destino para los años más azarosos de la historia, que tanto bueno y malo nos tenía reservado en los tiempos que habían de seguir. * * * Eusebio Gorrochategui. El amigo Juan de los Toyos, de quien puede decirse sin contradicción que es un grande hombre pequeño o un pequeño grande hombre, quiero decir, todo un palo de hombre como dicen aquí; una mucha persona y muy verdadera en el breve término de una estatura que no debe exceder en mucho del mínimo que determinaba la ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército para que los españoles cargáramos el fusil, solía contar que una de las grandes satisfacciones de su vida de hombre menudo fue, cuando entrando por primera vez en las oficinas del Alfa, se encontró allí a nuestro gran Eusebio Gorrochategui, que era aun más diminuto que él. De Eusebio Gorrochategui que es en efecto otro gran pequeño, sólo diré que, trasladado de la sección de máquinas en que trabajaba como obrero manual a las oficinas para aprovechar su disposición y entusiasmo como obrero intelectual, por méritos que no era difícil descubrir en él, fue el alma administrativa de la cooperativa en los tiempos difíciles en que todavía no podíamos darnos el lujo de profesionales de la contabilidad. Y lo hizo admirablemente, con discreción y buen consejo, porque lo tenía, y para todo, y, a despecho de su edad y su estatura, se hacía oír. Había heredado del padre la integridad: un carlista que fue de los buenos societarios cuando la aurora social sobre el Ego; y de su madre la inteligencia, mujer de lecturas en aquel Eibar un poco rústico de nuestros padres. Cuando estoy corrigiendo estas notas, después que las han conocido los amigos en su primera mano, llega a mí el informe del director de El Socialista que se edita en París, al IV Congreso del P.S.O.E. en el exilio, que se ha de celebrar el próximo mes de junio en Tolouse. Y dice Andrés Saborit en dicho informe: "Hemos hecho* cuanto hemos podido en este sentido (en el de estimularlas colaboraciones) y a este respecto debo rendir tributo de reconocimiento a la labor de un hombre de extraordinaria modestia y abnegación: Eusebio Gorrochategui, que desde el primer momento trabaja en nuestro periódico a nuestra entera satisfacción." Y añade, que en justicia el partido puede estar satisfecho de este camarada. Eso mismo y con la misma sinceridad y llaneza podría decir de él la Cooperativa Alfa. Y, ¿no es hermoso que coincidan en el juicio laudable personas distintas y distantes y a los dos extremos de un tiempo que cubre una etapa tan difícil, tan larga y tan comprometida en que tantos han naufragado, como es la que ha transcurrido entre aquellos comienzos difíciles del Alfa y estos no menos difíciles del exilio? Etapa —dicho sea además a su favor— en la que si todos hemos sido rudamente probados, él lo ha sido con adversidades que se añadieron a la carga común de los demás. El demonio de la discordia. En procesión con la guerra, la peste y los enconos sociales que se siguieron unos a otros poco antes de cubrirse el primer cuarto del siglo xx, no dejó de visitarnos también el demonio de la discordia. Me refiero a aquel desdichado pleito de las veintiún condiciones de Moscú y la Tercera Internacional, que sirvió a dividir a las fuerzas obreras en todo el mundo. Digo desdichado pleito, porque aparte otras consideraciones, vistas las cosas a esta distancia en el tiempo, aparece claro lo que tantas veces repitiéramos: que aquella radicalización de una minoría exhibiéndose como un fantasma por las amenazas apocalípticas con que se manifestaba, servía a tensar el instinto de conservación de todo lo reaccionario y suscitar sus defensas orgánicas, al mismo tiempo que había debilitado al agente del cambio, el proletariado por efecto de la escisión. Resultado de lo cual fue propiciar el fascismo y posibilitarle su triunfo en media Europa, sin que aquellas minorías escisionistas realizaran su objetivo en ningún lado. Y estuvieron en Eibar, despachados a la Juventud Socialista, dos de esos elementos adiestrados en alguna escuela de las organizadas, ¡quién lo diría! según los métodos de San Ignacio, hechos a todas las docilidades, entre ellas la de abdicar de toda ética y moral bajo el principio de que el fin justifica los medios; especialistas de la técnica del golpe de Estado —en escala doméstica, naturalmente—, venidos de no sé dónde, que se llamaban no sé cómo, con objeto de darlo en nuestras organizaciones de la Casa del Pueblo y adueñarse de ella sin reparar en procedimientos. Aunque acostumbrados a actuar sin ambiente, supliendo a todo con su audacia o su amoralidad, no encontraron los puntos de apoyo mínimos indispensables para producir la sorpresa y consumar los hechos que se proponían. Y fuéronse por donde vinieron, dejando tras de sí tal prevención y desconfianza respecto á sus métodos, que no cabe dudar ahora que perjudicaron su causa para la cuenta de las posibilidades que le correspondían por vía natural al hecho nuevo de la revolución rusa, en un ambiente en que no asustaban las novedades y la literatura de aquel país, con sus locos, sus soñadores, sus atormentados, sus dados al sacrificio; su angustia, su conciencia del pecado, sus anticipaciones y sus esperanzas. La torpeza de la veintiún condiciones sine qua non para no caer en el anatema de los nuevos pontífices de la Internacional, aquel vano intento de separar las masas de sus maestros y guías inmediatos a que históricamente debían tanto, arrojando desde su Olimpo en la Scitia hiperbórea el rayo de su excomunión, sus condenaciones y dicterios, no era más que la misma torpeza, el mismo crimen, que no tardó en incubar en su propio seno la necesidad de las terribles purgas intermitentes, que podían compararse con el procedimiento curativo de nuestro famoso doctor Sangredo del Gil Blas. Por lo que respecta a nuestra Casa del Pueblo, elementos como Eladio Artamendi, veterano socialista de Asturias que se encontraba entre nosotros desde agosto de 1917, en razón de su ascendencia eibarresa de cuando los nuestros emigraban a Trubia y a Oviedo huyendo de las francesadas y los carlistas, apasionado, intransigente, con una devoción fanática por la santa Rusia, sin más envidia en su vida que la de los bienaventurados que habían nacido en aquel dichoso país del socialismo que había abolido el salariado, no pudieron entrar, sin embargo, llegado el momento de la decisión, por el servil sometimiento que suponían aquellas condiciones y renunciar a sus viejos maestros, aunque les negaran los sacramentos desde aquel cielo de sus ilusiones.29 Apenas dos o tres inéditos que entonces empezaban su historia se sumaron a la Iglesia de Moscú. Hemos dicho adrede la Iglesia de Moscú. De la misma forma que para la de Roma lo más importante no es el Evangelio sino la obediencia incondicional al Pontífice del Vaticano, para la de Moscú tampoco lo más importante es el socialismo sino el acatamiento incondicional al Papa rojo del Kremlin. Y la misma distancia que se advierte entre el Evangelio y las Sumas teológicas, entre aquel librito matinal y los enormes infolios crepusculares de los doctores de la Iglesia, las dulces e ingenuas enseñanzas del Nazareno y las complicadas políticas del Vaticano, se da también entre el manifiesto comunista de hace un siglo, con su floración universal de rosadas esperanzas como en aquella primavera que conocimos en Eibar y hemos tratado de reflejar en estas notas, y el stalinismo oficial, monolítico, gigantesco, con sus informes de cinco y seis horas, pragmático y brutalmente oportunista del Moscú de hoy. * * * Deshumanización de la política. Aquello de las veintiún condiciones era parte de una concepción asiática de la política, que consiste en una entera deshumanización de ella. Y con esta política deshuma- 2 9 Esa reacción es característica y lo han confirmado las concurrencias de treinta años. Los comunistas, fieles a aquella política deshumanizada, se han hecho indeseables a infinidad de gentes que aceptan y propugnan el comunismo como fórmula social, al mismo tiempo que muchos que lo detestan como sistema, son sus amigos y se entienden perfectamente para muchas políticas de turbiedad y revuelta. nizada, tan distinta y tan distante de la que habíamos aprendido en nuestros clásicos, procedió Moscú a dividir al proletariado atrayendo veinte años de fascismo sobre Europa. Veinte años que, por otra parte, han resultado sobrado espacio de tiempo para que se volatilizaran en el entretanto, en el crisol de la experiencia rusa, todas las esencias humanistas y liberales de la gran tradición revolucionaria de que cobró vida aquel acontecimiento, y para que no quedaran en el fondo más que los materiales de un totalitarismo intercambiable con cualquiera de los que han sido destruidos o subsisten todavía como un anacronismo. A saber: la omnipotencia del Estado, la identificación del Estado omnipotente con un partido único de privilegiados políticos. La concentración de toda la autoridad y fuerza de ese partido único en una figura clave convertida en una especie de Dios. La sociedad, entidad desconocida; el hombre, invención cristiana y prejuicio occidental;30 los valores espirituales, metafísica burguesa. Método de gobierno, el terror. Técnica, la destrucción de la personalidad en los individuos, con lo que quedan invalidadas aquellas viejas potencias sociales que se llamaban la opinión pública, la conciencia universal3 1 y el sentido de la Historia. Soluciones, todas ellas catastróficas, como la destrucción física de las minorías, la eliminación sistemática de determinadas clases sociales declaradas no gratas, como los judíos en la Alemania de Hitler y los llamados kulaks en Rusia, sometiéndolas a un régimen de aniquilamiento fisiológico; las transplantaciones en masa, los campos de concentración, el trabajo forzado, etc. Finalidad una sola: el mantenerse los que mandan en el poder. Todo lo que además se pone en juego en tales sistemas políticos, como el derivar al exterior las inevitables tensiones internas creando el mito de la amenaza internacional, el levantar cortinas de hierro para que nadie pueda escapar del paraíso que ellas limitan, y la clandestinidad en que se mantiene a pueblos que cuentan por centenares los millones de habitantes, son exigencias de aquella finalidad fundamental. 3 0 Cuando el totalitarismo es occidental, este tópico de el hombre invención cristiana, se sustituye por aquello otro de el estúpida siglo XIX, de León Daudet, que en boca de los totalitarios de España, es otra manera de actualizar y repetir aquello de el liberalismo es pecado. s i La medida del desprecio a que han llegado, en Rusia por ejemplo, por aquellas viejas potencias de la opinión pública y la conciencia universal, lo da el hecho de que a Vyshinski, por méritos de haber materializado jurídicamente las ficciones o las invenciones en que se basaban los monstruosos procesos de Moscú urdidos para suprimir a todos los que pudieron hacer sombra a Stalin. le dieran la representación de la U.R.S.S. en las Naciones Unidas, para en aquella tribuna continuar su técnica de cínicas transposiciones, deformaciones y mentiras respecto a la guerra fría entre Oriente y Occidente, ante la congregación de todo el mundo. Se arguye que esa finalidad no obedece a un egoísmo personal de los que mandan, sino que éstos se creen investidos de una misión trascendental, pero lo cierto es que esos hombres en tal autoridad acaban por hacer todo lo que hacen para conservar el mando. Y prueba de ello es cómo subsisten poniendo en práctica las políticas que condenaron en aquellos mismos que supliciaron, como es el caso de Stalin. Ciertamente no sería poca la indulgencia que pudiera concedérseles, con todo lo condenables que seguirían siendo, si se pudiera admitir que son hombres que se creen en posesión de la verdad absoluta y en comisión de un designio de Dios o de la Historia; pero lo cierto es que no hay ninguno de ellos que tarde en convertirse en un monstruo de cinismo, disipada toda mística y espiritualidad, porque nada tan verdad como aquello de que el poder corrompe y el poder absoluto de una manera absoluta. Y, ¿cómo fue que aquella política de Moscú atrajo veinte años de fascismo sobre Europa? Sencillamente, por la misma ley que en medicina rige la teoría de las vacunas. Alarmando al mundo con el espantajo del caos y suscitando con ello las defensas orgánicas que laten en el instinto de conservación de todas las sociedades, y poniendo en acción por consiguiente a todos los intereses inveterados y reaccionarios sobre que obraba la amenaza, al mismo tiempo que debilitaba al agente posible de aquella revolución, dividiendo al proletariado y restando fuerzas al socialismo internacional y a las reservas democráticas del mundo. Al atacar sistemáticamente y con un propósito disolvente al socialismo democrático de cada país, las masas que lograron arrancar a la influencia de aquella disciplina, en vez de acudir al campo comunista, como entraba en sus cálculos ingenieriles de la política concebida ésta como un sistema de fuerzas puramente mecánicas respecto a las cuales se puede especular como sobre el tablero de ajedrez, derivaron por oscuras motivaciones al molino fascista, dándoles el triunfo. Así ocurrió en Italia, así en Alemania y así en todas partes donde germinó aquella planta maldita. Y cuando en 1936 confesaron su error propugnando los Frentes Populares, todo el daño estaba hecho, y el remedio, si lo era, que es muy de dudar a causa de las reservas mentales con que una vez más procedían, venía demasiado tarde. * * * Revalorización de lo reaccionario. El fascismo vino a ser así una especie de inmunización del cuerpo social contra el virus del comunismo. Ya sé que se me argüirá aludiendo a la fuerza del comunismo en Italia al día siguiente de su liberación por los aliados. Aparte de que las inmunizaciones duran más o menos sin ser eternas, las masas comunistas de Italia, como las masas comunistas de España cuando ocurra la desgracia de Franco, que algún día tiene que ocurrir, son en su mayor parte los mismos gritadores del antiguo régimen; los que llenaban la Plaza de Venecia con sus aclamaciones cuando el Duce, como esos gritadores eran a su vez los jabalíes de la etapa anterior cuando la ocupación de fábricas. La misma masa que gritaría y atronaría en la Plaza Roja de Moscú, si llevaran un día a Stalin para ser colgado de una de las almenas del Kremlin.32 Sin necesidad de ser un anónimo de la masa, ¿no se advierte, por ejemplo, una trayectoria semejante en el sinvergüenza que por la Radio España habla para los países de la América Latina por cuenta de Franco y que yo tengo el buen gusto de no oír? Como no le oí durante la guerra al ordinario de Queipo de Llano, con no haberme asustado nunca el aprender de los contrarios. Pero una cosa es el contrario y aun el enemigo y otra los transfugas y traidores que se esmeran en una comedia, que a lo mejor la representan como ensayo de otra que le vaya a suceder. Los comunistas, en función de quintas columnas de Moscú, no son necesariamente una fuerza del comunismo como etapa de la Historia; quiero decir del socialismo en construcción. Me explicaré. En las democracias representativas, con su política de sabotaje y dificultación del recupero económico de sus respectivos países convalecientes de la guerra que no quisieron, no consiguen sino la re valorización de todo lo reaccionario —como los carlistas en E s p a ñ a— en detrimento de las posibilidades de transformación social que representan otras fuerzas progresivas en aquellos países atacados. Es decir, consideradas las cosas en perspectiva histórica, aparecen siendo, en lugar de un sumando, un sustraendo, a los efectos del socialismo en proceso de encarnar en realidades sociales cada vez más ciertas y generales, como derivativo a que obligan las dificultades internas con que tropieza el sistema capitalista, sin llegar a su descomposición catastrófica que tienen decretada en Moscú. Proceso que ha hecho que en cualquier país de los llamados aún capitalistas haya más socialismo que el que soñáramos los más 3 2 Cromwell, leader de las fuerzas del Parlamento después de la ejecución de Carlos I, regresando en triunfo de sus campañas militares de Irlanda y Escocia, fue aclamado en Londres por la muchedumbre. Como se lo hiciera notar un adulador, aquél le cortó diciendo: la muchedumbre sería mayor y más ruidosa la bulla, si me llevaran al cadalso. ilusos en los tiempo heroicos del movimiento, y más aún que en la misma Rusia, considerado el socialismo como servicio del hombre. Se me dirá que éste es un punto de vista reformista, pero la cuestión del reformista está ventilada, desde el momento que no queda opción. No queda opción, porque no puede admitirse como socialismo el subproducto de los procesos revolucionarios provocados por el Ejército Rojo en los países de tras la Cortina de Hierro. No lo es la mera estatización de los medios de producción y cambio, porque la economía, y menos una categoría de ella, no es todo el hombre y el socialismo fundamentalmente se refiere al hombre. Pero* mucho menos aquella estatización es el socialismo, si el Estado con ello, en vez de desaparecer como instrumento político de dominación cual lo preveían los clásicos de la doctrina en su representación del futuro, y lejos de convertirse en un mero organismo administrativo de las cosas en medio de una sociedad con auténtico poder social, se vuelve en una ingente máquina para oprimir a los hombres, en un aparato tenebroso de explotación de las masas laboriosas, en una fuente de terror para los más y en patente de privilegio y fuero para los menos. De privilegio y fuero, sí, porque el Estado, en fin de cuentas, son los individuos que lo integran en función de autoridad y en disfrute de una posición que se levanta sobre el común. * * * Sobre la descomposición catastrófica del capitalismo. Estos tópicos de propaganda, como el concepto de la descomposición catastrófica del sistema capitalista, que ha sido decretada de necesidad desde el Kremlin a sus adeptos de todo el mundo, cuando se convierten en dogma en fuerza de repetirlos o porque hayan teorizado sobre ellos los jefes en luminosos informes que acostumbran durar cuatro y cinco horas, son verdaderamente fatales. Conducen, no a un callejón sin salida, sino a un callejón a cuyo término está el abismo. Un error semejante llevó a Hitler a la catástrofe. Sabido es que el antisemitismo hitleriano empezó siendo un tópico de mitin, un recurso de la propaganda, un resorte para las agitaciones callejeras de que estaba encargado el futuro Führer. El concepto de la raza de que se servía era anticientífico, el índice de sus acusaciones y agravios, antihistórico; la pasión a que servía, una verdadera enfermedad social. Pues bien; este engendro, en fuerza de usar de él se convirtió en dogma del partido como cuando el mentiroso acaba por convertirse a sus propias mentiras, y luego de la victoria política del movimiento, vino a ser el eje de la monstruosa política interior del nazismo, con funestas repercusiones en la exterior que hubo de desarrollar, acabando por ser pieza importante de la mecánica de causas y efectos que llevaron al régimen a la locura de la guerra. Y una vez en la guerra, sirvió para que Hitler la perdiera, pues para nadie es hoy un secreto, que si las capacidades judías que trabajaron en Washington en los estudios de desintegración del átomo las hubiesen guardado en Alemania para sí, ella hubiese tenido primero y n o los Estados Unidos la bomba atómica. De la misma suerte, ese tópico de la descomposición catastrófica del sistema capitalista, convertido en dogma a causa de lo mucho que han especulado sobre ello los profetas de Moscú, comprometiendo su crédito de tales en esa aventurada baraja, puede ser igualmente fatal al mundo, por la desviación que determina hacia el sabotaje en una masa de tan inmensas proporciones como son Rusia y sus creyentes. Teóricamente, la previsión del término del sistema capitalista a causa de sus contradicciones internas, no es menos de necesidad que la pareja deducción marxista de la creciente miseria del asalariado, por efecto de lo que en terminología de la escuela se dice la ley del creciente grado de la explotación capitalista, a medida que mejoran los procedimientos técnicos y aumenta el capital fijo en relación al variable en el proceso de la producción. Pero en economía, por mucho que se trate de cosas materiales, entra también el factor hombre, y concedido aun que ese hombre sea el homus oeconomicus, la verdad es, que sus procesos no pueden reducir a pura mecánica racional. Y la prueba de que Marx lo entendía así, está en el hecho de haber sido él, más que nadie el apóstol de la acción meliorista de los trabajadores mediante su organización en uniones, que ha invalidado con sus conquistas —para mayor gloria del pensador— aquellas deducciones teóricas racionales que podían ser presentadas como fatalidades históricas en el terreno de la especulación. Y la clase de los asalariados, en general, lejos de caminar a la desesperación por efecto de una miseria creciente, ha ido mejorando de situación, día en día, al punto de superar en muchos países todavía bajo el signo del capitalismo, a los obreros de Rusia que se consideran fuera del alcance de aquella ley del sistema capitalista. Por otra parte, nada tan absurdo como el creer que las contradicciones del sistema capitalista suponen su descomposición necesaria. La economía liberal que le informa, consiste en mecanismos automáticos de recuperación tan seguros como el mejor, y aceptables si rio fuera por el gravísimo inconveniente de los sufrimientos que suponen. Y por la misma razón práctica que en el otro caso de la supuesta miseria creciente del proletariado, en ésta de las demás contradicciones internas del sistema captialista, la labor de los socialistas, sin dejar de trabajar por el cambio de sistema, ha consistido durante más de medio siglo en atenuar los efectos de aquellas contradicciones (sobreproducción, caída de precios, paro, tensiones internacionales, etc.) ayudando en todos los casos la acción y el efecto de los mecanismos preventivos y reguladores, por lo que pudieran valer como soluciones adventicias, en tanto puedan ser suprimidas en su raíz y causa, mediante la aplicación integral de su fórmula específica: la producción y distribución sociales. Y como en el otro caso de la creciente miseria del proletariado, previsión teórica que se ha logrado invalidar, también en este otro, se ha conseguido que en tales crisis, los sufrimientos de la clase trabajadora sean ahorrados en una gran medida, pudiendo afirmarse hoy, por ejemplo, que el obrero activo de otros tiempos no sufre la comparación con el parado de hoy, cuyo accidente ampara el Estado benéfico y lo diluye en la sociedad mediante el impuesto. * * * El horror a fracasar como profetas. Pues bien, henos aquí a la hora de ahora ante el caso inaudito de que una de las grandes potencias militares que ha venido a ser Rusia, subordine su política exterior al prestigio doctrinal de esa profecía de la descomposición catastrófica del sistema capitalista, y actúe como si no buscara más que salvar aquel prestigio teórico, procurando la revolución mundial por el caos. Y como el cumplimiento de la profecía se hace esperar demasiado por vía natural y es de temer que no se realice por ahora de la manera catastrófica en que la predijeron los profetas del Kremlin, helos ahí dictando a sus quintas columnas de todo el mundo, la consigna de que impidan por todos los medios el restablecimiento de su respectivo país de su delicada convalecencia de la guerra. Y he ahí por qué los agentes de aquella potencia saboteadora, en obediencia a tales consignas, están- promoviendo olas de huelgas, desórdenes, agitaciones y sabotajes. Y, llegado el caso, después de prohibírselo a sus satélites, manda a sus secciones de la Cominform para que se opongan al Plan de Ayuda Marshall, temerosa de que los pueblos se restablezcan y vuelvan a su salud y enteridad, sin haber dado lugar a la anunciada catástrofe. Y he ahí también por qué, mediante sus profesionales de la agitación y el desorden, se entiende y pacta con los resentidos de todas las dependencias territoriales de la vieja Europa en África y en Asia, sin importarle en el fondo la suerte de aquellas poblaciones sino como carne de cañón, por el solo interés de crear dificultades y problemas a las metrópolis, sin parar mientes en el deterioro del clima favorable que las justas aspiraciones de aquellas dependencias encuentran en las democracias europeas para propiciar su libertad. Y he ahí, en resumen, por qué hace todo lo posible para que el malestar y las ruinas consiguientes a la guerra en que le cabe tan directa y tremenda responsabilidad no se remedien, sino para que, al contrario, se agudicen y se enconen en la esperanza de que obren como explosivo social y contribuyan a la anhelada catástrofe. Y es por lo mismo que los Soviets se niegan a colaborar honradamente y en términos de sinceridad en el plano internacional con las demás naciones y procede con tantas reservas mentales en la ONU, neutralizando sus posibilidades de progreso y organización supra-nacional, como inevitable etapa que ha de alcanzar el mundo. La Dictadura de Primo de Rivera. Pero baste con lo hasta aquí respecto al demonio de la discordia que los bolcheviques trajeron al socialismo internacional. En aquellos turbios días de la postguerra, presididos por tantas preocupaciones y problemas, desatadas las pasiones y extendida la práctica del pistolerismo, incluso a los excisionistas de nuestro partido, ocurrió la dictadura de Primo de Rivera. Aunque los autores del golpe de Estado nada se propusieron más allá de una maniobra política para hacer desaparecer el expediente de responsabilidades por el desastre de Annual, no pudieron sustraerse a querer prestar de la actualidad del fascismo italiano ciertas apariencias de revolución política, de las que, sin embargo, no se había de seguir otro resultado que el suicidio de algún pobre secretario de Ayuntamiento de pueblo. Santiago Alba, Ministro de Estado del gobierno dimitido, del que los complotadores querían hacer la víctima propiciatoria, fue avisado a tiempo estando de jornada en San Sebastián, por alguno de ios mejor enterados de la conspiración, para que se pusiera al abrigo de la frontera, como así lo hizo sin novedad. Por lo demás, el cadáver del marqués de Alhucemas que presidía el gobierno cuando el golpe de Estado y sobre el cual habría de pasar con su espadón y las espuelas de montar el generalote sublevado, según aseguró solemnemente a la Nación el representante del Poder Civil, siguió gozando indefinidamente de la más perfecta salud, habiéndose hecho a un lado con la debida oportunidad. El fascismo italiano se presentaba entonces al mundo con la pretensión de una experiencia política original, inédita, que sería válida para todo el continente europeo, como lo declaraba aquella profecía con que se ufanó en cierta ocasión el Duce, repitiendo Urbi et Orbi, que dentro de diez años, Europa sería fascista o fascistizada. Profecía en que se complacían nuestros carlistas y otros reaccionarios por el estilo, y lo digo por habérselo oído repetir a uno de los más conspicuos de la comunión. Y claro está, fue obligado un viajecito a Roma para que Mussolini diera el espaldarazo al jaque de Jerez, mientras el Borbón que había arrumbado al rincón de los trastos viejos la Constitución que jurara y que había costado la sangre de dos generaciones de españoles, saludaba al pequeño Saboya, que, por su parte, había sancionado la farsa de aquella marcha sobre Roma, entregando el poder a los fascistas. Pero fuera de aquella cortesía de neófitos, no fue mucho el espíritu que infundiera el valentón de feria que gesticulaba en el antiguo Foro de los Césares al señorito andaluz encargado aquí del papel de cirujano de hierro, que se conformaba con reservar el pesebre político a los generales y demás hambrientos de la milicia y seguir por lo demás con los acostumbrados emplastos al objeto de ir tirando. . . * * * Balance de la experiencia fascista. Espero tener lugar a insistir más adelante, sobre que jamás un ensayo político pudo llevarse a efecto en condiciones de laboratorio tan enteramente controladas por los interesados en él, como fue el caso del fascismo italiano, para que sus resultados —buenos o malos— tengan que admitirse como la consecuencia necesaria o el resultado inevitable del sistema ensayado. Veinticinco años de sometimiento del pueblo, sin una huelga, sin un motín, sin otros atentados que los de los fascistas, a los cuales pagamos el tributo de un joven eibarrés muerto a tiros en Bascia al triunfar el movimiento. 3 3 Sin trabas constitucionales, sin el embarazo del Parlamento libre, sin el incómodo de una prensa de oposición; en una palabra: con las manos completamente libres para todo lo que se propusiera hacer el dictador. De esta forma, su balance, necesariamente tiene que £3 Rufino Aranzabal. conocido por Erregue-chikisha. Era de tendencias sindicalistas, discípulo de Jesu-Vitor, que murió anarquista integral. Rufino Aranzabal se había establecido en aquella ciudad armera del norte de Italia, terminada la guerra europea, por las relaciones que había adquirido en aquella ciudad armera. ser el de sus propios méritos o el de sus propias negaciones y vicios de naturaleza, sin que haya vuelta de hoja contra esta legitimidad. Y aunque nos urge volver a España un tanto desconcertada con el golpe de Estado, no es cosa de dejar por un poco inconcluso el argumento en que estábamos. El balance, al cabo de un cuarto de siglo de fascismo, le tenemos hoy a la vista: frente a un activo de obras y realizaciones materiales que corresponden poco más o menos a las que en igual periodo de tiempo han tenido lugar en cualquier país, sin necesidad de ningún recuento de la ley, por efecto de un clima general histórico, en que obra la necesidad biológica de los capitales en busca de su incrementación, tenemos el siguiente pasivo: En la base, es decir en el comienzo de la aventura, un periodo de crímenes y atropellos, sin otra contrapartida que el memorial de agravios de cada cual, de que se cobrará a la hora fatal de la liquidación de cuentas con otro tanto de venganzas, que a su vez dejarán latentes otros enconos para más adelante, para que así sea más difícil la normalización de las cosas. En el cuerpo de la experiencia, veinticinco años de racionamiento y privaciones, de trabajo extra, de contribuciones voluntarias, de esclavitud e indignidad, para acumular unos armamentos que no podían conducir sino a la guerra, y que llegada ésta como tenía que llegar por aquel camino, a la hora de hacer uso de ellos, resultaron anticuados, según las razones con que se han querido explicar sus reiteradas derrotas. Crímenes internacionales como el de Etiopía, para coleccionar desiertos, en cuyas cálidas arenas habían de blanquear los huesos de los pobres italianos sacrificados a la voluntad de imperio del Duce. Aventuras como la de España, para corridas como la de Guadalajara, que le hicieron devolver al Duce, con el rabo entre piernas, del teatro que se había preparado sobre el acorazado Pola en aguas de la Cirenaica, pensando asombrar al mundo anunciando victoria sobre Madrid y extendiendo su poderoso brazo protector sobre el mundo árabe. Triunfos diplomáticos como el del Eje Roma-Berlín y el Pacto de Acero, que les convirtió en brillantes segundones de un loco que los había de arrastrar al abismo al hacer crisis su locura. Y al cabo de la triste experiencia, el desenlace inevitable a tanto desafío y desplantes con que hizo comedia aquel histrión en otros tiempos socialista, el resultado fatal de tanta fanfarronería y tanto proclamar la dicha de vivir la vida de peligro: la guerra. La guerra para tener que andarse luego con regateos cobardes como el de la no-beligerancia a manera de una tortilla sin huevos; para hazañas como la de la puñalada por la espalda a su hermana latina, Francia, aprovechando que estaba tendida en tierra. Para derrotas como la de Libia, donde toda la inmensidad del desierto no bastó a sus espantadas, humillaciones como la que le impuso la pequeña Grecia, premios como el de acabar atrayendo el fuego de los combates sobre su propio territorio, donde los alemanes hicieron su guerra, supliendo a la incapacidad militar de los sustituidos, sin importarles a aquéllos las ruinas que iban acumulando desde Sicilia hasta los Alpes. Para ejemplos como la vergonzosa huida del Duce acompañado de su coima y arrastrando consigo el botín logrado en su carrera, del que formaban parte los anillos de oro de que se despojaron las esposas italianas para ayudar a la patria en peligro . . . Y luego de toda esa sangre y lodo, para volver a padecer el mismo radicalismo social de cuando la ocupación de fábricas. Contrición indispensable. Acaso algún amigo juzgue un tanto apasionada esta última nota y crea que en ella se transparenta el republicano español agraviado, siendo yo, aunque el último, uno de los miles de compatriotas que en la hora más triste de nuestra desgracia de la guerra, nos hubimos de tragar aquel fanfarrón anuncio de Mussolini a sus huestes convocadas en la Plaza Venecia, diciendo: "En este momento el enemigo muerde el polvo de la derrota." El enemigo éramos nosotros, los republicanos españoles que no habíamos tenido nada que ver con él, y la derrota era que por fin dejamos abiertas las puertas de Madrid en interés de ahorrar un último sacrificio, confiados en que pudiera haber alguna caballerosidad en el enemigo que fue testigo de veintinueve meses de heroica resistencia. Quizás tenga razón el amigo, pero yo digo que quisiera ser italiano para poner un acento más airado todavía sobre el pecado de aquel pueblo y su locura de veinticinco años de alardes y provocaciones, entre los cuales figuraba aquel polvo que decía nos hizo morder, en beneficio de unos traidores. Ya sé que en política, como en física, la reacción es igual y contraria a la acción, y el hecho de una dictadura y la fuerza que ha de hacer para mantenerse, denotan y dan la medida de la tensión contraria subyacente, y, por lo tanto, no de puede culpar a los italianos como pueblo de los pecados del régimen. Pero los pueblos, como tales, tienen sus responsabilidades en el bien y el mal que hacen como tales y es obligado para su rehabilitación que confiesen sus culpas y se muestran contritos, aunque sea por boca de los que no hubieron hecho nada malo, y por más que nadie entre los juzgadores estemos en disposición de arrojar la primer piedra. Y si en lugar de arrepentimiento lo que se produce son torpes justificaciones que se quiere hacer valer para agitar a la propia conciencia o al ofendido, aunque no resulte castigo por no estar nadie libre de culpa, tampoco hay remisión, lo que históricamente es mucho peor que cualquier penitencia que sinceramente hubiérase tenido que hacer. Por eso me duele siempre que los alemanes (a mí que nunca he dejado de creer en una Alemania eterna) que ahora se interesan tanto en sustraerse a la culpa de las atrocidades del nazismo, no tengan un Muro de las Lamentaciones a donde lloren el pecado y la vergüenza de la Nación, aunque ese pecado y esa vergüenza lo haya inferido una minoría monstruosamente deformada en mente y corazón, que nada tiene que ver con aquella Alemania eterna. Y nada aterra tanto en la condición humana como el pensar que si hubiera triunfado Hitler, esas mismas monstruosidades de que no hay ejemplo en la Historia, hubiesen sido exhibidas como títulos de su genio político, cual hacen hoy los rusos con los que están allí en candelero, al respecto de crímenes parecidos. Algunas veces creo en la superioridad moral del pueblo español con todo y sus debilidades y extravíos, pensando en la que fue la generación del 98. ¿Qué significa la generación del 98? Siempre que no la limitemos a la docena de escritores que alumbraron a la fama alrededor de aquella fecha, significa un pueblo en trance de arrepentimiento por un crimen; el crimen de haber resistido a la justicia, al precio de una guerra desgraciada como tenía que ser, crimen que deploró y de que se confesó públicamente e hizo penitencia, pagando sin regateos a la humillación que le trajo. ¿Hay algún otro pueblo que hizo igual con ser tantos los crímenes en la historia? Tampoco la República, que conoció el sonrojo de las horas turbias en que sus incontrolados vertieron sangre inocente, ha disimulado nunca el horror de aquellos excesos. Y los republicanos no hemos demandado ni admitido jamás la amnistía; lo que seguimos pidiendo es que un tribunal superior a todos juzgue lo acontecido en una y otra zona, y hagan penitencia todos los que necesiten hacerla para ser perdonados y entrar en la gracia del olvido. Dictadura al dictado. Pero, como decíamos, nos urge volver a España bajo la bota de un general, y a poder ser a nuestro pueblo, donde como en todos los demás tuvimos un delegado gubernativo, para que no dejáramos de tener presente en los actos administrativos más insignificantes que estábamos en dictadura, que mandaban los generales; militar él también —el delegado— porque el gobierno central con todos sus momios y los de provincias con sus flecos, no bastaban a dar el hartazgo que se prometían a toda la gente hambrienta del gremio asaltante, y había que inventar acomodos y sinecuras hasta en los pueblos. Indudablemente, así como la democracia es un sistema político que tiene sus inconvenientes, la dictadura es un régimen que no carece de ventajas. Y como el país, en 1923, estaba harto fatigado de aquel pistolerismo estúpido que se había generalizado a todas las clases y del imperio de los especuladores más floreciente entonces que nunca; problemas que exigían un cirujano de hierro como el que demandaba Joaquín Costa desde su retiro de Graus donde murió desesperado de no hacerse oír, la gente, cuando se enteró del golpe, le concedió de momento un crédito de confianza, esperando que obrara eficazmente sobre las partes llagadas del cuerpo social. Entre esa gente no se contaban los socialistas, pero tampoco éstos se creyeron en el caso de oponerse con la revolución. Un manifiesto y un anuncio de huelga que no pudo llevarse a efecto, bastaron a tranquilizar su conciencia en aquel ambiente en que se hacía necesario esperar y confiar en algo providencial, dado el grado en que parecía fracasar todo justicia ordinaria. Pero no tardó en verse claro que aquella novedad tan gesticulante al principo, no era más que una dictadura al dictado, frase acuñada por Unamuno y que le atrajo la persecución, que le honró mucho más que los halagos de que le hicieron objeto otrora, con peligro de hacerle rodar al suelo; dictadura que no pretendía sino escamotear a un régimen de crítica y publicidad el asunto de las responsabilidades personales que le cabían a Alfonso XIII en el desastre de Annual, que costó la vida a 20 000 soldados españoles que quedaron insepultos en los arenales de África. Indalecio Prieto conoce mejor que nadie la intimidad de este episodio nacional y es de esperar que algún día lo contará con la copia de anécdotas sustanciosas que él sabe referir con tanta gracia y talento. Y todo lo demás que en este trozo dramático de la historia de España, que va desde aquel trágico episodio de la guerra de Marruecos hasta nuestros días, él ha vivido tan intensamente, siendo muchas veces actor de los principales en el centro mismo de los acontecimientos y siempre testigo de excepción. Algunas veces los amigos le hemos señalado esta conveniencia y más que conveniencia este deber para con la historia. Y sé que en cierta ocasión, hablando de este particular, confesaba haber sido tentado con halagüeñas proposiciones por importantes casas editoriales, incluso de los Estados Unidos, pero que se reservaba este recurso literario para cuando hubiera de rehacer El Liberal, de Bilbao, único patrimonio —hoy aventado, máquinas y edificio, por haber entrado a saco en él los falangistas para repartírselo— que podía dejar a sus hijos. Buenas impresiones. Lo que se dijo, parodiando otra frase histórica, los siete años ominosos de la dictadura, se me representan en la pantalla del recuerdo como un desierto poblado todo él del áspero abrojo de las crisis recurrentes que padecía la industria armera eibarresa, las cuales se sucedían cada seis meses para agravar la herencia de la anterior flojera, con sus parados, los talleres a media jornada cuando no cerrados, los apuros económicos de todo el mundo y las comisiones que se despachaban a Madrid, cada vez con un arbitrio diferente a título de posible solución. Unas veces estas comisiones gestionaban la supresión de las medidas dé rigor y policía que regían para el comercio de las armas, las cuales se habían acentuado con motivo de la agravación del pistolerismo como problema de orden público; supresión imposible como era fácil de ver,, aunque se argumentara y fuera verdad que en la práctica las trabas objeto de la queja, sólo rezaban para las gentes honradas, pero que no representaba ninguna solución verdadera, ni aun en el caso de poder volver a ser libre el negocio de las armas, puesto que el mercado interior no representaba apenas la décima parte del comercio normal de la armería. Otras veces, lo que se gestionaba eran propuestas de fabricación de material de guerra para el Estado; viejo cuento electoral del tiempo de los guitarras y los betarras, que se resucitaba en todas las ocasiones críticas para alimentar la esperanza, entre que se formulaban, se tramitaban y se resolvía sobre ellas. Las comisiones, de alguna de las cuales formé parte, lo pasaban bastante bien en Madrid; mas no obstante sus actividades y todos los buenos oficios que se procuraban de muchas gentes adictas, no lograban comunicar a Eibar sino buenas impresiones. Y había en aquel nuestro pueblo una de esas santas patronas, que albergaba en su casa a media docena o más de desgraciados que sin ella hubieran muerto en el arroyo, y que a pesar de la estrechez del . sórdido albergue nunca faltaba acomodo para uno más a quien derrotara traidora suerte; por lo que propios y extraños la llamaban la Casa de Goma. Cuando el trabajo abundaba, todo allá iba bien como en el mejor de los mundos posibles de Leibnitz, pues no faltaba entendimiento; pero cuando asomaban aquellas crisis periódicas, entonces eran los /apuros de la República, por lo demás admirable. La patrona, santa mujer vuelvo a decir, hacía milagros que ni sospecha la ciencia económica que anda en libros, y todo solía caminar, aún en lo peor, con la ayuda de Dios y los pocos dineros que reunían entre todos los huéspedes, parados unos, otros a medio parar y todos en dificultades de cobrar, habiéndose vuelto endémico está mal respecto a la mayoría de los patronos. Y un sábado, que el honorable senado de aquella República estaba en sesión para ver lo que traía cada cual, llegaba uno y ponía tres duros en el falda de la patrona que presidía el acto; otros dos, otro acaso nada más que uno, y así sucesivamente, cada uno según la fortuna de la semana. Hasta que llegó e] último y le preguntaron todos, no sin cierta ansiedad: —Y tú, querido Ashula3 4 ¿qué es lo que traes este sábado de hoy? Y el interpelado, abriendo el bolsillo de las esperanzas, dijo: —Pues yo, amigos, os traigo. . . buenas impresiones. Eran las buenas impresiones que solíamos comunicar las comisiones desde Madrid, de cuya gestión estaban pendientes tantos desgraciados que esperaban el milagro; buenas impresiones que parece que no eran nada pero servían a entretener la angustia de la angustia de aquellos penosos baches, a que un día ponía remedio algún cable, llegado, no de Madrid sino de América, con la orden de revalidar los pedidos suspendidos unos meses antes. * * * Los pedidos de América. ¡Los pedidos! Mágica palabra que electrizaba los corazones en todo Eibar, porque aunque fueran un secreto comercial de cada cual, no había manera de que su presencia o su ausencia no transcendiera al pueblo. Y se especulaba sobre la materia como se especula sobre el buen o el mal tiempo en la aldea y entre los pescadores de la costa, por patronos y obreros, por los hombres y las mujeres, los casados y las casaderas; en el taller, en casa, en los corrillos, en el café. . . Aquellos pliegos verdes de los cables que hacían más de la mitad de nuestra correspondencia con el exterior y traían la alegría o la desolación en el misterio de su lacónica prosa en clave, los descubrían mil ojos inquisidores antes de llegar al destinatario en manos del ordenanza o el. repartidor y empezaban las conjeturas. Y de conjetura en conjetura, se llegaba a intuir la verdad, que no tardaba en ser confirmada por la cara larga o la euforia que no sabría disimular el destinatario. Y así, una vez que las cosas estaban bastante mal, y tanto los grupos de obreros en la Casa del Pueblo como los industriales en las tertu- 3 4 Ashula, porque en efecto, el pobre era un homúnculo. lias de la Patronal, instalada en la antigua casa de Contaderukua, donde nació el pintor Ignacio Zuloaga, se rumiaba el mismo tema de la crisis de trabajo, un día y otro también, apareció por allí uno de los contertulios conocido por "Norbertochua" con una euforia que se le translucía a distancia, pero como nadie le pidiera una explicación sabiendo que influía en él la luna, traicionándole el demonio de la vanidad y sobreponiéndose al diablo de la obligada discreción comercial, acabó por decir a sus colegas de la Patronal, mirándoles por encima: —¡Tanto que se habla aquí de pedidos sin tenerlos! ¡Aquí estoy yo que acabo de recibir unos muy importantes y estoy callado! También los obreros de Alfa, cuando nuestros talleres funcionaban en lo alto de Vista-Alegre, por frente y mirando de igual al campanario de la iglesia que no picaba más alto, en ocasión que andaban desesperados, afectados de lleno por una de aquellas crisis recurrentes que hacían intermitente el trabajo y problemática la quincena, cada vez que sonaba la campana de los agonizantes para anunciar al piadoso vecindario que un alma iba a comparecer ante Dios, y cuando luego doblaban a muerto más o menos historiadamente según el arancel con que los curas habían de subirle a Urki, solían exclamar sin poder reprimir su irritación: —¡Los curas! ¡Esos sí que tienen pedidos todos los días! Pero luego, cuando mejoró metereológica y económicamente el tiempo, habiendo pasado el invierno con sus fríos y humedades y los suspirados pedidos de América habían traído el anhelado remedio, viendo los curas la cantidad de cajas que bajábamos hacia la Estación, consignadas al otro mundo. .. descubierto por Colón, teniendo que hacerlo por anderos por lo áspero de la bajada de Vista Alegre a Bidebarrieta, me consta que don Antonio, el cura A r r a t e , 3 5 llamado así por ser hijo de uno de los caseríos de aquel valle, solía comentar en el pórtico con sus colegas de la sotana, diciendo entre irónico y malicioso: 3 5 Me informan con motivo de esta nota y otra anterior en que se alude a este don Antonio, que este sacerdote figura entre las víctimas del asalto a las cárceles en Bilbao, a continuación de uno de los bárbaros bombardeos aéreos de que fue objeto aquella capital de Vizcaya, y que el General Queipo de Llano, entre chistes y bromas tabernarios solía anunciar a título de conminación a los pueblos de la resistencia. Siempre ocurre en estas reacciones demenciales que pagan justos por pecadores, pero creo que nunca se habrá dicho esto con más razón que en el caso de nuestro pobre vecino con sotana. Pero ¿cómo fue que el desgraciado se hallaba en la cárcel? Debió ser, por lo que me cuentan, que apareció su nombre en el registro de afiliados del Círculo Carlista; partido cuyas convivencias con la conspiración de los militares traidores se hicieron evidentes por lo que fue sucediendo desde el momento de la sublevación en Navarra, determinando la preventiva detención de aquellos elementos, que para mayor garantía de sus personas, fueron depositados en la cárcel de Larrínaga, en Bilbao. —¡Los socialistas! ¡Esos sí que se traen ahora una buena temporada de entierros! * * * El paro endémico en la armería. El problema de los parados, que con intermitencias semejantes a las de una fiebre recurrente duró todo el periodo de tiempo comprendido entre las dos guerras, fue uno de los grandes tormentos de aquella época de mi vida. En un pueblo en que las gentes vivían en una especie de colmena, sin secretos ni disimulos entre sí, como si las paredes fuesen de cristal, porque todas las puertas estaban abiertas y la práctica más común era la de la buena vecindad, al punto que apenas tenían jurisdicción del zaguán para adentro las pasiones políticas, una angustia como aquella no podía limitarse y no se limitaba a aquéllos a quienes la mala suerte castigaba en sus personas. Trascendía a todos y no había ninguno, por buena estrella que le alumbrara a él, que no pagara su tributo a esta preocupación general que pesaba como una losa de plomo en todos los ánimos. Habiendo hecho yo voto de atenerme a la áurea mediocritas del Ayuntamiento que me permitía alternar con mis clásicos a condición de no dejarme ir a necesidades que no fueran las imprescindibles a una vida modesta como la que correspondía, nunca me faltó el sueldo base de que subsistía, excepción hecha de las veces que hube de hurtarle a la casa para la quincena de algún desesperado del Alfa. Pero esto no evitaba el que por las razones generales que he dicho me angustiara como el que más por los que no tenían jornal. A estas razones generales se añadía al mismo efecto en cuanto a mí, la responsabilidad que yo había contraído con aquella aventura de la Cooperativa Alfa, que era parte de aquel problema con un contingente de varios cientos de familias. Y a todo esto se egregaba aún algo especial: el genio apurado que tengo para estas cosas, aunque para otras he solido ser el último en apurarme. Recuerdo de una preocupación que me apenó profundamente antes de estar en edad de ir a la escuela. Estábamos, a lo que colijo, en los preliminares del monopolio fiscal de cerillas, y como el Chirio-kale artesanal en que yo me criaba era un verdadero parlamento que recogía todas las protestas del ambiente, oía decir a los mayores que aquello equivaldría a que los pobres no pudieran encender el fuego. Esto de que los pobres no tendrían lumbre, que es lo que me imaginaba oyendo Por lo que respecta a las tres o cuatro semanas en que yo permanecí en Eibar al comienzo de la rebelión militar, puedo asegurar que los socialistas no recibimos ni cursamos ninguna orden de detención, entre otras cosas, porque suponíamos que la traición sería aplastada en breve en las capitales por la fuerza del derecho. aquellas cosas, me acongojaba de tal manera, pensando en los inviernos tan largos y fríos de aquel clima, que no exagero con decir que mi angustia de aquella hora no era distinta ni menos intensa que la que me atormentó luego en los penosos años de la primer postguerra con motivo de los parados. La intentada trustificación de la armería. En una de aquellas ocasiones en que las repetidas crisis de la armería volvía sobre el tapete el problema de nuestra industria tradicional, nosotros sostuvimos, contra los cortos de vista y los ciegos que no querían ver, que era inútil y absurdo andar solicitando de los gobiernos, la derogación de las leyes de policía sobre el comercio de armas, por mucho que ellas perjudicasen nuestro mercado nacional, dadas las circunstancias sociales a que obedecían tales disposiciones. Si el Estado, por razones de interés público había sacrificado otros legítimos de carácter particular como pretendían los industriales armeros, lo que procedía razonar era una compensación. Y, aunque a algunos pueda parecer paradoja, era la buena doctrina socialista.3 6 Esta compensación podía consistir en una ayuda económica del Estado para transformar la industria perjudicada. Para administrar esa ayuda, si el Estado la acordaba, que no podía ser nominal por lo diluido del perjuicio, y para el mejor aprovechamiento de las posibilidades que aun le quedaban a la industria armera en los mercados exteriores, que no eran de poca entidad, se proponía la creación de una empresa común, capaz de realizar aquella transformación manufacturera y beneficiar el comercio exterior de las armas con mayor ventaja para todos. La idea tuvo excelente acogida en las esferas oficiales y se llevaron a efecto arduos trabajos de estudio y organización e infinitas negocia- 3 6 Cuando las cuestiones teóricas eran objeto de discusiones académicas en los buenos tiempos del Centro Obrero, un punto muy debatido solía ser el de la expropiación, con indemnización o sin indemnización. Los más radicales consentían en que podrían ser con indemnización, porque con la supresión del derecho de.heredar y el impuesto podía acelerarse el proceso igualitario sin riesgo de provocar la guerra civil. Hubo de ocurrir la que militares, clérigos y señoritos, declararon a la República a pretexto de su carácter socializante, para que llegáramos a ver aplicar luego de su triunfo la expropiación sin indemnización como política oficial y jurisprudente, si bien limitada en su aplicación a los republicanos que habían cometido el delito de defender una legalidad investida de todos los sacramentos de la legitimidad, frente a los que la atacaban con la fuerza y el apoyo del extranjero. "Después de mí, el diluvio", es el refrán de los gananciosos, pero con todo ¿habrán calculado el peligro del precedente que han establecido para cuando las cosas estén de vuelta? ciones. Pero lo más arduo y difícil de todo esto estaba en el distrito armero, con los mismos llamados a beneficiarse. No en Madrid, donde el ambiente gubernamental era propicio a esta clase de iniciativas, porque si una dictadura no se luce en este aspecto de las realizaciones audaces en economía, estando fuera del alcance de las furias del interés privado, que decía Marx, no puede lucirse en nada. Las dificultades, al fin insuperables, radicaron en el espíritu de incomprensión, en la falta de generosidad y en el estrecho individualismo anárquico de los mismos industriales que habían de salir ganando, muchos de los cuales preferían vegetar en la angustia económica de su estrechez a una solución salvadora, pero que exigía organización y disciplina y un poco de inteligencia y otro poco de corazón. Y después de no pocos esfuerzos de unos cuantos entusiastas, entre los que cabe citar a don Félix Zalbide, de Bilbao, y luego de haber adelantado bastante en los arduos trabajos de entendimiento y puesta en marcha, vencieron por fin los espíritus negativos, alentados por las turbias maniobras de algunos intermediarios destinados a desaparecer de prosperar la reforma. Y como a la ocasión le pintan calva y no se supo aprovechar la que nos deparaban las circunstacias de aquel meteoro político, todo siguió luego como antes, con la agravación consiguiente al tiempo perdido y al desengaño que entibió a los férvidos, enfrió a los tibios y mató a los fríos. La razón de nuestra iniciativa e intervención en este asunto, no consistía solamente en que la Cooperativa Alfa podía mostrarse parte en él, como una de las más importantes manufacturas de la armería, sino también en el interés que en la cuestión podía mostrar la Casa del Pueblo, siempre celosa defensora del patrimonio común de las industrias tradicionales de que subsistía el pueblo, y de las capacidades profesionales que se valorizaban en derredor a ellas. * * * La fabricación de máquinas de coser. Nosotros en la Cooperativa Alfa, teniendo presente el ejemplo del ciclista que solía usar el doctor Madinabeitia, el cual debe mirar adelante sin perder de vista las cosas inmediatas, estábamos atentos a lo inmediato de la armería y, mirando más adelante, pensábamos cambiar nuestras actividades a la fabricación de máquinas de coser. Un producto técnicamente similar o asimilable a nuestra habitual producción en cuanto al posible aprovechamiento de nuestros equipos mecánicos y las especializaciones profesionales del per^ sonal, pero que representaba un abismo entre el turbio prestigio de las armas, que nos producía tantos sinsabores con el terrible compromiso que representaba su tenencia en las circunstancias políticas y sociales que se iban sucediendo, y la cosa amable y de buen lucimiento que son las máquinas de coser. Y atentos también al refrán que dice: "Fíate de la Virgen y no corras", con trabajar con el mayor entusiasmo en la trustificación de la armería, a los fines de la transformación y el mejor aprovechamiento que dijimos, y también para ahorrarnos aquellos sinsabores, no aguardamos a que cristalizara o fracasase aquella solución para eehar a andar hacía nuestros propios objetivos. Y como a quien madruga Dios le ayuda, antes de que nadie se diera cuenta, nuestro excelente colaborador Benito Galarraga, hijo de Ignacio, uno de los discípulos más calificados de Julián Echeverría, que había estado trabajando en privado, privadísimo por nuestra cuenta, nos entregó los cuadernos técnicos de fabricación de la máquina de coser que nos proponíamos poner por obra. Y no tardamos en obtener en Madrid el privilegio de introducción de la nueva industria y antes de cumplirse el plazo legal, pudimos certificar cumplidamente la puesta en práctica y la producción regular de máquinas en la nueva planta que acabábamos de construir en el Paseo de San Andrés, que otros llamaban de Pablo Iglesias. Y de esta suerte se cobró la Cooperativa, la ventaja inicial decisiva de aquel privilegio legal, de forma que antes de su vencimiento a los cinco años, la empresa fuera económicamente tan fuerte como para considerarse a salvo de competencias desleales, al generalizarse, como era de suponer, la nueva industria. Y conforme a lo previsto, así sucedió en una medida más que satisfactoria, asegurando el porvenir progresivo de la empresa. * * * Enrique de Francisco. Por aquel tiempo, terminadas sus tareas en Tolosa, cabeza de la industria papelera, Enrique de Francisco se trasladó con su familia a Eibar. Tolosa, la antigua capital foral de la hermandad de Guipúzcoa, no estaba tan lejos para que teniendo él, familiares en Eibar por parte de su esposa y tantos buenos amigos, no fuera frecuentemente nuestro huésped, aparte las muchas veces que le requeríamos para mítines, conferencias, celebraciones y demás circunstancias. Ya dije que Amuátegui le apreciaba mucho y le quería de verdad, que es lo mismo que decir desde luego el buen ambiente que tenía que tener entre nosotros, pues en estas cosas n o veíamos sino por los ojos de aquel veterano, que sabía conocer a los hombres. La labor de Enrique de Francisco en Tolos a tampoco era para que un distanciamiento espacial tan relativo, como el que representaba su traslado a Eibar, pusiera en ella una solución de continuidad. De modo que si nosotros no le ganamos en absoluto para nuestro equipo con haberle considerado desde hacía mucho tiempo como parte efectiva de él, tampoco le perdieron del todo los compañeros de Tolosa, a quienes siguió sirviendo subsidiariamente como antes nos había servido a nosotros. La Cooperativa Alfa, teniendo en cuenta sus condiciones personales y el don de gentes que le caracteriza, le confirió la misión de organizar las agencias de distribución de la máquina de coser que estaba a punto de ser lanzada al mercado, después de lograda su producción en serie, y ejerció la gerencia comercial hasta que la República, teniendo que echar mano de todas las capacidades disponibles que pudieran valerle, le requirió para presidir el Consejo de las Minas de Almadén, propiedad del Estado, función en que precedió a otras no menos importantes al servicio de la República, para luego ser diputado a Cortes en las Constituyentes. Pero ya, para cuando hubo de darse a estas faenas mayores, había organizado la mayor parte de las representaciones de la máquina en el país. * * * Dictablanda. La dictadura, la dictablanda que se dijo después, porque aunque hubiera algunos perseguidos que se dedicaban a editar unas Hojas Ubres en París, en realidad no practicaban el t e r r o r , 3 7 no impidip el funcionamiento de la Casa del Pueblo, cuyo café seguía poblado de animadas tertulias, en las que ni siquiera había necesidad de poner sordina para hablar de lo que se quisiese. Allí seguía el Senado, con sus veteranos supervivientes de los tiempos heroicos; allí el Congreso con sus jóvenes inquietos, propensos a la herejía; allí los de la Confederación con sus radicalismos y excesos verbales, y allí, en su sitio respectivo, todos los demás de las filas o la simpatía, según sus afinidades y gustos, bulliendo como siempre y entregados a animados debates. Y el interés que no dejaron de tomar las organizaciones obreras a los comités paritarios decretados por la dictadura, les sirvió para seguir 3 7 Los sucesos de Vera del Bidasoa fueron una trama policíaca de la camarilla del funesto Martínez Anido, acostumbrado a esas prácticas en Barcelona, que condujo a unos cuantos alucinados, entre los que no faltaba el eibarrés inevitable, a entrar en son de guerra por Los Pirineos, para que les diera caza la Guardia Civil al acecho. A pesar de los cuatro o cinco ahorcados en la cárcel de Pamplona a consecuencia de esta maniobra, el caso no _ den otaba un sistema de terror, sino el epílogo de una turbia política que la política de Anido había practicado en la ciudad Condal y que Primo de Rivera cuidó de que no siguiera adelante. reuniéndose, claro está que con las limitaciones e incómodos que regían para el ejercicio de este derecho, y sirvióles hasta para poder celebrar algunos actos públicos, específicamente sindicales, sin perjuicio de que los oradores se deslizaran luego a otros temas vedados. Pero destituidos los Ayuntamientos de elección popular y sustituidos por otros de designación gubernativa, la política local, sabroso plato cotidiano en otras circunstancias, carecía de incidentes que merecieran la atención del vecindario. Y como la nacional también estaba reducida a las notas oficiales de reproducción obligatoria en toda la prensa, que no tenían otro aliciente que la chispita de sal que no faltaba en el estilo literario del Marqués de Estella, la gente se recluía en los temas abstractos. Los somatenistas de la Unión Patriótica, ilustres vejestorios las más veces, salían al campo a lucir su carabina de Ambrosio, la gente los evitaba discretamente para no comprometerse con alguna risa inevitable, y todo seguía en paz. En esa paz que en realidad no es paz sino el vacío. El vacío de la libertad, que es peor que la guerra misma, por cuanto no hay preso que no iría voluntario a la guerra por dejar las cuatro paredes de la cárcel y respirar el aire libre, aunque sea en el peligro y afrontando la muerte. * * * Los dicíadoristas. Yo no he visto todavía partidario alguno de la dictadura que mentalmente no se sitúe en posición de mandar, o cuando menos que no se considere haciendo cuerpo con los que mandan. Nadie quiere prestar un palo a quien hace de amor si ha de obedecer. Puede que tranquilidad venga efectivamente de tranca, como repetía el carlista de marras que lo pagara caro; mas para los que la blanden; no para los que con motivo o sin él, han de aguantar los trancazos. Porque es indefectible esto último, dado el gusto que suelen cobrar los que llevan el palo. Los partidarios de la fuerza suelen serlo en tanto se consideran los más fuertes o pueden ser los exclusivistas de ella. Por eso don Ángel Osorio y Gallardo, cristiano de verdad y verdadero hombre de ley, orgullo de la toga española, oponiéndose cuando la República a los jabalíes que reclamaban unas vacaciones de la legalidad, decía que algún día habríamos de añorar los republicanos la juricidad, concepto por él inventado, de que no pocos impacientes hacían burla. Si Mussolini no hubiera terminado siendo dictador, habría sido siempre el protestante ruidoso que fue toda la vida anterior, lo mismo que Stalin, que no hubiese cesado de conspirar, de no haberse instalado como amo y señor de todos, en el Kremlin. Los que puestos hoy en alto, donde quiera que sea, exijen la sumisión incondicional de los demás y levantan horcas para los insumisos, son los que cuando estaban abajo, en necesidad de obedecer, solían repetir, contumaces, con el primer rebelde: Nom serviam y no había quien los sujetase. Mil veces comentaba yo por entonces en el seno de la confianza, viendo en el Ayuntamiento primoriberista la entereza de cierto concejal, fanático de la situación, que siempre estaba por las soluciones radicales, que si no hubiera sido por el millón de su padre, habría profesado el sindicalismo catalán de acción directa; como un sindicalista que yo me sabía, de haberle tocado un millón en la lotería como al progenitor del otro, hubiera sido primoriverista tan cerrado como el aludido. * * * Historia de una multa gubernativa. El único incidente local digno de mención en aquel vacío político de siete años, es el que promovió mi ilustre cuñado, Cándido Arrizabalaga, concejal de elección popular, que no perdonaba su destitución a la dictadura, habiéndose esmerado en la fiscalización de abastos, madrugando en la fuente de Urkuzua para graduar las leches que iban para el mercado, repesando el pan en el concejo viejo y, sobre todo, vigilando el precio del cordero en vivo —su debilidad— en el mercado de la villa, con evidente beneficio del comprador común, si no de los intermediarios. Méritos edilicios a que se añadía el haber logrado él, con sus buenos oficios en la Comisión de Hacienda, eximir a las especies pimientos y tomates en conserva —otra debilidad suya— del odioso impuesto de consumos, argumentando ser aquellos ricos productos de la abundante Rioja de las riberas del Ebro, el aditamento indispensable con que se aumentan, se mejoran y se hacen más sabrosas, las cosas sustantivas que entran de necesidad en el cocido tradicional de las familias eibarresas, las cuales, servidas en plato aparte, constituyen el momento más grato de la grata sentada de mediodía. Este mi ilustre pariente era uno de los pocos vecinos que seguían vigilantes los actos administrativos de aquel ayuntamiento de postizos, escandilazándose cada vez que observaba algún desliz. Mas de todas las herejías que iba registrando, nada le pareció tan escandaloso, antiguo miembro que era de la Liga Antitaurina fundada a raíz de una áe las visitas de Eugenio Noel a Eibar, como la subvención que una vez acordaron los munícipes para las corridas de San Juan. Y allá se fue el Catón, con sus- acres censuras a La Voz de Guipúzcoa, sin acordarse de que en tiempos de dictadura nunca yerran los que mandan, sino que, al contrario, en tal sazón todo en ellos son aciertos y obligada ocasión de aplauso. El gobernador, o n o sé si el delegado gubernativo, le impuso una multa de quinientas pesetas, de las sanas todavía, por aquella falta de memoria y a la intención de que otra vez la tuviera mejor. Mas el multado, como era de suponer conociendo su temperamento, no estaba dispuesto a pagarlas aunque le ahorcaran, prefiriendo desde luego purgar la pena en la cárcel de Vergara, en la antigua celda de Angiolillo, con la que ya tenía conocimiento a causa de otro incidente parecido con un tenientillo imberbe cuando la huelga de 1920. Y como esto hubiera sido demasiado ruido en un pueblo donde todo resonaba como en una concha acústica, y los que le conocían —y, ¿quién no conocía a Apuchiano?— sabían que sus resoluciones eran irrevocables, arriaron velas los de arriba y le condonaron prudentemente la multa. Aunque en plena dictadura, no era cosa de sostenella. Con lo que la opinión, excitada al punto de abrir una suscripción pública que podría resultar un plebiscito so pretexto de pagarle la multa, se aquietó al dejar la superioridad con su censura a los censurados. Yo, como empleado de la secretaría, fui el encargado de ponerle el oficio de traslado de la resolución condonatoria y me encargué de llevarle la comunicación en propias manos. Pero el conducto ordinario del ordenanza, antes lo fue otro oficio contrahecho y del que yo era el responsable único, con encargo de entregárselo a la hora del café cuando estuviese reunido todo el Senado; oficio «n el que se le condonaba la multa sub conditione; esto es, a cambio de permanecer confinado durante la próxima gran semana de agosto, a pan y agua, en el Concejo Viejo, bajo la custodia de Joaquín, el alguacil. Los que fuimos testigos de la entrega de la amañada comunicación, le vimos palidecer de rabia a la lectura del contenido, bien lejos de sospechar él la artimaña, cosa que hubiera desmentido su paradisíaca ingenuidad. Y una vez en lo de Dios guarde a usted muchos años, se volvió a nosotros, y casi a punto de estallarle los vasos, exclamó: —¡Cómo la tiranía sabe de nuestras debilidades! ¡Nada podía haber hallado mejor para mortificarme! Mas luego de un momento de reflexión, aliviándose como quien halló una salida para su aprieto, añadió: —De todos modos, no está lejos del Concejo Viejo la casa de Badot, ni Joaquín tiene el corazón de hierro. * * * Eugenio Noel. Este nombre que acaba d e saltar de los puntos de mi pluma, debía haber tenido antes su lugar en estas notas, por ser también de los que sembraron en el alma abierta a todas las inquietudes, de aquella generación eibarresa que pasó por el Centro Obrero y respiró en los entusiasmos por la República. Y aunque tarde o un tanto fuera del orden cronológico, vaya ésta a título de reparación. Había emprendido Eugenio Noel una cruzada contra los toros, el torerismo y lo flamenco con que se suele confundir ordinariamente a España sobre todo en el extranjero, cosas las tres que él consideraba una calamidad nacional.- Sus campañas tuvieron por efecto en Eibar la fundación de una Liga Antitaurina, nutrida por elementos de todos los partidos de izquierda, que se creía en el deber de publicar un manifiesto cada vez que se celebraba una corrida de toros en la destartalada plaza de la subida a Tutulukua. Además, organizaba una romería para restar público al bárbaro espectáculo y protestaba de oficio ante el ayuntamiento, si éste prestaba la banda de música o votaba alguna subvención para ayuda de gastos a la empresa taurina. Y a pesar de que habíamos dado al arte de Cuchares, en los tiempos que voy diciendo, los Iluminado e Iluminadko, al Plantillero, a Acha Achita y a Armerito, aparte Pedrochu que se decía de Eibar y llegó a matador, fue la de las campañas de Noel entre nosotros, una remoción de los espíritus como la que produjo Belén Zárraga entre los republicanos cuando Las Dominicales del Librepensamiento, proporcionándonos un pretexto más para nuestra propensión a las competencias y encuentros verbales, que en este caso eran los taurómacos, que naturalmente también los había y muy apasionados, y los encendidos por las prédicas ardientes del autor de España, nervio a nervio. El Chispero en que el apóstol de aquella cruzada nacional vertía sus diatribas contra toreros y flamencos, tenía muchos lectores en Eibar, y valía la pena, porque recuerdo que era una revista de fina literatura a pesar del rudo combate que reñía en sus páginas, tratando de orientar al pueblo hacia un verdadero españolismo, que desde luego no son los toros, ni el cante jondo, ni la Andalucía de pandereta que se exhibe por ahí. Era Noel, indudablemente un valor positivo, pero algo debía haber en él que no funcionaba bien, para que con aquel talento literario y aquella su erudición no hiciera mayor figura en el retablo nacional. Recuerdo su novela titulada IMS siete Cucas. Prescindiendo del exceso de erudición y adornos superpuestos que convierten al libro en un retablo churrigueresco, la novela, según la impresión que conservo de ella, es de la categoría de las de Dostoievsky: un viaje a las profundidades psicológicas de la raza, donde reside el misterio dramático de su ternura y su crueldad al mismo tiempo; doble fondo desconcertante que la guerra civil, algunos años después, ha puesto al descubierto con tantos hechos, sublimes unos y otros nefandos, dando motivo a todos de glorificarnos unas veces y de morir otras de vergüenza. * * * José Sánchez Rojas, traductor de Papini, y el boticario. La ocasión de otra sanción pecuniaria a que era tan aficionada la dictadura, fue el paso meteórico por Eibar de José Sánchez Rojas, con su estudiantina de tunantes salmantinos, sus coplas de aguada intención y sus dedicatorias subversivas. El profesor de italiano en la Universidad de Salamanca, que emulara a Fray Luis de León componiendo su tratado de La Perfecta Novia, libro con que obsequió a todas las muchachas de la Casa del Pueblo, había hecho de su estudiantina una manifestación política contra la dictadura, que la paseó por media España, cobrando el mismo éxito en todas partes. Vino a Eibar consignado a José Ignacio Echeverría, el boticario, quien después de haber tomado parte en todas las algaradas estudiantiles de su tiempo de universitario, y luego de afeitarse las barbas apostólicas que había lucido en Madrid, se dedicaba a despachar emolientes y calomelano en su farmacia de nuestra flamante Plaza de la Constitución, y a sentar cátedra de historias escabrosas en el café de la Casa del Pueblo. Nuestro Apachiano, que miraba bien con quién se asociaba para sus cuchipandas, alternaba mucho con él, porque el boticario, como le llamábamos comúnmente, era hombre que a todo decía que sí, y a cualquier hora y en cualquier circunstancia se le encontraba dispuesto a sumarse a todo lo que fuera comer, beber y divertirse. Y decía mi cuñado que era un excelente compañero para todo, sin más inconveniente que el de que, sentados a la mesa, comía casi tanto como él. Difícil me parece establecer la cuenta de las mentiras que mezclaba a sus verdades, hablando de su pasado estudiantil, aunque seguro estoy de que muchas cosas que parecían mentiras eran verdades a su respecto. Pero de todas las muy grandes que pudo contarnos y que eran de agradecerle entonces por la nota alegre que ponían sus exageraciones en nuestras sesiones durante el aburrimiento de la dictablanda y de todas las debilidades que pudo tener en su daño, propias de esta humanidad de carne y hueso que todos vestimos, se redimió con largueza con su muerte, siendo uno de los eibarreses que no fueron ahorrados por el enemigo, cuando en la guerra que vino después cayó en manos de los. fascistas en Santander. ¡Quiera el Dios de las misericordias, que los que mancharon sus manos con aquella sangre, no vengan a ser ocasión de que otros a su vez cobren el agravio haciéndose pagar el mismo precio, añadiendo un eslabón en la cadena de desgracias que se cierne sobre el futuro de España como en una tragedia griega! * * * La caída del Marqués de Estella. Y como todo ha de acabar en este mundo donde nada es eterno, le llegó a la estrella del Marqués de Estella el momento difícil de las dictaduras que señalaba Cambó en un libro dedicado a comentar este tema en relación al caso de España: el de su liquidación. "El fin de estas dictaduras —dice el ambicioso político catalán— suele ir acompañado de la violencia que preside a su nacimiento." El general Primo de Rivera, después de saludar desde el balcón de la Capitanía General de Cataluña, aquella histórica mañana del 13 de septiembre de 1923, al sol naciente que le sonreía como a Napoleón en Auterlitz, no tuvo necesidad de pasar más que sobre el cadáver del Marqués de Alhucemas que presidía el gobierno constitucional y prometió dejarse matar en su puesto en aras de la dignidad del poder civil, para proclamarse dictador en Madrid, donde todo le había sido preparado a la perfección. Y como el señor García Prieto, el único muerto que hubo de haber en la jornada siguió gozando de perfecta salud, tampoco para liquidarle a él, cuando los que realmente movían los hilos del guiñol creyeron que'había venido a ser un estorbo, tuvieron necesidad de más que aplicarle la punta de su bota charolada donde es excusado decir. Y así terminó, dando un traspié y besando la tierra, el dictador al dictado, la dictablanda, el jaque de Jerez que fuera presentado al de Saboya, cuando el viaje eufórico a Roma, diciendo: éste es mi Mussolini. Pero los que pensaban en todo aquello representar una comedia y suponían haber salvado el obstáculo del títere en papel de dictador sin más gusto que el de un ejemplo más de su real ingratitud, no se dieron cuenta del abismo que habían abierto a sus pies con aquellos siete años de arbitrariedad, si bien no de terror. Pero la arbitrariedad, ofendiendo al sentido de la justicia que reside en todas las almas y hace lo que se dice la conciencia social, es más disolvente incluso que el terror, porque el terror hace dudar a veces al más seguro, de si no tendrá detrás alguna justificación trascendente cuando se produce tan así como un acto de Dios, La arbitrariedad subleva en cambio sin ninguna contrapartida. Salido al destierro, no tardó el ex dictador en morirse en París, en la vecindad de otros españoles exilados por su culpa, en el rincón adonde fue a ocultar su soledad y el abandono que al día siguiente de su desgracia rodea a los ídolos caídos, herido seguramente por el acero de aquella ingratitud borbónica de que era un ejemplo más, y que debía punzarle en la viscera más, sensible de su pobre humanidad. Pobre humanidad, porque bien se vio al bajar el telón, que el brillante Marqués, bajo su uniforme de capitán general y todos sus entorchados y cruces, y con todo su garbo de señorito andaluz lleno de gracias, en fin de cuentas no resultaba ser más que eso: un pobre hombre como los demás, asequible a las lágrimas y a la tristeza que parecía ignorar cuando encabezaba el cortejo de los triunfadores. Era un domingo de invierno, al anochecer, cuando corrió por Eibar la noticia de su fallecimiento. Los de la procesión, después de nuestra jornada peripatética de la tarde, estábamos sentados a la mesa en Tokieder. Torrijos, de San Sebastián estaba con nosotros como otras muchas veces. Los sibaritas se aplicaban a su ración de angulas de Sasiola aderezadas en una cazoleta de barro. Los omnívoros, que éramos los más, habíamos dejado al arbitrio de la patrona la elección del menú, seguros de que nos había de dar por el gusto, conociendo el de cada cual. Alguien hizo la reflexión obligada: Sic transit gloria mundi. Así pasa la gloria del mundo. La gloria y la humillación, porque tampoco hay mal que cien años dure. Y hasta aquella dicha horaciana de nuestros domingos de aquel Eibar singular que merecían haber sido eternos era fugitiva, porque también aquellos días estaban contados. Y destinados no pocos de los que participamos de aquella dicha a ser dispersados a los cuatro vientos, cuando no muertos, para que los recordáramos con tristeza desde estos lejanos lugares de la t i e r r a . . . * * * El metro de sangre. Y a una dictadura que sus enemigos hubieron de llamar por burla la Dictablanda; y a una revolución de palacio de trapo y virutas como fue la realizada para su liquidación, tampoco podía corresponder más que aquel 14 de abril del 31, alegre, perdonador y verbenero, de cohetes y percalinas, que tuvo, sin embargo, el mérito de alumbrar sin sangre y sin mancha alguna aquella República gentil que había de ser asesinada por Franco y aventada a sangre y fuego, con el concurso del extranjero. Por eso el caso de Franco es distinto. Habiendo presidido a su nacimiento —al de su dictadura— el metro de sangre de que hablaron los anarquistas intelectuales a lo Ramiro de Maeztu, cuando la moda del anarquismo intelectual, y habiendo sido necesario, luego del asesinato en masa de los trágicos comienzos de la guerra el crimen diario y la venganza sistemática para afianzarse en el poder y hacer figura de hombre fuerte que tiene al pueblo en propiedad y metido en un puño ante sus favorecedores, su tragedia y la de sus cómplices y colaboradores es la de tener que aguantarse y aguantarle, con todo el cuerpo social corrompido y la inmoralidad instalada en todos sus órganos, sabiéndose el obstáculo de la rehabilitación de España y la vergüenza de las naciones. Tener que aguantarse y aguantarle, solidarizados en el delito que pesa sobre todos, con el espanto que pone el pensar en los horrores que podría desatar su caída. Horrores, si Dios no lo remedia de otra manera por misericordia de todos, que guardarían proporción con los horrores que presidieron su alumbramiento, según la ley histórica a que alude el libro de Cambó. LA REPÚBLICA Las elecciones municipales. Habían sonado las cuatro de la tarde en el reloj de Pichiño8 7 que así llamaban los vecinos al del ayuntamiento, un domingo que era el 12 de abril de 1931, después de un día verdaderamente primaveral. La monarquía, tratando de volver a la normalidad constitucional, suspendida durante siete años, por secuestro, manu miliíari, de la ley fundamental, había convocado cautelosamente unas elecciones municipales que le sirvieran de tanteo, para proceder luego, a la vista de los resultados, a dar marcha atrás o adelante, con el propósito de reanudar la historia de España, después de aquel paréntesis culpable, con el aparato de ficciones a que estaba acostumbrado el régimen. Pero el sano instinto del pueblo aprovechó la ocasión y se valió de la circunstancia para dar a aquellas elecciones, otras veces de importancia política secundaria, el carácter de un plebiscito nacional. Y toda la masa se volcó a las urnas aquel día. Los más ancianos, aunque anduvieron al remo, no dejaron de acudir a los colegios electorales para depositar su papeleta, y los enfermos y los impedidos se hicieron llevar en andas. Incluso la masa sindicalista desatendió aquella vez a los doctrinarios de la abstención electoral, que no dejaron de repetir el cliché de todas las ocasiones aconsejando el boicot. En aquella hora que dije comenzaban los escrutinios en las secciones, y Claudio Motricu, autor de muchos dichos que andaban en proverbio, dirigiéndose a unos cuantos ciudadanos que estábamos en expectación de los resultados en uno de los bancos de la plaza entonces llamada de Alfonso XIII, nos dijo: —¿Sabéis lo que en este momento se ventila ahí dentro? Señalando la Casa Consistorial. Pues se ventila —añadió— nada menos ni más, sino el saber desde ahora si en la procesión de Viernes Santo siguiente ha de haber más gente que nunca para que aquella vez lo puedan repetir con entera verdad las beatas que todos los años dicen lo mismo, 3 7 Pichiño, diminutivo cariñoso que le quedó de por vida al alcalde a cuya gestión se debía el reloj de la Casa Consistorial. o si el próximo Primero de Mayo habremos de dejar el sitio los habituales a los nuevos que no cabrán en la Casa del P u e b l o . 3 8 Y así era en verdad, como lo probaría el tiempo. Unos tres meses antes de esta ocurrencia de las elecciones municipales, cuando la sublevación abortada en Jaca y la segunda huelga general revolucionaria, luego del fracaso inevitable de un movimiento intentado bajo unas lluvias torrenciales y en pleno diciembre, todo parecía perdido. Entre aquella inclemencia del tiempo que derivó a grandes nevadas y las patrullas de la guardia civil que discurría en las inmediaciones de la Casa del Pueblo todo el tiempo que duró el estado de sitio, sólo algunos valientes que debíamos serlo por lo visto, acudíamos al café de dicho centro para mantener el fuego sagrado de la fe y dar testimonio a los tímidos, de que no todo se había malogrado en aquel fracaso debido a la impaciencia de los comprometidos de Jaca y a la contra del mal tiempo que nunca fue peor. Y, en efecto, los tibios efluvios de la primavera, allá por el mes de marzo, lo mismo que despertaban a la Naturaleza de su letargo invernal, fueron reanimando también los espíritus, y ya por Pascuas de Resurrección todo era de nuevo rosadas esperanzas, como si los cánticos celestiales de aquel luminoso día que una vez devolvieron a la vida al doctor Fausto redimiéndole de una noche de desesperación, hubiesen obrado igual milagro en todas las almas que vivíamos en expectación de tiempos nuevos. La noche del 12 de abril. ¡Qué noche aquella del domingo 12 de abril en que tuvieron lugar las elecciones! La profecía de Motricu empezaba a cumplirse sin esperar al Primero de Mayo. No cabía la gente en la Casa del Pueblo. Los habituales de ella salíamos a la plaza para dejar el sitio a los espontáneos que acudían en busca de noticias. Las noticias iban llegando a cada momento por el hilo del teléfono y se trasladaban a las lunas del café para conocimiento de los que estaban dentro, y a un pizarrón en obsequio a los que nos habíamos echado fuera para que cupieran los nuevos que no cesaban de llegar. 3 8 El pronóstico de Claudio Motricu se cumplió en una medida mucho mayor de lo que pudo sospechar el ocurrente profeta. No porque el Primero de Mayo que siguió a aquellas elecciones con el intervalo de unos días, la gente no cabía en la Casa del Pueblo y sus inmediaciones de la plaza que desde entonces se llamó de la República, sino porque el Viernes Santo siguiente del profético emplazamiento, habiendo coincidido con la fecha del 14 de abril, primer aniversario de la proclamación de la República nadie fue a la procesión, sencillamente poraue ni la celebraron, estando presente eni las calles el natural regocijo del día del nuevo régimen, que todavía estaba en su luna de miel a despecho de lo que maniobraban algunos extremistas de la izquierda para que hubiese sangre en su camino, con agrado de los de la derecha que ya estaban armando sus conjuras. En Eibar el triunfo había sido completo para los partidarios de la República. Creo recordar que sólo sacaron un puesto los monárquicos para un concejo que había de componerse de diecisiete ediles. Lo mismo, poco más o menos sucedió en San Sebastián, en Bilbao y en Madrid, donde las mayorías republicanas resultaron abrumadoras. Iban llegando los datos de las demás capitales y el triunfo republicano se agrandaba. Y a cada despacho que completaba los resultados pendientes, la victoria se ensanchaba más y más. Antes de media noche, el mundo sabía que España había votado por la República. ¿Cómo describir el entusiasmo que se apoderó de la gente en la Casa del Pueblo? Las familias, contagiadas por la emoción, acudían en tropel y los vecinos se abrazaban al encontrarse en la calle. En la Casa del Pueblo todo eran cánticos y vítores. Los acordes de la Marsellesa se confundían con los de la Internacional. Los viejos que habían vitoreado a Prim y conocido la primera República —que los había— salidos de su retiro, derramaban lágrimas que debían ser como las del viejo Simeón tomando en sus brazos al que había nacido el Mesías y exclamando el mine dimitís. Los que no éramos viejos todavía, nos embriagábamos respirando el aire de aquellas horas inefables, que presentíamos iban a pertenecer a la historia. Los jóvenes no se cansaban de retozar y armar bailes en la plaza, y el bullicio era mayor que en una noche de San Juan. Y, a pesar de aquellos siete años ominosos que entraban en la cuenta de agravios de la inmensa mayoría, a nadie se le ocurrió humillar a los vencidos, satisfecho cada cual con la alegría que le subía del corazón. ¿Cuándo terminó aquella verbena? No lo sé. Recuerdo que el día siguiente no se hizo nada de provecho en los talleres. ¿Cómo aplazar el comentario aun dentro de la disciplina que la regulación de la jornada había traído al régimen del trabajo? ¿Y cómo acabar de decirse todas las cosas que acudían al magín, una vez abierta la espita del comentario, con la emoción incontenible que había en todos y cada uno? Hubo de consentirse todo aquel día llevándolo desde luego a pérdidas y ganancias. No había, sin embargo, ninguna noticia precisa de las consecuencias inmediatas de la victoria republicana en las esferas del gobierno, pero todo el mundo presentía y tenía la corazonada de que no tardarían en concretarse en acontecimientos políticos de importancia. Con todo, no ocurrió nada de particular aquel lunes, fuera de aquel gasto de emoción y entusiasmo que se exteriorizaba en todos. Como era inevitable, los lugares de comer y beber que siempre abundaron en nuestro pueblo, estuvieron concurridísimos al atardecer, pagando al cuerpo su legítima parte en aquella satisfacción de los espíritus. Estábamos así sentados a la mesa unos cuantos amigos en casa de Barrena, bien servidos, pues no faltaba más en aquel día, y el comandante de la guardia civil vino a nosotros a informarse en particular sobre si era cierto que se iba a proceder a una manifestación durante la noche. Nosotros no teníamos niguna noticia de ello, y creo que tampoco la tuvieran los demás. Y, en efecto, todo el mundo se fue directamente a descansar, acaso más temprano que de ordinario, para recuperarse las horas robadas al sueño la noche de vigilia del día anterior. Y la paz, compañera del silencio de la noche en los pueblos laboriosos, tendió sus alas sobre el blando sueño de los eibarreses, que dormían con la tranquilidad de las almas que han cumplido con su deber. * * * La madrugada del 14 de abril. En la madrugada del martes 14 de abril, los camioneros del pescado fresco del Cantábrico salieron de San Sebastián para Madrid, Barcelona y Bilbao, como todos los días, devorando kilómetros y poniendo pánico a los vehículos que se cruzaban con ellos en las carreteras. Los que hacían ruta por Eibar, llamaron en una casa que les cogía de paso y en la que vivían Juan de los Toyos, Enrique de Francisco y otros vecinos caracterizados republicanos, y dice que dijeron, según los que les oyeron decir, que avisaban -de San Sebastián que la República sería proclamada aquella madrugada e n toda España. Añadieron, según la misma referencia, que había orden de que se despacharan dos representantes para constituir la nueva diputación republicana en la capital de la provincia. ¿Dijeron aquellos extraordinarios correos lo que les habían mandado decir no se sabe quién o lo inventaron ex nihilo? Nadie se paró a pensarlo. ¿O bien les traicionó la expresión y dijeron, sin darse cuenta a lo mejor, en lugar de los que debieran decir, algo distinto informado por su deseo? ¿O serían los mismos a quienes habían interrumpido el tranquilo sueño, los que engañados por sus entendederas oyeron decir a los correos lo que hubieran deseado oír? No es fácil averiguar lo que pudo ser el caso en aquella exaltación de los espíritus. Lo mismo pudo ser una cosa que otra. Mas acaso todo se redujo a un ardid del genio de la historia, que a veces necesita de estos pequeños incidentes para determinar los grandes acontecimientos, porque no cabe duda de que aquella gota de agua de Eibar contribuyó a precipitar las cosas en Madrid, como cuando el leve temblor de unas pisadas desata el alud en la montaña. El caso es que sin parar a reflexionar un momento, por la fuerza de la propensión y el deseo, los avisados de aquella casa se dedicaron a avisar a otras y éstas a otras, y así sucesivamente, al punto de que poco tiempo después todo el vecindario estaba en pie y en la calle, Y antes de las seis de la mañana habíase congregado el pueblo en la plaza que se iba a llamar de la República, y los concejales electos del domingo, por su parte, habiéndose presentado en la Casa Consistorial con la intención de hacer valer su investidura desde aquel instante, se constituyeron en sesión solemne, acordando por unanimidad proclamar la República. Acto seguido fue izada la bandera tricolor en el balcón central del ayuntamiento, y Juan de los Toyos dio cuenta desde él al pueblo congregado, que a partir de aquella hora los españoles estábamos viviendo en República. E inmediatamente salieron para San Sebastián la capital, como delegados representantes del pueblo de Eibar, para constituir la nueva diputación provincial republicana, tal como se nos había avisado o lo entendieron los que fueron avisados, dos elementos, uno de los cuales recuerdo que era Enrique de Francisco. Y salió el sol por entre los montes del valle del Deva; un sol de •oro para un claro día de alegre primavera que prometía ser el que venía, y todo en aquel instante nos parecía sonreír sobre la tierra. Y aquella sonrisa de la naturaleza obraba en los espíritus como una invitación a los hombres para que fuesen mejores en adelante. Y el pueblo de Eibar tuvo la sensación de empezar a vivir una vida nueva, en un mundo que iba a ser mejor, sin acordarse siquiera de que hubiese enemigos. Y si se hubiera acordado, habría sido para perdonarlos, por la gracia que llenaba todas las almas en aquel mágico concierto de la naturaleza y la historia, que parecían confundirse ambas en un mismo amable paisaje, hecho de luz y contento de espíritu, en el aura matinal de un hermoso día de primavera abriéndose como una ventana a la visión de las cosas eternas. * * * has primeras horas de la República. A las siete de la mañana solían cruzar en Eibar los primeros trenes salidos de Bilbao y San Sebastián, los dos extremos de la línea de Ferrocarriles Vascongados, y contra lo que nadie iba a suponer, los cotidianos convoyes llegaron como de ordinario, denotando que nada anormal ocurría en las dos cabezas de línea ni en el trayecto, cuando todos nos figurábamos que igual que en Eibar había ocurrido en toda España. Esta decepción, naturalmente, arrojó un jarro de agua fría sobre la alegría de la gente que estuvo en la plaza a la proclamación de la República, pero, con todo, no bastó a apagar los entusiasmos y nadie acudió al trabajo. Lo primero que se nos ocurrió pensar al ver aquello tan imprevisto, fue que de todos modos nada se había perdido, pues interesaba seguramente crear una situación de hecho en provincias para precipitar las cosas en Madrid, y no cabía dudar que horas más o menos tendríamos imitadores. Y entonces se concentraron nuestros esfuerzos en comunicarnos por delegaciones con elementos de Bilbao y San Sebastián para que secundaran el movimiento al objeto de ampliar la situación de hecho que nos había tocado iniciar, temiendo, a pesar de nuestra interpretación optimista de las cosas, no fuéramos por una cuestión de horas acaso, a aparecer comprometidos en la estacada. Llegaron los periódicos a las ocho y tampoco aparecían los titulares grandes que esperábamos anunciando las noticias sensacionales que aquella madrugada nos habían movido hacia el ayuntamiento, si bien, en fuerza de quererlo ver, parecía notarse un aire de inminencias graves en los despachos no muy concretos de Madrid. No obstante la versión que habíamos hecho correr de la conveniencia de los hechos consumados en provincias y el optimismo que pretendíamos leer en la prensa, la gente que había dejado de acudir al trabajo estuvo temiendo durante toda la mañana, viendo que nada se movía en otros lados, la posibilidad de que por tercera vez, en este laborioso proceso del cambio de régimen que arrancaba de 1917, después de haber sido dueños de la situación, tuviéramos que anunciar el fracaso y volver al trabajo, humillados sino vencidos, porque a eso no nos resignábamos nunca. Mas en este caso, ¿qué ocurriría cuando la guardia civil fuera al ayuntamiento a arriar la bandera republicana y a entronizar nuevamente el retrato del rey que había sido retirado discretamente al desván? En lo más crítico de esta angustia, cuando ya entrábamos por las horas de la tarde, se supo que también en Barcelona habían optado por los hechos, proclamando la República desde el mediodía en la histórica Plaza de San Jaime. Fortaleciéronse con esto los ánimos, y, a medida que avanzaba la tarde, fueron teniéndose mejores noticias, hasta que ya a las cinco o las seis se supo con certidumbre lo que estaba ocurriendo en Madrid, desatándose entonces los entusiasmos a la manera de la noche del domingo anterior. Al caer la tarde había sido proclamada la República en la capital de la nación habiéndose hecho el anuncio desde el balcón del Ministerio de la Gobernación, en cuyo edificio se instaló como gobierno provisional el comité revolucionariopresidido por don Niceto Alcalá Zamora, que había dejado la Cárcel Modelo, donde purgaba el fracaso de diciembre, cuando las lluvias y los truenos y las impaciencias de los de Jaca. Con tanto, había nacido la segunda República Española. * * * * Verbena nacional. Entonces empezó también en Eibar aquella, verbena nacional que duró varios días, en que el pueblo español, olvidando antiguos y recientes agravios —toda una montaña de agravios de que pudo cobrarse en aquella hora— dio muestras de la más alta generosidad. Esta generosidad que estuvo presente en todos lados sin que nadie lo ordenara expresamente, culminó en Madrid, donde el' pueblo de republicanos y socialistas dio respetuosa guardia y protección a la familia del rey vencido, el cual viajaba sin ningún cortejo hacia Cartagena, camino del exilio. Familia a la que en vergonzoso contraste había abandonado en su hora triste, en la soledad de aquel enorme Palacio de Oriente, teatro de sus vanas exhibiciones otrora y entonces vacío, aquella grandeza de España de duques, condes y marqueses, que, poco antes, lanzaba manifiestos insultantes calificando al pueblo de chusma encanallada. Chusma encanallada aquel pueblo de Madrid y de toda España que se mostraba capaz de dar una lección de nobleza auténtica a todos aquellos figurones de levita, tan pequeños en la ocasión, probándoles que la verdadera nobleza no reside en vanos títulos, las más de las veces mal llevados, pero que aun bien llevados tampocopor sí dicen nada a falta de méritos propios. ¿Fue aquella una candidez de las que se pagan caro en política? Hay quienes en la amargura del destierro atribuyen su desgracia a no haber arrancado entonces de raíz algunos males inveterados mediante una valiente intervención quirúrgica, aunque hubiese costado sangre, en lugar de entretenerse en nobles actitudes y gestos elegantes que luego nadie tendría en cuenta. Acaso tengan razón. ¡Quién ló sabe! Mas tampoco la sangre, en fin de cuentas parece que sirve de mejor remedio, como lo demuestra el doble ejemplo de 1936, cuando también sin que nadie lo ordenara expresamente, se dieron los mismos hechos tremendos hasta en los últimos rincones de las dos Españas en que quedó escindido el país con la traición de los generales. Porque si la que se derramó en nuestra zona no salvó a la República, tampoco la que los otros prodigaron a ríos en la suya les ha valido mucho, no habiendo ayudado a resolver ningún problema ni servido para ninguna ganancia histórica. Pues el - botín cobrado por cínicos arribistas y los sinvergüenzas del estraperlo que han improvisado fortunas, desde luego no cuenta, teniendo además ese botín una terrible contrapartida: el hambre y las privaciones de la inmensa mayoría de los españoles. Tampoco cuenta mucho la espuma sobre que se ve levantada la Iglesia al precio de una complicidad culpable que ha de pesarle. Y menos cuentan los galones que hayan podido ganar los traidores para sus bocamangas, aunque las hayan traducido en materialidades de que hacen ostentación insultante. Y de todos modos, error o acierto, preferible es, a lo> que yo creo, desde un punto de vista personal y también histórico, pagar aquella limpia ingenuidad con la derrota; una derrota que no mengua nuestro derecho que algún día ha de valer, que no cobrar una engañosa victoria al precio de la traición y el crimen; victoria engañosa como la de nuestros enemigos, que había de servir a evidenciar su incapacidad, la pobreza de sus arbitrios, la universalidad de su corrupción y lo absoluto de su impotencia para el bien, para forjar una España asentada en la justicia. Volviendo al 14 de abril. Por lo que respecta a nuestro pueblo, toda la crueldad que pudo desatar la victoria y el dominio de la situación por los tantas veres humillados, se limitó a la de los que fueron ex profeso a ver qué cara ponían los dos o tres guardias civiles tildados de fascistas, cuando hubieron de prestar público homenaje a la bandera de la República, en solemne aunque sencillo acto celebrado frente al cuartel. Y el galardón con que Eibar se consideró harto satisfecho de aquella jornada dramática de sobresalto y esperanzas en que nació la República, fue el pergamino que Indalecio Prieto y Miguel de Unamuno, ilustres embajadores del nuevo régimen, trajeron en propias manos, en nombre del gobierno provisional, dando a la muy noble y leal villa de Eibar, el título de ciudad ejemplar. * * * La ilusión republicana del pueblo. Yo no soy historiador de nada, sino un viajero ideal por el país de los recuerdos, que temiendo morir in ierra aliena por cosas que le pueden ocurrir a cualquiera sin necesidad de cargar los años que ya pesan sobre uno, vuelve con el pensamiento a los lugares amados por las dichas y los dolores que le proporcionaron otro día; dichas y dolores como las que están en la vida de todos, que nacemos para reír y para llorar, si bien las risas presto se disipan, suceden las lágrimas, menos huideras pero que también pasan, y no tardamos en venir a este invierno de la vida en que, según frase de Luis XIV al mariscal de Villars, no se tienen buenas noticias. Y como los desterrados del Salmo CXXXVII, que bajo los sauces de las riberas del Eufrates, recordaban las cosas de su tierra, así alivio yo la distancia y la separación, convidando a los amigos al banquete de estas recordaciones, para gratas veladas como las que en otro tiempo nos proporcionábamos en Eizaga, en Olarreaga, donde Buru y en otros cien lugares de grata memoria, no contando anécdotas sino viviéndolas. No me corresponde, pues, hacer la historia de la República, con haber llegado en mi viaje ideal a este punto culminante. Sólo diré la ilusión que hacía al pueblo el nuevo régimen, y cómo se engañaban los demagogos de uno y otro extremos tratando de destruir esa ilusión, como si fuese la de un juguete infantil e inservible, sin reparar cuánto había en ella de espíritu y de sentido de la historia de fe en un destino que no pudo truncar sino el crimen. Los enemigos de la derecha cultivaban el desorden moviendo sus agentes provocadores entre los demagogos de la izquierda —algunos de los cuales gritan ahora con los fascistas— y no se recataban de sumarse públicamente a todas las alharacas que los tales movían cada lunes y cada martes para crear dificultades al nuevo régimen. Ambos extremos coincidían hasta en el argumento capital que esgrimían con los obreros: —¿Pan? Que te lo dé la República —decían los unos tratando de crear un paro artificial, sobre todo en el campo; al mismo tiempo que los otros le soplaban al oído esta cantinela: —¿Qué ha salido ganando con la República lo que cuece vuestro puchero? ¿No es el mismo condumio de siempre, ahora acaso más difícil que nunca? Los comunistas obedecían además a consignas exteriores que tendían al mismo fin de deteriorar la situación, y trabajaban deliberadamente con los demás saboteadores para que en fuerza de incidentes se dieran entre la República, obligada a guardar el orden, y el proletariado unos cuantos charcos de sangre. Charcos de sangre para ser explotados por sus agitadores de oficio, con el propósito de llevar el agua de los entusiasmos populares alumbrados por el cambio de régimen, al molino de su turbio negocio político, que nada tenía que ver con los problemas específicos de España. Muchos de los mismos republicanos históricos, que en razón de su inveterado apellido político consideraban la República como una cosa exclusiva de ellos, molestos del celo con que los socialistas participaban •en la nueva situación, echábanse a la calle, sin cuidado ninguno de lo que decían ser tan suyo, haciendo coro con todos aquellos interesados en el desorden. Pero el pueblo, cuando sobrevino la guerra, el verdadero pueblo, no los picaros de los comités de incautación y los vagos de la retaguardia, el pueblo generoso del 14 de abril, que era la inmensa mayoría, bien demostró en tres años de sufrida y heroica resistencia contra moros, extranjeros y traidores, los sacrificios de que era capaz en defensa de aquella ilusionada República, que no era el capricho de ningún juguete, sino el terreno adecuado para las grandes posibilidades sociales que estaban en los espíritus. * * * Los socialistas y la República. No dejaba de extrañar a los que no nos conocían de cerca o profesaban otra moral, aquella generosidad política del partido socialista obrero español. Recuerdo que el director de la Oficina Comercial Soviética de París, que poco después de la implantación de la República tomó contacto con Indalecio Prieto, Ministro de Hacienda, para reanudar los suministros de petróleo ruso a la Campsa, me hablaba de aquella para él inconcebible disipación política del socialismo español, que, empeñado a fondo en una empresa que no le correspondía específicamente, se dejaba gastar en el áspero roce del régimen con aquellas dificultades primeras de carácter social que se le planteaban en la calle, en lugar de esperar cautelosamente a que los republicanos burgueses hicieran por su cuenta todo aquel gasto, para luego hacerse dueños de la situación, habiendo conservado intacto el aceite de sus lámparas con sólo aguardar al margen el tiempo necesario. Yo nunca he tenido mucho instinto político, pero habiendo abrazado la que seguimos, como todos los de nuestro ambiente, como una religión, o por lo menos como una línea de conducta moral, nunca supuse que la política pudiera consistir en semejantes cálculos y regateos al margen de toda ética, y defendiéndome como podía de aquel desnudo realismo que no dejaba de impresionar por su lógica positivista, recuerdo que le decía que un partido no es un fin, sino una herramienta, una cosa instrumental para trabajos que reclame la exigencia de la hora histórica, y que la preocupación fundamental del militante debe consistir en la realización de ese trabajo, sin cuidarse demasiado de que el instrumento pueda mellarse en la comisión de la obra. A esta distancia de las cosas, me confirmo más en la creencia de que aquella despreocupación del partido socialista por todo cálculo proselitísta que asombraba a mi interlocutor, no era disparatada como debía parecerle a él, formado en otra moral. La generosidad en la vida, casi siempre representa una siembra que paga liberal cosecha, y sigo creyendo que se equivocan grandemente los que toman ejemplo de las excepciones en que se pierde el esfuerzo y el grano confiado a la tierra. Por lo que respecta al punto concreto de esta generosidad política del partido socialista en aquel momento crítico de la República —y todos los momentos de la República fueron desgraciadamente críticos— no negaré que la herramienta pudo resultar mellada. En los grandes escándalos de prensa que los enemigos de la derecha y la izquierda movieron contra el gobierno republicano de que formaba parte un equipo de ministros socialistas, con una violencia verbal jamás conocida, no se hacían distingos si no era para cargar sobre éstos precisamente la mayor parte y lo peor de aquella montaña de calumnias y de lodo que vertían en común. Pero el hecho es que la Naturaleza o el genio de la Historia debió proveer al instrumental socialista de la ocasión, de la propiedad que gozan ciertas especies zoológicas de reponer por vía natural o biológica la eficiencia de su herramental en constante uso, porque los efectivos socialistas, a pesar de todas aquellas campañas de desprestigio, crecieron notablemente durante aquella etapa, lo mismo cuando sus representantes estuvieron dentro del gobierno como cuando estuvieron fuera de él, sin haber tenido tiempo de haberse ocupado de ninguna labor proselitista. Espero que se me conceda, para que pueda completar este punto, que no estoy haciendo aquí una apología partidista y sí que trato de registrar un hecho de interés sociológico. Porque, en cambio, jamás en la historia de ningún partido creo yo que se ha lanzado tanta literatura, tanto papel impreso y puesto en juego tantos elementos de atracción y propaganda como los que prodigara el partido comunista en España en el curso de aquella febril etapa. Y, sin embargo, con todos sus cálculos, su estrategia, sus planes, sus ingenieros políticos ,de importación y los recursos extraordinarios de que se valieron desde la implantación de la República hasta la fecha en que rectificando en 180 grados su posición propugnaron el Frente Popular, sus efectivos, lejos de aumentar, disminuyeron, según me confesaba en 1935, en la Cárcel de Pamplona, quien podía decirlo con conocimiento de causa. * * * Otra excepción. Ahora, una vez más me toca señalar a favor de nuestro pueblo otra excepción, y temo que esta reiteración de lo digno de alabanza, parezca interesado afán de singularizarlo, como si tratara de cobrarme la parte que en el beneficio de tantas bondades me corresponda, por el mérito de ser un viejo eibarrés que sigo siendo a pesar de los años y la distancia. Acaso intervenga en esto mi propensión a ver las cosas de aquel nuestro pueblo bajo una luz favorable, algo de lo que ocurre a las madres con los niños feos, o* a los niños con las madres feas, que para ellos son, siendo como son, lo más hermoso del mundo. Solía decir Tomás Meabe de los moralistas del cristianismo que han hecho más del noventa por ciento de su gasto en condenar la carne y hacer ascos de la naturaleza en el hombre y la mujer, que son como el huésped que entrando en una casa tiene la obsesión de no ver sino el excusado y disgustarse de sus malos olores. Acaso yo tenga la obsesión contraria de no aludir a los malos olores que naturalmente no faltan en nuestra casa entrando por la intimidad del retrete, y presentar un cuadro ideal apenas sin lunares. Pero, por temor a que se pueda decir que me engaña el cariño, ¿callaré lo que evidentemente sea de justicia? Pues bien; es de justicia señalar que entre todos aquellos desórdenes y excesos que cultivaban contra la República los extremistas de la derecha y la izquierda a lo largo y a lo ancho de todo el país, un día sí y otro también, no hubo en la ejemplar ciudad de Eibar ni quema de conventos en interés de presentar a la República ante los ojos del mundo que quería ignorarnos con un aire de persecución religiosa que no tenía; ni ocasión de charcos de sangre para ser explotados por la demagogia en campañas como aquella tristísima de Casas Viejas, uno de cuyos promotores desde aquel turbio periódico que se tituló "La Tierra", acaba de morir en la fría soledad de un hospital, en C a r a c a s . 39 Después de las alegrías del triunfo de la República, terminada aquella luna de miel que no duró mucho por la prisa que se dieron sus enemigos en obstaculizar su desenvolvimiento, Eibar, en su rincón de montañas, recogido a sus talleres, siguió trabajando y luchando con las inveteradas dificultades inherentes a sus industrias de exportación, para colmo afectadas entonces gravemente por la depresión económica mundial, sin exorbitar por eso sus problemas y sacarlos a la calle, cumpliendo con sus deberes de ciudadanía, honrando el régimen con su disciplina, prestando hombres para las responsabilidades que los parti- 39 Como todos tenemos algo y muchos algos qué perdonársenos, perdonado le sea lo suyo a este compatriota y descanse en paz el pobre exilado en la tierra extraña que nos prestó acogimiento en la hora de nuestra desgracia, junto a tantos que duermen en ella, lejos de la España perdida a manos de moros y extranjeros. dos de gobierno habían contraído en el orden nacional y respondiendo a todos los llamamientos del deber, por ingratos que hubieran de ser, como en aquella ocasión bien ingrata de 1934. . . * * * La Sanjurjada, Decíamos aquella luna de miel que no duró mucho. Apenas habían pasado unos meses, y un día de alboroque de unos cuantos en Vergara, un notorio carlista de aquella vecindad, a la hora de las confidencias que sigue a las libaciones con que se suele rociar una buena comida, descargó el peso de un secreto de que estaba como en cinta, revelando a un viejo republicano eibarrés, que, aparte los roedores que la minaban a diario con huelgas, con gritos y locuras por cuenta del diablo, estaba en marcha un procedimiento mayor contra la República, con lo que no nos iban a durar las mieles del triunfo mucho más allá del verano. Seguramente eran a distancia y de boca en boca, las inevitables filtraciones de la sanjurjada que ya se estaría maquinando, y que cuando reventó la madrugada del 10 de agosto de 1932, en Madrid, la República cometió la ingenuidad de rematar el asunto en media hora, en interés de dar una sensación de dominio y seguridad, desdeñando la ocasión que se le ofrecía de haber barrido a sus enemigos de una vez y en el terreno en que ellos mismos habían elegido. Y el viejo republicano eibarrés, como no podía faltar, tomando a broma la indiscreción del carlista, sin remitirse de la euforia que aún duraba en los espíritus, le dijo: —¡Treinta años hemos vivido nosotros con la ilusión de que la Niña estaba llegando de un día para otro como si la hubiésemos tenido en Málzaga! Ahora os corresponde a vosotros esperar otros treinta, con la vana esperanza de que la vuelta está llegando, como si la tuvieseis en San Prudencio, para sorprendernos en el campamento dormidos en los laureles. Eso habría sido lo equitativo si el cielo entendiera de justicia,' pero los hados no cuidan de lo que los hombres decimos la justicia. Los dioses tenían dispuestas las cosas de otra manera a como las entendía el republicano eibarrés. La Vuelta, hablando en el estilo figurado de nuestro paisano, bien contra lo que nos hacía suponer la confianza, no andaba lejos de San Prudencio y aun del mismo Campo del Abrazo de Vergara. Hecho histórico del que no aprendimos que el enemigo no sabe perder, como ellos no aprendieron ni aprenderán, que el no saber perder es a la larga tener que perder mucho más. Nuestra contribución de hombres. Dije en honor de nuestro pueblo, sin vanidad pero sin callar sus merecimientos, "prestando hombres" para las responsabilidades de la nueva situación. Y para que no parezca falsa modestia, siendo esta contribución parte obligada del recorrido que nos hemos impuesto en estas notas de viaje por el país de los recuerdos, pasarla por alto, por modesta que fuese ella a lo menos en cuanto se refiere al que esto escribe, sólo citaré a los hombres que dio nuestra Cooperativa Alfa para la urgencia de aquella circunstancia nacional. Juan de los Toyos fue gestor destacado en la diputación provincial de Guipúzcoa, durante todo el periodo de la República, y luego, cuando sobrevino la guerra, entró a formar parte del gobierno vasco, correspondiéndole un importante papel en este organismo autonómico, que, a su vez, representó uno bien singular en el proceso de aquella crisis no cerrada todavía. Enrique de Francisco, nuestro gerente comercial, antes de ser diputado a Cortes en la tercera legislatura de la República, fue llamado a Madrid a dirigir el Consejo de las Minas de Almadén, propiedad del Estado, que dan a España el primer puesto en la producción de mercurio. Y este vuestro seguro servidor que aquí habla, fue designado para la Delegación del Gobierno en el Monopolio de Petróleos. La Cooperativa Alfa que hacía aquellas prestaciones, fuerte entonces con años de experiencia y crecimiento, ya había creado las capacidades subsidiarias indispensables para que no sufriera su salud con aquella sustracción de nosotros tres, aparte de que de Francisco ni yo le perdimos de vista para servirla en lo que se ofreciere, y Juan de los Toyos, por ejercer su cargo en San Sebastián, pudo seguir al frente de la empresa cooperativa, con la ventaja que le prestaba su nueva situación. Y todo fue para beneficio de ella, en que todos teníamos puestos principalmente nuestros amores. * * * El Delegado del Gobierno en la Campsa. Apenas había hablado yo cuatro veces con Indalecio Prieto, que era de los socialistas bilbaínos que menos frecuentaron a Eibar, cuando siendo Ministro de Hacienda en el primer gobierno de la República me reclamó para aquel cargo. En oficios del mismo, tuve luego ocasión de darme cuenta de las muchas y diversas gentes que presentaron la factura de sus servicios a la causa de la República y reclamaban el premio de aquel puesto, y me expliqué por qué el ministro pudo pensar en un hombre inédito como yo, con sólo constarle que tenía alguna discreción y desinterés bastante, unidos a un sincero fervor por la República como ensayo político y social. Y una vez en Madrid, me limité a cumplir con mi deber, creo que con eficacia, con la eficacia que permiten a cualquiera que no sea un lerdo la propia organización del servicio y los asesoramientos técnicos con que puede contar, sin salirme de mi sencillez provinciana y un poco rústica de Eibar, en un cargo que los ambiciosos del viejo régimen reputaban como el momio número uno del Estado y le traían en proverbio para significar la coyuntura mejor posible para crearse una situación. Recuerdo que un día de mis obligados de Madrid, se me ocurrió acudir a un estreno teatral, no me acuerdo en qué teatrillo. Las entradas se habían agotado y no quedaban sino unas malísimas de galería, que mi anonimato pueblerino me permitía aceptarlas sin hacer sufrir en aquella hora y circunstancia a la dignidad del cargo. La obra era una infame, como tantas que entonces se llevaron a escena para denigrar al nuevo régimen en fuerza de mal gusto y peor intención. Una diputado a Cortes, tenía un entretenido a quien prodigaba toda clase de mimos y caricias. Y en una de las tiernas escenas en que la mujer diputado trataba de encarecer al zángano las delicias en que por su amor le traía, se insertaba una frase en la que el autor creyó extremar todo lo superlativo posible de imaginar en materia de comodidad y regalo, diciéndole: —Pero, ¿es que no estás, mi amor, mejor que el mismo delegado del gobierno en la Campsa? El delegado del gobierno en la Campsa que lo escuchaba, estaba en aquel momento en la galería, bastante molesto por cierto, y más que por la incomodidad de su asiento de tabla, que le importaba poco, por lo canalla de la pieza, que era de lo peor en todos sentidos. # * * Manuel Cordero y los "enchufes". La alusión, sin embargo, no iba a mí, una especie de paleto que nadie conocía y a nadie importaba, lo que denota hasta qué punto había acertado Prieto al designarme para tan codiciado puesto, hurtando un blanco a la maledicencia por lo oscuro de mi figura. Como para el autor de la pieza, que a lo mejor los de ahora le han hecho de la academia como a otros de su altura y merecimientos, daba lo mismo catetos que hipotenusa, la alusión iba intencionalmente a Manuel Cordero y así lo entendió el público. Este, junto con otros cinco o seis designados por el Ministro de Hacienda, con tantos pero no más méritos que él; formaba parte del consejo de administración de la Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos (Campsa), sin dejar de ser un digno servidor del proletariado madrileño. Pero que un trabajador resultase retribuido con lo que parecía natural en los demás no haciéndolo mejor, sacaba de quicio a los envidiosos. Manuel Cordero por lo pronto era un magnífico administrador, como tantos viejos socialistas formados en los centros obreros y en las Casas del Pueblo, entre las que la de Madrid excedía a todas por las figuras que sacó adelante. Lo había demostrado en la Mutualidad Obrera y en el Municipio de la Villa y Corte. Para ser consejero de la Campsa le sobraba talento y no le faltaba siquiera la prestancia física de un gallego en que afloraba la espléndida estampa de un celta puro. Y comparado a muchos de aquellos tiburones de la banca y las finanzas que integraban como capitalistas la mesa del consejo y gastaban tanto nombre y no pocos títulos, ganaba más en no pocos sentidos de la comparación. Pero el resentimiento de los ambiciosos desplazados de sus momios y sinecuras por el advenimiento de la República; el de los hijos de sus papas que se creían los únicos herederos legítimos de aquellos oficios, lucrativos para ellos, a que habíamos sido llevados por las circunstancias los inéditos de la calle y los pueblos con nuestra austeridad republicana, a cumplir un deber y ejercer una función efectiva; el despecho de los sabios oficiales a quienes molestaba aquel remozamiento público y aquella sana inyección de sangre popular; los advenedizos de la política tenidos prudentemente en cuarentena, y la malicia de todos, en fin, de los que no lograron cotizarse en la nueva situación en la medida de sus ambiciones, inventó una palabra que hizo singular fortuna entre todas aquellas gentes resentidas y que fue a personalizarse en el pobre Manuel Cordero, que luego anduvo en coplas y fue diversión del lápiz de los caricaturistas de la oposición. Pues bien, este máximo exponente del enchufe a costa del cual se hizo tanto chiste y tanta literatura innoble, era un hombre inteligente y estudioso de quien mantenían a sabiendas todos los que trataban de ofenderle, que nunca salió de su modestia de obrero y de su consecuencia de socialista. Ha muerto en la Argentina, a donde fue a parar como refugiado político, seguramente solo y sin recursos, en tanto que muchos de aquella dorada canalla que le calumniaban al intento de ofender en él a la República, estarán ahora engordando como cerdos con el estraperlo, a costa del hambre y la miseria de pueblo, en el paraíso de Franco, bendecido por los obispos y logrado al precio de un millón de muertos. * * * Las pequeñas miserias de los grandes hombres. Don Antonio Flores de Lemus, uno de los megaterios de la ciencia económica que teníamos en España para andar por casa, padre de muchas altas técnicas administrativas del Ministerio de Hacienda, tan sabio como persona de aviesa intención, asistía a la delegación del gobierno en la Campsa, calle de la T o r r i j a , 4 0 junto con los demás consejeros representantes del Estado, para un cambio de impresiones que precedía a las reuniones de la compañía. Hacía siempre casi todo el gasto de la conversación, conversador ameno como era —casi todas las lenguas viperinas suelen serl o— y en su conversación nunca dejaba de entrar aparte su rumiar el cuento inacabable de las miserias del Claustro de Profesores de la Universidad Central de que formaba parte, como encargado de la cátedra creo que de Hacienda Pública. Y una vez que siguiendo prácticas establecidas de la compañía tuvimos que viajar juntos los representantes del Estado para una reunión del consejo en Palma de Mallorca, el bueno de don Antonio mató las horas de la travesía tomando desde el principio el eterno tema de la Universidad, con el detalle de las intrigas, las envidias, las incompatibilidades y toda la mala voluntad que allí se gastaban los unos para con 4 0 La Delegación del Gobierno tenía sus oficinas en la calle de la Torrija, en el antiguo domicilio de don Joaquín Sánchez de Toca, hombre de vastas lecturas y aunque de estilo farragoso, de gran visión en asuntos económicos y financieros; visión y lecturas que, sin embargo, como a otros de su talento, le debieron servir para disipar su patrimonio e ir dejando jirones de su hacienda en manos de otros más torpes que él. En lo que fue su biblioteca, una de las más nutridas de particulares en Madrid, estaba el despacho del delegado. Recuerdo el nombre y la persona de este político, que pasaba por vergarés, no de las caricaturas que le hacían siendo ministro de la monarquía, por aquello que le recitaban, de: Erase un hombre a una nariz pegado, de Quevedo, sino de una pita que le dimos en Eibar, organizada por Iturrioz, cuando los goitarras y los betarras, siendo yo chico^ de la escuela, en ocasión de una contienda electoral, al mismo tiempo que entonábamos el siguiente estribillo: ¡Bat, bat, bat bi, bi, bi, Sánchez Toca, Sánchez Toca sur aundil ¡Iru, iru, iru, lau, lau, lau, don Altuve, don Altuve diputau! los otros, revelando en fin el cúmulo de pequeñas miserias humanas que también se daban en la aureolada clase académica de los sabios de oficio, que a los profanos se nos antojaba como una humanidad aparte por lo que la cultura necesariamente tiene que influir en el espíritu. Después de varias horas de no dejar títere con cabeza, yo, aunque profano y justamente por serlo y aturdirme aquellas pequeneces de los grandes hombres hube d e interrumpirle diciendo: —A creerle a usted, don Antonio, podría decirse que ustedes, los sabios, son como los pelanduscas de la calle. —Sí, señor —me replicó vivamente—, como las pelanduscas de la calle, pero sin la dignidad profesional de las cofrades de aquel gremio. * * * Los que fuimos a Madrid sin saber entrar por las puertas vidrieras. He referido esta anécdota como antecedente de la que sigue, que es de lo que propiamente viene a cuento en estas notas, para saltar cuanto antes sobre este episodio de Madrid y volver a mi vieja querencia de Eibar. Tentaba un día el señor Flores de Lemus a Manuel Cordero, consejero de la Campsa como queda dicho, quien, aunque hombre de la ciudad y con un haber de treinta años de lucha en la capital, seguía siendo tan dueño de su apellido como cuando un rapaciño debió dejar algún lugar de Galicia para venir a la Villa y Corte de Madrid. Y verdadero Mefistófeles el otro, presentábale el cuadro político del momento, y dramatizando las diferencias de los grupos republicanos, consideraba la posibilidad, en un futuro próximo, de un gobierno exclusivamente socialista, que tropezaría con el problema hombres para cubrir las carteras. Trataba el malicioso profesor de descubrir la intimidad de nuestro consejero y de observar las reacciones que provocara este falaz espejismo lisonjero en el socialista gallego, él que había soñado siempre en la cartera de Hacienda en calidad de técnico y sabía lo que es esperar en vano toda la vida, para tener luego de esta observación materia para una anécdota que contar en otros medios. Cordero contestaba discretamente, como hombre natural en toda circunstancia, sin necesidad de cuidarse de medir y de pesar sus palabras antes de darlas al diente roedor del sabio hacendista, lejos de suponer que de todos modos no dejaría de hacer chiste de ellas en otras esferas en que las reirían con regocijo. Y luego, bajando en la escala de las dignidades añadió: —Y, ¿de dónde sacarán ustedes, en el caso de esa eventualidad, todos los elementos preparados que necesitarán en los numerosos consejos y organismos como el nuestro? —Por lo que respecta a esta casa —intervine yo diciendo— en las secretarías de los sindicatos de nuestras Casas del Pueblo, aun en apartados lugares, tenemos gentes que sufrirían con ventaja la comparación con no pocos que por proceder de sus papas se consideran aptos por derecho propio. Porque en los cargos —añadí— a falta de algunas exterioridades y cierto barniz que ustedes llaman preparación, no es poco tener sentido común y una experiencia directa de la vida y de las cosas de la vida, y no dormirse en las reuniones, como es el caso de algunos que para ustedes tienen categoría de ilustres, sin duda por ser dueños de dinero. Movido acaso por un exceso de susceptibilidad, eran los títulos que yo reivindicaba para mí y los de mi caso; para los que habíamos venido a Madrid con la República "sin saber entrar por las puertas vidrieras de los centros oficiales" como dijo un periódico, no sé si con buena o mala intención, pero si esto último, se engañaba el periódico, porque no se podía decir nada mejor en nuestro elogio, en contraste con los que en el otro régimen se pasaban la vida en la antesala de los ministros para mendigar un premio en la lotería de los cargos y se les iba en ellos los años y la vida. Con todo y mi natural modestia, simple obrero como me consideraba, no me creía, ante una impertinencia, inferior a la función que desempeñaba, con ser ella tan importante; ni concedía que lo hiciera peor que cualquiera de aquellos preparados que hubieron de precederme. * * * IMS cuevas del Drach, en Mallorca. En cuanto a grados de delicadeza espiritual, cosa que yo no sé si entraba o no en consideración en aquello de la preparación indispensable para pisar ciertos salones, baste el caso una anécdota correspondiente a aquella misma ocasión de una reunión del consejo de la Campsa en Mallorca, la cual denota la medida que ordinariamente calzan los más autorizados. Don Manuel Salas, gran accionista de la compañía, que en aquel paraíso insular divido en dos bandos era el antagonista de Juan March, se esmeró en obsequiar y hacer grata la estancia en la isla a toda aquella tribu de consejeros, secretarios y auxiliares de la que yo formaba parte de necesidad. Y uno de los números obligados del programa fue la visita a las cuevas del Drach. Avanzábamos los visitantes con nuestras luces de bengala por el interior de la nave maravillosa de la cueva, poblada de miles de estalactitas rutilantes, que en muchos casos se encontraban a mitad de camino con las estalagmitas que se levantaban del suelo con la misma cantidad de reflejos, para dar lugar a esbeltas columnas que prestaban al encantado recinto la traza de un palacio oriental o de una mansión de cuento de hadas. El cual palacio o mansión, unas veces parecía decorado con profusión de complicados arabescos y otras con abigarradas fantasías como en las construcciones góticas, hasta que se desemboca en las gradas naturales de una especie de vasto anfiteatro, cuyo fondo- está ocupado por un lago de aguas azules y verdes que se comunican con el mar no se ve por dónde. Del misterio de las tinieblas en un extremo del fondo, surgió un bajel mitológico donde sonaba una música de cuerdas, y la música desarrollaba trozos de los cuentos de Hoffman. El efecto era fantástico y hubiera transportado al más cerdo de la piara de Epicuro a las regiones de lo sublime. Un consejero del Banco de Bilbao, católico sincero sin beatería, iba conmigo y hablaba de la grandeza de las obras de Dios, como podía haber hablado en la ocasión Fray Luis de Granada, cuando al referir la maravilla del mundo, recuerda a San Pablo, donde este apóstol nos enseña, "que las cosas que no vemos de Dios se conocen por las que vemos obradas por El en este mundo". Yo también estaba ganado a una especie de transporte místico, y pensaba para mí que si se ha dicho con verdad que toda obra de arte es una oración, con mayor razón puede decirse que lo es, lo que nos hacen sentir y decir estas obras que son superiores a las creaciones del hombre. Seguía a nosotros el grupo de Cordero, a quien don Antonio, mefistofélicamente como siempre, tomando pie de los discursos del bilbaíno, provocaba a hablar para ver cómo se despachaba el socialista ante el tema metafísico. Cordero, sin encontrar ninguna dificultad en ello, decía poco más o menos lo que decía el otro, con sólo- sustituir a Dios por la Naturaleza; palabra que le salía no sin cierto énfasis como para dar a entender que lo decía con mayúscula y personificaba en ella lo inefable que el otro expresaba en aquella voz primigenia y común a la humanidad que es la palabra Dios. Detrás de todos venía el grupo de banqueros y podía oírse que Gómez de Acebo, hijo, decía a Garnica, padre: —Pues esto, verdaderamente, es lo que se llama un magnífico negocio. Fíjese usted que vamos más de cincuenta visitantes a dos pesetas cada uno y apenas durante treinta minutos la sesión. De donde se deduce que éstas pueden ser tantas al día, mientras no se habiliten las horas de la noche. Y así, de deducción en deducción, no paró hasta hallar la cifra aproximada de su capitalización y compararla con el valor que el dueño le tendrá asignado en el catastro. Porque aquella maravilla de Dios tenía dueño y los banqueros sentían no estar en su lugar. # * * Formas degradadas de religión. Este bilbaíno de mi compañía contaba muchas anécdotas relativas a la baja beatería, o mejor dicho, a las formas degradadas de religión que se daban en el pequeño mundo de los magnates de la banca y los grandes negocios de Vizcaya. Beatería vulgar y aldeana por una parte y mistificación fariseaica por otra, que sirviendo de ejemplo a sus clientelas servía a impregnar el ambiente en amplias esferas de aquella rica provincia de una mogigatería tan escasa de emoción espiritual como de buen gusto. Era en el fondo, el mismo fariseísmo que flagelara Pascal en Las Provinciales y que tenía la misma procedencia. No recuerdo ahora el nombre del potentado que habiendo reñido con el cura.de San Antón, antes su amigo, cuidaba de ponerse en misa de forma que no pudiera dejar de verle el oficiante, con la santa intención de que en el momento de la consagración, al decir la fórmula sacramental para la transustanciación de las especies, aquél no pudiera eludir los malos pensamientos. Con lo que se creía vengado. Tampoco recuerdo el del hombre de negocios que vio1 crecer como la espuma sus capitales, con haber abierto una cuenta de participación a no sé cuál de las tres personas de la Santísima Trinidad, con lo que pudo dirigir la intención eficazmente, conforme a las técnicas de los jesuítas en el siglo xvn. Y mediante ciertas reservas mentales, de las más sencillas, prestaba con usura, defraudaba al fisco, retenía lo mal habido y aprovechábase de mil ventajas materiales sin cargo de conciencia. Pero lo más gracioso era lo de la pugna de los del Banco de Vizcaya con los del Banco de Bilbao. Los banqueros vizcaínos, cortos en palabras pero en obras largos, como sus ascendientes en la Corte Imperial a que aludía el proverbio, tenían acaparados los mejores puestos en cien consejos de otros tantos grandes negocios del país, a que habían extendido su imperialismo financiero y cuya sede invariablemente era Madrid. Y una especie de acuerdo tácito de todos, permitía combinar las fechas de las reuniones reglamentarias de forma que los bilbaínos pudieran acreditar su presencia personal en los consejos, con sólo un desplazamiento. A este efecto, un expreso semanal salía de noche de Bilbao para llegar en la mañana temprano a Madrid; tren al que llamaban de los Consejeros, por ocuparlo casi exclusivamente los banqueros bilbaínos, camino de sus lucrativos oficios en la Villa del oso y el madroño. Y alguna vez que los viajeros se desvelaban, no faltaba algún santo varón como don Enrique de Ocharan, que proponía a los circunstantes rezar el rosario en común para aliviar las horas del viaje. No era la devoción de la Virgen en aquella hora y circunstancia lo que rondaba en el magín de los más, atentos a hilvanar el programa de las noches paganas que se habían de dar en la metrópoli; pero como no hubiera sido político mostrar desagrado y era fuerza disimular los pensamientos pecaminosos, todos se sumaban a la proposición, aparentando gran fervor. Y decía el narrador en llegando a este punto de su referencia: —Y ¿queréis creer, que cada vez que habíamos de persignarnos, al pronunciar las palabras rituales de líbranos, Señor, de nuestros enemigos, los del Banco de Vizcaya ponían los ojos en nosotros, los del Banco de Bilbao, con la peor intención del mundo? El Monopolio de Petróleos. ¿Por qué la República no deshizo, como esperaban algunos tiburones de las finanzas, el monopolio de Petróleos, obra de Primo de Ribera? Sencillamente porque no era la suya una política de sectarios. Lo único bueno que pudo hacer la dictadura, que fue salvar el obstáculo casi insuperable que para los regímenes parlamentarios representan los intereses de esas potencias que son las grandes compañías petroleras, con un poder económico casi paralelo al de un Estado y una moral que confía para todo en la corruptibilidad de todos los políticos, no iba a ser sacrificado a la estúpida satisfacción de deshacer lo que otros habían hecho por la sola razón de que lo habían hecho otros, aun cuando esos otros fuesen los de la dictadura. En esa insensatez incurrieron, respecto a la obra de Largo Caballero en el Ministerio de Trabajo, los lerrouxistas y los de la Ceda, al iniciarse el bienio negro, dando pábulo para que un importante sector de la masa socialista desesperara del procedimiento evolutivo y las reformas. Algunos técnicos intentaron más de una vez la demostración de que el Estado perdía en la renta de aduanas y otros fuentes de imposición que cegara al licenciar las compañías particulares, tanto como lo que le producía de beneficios el monopolio de Petróleos, con sumar tantos millones; consideración que se prestaba a concluir que desde el punto de vista fiscal y hacendístico era inútil e innecesario el aparato del monopolio, y desde el político, se podría ahorrar con su liquidación la hostilidad que el mismo provocaba contra la República en el exterior —en los medios petroleros internacionales, se entiende— y que se traducía en una dura ofensiva contra la peseta, que tanto dolores de cabeza le costaba a Prieto en el ministerio de Hacienda. El caso de Francia, donde naufragaron en el escollo del Parlamento cuantos intentos se hicieron, con vistas a la defensa nacional, para pasar a manos del Estado el negocio petrolero, era la mejor demostración del acierto que suponía el no dejarse seducir por aquellos cantos de sirena. Tenía Prieto en su mesa del despacho del ministerio, con amable dedicatoria, un grueso volumen en el que se habían reunido todos los documentos parlamentarios relativos al debatido asunto de la nacionalización del petróleo en Francia. Seguía a la colección un estudio de las piezas que lo constituían, con un partie príse manifiesto a favor de las Compañías de interés privado, y barajando la cifra del volumen de capitales que sería necesario expropiar para el establecimiento de la Regie, y trayendo a cuenta lo que había que hacerle producir como renta para compensar, además del servicio de intereses y amortización, el ingreso de aduanas y demás tributaciones directas e indirectas que dejarían de existir al desaparecer las compañías, se venía a concluir con aire triunfal: La Regie, c'est Vessence chére. Tod© en aquel estudio estaba muy bien y la demostración parecía perfecta; mas quedaba en la sombra un dato fundamental, que era como el secreto que guardaran bajo llave los informantes, a saber: el coeficiente de los costos que representaba el servicio empresario de importación, almacenamiento, manipulación y distribución del producto. Dato que conociéndolo nosotros por la experiencia directa de la Campsa, nos colocaba en disposición de juzgar con seguridad y de una manera integral aquel estudio, dado que las características de explotación y mercado eran comparables en los dos países. Pues bien; teniendo en cuenta aquel dato que se hacía ignorar y las circunstancias respectivas, y concediendo de grado como buenos los demás supuestos del estudio, la pretendida demostración caía por su base. El monopolio era factible también en Francia con las mismas ventajas que se daban en España a favor del consumidor y del Estado. Charles Barón, diputado socialista, ingeniero de minas y presidente de la Comisión de Hidrocarburos de la cámara francesa, habiendo ido a Madrid en oficios de información y estudio otra vez que cobró nueva actualidad el enconado tema de la nacionalización del negocio petrolero, estuvo con Prieto en el ministerio de Hacienda, y éste le mostró lo que se había podido deducir del estudio crítico del volumen de referencia, en contra de lo que en él se concluía alegre y gratuitamente. El diputado socialista francés volvió encantado con los datos que le proporcionara su compañero, el ministro de Hacienda español, pero la verdad es que cuando el desastre de la segunda guerra mundial, la aviación inglesa tuvo que ocuparse pacientemente en bombardear las instalaciones petroleras de Francia detrás de las líneas del avance alemán, porque las compañías, más atentas a salvar sus intereses que a obedecer el imperativo patriótico, entregaban intactas sus instalaciones y depósitos al enemigo. * * * Nuestro tío Afrais. Andaba yo en estos trotes, en los que lo más pesado me resultaba el sombrero indispensable en la vida oficial habiéndome tocado siempre con la boina vasca, cuando murió en Eibar nuestro tío Afrais, llamado así del caserío de su procedencia; Pedro Cruz Iriondo por su nombre. El haber criado como un padre bondadoso y tierno a la sobrinita huérfana que vino a ser la madre de mis criaturas, bastaría y sobraría para justificar su presencia en la procesión de los recuerdos por que se me va deslizando la pluma; pero no le traería 1a cuento para no recargar lo personal, si no fuera porque era, además del artesano cabal de la armería con sus dichos y sus hechos, un magnífico ejemplar de la raza:, un tipo de hombre, toda una categoría en el cuadro de nuestras variedades étnicas: alto, rubio, ojos azules, facciones regulares; todo ello enmarcado en una bella arquitectura humana; y, por lo demás, sano, bueno, inteligente, sin complicaciones psicológicas de ninguna clase. Siendo mozo en su caserío de Elgoibar, una partida de los facciosos se lo llevó para su campo e hizo la guerra carlista al mando del cura Santa Cruz, personaje de leyenda por el rigor de su ley y su fanatismo, cuyo nombre se pronunciaba con espanto por nuestras tierras. Terminada la guerra, acostumbrado como estaba a la disciplina militar, sustituyó en quintas a su hermano del caserío, por ser esta novedad cosa que amedrentaba a nuestros aldeanos del vascuence que no habían ido al cuartel al amparo de los Fueros Vascongados. Pasado su aprendizaje en uno de los oficios de la armería, en Eibar, con un maestro de quien contaba muchas explotaciones de las que los aprendices se cobraran con ingenios por el estilo de los de Lazarillo del Tormes, y después de trabajar largos años con "Charriduna", no menos singular como patrono por sus socaliñas y su gramática parda, acabó reconstruyendo fusiles y tercerolas de bala, por su cuenta, en el ático de la casa de seis pisos que habitábamos nutrida república de trabajadores de todas las clases en la calle de María Angela; ático abierto al frío y al calor de las estancias por mil rendijas que daban directamente al cielo, indiferente él a tales contingencias, sin más elementos que un tornillo de banco, un taladro horizontal, media docena de limas y cuatro cinceles, amén del martillo y la sierra de cortar metales. Lo que no obstaba para que correspondiera en papel timbrado y tuviese clientela en toda España, donde le supondrían, como a otros de su clase, un importante industrial. Sospechaba su sobrina que no conocía las letras, pero él no lo confesó jamás, tomando pretexto de los anteojos para disimular su ignorancia y hacerse leer los periódicos de que no podía prescindir, sobre todo en lo tocante a guerras y política internacional en que estaba muy versado; y de lo gastado de su vista y sus años, para que sus nietecitas de mi sangre le tuvieran que separar en el casillero, por sus números, los elementos de las armas que montaba haciendo de las partes unidad. Su esposa, nuestra tía Juli, que era mujer de excelentes virtudes pero entre las cuales no brillaba demasiado la de la discreción, cuando venía a palabras con su marido, no dejaba de echarle en cara su pasado carlista con el cura de Hernialde, ella que era de abolengo liberal. Mas con todo le guardó fielmente el secreto de su analfabetismo, pues tampoco sabíamos por ella esta limitación del buen hombre, que era tabú en la familia. * * * San Salvador. ¿Por qué ese complejo de nuestro tío en su mundo que apenas era más que el de media docena de amigos de su promoción, que en el mejor de los casos no calzarían muchos más puntos que él en cuanto a letras, dejándoles atrás en todo lo demás de conocimiento y noticia del mundo? Debía ser el dolor o la vergüenza que seguramente le provocaba, dándose cuenta de lo que perdía para su ávida curiosidad, aquella infancia descuidada del caserío. Era hombre de muchas anécdotas, sobre todo cuando volvía un tanto locuaz de casa de Pedro Elgueta, donde hacía sus devociones ante el vaso del tinto; tabernero el nombrado de quien corría fama de saber escoger los mejores caldos de la Alhóndiga. Contaba de su antiguo patrono "Charriduna". cómo alternaba éste sus costumbres patriarcales con agudas ocurrencias de picaro para explotarlos mejor. Todas las fracciones en céntimos, a la hora de pagar cuen-, tas, las reputaba en su aritmética especial como quantités negligeables de que no había que hablar. Yo mismo que le conocía bien de cuando riacía los mandados de los artesanos de Chirio-kale, una vez que le cobraba una factura, hube de devolverle un billete que por milagro o extraña obra del diablo me daba de más. Recuperó al instante los diñeros todos, hizo nueva contaduría y aprovechó- la ocasión para despacharme con la fracción de peseta menos, diciéndome, al mismo tiempo que daba gracias a Dios, que ahora estaba bien. Convidaba a café a los obreros de su confianza, entre los que siempre se hallaba nuestro tío Afrais, y cada vez que usaba de esta liberalidad, aprovechaba el rato, mientras se despachaban el licor, para abrir la correspondencia comercial del día, y daba siempre la casualidad en estas ocasiones de que las noticias solían ser invariablemente malas: pedidos suspendidos, letras devueltas, firmas que dejaban de ser firmes, etc. Calculaba que estas informaciones dejadas caer en la intimidad de los privados, no dejarían de trascender al resto del personal y les templaría a todos el espíritu de reclamación, que desgraciadamente no se daba todavía, no habiendo alumbrado aún la aurora social sobre el Ego. Pero, por si acaso. .. Otras veces, los domingos, eso sí, después de misa, pues este santurrón pensaba con los de su clase, que no la fe sino las prácticas formales que llaman obras son las que salvan,4 1 iba con los de confianza a Elgueta, que son dos horas de camino monte arriba. Al pasar por San Salvador procedentes de Chonta, en Kiñarraballe, el patrono, devoto de todos los santos, se humillaba un rato en la ermita. Terminada la oración, decía a cualquiera de los circunstantes: —Mira si tienes un suelto para poner una limosna en el cepillo. Pero una vez, viendo que aquello se repetía denotando cuánto en ello había de fe y de obra, a continuación del patrono se reclinó el estafado, que no era otro que nuestro buen tío Afrais, y cuentan los que lo vieron, que su oración, dicha con una potente voz de tenor, fue así: ¡San Salvador! ¡San Salvador! ¡No te dejes engañar de lo que te haya dicho por lo bajo este fariseo! ¡Hasta la perragorda con que te ha querido sobornar nos la ha sacado a nosotros, sus pobres! Los arbitristas. También solía contar nuestro buen tío Afrais, que Dios le tenga en su paz, de un tal Pachikilletas, contemporáneo suyo que hacía cachorrillos en otro desván de Arragüeta y correspondía con Tur- 4 i Las dos actitudes que eternamente se dan en lo religioso, aparecen claras en un pequeño incidente ocurrido en la Capilla de una de las zonas residenciales de esta ciudad. La Capilla sólo se abre para la misa los domingos y fiestas de guardar. Una mujer acude con su criatura de pecho. La criatura llora. Los fieles se indignan y también el cura. La segunda vez que ocurre lo mismo, el oficio y se va a la mujer y le reprende diciéndole airado: —¡Ya le tengo dicho, señora, que no es obligado estar a misa teniendo un niño de pecho! Y responde la reprendida: —Es que yo no vengo aquí porque sea o deje de ser obligado. Vengo, porque siento una necesidad suprema en el a l m a . . . y se dio a llorar. quía, que era el bazar para las caravanas del Oriente Medio. Le llamaban con el alias que he dicho, más que por lamentarse humanamente de las contingencias de la vida que a todos prueba, porque su eterna queja era una manera de no agradecer a Dios sus beneficios pareciéndole todo poco, con llevar el cuerpo de buen año y tomar al mundo lo mejor. Y pasó a proverbio para andar en todas las bocas, de una vez que clamaba y se desesperaba "porque no le habían tocado en la lotería más que dieciocho mil reales". Que entonces representaban una fortuna que hubiera hecho feliz a cualquier otro agradecido. Asimismo era sujeto frecuente de sus historias un gran tacaño que en sus tiempos de asalariado le tenía al lado en el taller, de cuyo alias, muy significativo, no me acuerdo ahora. El cual practicaba la solidaridad con los alcanzados de su derredor a un crecido interés sin tener en cuenta el Evangelio. Hasta que un picaro, de cuyo nombre me acuerdo demasiado pero no diré, más inteligente que el mismo doctor Schaft, de la Reichsbank, a quien había precedido en la invención del sistema, armóle una contabilidad por la que le pagaba religiosamente todos los intereses, con parte del principal de los nuevos préstamos que sucesivamente le iba tomando, hasta que fue el mismo capitalista quien hubo de solicitar la moratoria, pues en cuanto al deudor, hubiera continuado aceptando y cumpliendo sus obligaciones hasta el fin de los siglos. Y como este experto arbitrista, otro que inventó la congelación de fondos, mucho antes de que los gobiernos en apuros lo pusieran en práctica al entrar por las dificultades de la primera postguerra cuando iban teniendo lugar las consecuencias económicas de la paz. Jugador impenitente, aunque de medio pelo, siempre se mantuvo a flote con ser fiel a su divisa. Su divisa, que también vino a ser proverbial, y con razón, por la sabiduría que encierra, venía a decir que es principio de buena administración y prudente disposición de gobierno el hacer honor a los contratos.y cumplir las obligaciones; pero que, sin embargo, no se debe pagar a nadie con los últimos dineros. Los últimos dineros deben deben servir a remediar a uno mismo. Y no faltaba en sus cuentos anecdóticos otro antecesor de aquel ya citado famoso doctor Schaft entre nuestros paisanos. El cual, según nuestro tío, proclamaba la doctrina de que no hay por qué pagar las cuentas viejas, ni por qué las nuevas no se han de dejar envejecer. Y como en prácticas de esta teoría demorara indefinidamente el pago de los alquileres de la casa que habitaba, ya que en este caso, además de sus razones teóricas para no pagar concurría, a mayor abundamiento, la circunstancia de ser su amigo el casero, éste hubo de retirarle la amistad y decretar el desalojo por medio del juzgado. A lo que el despedido, muy sentido de la drástica determinación de su amigo, fuéle con muchos encarecimientos a decirle y proponerle como solución: ¡No esperaba de tu vieja amistad semejante extremo! ¿Por qué no me subes el alquiler y me dejas en paz? Todo lo cual, en vascuence y en su salsa de nombres, alias y apellidos, tenía una gracia especial. * * * La conferencia económica de Londres. Si estos clásicos de nuestra casi-economía, con algunos más de la misma escuela, que los había en Eibar con pragmáticas no menos originales, hubiesen estado- en la conferencia económica de Londres, a la que yo asistí como observador con la delegación española presidida por Nicolau d'Olwer, profesor de griego y Gobernador del Banco de España, seguramente no hubiera fracasado la reunión como fracasó a pesar de la presencia de los Keynes, los Cassel, los Rist, los George Bonnet, los Aftalion y nuestro imponderable don Antonio Flores de Lemus, que asistían a ella en unión de otras cien lumbreras más de la ciencia económica. Y habrían hallado ellos algún arbitrio mejor que los mil allí propuestos por aquella caterva de sabios para salir del tremedal en que estaba metido el mundo, dado que el nudo de la dificultad no era cuestión de libros, de erudición y filosofías, sino simplemente de sentido común y un sincero deseo de entenderse. Toda aquella sabiduría tan caudalosa y todas aquellas primeras figuras políticas del mundo, no servían más que para dar aire de realidad y fundamento cuasi científico, apariencias de alta política, a la absurda desconfianza en que respiraban todos y que de hecho era la causa de todo el daño. Había madurado una economía mundial en la que nada podía ocurrir en adelante, donde quiera que fuese la ocurrencia, sin que afectara de alguna manera a los demás, y los pueblos en tal sazón, obligados a una estrecha solidaridad, habían dado en el loco empeño de levantar compartimientos estanco, tratando de encerrarse en el más estrecho nacionalismo en fuerza de barreras proteccionistas, contingentadones y trabas al comercio internacional, creyendo preservarse mejor de la universal conspiración de que se creía víctima cada cual. El mercado mundial, consecuencia de esta locura, había sufrido grave deterioro, e Inglaterra, en la fecha en que convocó la conferencia en un esfuerzo de buena voluntad, no se había descargado de las decenas de cientos de miles de obreros sin ocupación que la agobiaban. En Londres, la capital de las finanzas internacionales, no se veía por doquiera que uno fuese sino el triste To be let, con referencia a pisos, cuartos, lonjas y toda clase de locales comerciales, como si la inmensa metrópoli estuviera muñéndose a pedazos, destinada a ser como las legendarias capitales de otras civilizaciones que fueron: un montón de ruinas entregadas a la vegetación salvaje y los lagartos, cuando no a las arenas del desierto. Los sobrantes mundiales de trigo, azúcar, café, vinos, carbón, algodón y otras materias primas, alcanzaban cifras astronómicas sin que se supiera qué hacer de ellos. Al mismo tiempo, y en sangriento contraste con este mal de la superabundancia de todas las cosas, había hambre, desnudez, privaciones y necesidad en todas partes del mundo. El hombre que ha pesado los astros que discurren en la inmensidad del cielo y determinado los componentes del átomo en las profundidades de lo infinitamente pequeño, que ha dominado el rayo y los elementos, y construye esas maravillas ingenieriles con que ha vencido tantos imposibles, se confesó en aquella conferencia incapaz de establecer la ecuación entre aquellos dos términos sencillos de abundancia y necesidad en trágica oposición. Todo el mundo se explayó hablando sabiamente, unos de los mecanismos que hacían falta y otros de los que estaban de más para la rebuscada solución. Pero, en el fondo, para un observador profano como yo, no era cuestión de mecanismos de más o de menos, ni de inventar técnicas o de aplicar fórmulas de laboratorio. Fundamentalmente, el caso, era llevado a escala mundial, lo que Maltiempo solía decir de Azcoitia, su pueblo, donde todos los males se reducían a uno, a saber: que todos en aquel devotísimo vecindario tenían muy buena vista, y, sin embargo, no se podían ver los unos a los o t r o s . 42 * * * Deformación profesional funesta. Sesenta y cuatro, naciones estuvieron presentes en la conferencia, y, a pesar de los buenos augurios de los discursos de apertura y las ilusiones que se hicieron muchos hombres de buena voluntad, todas las delegaciones, con la deformación profesional de sus asesores, en cuanto se pusieron a la obra, se encontraron 4 2 En Azpeitia, en cambio, según el mismo Maltiempo, ocurría distinto. Nadie allí levantaba la vista del suelo como buenos hijos de San Ignacio, su paisano del siglo xvi, y, sin embargo, todos estaban a ver por el rabillo lo escondido de las vidas ajenas, para una guerra no menos enconada que la que se traían los azcoitianos. envueltos en aquella atmósfera de desconfianza irracional que traían consigo, y que necesariamente tenía que llevarles al fracaso. Dudaban todos y cada uno de las intenciones de los demás, temiendo siempre mil imaginarias asechanzas del vecino, debiendo precaverse a cada paso del hipotético perjuicio que se les pudiera seguir de las actitudes que se iban aventurando por los más decididos, reduciéndose así toda la labor de tantos galenos de lo político, lo económico y social, a una mutua vigilancia e inquisición, como si el objeto que les había reunido en tan calificada asamblea, lejos de ser el interés de lograr un terreno común de cooperación, hubiera sido el de deparar una ocasión más para conspirar los unos contra los otros y cada cual poner piedras de tropiezo en el camino de los demás. Era la deformación profesional que arrastran consigo a todas las negociaciones de este tipo los especialistas de asuntos internacionales, que se creen obligados a moverse partiendo del supuesto de la guerra de todos contra todos, y del prejuicio de que pensar mal de todo y de todos es la manera más segura de acertar y acreditarse de fino diplomático. Para ellos, no hay más talento que el saber desentrañar las aviesas intenciones que es obligado atribuir en todos los casos a los caballeros de enfrente, ni se da en política nada que no sea una charada a descifrar descubriendo a picaros, o algo de qué precaverse cuidadosamente por mor de asechanzas envueltas en flores, ni detalle que no tenga su misterio. De ahí aquello de tan alta diplomacia, de preguntarse uno de sus émulos en sabiendo el fallecimiento de Talleyrand: —¿Y cuáles habrán sido sus razones? Porque incluso en el hecho de morirse podría haber algún ardid diplomático en tan consumado maestro. Y ocupados todos así en esta evitación de hipotéticos peligros y en escapar a supuestas asechanzas, todo el cúmulo de talentos, de capacidad, de paciencia y esfuerzos que se prodigan en cada una de estas grandes ocasiones, tiende, en fin de cuentas, a lograr que no.se haga nada, a que nada salga adelante, estimando que es la forma de salir mejor parados de tales encrucijadas. Así había fracasado la Conferencia del Desarme, en Ginebra, y los planes de seguridad colectiva que hubieran podido proporcionar cierta tranquilidad al mundo. Y es que en este terreno de las competencias y los intereses internacionales se sobrepone automáticamente lo instintivo a lo racional por muy disfrazados de hombres civilizados que se presenten los actores del drama, llevando impecablemente el frac y la nítida pechera que diría Azorin, y hablando aquella sutil manera en que "el lenguaje sirve al hombre para ocultar su pensamiento". Se habla mucho de latinos y germanos, de arios y semitas, de Oriente y Occidente, de Europa y Asia y de otros conceptos por el estilo más o menos justificados por la Historia para explicar este conflicto. En el fondo, el problema es siempre lo animal que nos queda a los hombres. Lo material y lo espiritual. La medida en que podamos oponer las inhibiciones que nos dictan las ideas, a lo material de los intereses y su torpe exigencia. En conclusión: aquel noble pensamiento que animaba al Presidente Wilson, según había predicado a unos aldeanos de Escocia, al desembarcar en Europa, en 1918, para negociar la paz. * * * Las dos facetas del hombre. Y no es que la paz sea una utopia. No era Wilson el utópico sino torpes los que le derrotaron. Lo animal de los hombres, el egoísmo irreductible de la criatura que se siente en guerra contra todos en medio de la Creación inmensa, aún luego de las sociedades y el baño de civilización de que nos ufanamos, persiste bajo la forma del interés particular y la manera de reaccionar a su respecto como una fuerza elemental. Pero la vida social crea a su vez hábitos, fuerzas de inhibición y solidaridades que vienen a constituir una segunda naturaleza, y lo que comúnmente decimos cultura, no es más que esa segunda naturaleza en función, sujetando y trayendo a mandamiento a la primera en dramático forcejeo. Porque la verdad es que cualquiera de aquellos renuentes de la conferencia, sustraído a la influencia irracional de aquel campo de fuerzas de los nacionalismos que desataba la ocasión contra lo que supusieran los iniciadores, era capaz de las acciones más generosas. Un terremoto, unas inundaciones, una epidemia, cualquier desventura en escala nacional lo demostraba a cada momento, sin importar dónde ni quién. Cuando el hambre de 1923 en Rusia, la solidaridad internacional salvó millones de vidas. Recuerdo que en Eibar, la banda de música hizo una cuestación en las calles respondiendo a un llamamiento de Nansen, el explorador noruego, en misión en Rusia por la Sociedad de las Naciones. En pleno desarrollo los debates en la sala del New Geological Gardens, de Kensingotn, terciando los más calificados hombres de Estado del mundo, me acordaba yo, en mi asiento de observador, de las reuniones de los gremios en el ayuntamiento de Eibar, a que había presidido tantas veces como funcionario municipal, cuando se les convocaba para repartirse sus respectivos cupos de la contribución de Industria y Comercio, que era una de las partidas del Concierto Económico de las Provincias Vascongadas con el Estado. Pues así como las provincias sustituían al Estado en la cobranza de este tributo, los ayuntamientos suplían a la provincia en lo que respecta a su cupo, y los reglamentos locales confiaban a su vez a los gremios interesados la repartición equitativa de las cuotas entre sus componentes, pues nadie era sabedor mejor que ellos quién podía más y quién debía menos. Pues bien; los carniceros o los panaderos, por ejemplo, traídos a este terreno vidrioso de la competencia y los intereses profesionales, que era igual al resbaladero en que patinaba la conferencia, consumían toda la tarde en ásperos debates llenos de encono e irritación, que justificaban aquello de hoom homini lupus por la intención que gastaban los unos para con los otros, cuando toda la cuestión se reducía a ver quiénes cargarían con unas pocas pesetas más que aliviarían a otros en la misma medida para hacer honor a la equidad. Y con ser tan modesta la materia de la diferencia, transcurrían las horas sin ponerse nunca de acuerdo. Y como no era cosa de estarse también la noche en lo mismo que estaban toda la tarde, para terminar de alguna manera, dejaban invariablemente la solución al prudente arbitrio de nosotros, los funcionarios municipales, que lo haríamos poco más o menos en justicia. Pero, terminada la reunión, reaparecía en ellos el buen vecino, y lo más frecuente solía ser que entraran juntos a celebrar el encuentro y el haberse visto las caras con una buena cena en alguno de los acreditados lugares de bien comer próximos al ayuntamiento, haciéndose acompañar del amigable componedor que los había aguantado toda la tarde. Y hecho honor a la buena mesa, y luego de no poco gasto de buen humor, era de verles disputar a la hora del café y los licores, tratándose de adelantarse los unos a los otros para tomar sobre sí el gasto de la noche, que suponía diez, veinte o muchas veces más de lo que tan agriamente se habían regateado en la sala del ayuntamiento, tocante a los intereses de su profesión. Así aquellas sesenta y cuatro naciones, capaces de los más extraordinarios rasgos de solidaridad en otros terrenos, en aquel de las susceptibilidades y competencias internacionales, se mostraban incapaces de todo desprendimiento, y lo que es peor, incapaces de lógica y sentido común, aun para las cosas más sencillas. Y lo penoso era que no acabarían como los gremios de Eibar, mostrándose buenos vecinos y tomando el camino de la buena voluntad, a pesar de las numerosas fiestas y agasajos de que fueron objeto las delegaciones antes de evidenciarse el fracaso de la conferencia. * * * Garden Party en Windsor. Nos sigue tan de cerca el animal que fuimos y tan fácilmente incurrimos en lo instintivo, que todo aquello que obligaba a tan considerable gasto en la conferencia —nacionalismos estrechos, prevenciones raciales, temor y desconfianza como los del bruto en la selva— se explica por esta debilidad atávica que nos pone en evidencia a cada paso. Y no vale que vistamos de frac. . . Durante las breves semanas que respiró la conferencia, nos faltó tiempo para acudir a tantas fiestas como se organizaron en honor de las delegaciones. Y yo, humilde representante del proletariado español —iba en representación de la U. G. T.— estuve al igual que el más calificado de otras clases, en el banquete que el Lord Mayor de Londres ofreció en el Guild Hall, donde presidían Gog y Magog, legendarios gigantes de la raza de Jafet, que debieron abordar al Támesis por la misma época en que Túbal, nieto de Noé, apareció por Bermeo cantando coplas en vascuence, que, a creer a ciertos historiadores, debió ser la lengua que hablaron Adán y Eva en el Paraíso Terrenal. Y estuve en el Palacio de Buckingham y sus jardines, y en suntuosas mansiones isabelinas rodeadas de soberbios parques, propiedad de Duques y de Lores, en fiestas que constituían un acontecimiento incluso para los más acostumbrados a estas magnificencias. Y sobre todo estuve en el Garden Party ofrecido por los Reyes de Inglaterra en el Castillo de Windsor, que estuvo por encima de todo. Allí vimos en persona a los hombres de Estado de casi todo el mundo que encabezaban a las delegaciones, los Cordell Hull, los Daladier, los von Neurath, los Litvinoff, los Graziani, los Coolyn, etc., etc., con los sabios de su cortejo de asesores de cada; cual. Allá los Duques y los Lores y toda la grandeza de Inglaterra, y los magnates de la industria y las finanzas. Allí los rajas de la India y entre ellos el de Kapurtala, que nos llevó a una española para su colección de esposas cuando las bodas de Alfonso XIII, y los príncipes indígenas de las remotas dependencias coloniales con sus atavíos exóticos. Allí estrechamos la mano a Mayski y a Litvinof, que los soviets no se habían retirado todavía de la circulación como sinceros partidarios de la colaboración con Occidente. Allí estuvimos en conversación amable con los Duques de York, llamados a ocupar poco después el trono, que iban acompañados de sus dos pequeñas hijas. Allí con los circunstantes que hacían círculo de respeto a prudente distancia, vimos compartir en animada conversación que debía estar salpicada de buen humor a juzgar por las risas que la esmaltaban, a Lloyd George, el interesante zorro gales, a Baldwin, jefe de los Conservadores, a Chamberlain, a quien poco tenemos que agradecer los españoles, a Winston Churchill, el héroe de los días críticos que esperaban a la Gran Bretaña, y a otras eminencias de la vida pública de aquel país. Inmenso gentío formado en gran parte por figuras de aquella categoría ocupaba el espacioso parque, donde ejecutaban varias bandas de música militares. En un distante espacio de la explanada, estaban instaladas a modos de suntuosas tiendas de campaña, los pabellones donde llegada la hora protocolaria del yantar habían de echarnos de comer y de beber a toda esta muchedumbre distinguida, un ejército de servidores con librea. Y luego de las presentaciones al rey de los que figuraban en el protocolo, y de los animados grupos de conversación, y el ir y venir de muchos para no perder nada del espectáculo de aquella grandeza en medio de aquel escenario histórico, bajo la luz de un hermoso día de verano conque Dios quiso contribuir a la magnificencia de la ocasión, luego, digo, de todo esto, se produjo, de repente, una corrida a los pabellones que he dicho, bastante semejante a la de mis gallinas cada vez que yo que les doy de comer, asomo por la puerta del corral. Era que había sonado la señal de la manduca y las libaciones. No era la primera vez que observaba esta repentina aparición de la masa y el instinto en otros medios también de primera clase, aunque jamás en uno tan distinguido como a q u e l . 4 3 Y los que por andar allí un poco como el vergonzoso en palacio nos resistimos a correr, apenas alcanzamos los restos. Y observamos que no faltaban, como siempre, censuras de los que más habían consumido de todo, en sentido de que aquello no había estado a mayor altura que la de cualquier medianía burguesa, servido por los Lyon's, cuya enorme impedimenta con la insignia de los comedores más populares de Londres, se disimulaba mal en un bosque próximo. * * * Octubre de 1934. Ahora cambia la escena y venimos al nudo difícil de octubre de 1934, producto del entreveramiento de tres equivocaciones que se interpusieron en el destino de la joven República para labrar su desgracia: Alcalá Zamora, Lerroux y Largo Caballero. 4 3 Marión Crawford, refiriendo en su libro sobre la educación de las dos pequeñas de los Duques de^ York, las mudanzas que ocurrieron en la familia a consecuencia de la abdicación de Eduardo VIII, dice cómo eran los Garden partyes a que empezaban a concurrir las tiernas princesas. I remember —dice— being very amused once, hearing Lilibeth instruct Margaret before they went down to one of these parties as to haw she must be nave. "And if you do see someone whith a funny hat, Margaret, you must not point at it and laugh," she told her sister solemnly, "and you must not be in to much hurry to get through the crowds to the tea table. That's not polite either." Alcalá Zamora, empeñado desde la presidencia en lo que se decía el ensanchanmiento de la base de la República, y que en realidad no era, como bien lo advertía Prieto, sino el entregar las llaves de la fortaleza republicana a un enemigo mal disimulado y peor intencionado, admitiéndole con honores dentro de ella. Lerroux, profesional de la política en el peor sentido, demagogo al uso de los tribunos de esos turbios centros de negocios y aventura como Barcelona, donde se había formado, y que en el fondo no había cambiado de lo que era cuando sus jóvenes bárbaros andaban a palos y a tiros en las calles de la ciudad Condal. Aupado al poder por las derechas para permitirle realizar su viejo sueño de la Presidencia del Consejo, colaboraron con él en el gobierno dejándole las manos libres con la esperanza culpable de que las manchase y pringase con ellas el prestigio de la República, que blasonaba de haber inaugurado un estilo de gobernación pulcro y elegante. Y Largo Caballero, cuya radicalización repentina se explicaba por la bárbara destrucción de su obra reformista en el Ministerio de Trabajo a que se entregaran los lerrouxistas al día siguiente del cambio ministerial significaba en esta nueva actitud la división del Partido socialista, principal fuerza política organizada que colaboraba en la República en atención a que ésta carecía aun de partidos republicanos con masa bastante, con tradición y disciplina, que no se improvisan. Y significaba, además de este debilitamiento orgánico de tan importante elemento de apoyo, la retirada de los socialistas a nuestras antiguas tiendas, rehabilitando la vieja intransigencia de clase con desconocimiento del carácter democrático de los republicanos, nuestros aliados políticos de la víspera. Intransigencia que, casi coincidiendo con la hora de los Frentes Populares en Europa, nos llevó a una actitud aislacionista, que fue la responsable directa del desgraciado resultado electoral que trajo el bienio negro con haber sumado las izquierdas más sufragios que las derechas. Y significó más adelante, en 1936, en la hora más crítica de toda la historia de España, la imposibilidad moral de un gobierno presidido por Indalecio Prieto cual demandaba la opinión a la vista de sus insistentes denuncias del peligro, que acaso hubiese salvado la República y evitado la guerra civil, si aún era tiempo, que yo creo que sí. Los tres son muertos pobres y derrotados, habiendo tenido que sufrir en el exilio. Alcalá Zamora, en la Argentina; Lerroux, aunque claudicante y a despecho de sus golpes de incensario al caudillo, en Portugal,44 y Largo Caballero en Francia, habiéndole tocado conocer los campos de 4 4 Digo que Lerroux murió en Portugal, porque a pesar de sus halagos a Franco, no pudo entrar en España sino in articulo monis para ser enterrado en suelo hispano. concentración de la Alemania nazi. Y aunque no es cosa de hurgar en las heridas del pasado, tampoco sirve no decir lo que se siente cuando viene al caso y no resulta una impertinencia. De la entreveración de las tres equivocaciones que eran estos tres hombres, resultó el nudo difícil de 1934, "el callejón sin salida de las soluciones revolucionarias" a que fuimos avocados los socialistas, habiendo sido, como queda dicho, el principal partido gubernamental de la República, que le era indispensable a ésta si había de cumplir su obra política y salvarse. * * * Sarampión maximaiista. Dicen los enemigos, con referencia a este episodio de octubre de 1934, que los socialistas no supimos perder. Puede haber en ello algo de verdad, pues ese es antiguo achaque español, y, al fin y. al cabo, éramos españoles todos los actores del drama. Pero sea cual fuere el cargo que pudiera hacérsenos a este respecto, va en honor y crédito de los socialistas el habernos preparado a no dejarnos arrebatar la República con guante blanco. Bien sé que argüirán a esto los otros, que tomábamos base de esta reivindicación de la República para intentar una revolución maximaiista; pero de ser exacto, ello no hubiera dejado de ser lógico, pues si se nos colocaba en el trance de tener que recurrir a la fuerza, habría sido estúpido usarla en beneficio de soluciones que específicamente no fueran las nuestras. Mas la cuestión, en este caso, era bastarnos sin el concurso de los demás republicanos, pues tampoco los otros iban a ser tan insensatos como para posibilitar con su esfuerzo soluciones que fueran más allá de las suyas. Los jóvenes socialistas, los socialistas de las juventudes, que eran los paladines de aquella radicalización del Partido, deslumhrados por la teoría de que bastaba aplicar la técnica del golpe de Estado que andaba en una especie de manual al alcance de todos para triunfar en cualquier circunstancia, no sólo desdeñaban la posibilidad de otros concursos, sino que deliberadamente ponían al margen, cuando no trataban de inutilizarlos, a valiosos elementos del mismo Partido que calificade centristas y de reformistas, al intento de ser los exclusivos ejecutores del movimiento y los solos beneficiarios de sus resultados, conduciéndolo con arreglo a los dictados del sarampión maximaiista que les había entrado de repente. Los de su izquierda, a quienes trataban de emular en el vocabulario y el estilo, atentos como siempre a su negocio político, les dejaban con su alegría infantil para que procedieran con arreglo a ella, sin comprometerse ellos en realidad, con la esperanza de recoger los restos del naufragio. Pero el dispositivo que prepararon y la guardia que montaron el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores, a pesar de estas graves interferencias y el particularismo ingenuo^ a que tendían las juventudes, apuntaba fundamentalmente a la recuperación de la República en trance de ser entregada a los enemigos. Y la verdadera tragedia para los que tal se proponían, era que éstos —los enemigos de la República— que ya habían ganado mucho con nuestra división interna y esperaban justificar su asalto en los excesos verbales a que nos condujo aquella repentina radicalización con su nuevo estilo dialéctico, se encontraban servidos en la medida de sus deseos con las manifestaciones externas de aquel sarampión, y lo mismo los calculadores de la vecindad al otro lado, que por su piarte esperaban recoger la herencia del desastre. Con todo, la República fue salvada por aquella vez, provocando con el generoso sacrificio de octubre de 1934 la sanción electoral que pronunció el país en febrero de 1936, y lo hubiera sido definitivamente, si los obcecados no hubieran persistido en el error. * * * Una comisión desagradable. En Eibar no nos hubiese importado aquel sarampión de los jóvenes, si aquella técnica del procedimiento violento con que habían descubierto el Mediterráneo —pues antes de familiarizarse ellos con aquella novedad ya la sabían de memoria y la ponían por obra los fascistas que empezábamos a tener— no hubiese entrañado la práctica del terror, con riesgo de que esa peligrosa doctrina fuese tomada al pie de la letra por elementos irreflexivos e irresponsables, sin atender a circunstancias de tiempo y lugar. Y ciertos veteranos de la Casa del Pueblo, nos creíamos en el caso de requerir a los que hacían de cabeza en la juventud socialista local, que también había sufrido el contagio y estaba en plena erupción con las consignas especiales que recibían de sus directivos, qué era lo que se proponían al respecto de ciertos extremos de aquellas consignas que eran de nuestro conocimiento por vía indirecta. Y fuimos a ellos con esta desagradable comisión, Alejandro Tellería, alcalde socialista que no había de sobrevivir a las adversidades de la g u e r r a , 4 5 Juan de los Toyos, ahora en México, y yo. No nos asustaban 4 5 Al caer Santander, suceso del que la prensa de Roma hizo una gran victoria italiana, nuestro alcalde hubo de ocultarse para no sufrir la suerte de otros eibarreses que fueron pasados por las armas en aquella ocasión. Fue cazado cerca de la frontera de Francia cuando trataba de ampararse en aquella tierra libre y murió en el penal de Burgos. De su estada en la cárcel de Pamplona, a consecuencia de los sucesos de octubre de 1934, ya traía quebrantada su salud. a ninguno de los tres la lucha y los radicalismos sociales, pero no podíamos admitir que se nos responsabilizase a los demás, porque ello sería inevitable aun cuando las cosas ocurrieran contra nuestra voluntad, en ningún acto contrario a la humanidad, en un lugar donde no sólo eran innecesarios, sino que resultarían enormemente contraproducentes. No bastaba que ellos prescindieran de los elementos en cuyo nombre hablábamos tachándolos de centristas y reformistas, epítetos que tenían el sentido de tibios cuando no de traidores, ni a nosotros el lavarnos las manos como Pilatos en el Pretorio. Ni a propios ni a extraños podríamos ir, si las cosas tenían lugar, con explicaciones y distingos; ante la gente no obligaba a saber de nuestras interioridades, seríamos todos igualmente culpables y, en último término, dirían que éramos responsables, los que no por acción, por omisión. No nos bastaba, pues, quedar al margen marcando una posición para aquietar nuestra conciencia; nuestro deber sería oponernos desde luego a cualquier exceso, si a ello se iba. Los requeridos trataron de tranquilizarnos al respecto del extremo de nuestra requisitoria, pero yo sé y para nadie es allí desconocido, que a consecuencia de aquella gestión, los comisionados de ella, pasamos a figurar a la cabeza de su lista de personas peligrosas que había que poner a buen recaudo en el momento de la revolución. Claro está, que el día del movimiento, como las cosas se presentaron bastante duras desde el primer momento, los más radicales se templaron y no pocos de los jabalíes escurrieron el bulto, y fuimos los elementos tachados de estar fuera de la línea general, que los jóvenes radicalizados habían contado con dejar al margen, los que estuvimos que estar al pie del cañón, para perder con decoro, si estaba de los dioses el que tuviéramos que perder. »Jí 5]S 5jS j El enemigo en el Ministerio de la Guerra. Dio la casualidad de que el 4 de octubre, que resultó ser la víspera del movimiento, tuviera yo que trasladarme a San Sebastián a declarar en un juicio oral, como testigo de la defensa. Esta circunstancia hizo que pasara aquel día en compañía de algunos socialistas de aquella ciudad, entre ellos Guillermo Torrijos, los cuales habían acudido como público al juicio de referencia. En este se trataba de una vulgar intriga policíaca en que unos agentes provocadores habían envuelto a un hermano mío excesivamente servicial, para acusarle de infracción de los reglamentos del comercio de armas;46 y habiendo sido probada la provocación y la intención deshonesta de ella, fue absuelto y puesto en libertad aquel mismo día del juicio. En total, no había cometido sino una pequeña imprudencia creyendo servir a una amistad, inducido maliciosamente por unos confidentes de la policía. Los compañeros de San Sebastian, poco antes de que yo tomase el tren para regresar a Eibar, habían recibido por un propio venido de Madrid, la consigna y el santo y seña para el movimiento que, según las instrucciones, había de producirse el día siguiente, de madrugada, y me confiaron a mi la misión de llevar el aviso al comité de nuestro pueblo. No hice ninguna dificultad en prestarme a ese servicio. Es más, a tal altura las cosas, una vez en Eibar, creí mi deber estar presente en el lugar de mayor responsabilidad sin hacer misterio en mi determinación a la familia; actitud en que coincidieron, entre otros, el alcalde socialista y Juan de los Toyos. Pero en tanto nosotros acudíamos al lugar de las responsabilidades y el peligro, atentos a la cita de un deber moral, se producían allí extrañas ausencias y dilaciones por parte de otros, que eran los que más se habían movido en montar el aparato revolucionario que debía de entrar en juego la madrugada que iba a seguir. El movimiento coincidía con una solución antirrepublicana de la crisis política que se había estado tramitando aquellos días en Madrid, y cumplía la conminación formulada por el Partido Socialista para el caso de entregar el ministerio clave de la situación —el de la Guerra— a enemigos ciertos del régimen, de quienes se sabían sus afinidades con la conspiración que se traían los militares. Y es así como el alcalde, Alejandro Tellería, Juan de los Toyos, el que esto escribe y otros igualmente tachados por los radicalizados de la noche a la mañana, en su afán de emular un estilo ajeno, de reformistas y centristas, neologismos extraños hasta entonces en la familia socialista de España; tachados así, digo, a la hora de los fáciles alardes, en aquel momento de prueba tuvimos que dar ejemplo de firmeza y serenidad, no eludiendo las responsabilidades de la carta que se iba a jugar, no obstante no haber estado en la preparación material de esa carta, a lo menos en lo que respecta a la localidad.47 4 6 Ciertos individuos que se hicieron pasar por compañeros, fueron puestos en relación con un industrial de Ermua, que les vendió tres o cuatro pistolas. El industrial, creo que carlista, sufrió la misma suerte que mi hermano, y le benefició la misma sentencia. 4 7 En efecto, cumplí algunas misiones en Francia que me fueron encomendadas en Madrid. Una de ellas servía a disipar las ilusiones que se hacían algunos sobre apoyos que podría merecer en el exterior el carácter maximalista que se proponían dar al movimiento. A mí, particularmente, recuerdo que me imputaban el crimen de haber inventado una supuesta diversión estratégica —porque habían venido a estar de moda los términos castrenses— con la operación iniciada por la Cooperativa Alfa, en coincidencia con esta exorbitación revolucionaria de la juventud y sus preparativos bélicos, para recoger las obligaciones hipotecarias de la Casa del Pueblo y tratar de llevar a efecto las obras del completo del edificio, con la ayuda financiera de la próspera cooperativa que manufacturaba las máquinas de coser Alfa. * * * La jomada del 5 de octubre. Los tiros empezaron a las cinco de la mañana, hora 0 de la consigna y terminaron hacia las cuatro de la tarde. Fracasó en aquella primer hora el asalto al cuartel de la guardia civil, que fue atacado con bombas de mano, por no haberse dado la sorpresa que figuraba en el plan; pero tampoco la guardia civil pudo aventurarse por las calles, a causa de la hostilidad con que era recibida desde las casas. Los guardias de asalto que acudieron presurosos desde Bilbao, con órdenes rigurosas, fueron tenidos a raya desde el edificio de la Escuela de Armería que domina la carretera de Vizcaya, causándoles algunas bajas e impidiéndoles llegar al pueblo. En esta situación las cosas, algunas fuerzas se desplegaron por las laderas de los montes que circundan la villa, y estuvieron hostilizando durante todo el día sin atreverse a entrar en lo poblado. . Pero las noticias que nos procurábamos de otros lados eran desconsoladoras. Todo indicaba que, a pesar de la energía con que habían respondido muchos pueblos, se había fracasado en las capitales. Y ya estaban en camino para Eibar, desde Vitoria, fuerzas regulares del ejército, con morteros y elementos de combate para reducir el ayuntamiento y la Escuela de Armería, donde especialmente se habían hecho fuertes los nuestros, abriéndose camino a la fuerza hasta el lugar, si ello se hacía necesario. Así nos avisaban de Mondragón, que también había hecho armas y se encontraban en el mismo trance que nosotros, en el camino de Vitoria a Eibar. Los que llevábamos la responsabilidad de lo que estaba ocurriendo, deliberamos a media tarde. Se tenía la impresión de que estábamos realizando, ya ¡a aquellas horas, un sacrificio que iba a resultar inútil. Y así era en efecto, como se vio después. No se produjo el estallido simultáneo y general que pudiera dar lugar a una nueva situación. Sólo ardían focos que eran fáciles de dominar. De Asturias que escribió una página heroica en aquella ocasión, no se supo nada hasta algunos días después. El gesto de Companys en la generalidad de Cataluña, se produjo en la noche que siguió al día de nuestras fatigas. La revolución, evidentemente, quedaría limitada a una huelga general, con violencias inarticuladas en diversos puntos demasiado distantes entre sí. Se acordó, bajo esta impresión, proponer el cese del fuego y dar tiempo así a que pudieran huir los comprometidos que quisieran probar fortuna por los montes. Pero, ¿quién se acercaría con el recado al cuartel de la guardia civil que unas horas antes había sido atacada con bombas? Por mi parte, yo estaba dispuesto a hacerlo, con no ser el autor de la proposición. Creo que me venía aquella serenidad de no sentirme mayormente culpable de aquel incendio que tenía que ocurrir y ocurrió. Pero, sobre todo, me venía de no darme cuenta bastante de que aquellas razones íntimas que me servían de tranquilidad, no podían ser vistas y apreciadas desde fuera, y menos en el lugar a que íbamos, donde las familias de los guardias seguían presas de una conmoción histérica. Otro apellidado lo mismo que yo, comunista él, se prestó también a ir al cuartel. Y fuimos los dos Echevarrías desplegando bandera blanca por las calles desiertas de la villa. En el cuartel no nos hostilizaron, aunque había bastante irritación por lo de la mañana, pero nos dijeron que era demasiado tarde para hablar de paz. Los refuerzos estaban llegando, añadieron —y así era en efecto— pues las tropas de Vitoria estaban a la vista y los jefes, habiéndose adelantado un poco al contingente, coincidieron con nosotros entrando al cuartel. Iban, pues, a sobrar elementos para reducir por la fuerza los edificios en que nos habíamos hecho fuertes. Así nos lo hicieron saber, señalando a los soldados que venían en formación. Creo que fue nuestra suerte esta coincidencia con los jefes del ejército, que imponían respeto a los guardias civiles y estaban mejor dispuestos a escucharnos. Insistimos, a pesar de aquella primera reacción de los del cuartel, en que comunicaran a las autoridades superiores nuestro interés de ahorrar aquella prueba inútil. Así lo hicieron, al parecer, desde una pieza inmediata, y tengo razones para suponer que la consulta llegó hasta Madrid, y algo les debieron ordenar allí que les hizo cambiar de actitud. * * * La rendición. Después de la conferencia telefónica con los superiores, nos pidieron repetir las seguridades de que las fuerzas llegarían al ayuntamiento sin ser hostilizadas en el camino. Hecho esto, esperaron a que las del ejército que estaban llegando estuviesen frente al cuartel, y luego de conferenciar nuevamente los de la comandancia de la guardia civil con los del ejército, procedieron a formar a la cabeza de la tropa, los contingentes de guardias concentrados en previsión de los sucesos y nos pusimos en marcha hacia la Plaza de la República. Nos llevaban delante de todos a los dos que servimos de heraldos, para que nuestra presencia al frente les evitara el ser hostilizados desde las casas del trayecto, como les ocurrió durante las horas del día. En la plaza y sus accesos, advertida la gente de lo que se dispuso en el comité y de la diligencia en curso en el cuartel, había huido para tomar cada cual sus providencias, dejando el ayuntamiento y sus inmediaciones completamente solitarias. Pero los defensores de la Escuela de Armería, que no habían sido avisados de estas novedades, seguramente por la desbandada que se produjo en los del comité, seguían disparando a este y oeste, y las balas slibaban sobre nosotros cuando subíamos por la calle Isasi arriba. Las fuerzas hicieron alto en seguro y nosotros hubimos de sacar el cuerpo adelante y llegar hasta donde nos pudieran oír los tiradores, para darles a entender que habían de cesar en aquella inútil defensa. Pero ellos se encontraban entre los guardias de asalto de Vizcaya y estas fuerzas venidas de Vitoria, cogidos como en una ratonera, y no fue cosa sencilla traerles a buen entendimiento. Con todo y esta mala ventura, bastantes escaparon por la tangente aprovechando este momento crítico. Los demás consintieron al fin en entregar las armas y fueron hechos prisioneros. Los de asalto, que habían sido tenidos a raya durante todo el día y hubieron de lamentar algunas bajas, se entregaron entonces a algunas violencias contra los que salieron de la Escuela de Armería, pero la presencia de los del ejército —que no nuestras protestas—, que no habiendo sido hostilizados no tenían resentimiento alguno contra los vencidos, les valió a éstos el que aquéllos no pudieran pasar a mayores. Volvimos todos a la Plaza de la República y el ayuntamiento, y nosotros fuimos notificados que estábamos detenidos junto con los demás prisioneros. Pero mi compañero de comisión, en no sé qué momento de estas incidencias, logró escaparse y creo que pasó la frontera. Yo, con aquello de no haber dormido la víspera y la agitación de aquel día tan movido que siguió, hube de admirar a no pocos que fueron a ver los prisioneros habidos, viendo cómo roncaba, de cubito supino, al que suponían el jefe del movimiento, sobre el duro suelo de aquel lugar que me era tan familiar, por ser el de mi obligación de todos los días. Examen de conciencia a hacer. ¿Fue un error aquel movimiento insurreccional? Es la pregunta que muchos nos hacemos todavía y aún está en el aire, porque realmente han faltado tiempo y oportunidad para ventilar seriamente la cuestión, con el atrepellarse los acontecimientos que vinieron después, dando lugar a infinitas complicaciones y urgencias mayores. Acontecimientos, complicaciones y urgencias que le han restado volumen con la magnitud del drama que había de seguirse, mas no su importancia. En todo caso, una cosa es cierta a su respecto. El pueblo español, dieciocho meses después de los sucesos, cuando tuvo ocasión de materializar su sentir en las urnas, se pronunció francamente por la amnistía, que en aquel caso y circunstancias no significaba olvido o perdón conforme a la etimología de la palabra, sino sencillamente aprobación. Aprobación del sacrificio realizado a la intención de la República. Y eligió unas Cortes que destituyeron al Presidente, contumaz en su actitud de comprometer el régimen en manos de enemigos que ni siquiera se habían tomado la molestia de disimular su condición, y contra cuya determinación suicida se había producido la protesta de octubre. Mas también es verdad y fuerza es reconocerlo, que por nuestra parte, y pese a la intransigencia que siguió la fracción que se había constituido en izquierda del partido, los socialistas tuvimos que rectificar nuestra prematura y desdichada actitud aislacionista, sin la cual desdicha no hubiera tenido lugar el bienio negro y ni hubiéramos tenido que lamentar sus consecuencias. Y la recuperación de la República, que eso fue en realidad el triunfo electoral de febrero de 1936, resultaba obra de la cooperación ahora de los socialistas con todas las fuerzas domocráticas del país, evideciándose en esta forma nuestra anterior equivocación. Pero, fuese o no un error aquella prueba de octubre, que algún día ello se aclarará en sereno examen de conciencia, en el peor de los casos, dado que fuese un error, fuimos juzgados y pagamos su exigencia a la ley. Por lo que respecta al pueblo de Eibar, ciento cuarenta y cuatro vecinos estuvimos en la cárcel provincial de Pamplona, respondiendo a un proceso que se nos siguió por rebelión militar. * r¡s * Entredicho de la Cooperativa Alfa. Durante las primeras diligencais del proceso, cuando el juez instructor de la causa trataba de hallar en mi persona la figura indispensable del cabecilla de lo sucedido en Eibar, porque sin un jefe no había técnicamente rebelión militar, y sin rebelión militar no había razón para que actuara la jurisdicción de guerra a que habíamos sido sometidos, un sola cosa en verdad me preocupaba: la Cooperativa Alfa. Obreros de la misma estaban comprometidos directamente en la preparación del aparato bélico que bien o mal había funcionado el día del movimiento. Obreros de la misma eran los que se habían distinguido en los hechos de aquel día, abundando en actos de valor y audacia. Sus almacenes, en que había todavía importantes stocks de armas y municiones, remanentes de una etapa anterior a la manufactura de máquinas de coser, fueron saqueados a primera hora el 5 de octubre, si no con la complicidad, con la pasividad de los guardianes. Juan de los Toyos y el que esto escribe, ambos de la gerencia de la cooperativa, habíamos estado personalmente, aunque como espontáneos, en el lugar de donde habían partido las órdenes para el movimiento, y en el proceso de aquel día compartimos con los del comité la responsabilidad de los sucesos. Todas estas circunstancias conspiraban para que la entidad cooperativa a que servíamos apareciera como si estuviese complicada directamente en lo acaecido. Y desde luego, las autoridades, poniendo en entredicho a la cooperativa, procedieron a cerrar y sellar las puertas de sus talleres y oficinas sin esperar a ninguna aclaración. Y, sin embargo, la entidad, como tal, no tuvo que ver en lo ocurrido más de lo que tuvieron que ver otras empresas, cuyo personal actuó también en la preparación y ejecución del movimiento, y las cuales asimismo padecieron abuso y sustracciones que, cediendo a la exaltación de los momentos que atravesábamos, hubieron de disimular dándose por no enterados. Pero, ¿serían las autoridades lo suficientemente discretas para distinguir entre la entidad y los que perteneciendo a ella habíamos incurrido en responsabilidades, graves si se quiere, pero de un carácter estrictamente personal? ¿Serían capaces de medir el peso de las razones de partido, disciplina y humanidad que nos habían aconsejado a muchos a no optar por una cómoda inhibición, para aprovechar la ocasión que se.les ofrecía de descargar un certero golpe contra una entidad que, con todo su mérito de un ensayo social interesante, era nido de tanta rebeldía política? El caso es que el juez instructor, don Julio, un militar que se portó caballero en todas sus actuaciones y habrá de perdonarme el haber olvidado su apellido, no se explicaba la aceptación de grado de las responsabilidades personales que me correspondieran en todo lo ocurrido, con el no saber y no acordarme nada de todo lo demás en que me encerré desde el principio hasta el ñn. Insistíanme en que ello perjudicaba mi situación en vez de ayudar a justificarme. No suponía la explicación sencilla que que he dado. Tenían además las autoridades el prejuicio de que tras mi mutismo se escondía algún secreto político de importancia a que podía haber tenido acceso, porque acaso no fueran un secreto para la policía, no habiendo hecho misterio de ello, unos viajes que hice a Madrid y a París antes del movimiento, que aunque guardaba alguna relación con él no escondían nada sensacional ni inmediato al proceso. Alguna vez me dijo el juez que cuando terminara el asunto (porque todos estábamos casi desde el principio bajo la impresión de que a pesar de la gravedad de las penas que pudieran correspondemos con arreglo al Código Militar, todo se arreglaría al fin, vista la reacción favorable que se había producido en el país hacia los actores de octubre) le gustaría saber en el terreno particular las reservadas razones de mi actitud en autos. Si por casualidad llegara a leer estas notas, si es que vive, pues es lo que tenemos que preguntarnos los unos de los otros después de las cosas tremendas que sobrevinieron casi a continuación de aquel episodio para dejarlo reducido a la categoría de un juego de niños, en ellas encontrará la explicación bien simple de la actitud que acertada o desacertadamente me impuse, tratando de subrayar el carácter personal de nuestras responsabilidades, fueran las que fuesen, para descartar de ellas a la entidad a que servíamos, la que ciertamente nada tenía que ver como tal entidad en lo ocurrido. * * * El tiempo que no cuenta. Los diecisiete meses de nuestra vida en la cárcel provincial de Pamplona apenas cuentan en el recuerdo, figurando por obra del acusado escorzo en que aparecen, casi como un tiempo que no hubiera sido. Aquella vida sin incidentes, regida siempre por los mismos cotidianos detalles a saber: la chillona esquila de la mañana que ordenaba levantarnos y recoger el petate, el barrido del suelo que seguía, el fregado del mismo a continuación, la comida, las horas de patio, la vuelta de cada mochuelo a su olivo, la cena, ¡manos afuera! del anochecer para confirmar la presencia material del recluso en su celda, y el silencio al fin de la queda, que era como la cita para la gran fiesta que a partir de ese momento se daban los ratones paseándose de celda en celda en busca de los desperdicios, todo ello, siempre igual, multiplicado por el número de los días de cautiverio, apenas logra hacer volumen alguno en la memoria, como comprimidos en un bloque por efecto de su uniformidad. Aquella vida, digo, paréceme así como fuera del tiempo toda ella, El tiempo es obra de que ocurre en él. Sin ocurrencias no hay tiempo y su dimensión moral o psicológica depende de la cantidad de aconteceres distintos que se alojen en él. No recuerdo en este momento las circunstancias de la áurea leyenda de unos graves teólogos que, de vuelta de uno de los concilios ecuménicos de la Iglesia, discurrían sobre la eternidad con el temor de aquel gran hastío que debía pesar sobre las almas durante la Edad Media, los cuales, entrando por una deliciosa floresta, Dios los entretuvo treinta años con los trinos de un ruiseñor. El tiempo, sin otros incidentes que el encanto de aquella música, había acabado por no existir para los maravillados teólogos, que al reanudar la marcha no creían haber dado más que alguna hora breve a aquel leve pasatiempo. En cambio Caín, el primer rebelde sobre la tierra recién salida de las manos del Creador, cuando en el drama de Byron accede a dejar su dulce Adán para asistir con Luzbel al espectáculo de los mundos y lo infinito, creía por haber vivido siglos inclinado sobre el abismo en que discurre lo que ha sido, lo que es y lo que será, cuando unas horas después volvía repleto de imágenes y lleno de la visión de las cosas infinitas al lado de su tierno Enoch, que dormía en el regazo de su madre. Así los días de la cárcel de Pamplona, que por su uniformidad y monotonía, a esta distancia de las cosas, apenas cuentan en el tiempo, con haberlos vivido, al desgranar sus propias horas, muy intensamente. Recuerdo que apenas tuve tiempo de aburrirme y que no obstante los numerosos días grises y aun amargos que necesariamente habían de interponerse en una penitencia que no dejaba de ser aquella reclusión, muchos resultaban de una suavidad y un descanso semejantes a la suavidad y al descanso que deben gozar los acogidos a una religión, lejos del mundanal ruido, en la soledad de su desnuda celda, por severa que sea la regla a que tengan que obedecer. * * * * 1 Los tres votos. Y aunque presos contra nuestra voluntad, guardados por unos hierros que los vigilantes hacían sonar reglamentariamente para ver si trabajábamos en ellos a hurto en las noches, y aunque atados por la culpa y no acogidos por amor de Dios, lo cierto es que nos complacía imaginarnos en aquel lugar en ejercicios espirituales de pobreza, obediencia y castidad, poniendo muchas lecturas por medio. Con lo que las horas transcurrían dulcemente, sin prisa y sin hastío, y ricos entonces de lo que hoy avaros -^el tiempo— teníamos los aprovechados la sensación de aquella abundancia disponible en que debe consistir la dicha del hombre liberal y de fortuna. J j "¿ Yo leía en gruesos volúmenes manuables de letra menuda —principalmente la Biblia en una edición latina del. siglo xvi salida de las prensas del Vaticano, la Macaulay History p£ England - #" el Quij o t e— y algunos compañeros que no tenían la costurhbfe -dé leer, me preguntaban alarmados si espera terminar todo aquello antes de recobrar la libertad. Cierto que en las peticiones que el fiscal había formulado había para sumar respetable número de decenas de siglos de hierros y cautiverio con tantas cadenas perpetuas que solicitaba, además de una pena de muerte, para los 144 procesados, pero todos vivíamos en la confianza de que un poco más tarde o más temprano nos valdría alguna amnistía política, de las que se prodigan en países de conciencia conturbada, en que no se sabe si la culpa es de los que están dentro o fuera de las cárceles. Mas no obstante esta confianza y nuestro voto de pobreza, nos sentíamos tan ricos de tiempo, del tiempo precioso que nos había faltado siempre, que contestábamos a aquellos impacientes solicitando más libros de casa y los amigos. A lo de la pobreza, a pesar de la sinceridad de nuestros votos, se oponía la abundancia casi y sin casi viciosa en que nos mantenía la ejemplar solidaridad de nuestro pueblo, que tuvo a honra, sin distinción de ideas, el ayudar a los presos de Pamplona. Yo, que he tenido la fortuna de que me ha valido tanto para lo más y lo menos que se suelen dar en la vida, de no haber tropezado jamás con nada de comer que no me pareciera sabroso, solía indignarme contra los que escribían quejas de la comida que nos daban de oficio. Pero aun si hubiera sido más delicado, me hubiera indignado lo mismo, porque, a decir verdad, era francamente bien como nos alimentaban en aquella cárcel los navarros. ¡Cuántas veces, pensando en los días que podrían seguir, en un periodo de la historia tan preñado de acontecimientos como era el que vivíamos a ojos vistas, no dije a los que por dramatizar solían quejarse a sus casas, que habíamos de acordarnos de aquel cocido de la cárcel! ¡Y cuántas veces he recordado, en efecto, cuando el hambre nos visitó a todos durante la guerra en la figura del caballero que con la balanza simbólica de la carestía y el mercado negro irrumpe de las páginas del Apocalipsis, cuántas veces, digo, no he recordado aquel tocino fresco redundante con que hacíamos lumbre para otros guisos de nuestra fantasía, aquella carne sabrosa del cocido, aquellas alubias y aquel garbanzo que desdeñábamos entonces por lo que nos venía de fuera como regalo! ¡A esta distancia de aquellos días y después de la experiencia de dos guerras que hemos tenido que padecer, me parece un pecado grave lo que entonces hacíamos con aquellas cosas de comer que hubieran hecho de otros con menos culpa que nosotros unos perfectos agradecidos! ¡Pero a buen seguro que otros de la carnada, también se habrán acordado lo mismo que yo de aquellas cosas menospreciadas que tantas veces iban a los desperdicios, en los tiempos difíciles que siguieron para todos! ¡Y algunos habrá habido que les vendría a la memoria lo que yo tanto solía repetir en la cárcel de Pamplona! La réplica a mis sermones no se solía hacer esperar, ofrendándome los reprendidos, a la hora de la comida, en el altar d/e mi escudilla de estaño, lo que desdeñaban del rancho ordinario al tiempo que decían con sorna: onek jangojok au. Y aunque las raciones solían ser como para que sobrara al más ambicioso, algunas veces hice honor al obsequio para que aprendieran. Y la cosa fue que con aquello de onek jangojok au que decían de todos los charri-jatekos, que así llamaban a cuanto culinariamente era nuevo para ellos y que todos los días había alguno en la sala que los recibiera como obsequio especial, yo, a pesar de mi voto de pobreza, estuve en lo corporal de los gustos de la boca tan bien servido .como en lo espiritual con aquellos gruesos volúmenes de letra menuda que alarmaban a mis paisanos. * * * Obediencia. En cuanto a obediencia, con todo y la sinceridad de mis votos y no obstante haber abdicado de buen grado al imperio de los reglamentos, que es como si dijéramos la regla de aquel lugar, dos veces estuve en celda de castigo, que son las más sombrías de la prisión, sin autorización de extras, sin velas, sin lectura y con una cobija menos que la reglamentaria, para que le muerda a uno el frío que encierran las cuatro paredes, que por lo visto no mata pero sirve bien a la penitencia que deben hacer los rebeldes. Sin embargo, insisto en que no era yo un rebelde, no habiéndome costado el adaptarme a todo y encontrarlo natural, pues me familiaricé hasta con las arañas, que yo había estudiado bastante en su representación de las especies campestres. Una vez por culpa de la impertinencia agresiva con que nos distinguía a los eibarreses uno de los oficíales que llamábamos doña Emilia, carlista él, según decían, lo que no tenía nada de particular en Pamplona, donde lo eran todos. Pero su carlismo o lo que fuera se manifestaba a nuestro respecto en forma de un desafecto que no solía disimular, de un afán de subrayar impertinentemente su autoridad y unos modales de beata que escondían siempre una mala intención, en contraste con El japonés, que llamábamos así a otro por recordarlos su fisonomía, el cual era la discreción en persona en un oficio desagradable y difícil de llevar bien. Fue en diciembre y no me bastaban todos los trapos que tenía en la celda para conservar el calor animal del cuerpo. Sólo en otras dos ocasiones de mi vida recuerdo haber experimentado un frío semejante: una vez que el trío de las excursiones ciclistas acordamos hacer noche sin reparar que estábamos aún en invierno e íbamos casi sin ropa, en la desnuda ermita encimera de Aizgorri, al objeto de contemplar el amanecer desde aquella cumbre guipuzcoana; y otra, un día también de diciembre que fuimos a alta mar con los pescadores de Ondárroa para sacar el besugo a la madrugada. Nos mareamos con la intensa marejada que sobrevino en la noche antes de comenzar la tarea, y el cuerpo destemplado resistía mal aquel clima del Golfo de Vizcaya. El espectáculo del mar agitado a la luz de un turbio amanecer, las embarcaciones bailando sobre el lomo de las encrespadas olas, los pescados que subían coleteando sobre la cubierta traídos por el hilo de las artes que manejaban como en un diestro juego aquellos vikingos, todo aquel cuadro vivo de lucha y agitación de la flotilla, lo teníamos que admirar resistiendo a mil puñaladas que nos penetraban la carne con el frío' acerado que traía el viento de las regiones del Béreas. Me acuerdo que cuando me sacaron de la celda de la penitencia con la barba de diez días, no podía forzar la voz y hablaba como deben hacerlo los aparecidos de las regiones inferiores de la muerte. * * * La moral de un fiscal. La otra vez que a despecho de mis buenos propósitos de obediencia y humildad estuve en celda de castigo, fue una historia desagradable que no sé si no valdría mejor pasarla por alto, como triste caso que es de miserias humanas. Pero como constituye una pieza del proceso y estamos en ello, fuerza es vencer la rtatural repugnancia para pasar como sobre ascuas por el asunto. Cierto elemento de la juventud socialista local que estuvo como principal o principalísimo en los preparativos de lo ocurrido el 5 de octubre en Eibar, el cual era al mismo tiempo de los que más celosámente trataron de monopolizar la gloria revolucionaria que se prometían del movimiento a realizar, parece que a la hora de la verdad se rajó por dentro, y después de haber hurtado el cuerpo en lo posible el día de la función, anduvo después huido de la Ceca a la Meca, con un pánico que no hacía honor a sus antecedentes inmediatos pero que tampoco se le imputaba como delito, porque el miedo es Ubre y más teniendo mujer e hijos. Nadie en efecto está obligado a ser héroe, y aunque esto se entienda siempre a condición de no haber antes alardeado de valiente, la persecución y la desgracia nos había justificado a todos, perdonando lo más y lo menos de nuestra actuación de cada uno. Cuando al cabo de algún tiempo de su vagar incierto, fue detenido y le trajeron a la cárcel de Pamplona, los que ya nos considerábamos veteranos en ella, a pesar de la incomunicación en que fue puesto, gracias a un ordenanza que simpatizaba con nosotros, logramos hacerle llegar para su gobierno una nota orientadora, pues los otros íbamos bastante adelantados en autos. Y el muy indigno que resultó ser, se la presentó al juez instructor, creyendo con esta oficiosidad y con las confesiones que de motu propio adelantó por escrito implicando nominalmente a muchos de los procesados, ganar la benevolencia de los jueces. El juez instructor, naturalmente, se quejó al director de la cárcel del hecho de que sus incomunicados pudieran recibir tales notas, y el director se vio en el caso de descargar el rigor del reglamento contra el ordenanza que nos servía tan bien y contra el que supuso era, sin entrar en averiguaciones, el autor de la nota denunciada, en la que no me acuerdo qué parte pude tener yo, si es que tuve alguna. No adelantó mucho el felón con su denuncia ni sus confesiones, pues el juez, aparte el interés profesional de mantener su jurisdicción, no mostraba deseos de agravar la situación de nadie; y el fiscal, cuando hubo de informar en el sumario, tampoco se las debió tener muy en cuenta. Es más, en el acto de la vista de la causa, al referirse a este incidente, manifestó que el haber traicionado a los suyos (sic), no atenuaba si es que no añadía a las responsabilidades del traidor (sic) en los hechos acaecidos.4» y sino hubiera sido porque el día de la prueba, quiero decir el 5 de octubre, se sustrajo a la materialidad de muchas cosas, hurtándose vergonzosamente como anduvo, le hubiese to- 4 8 A la luz de lo que ocurrió seis o siete meses después, se ve que el fiscal, figura destacada de, la sublevación militar que indudablemente era de los comprometidos en la gran conjura, quería sentar ante los componentes del Consejo de Guerra de Oficiales de la Plaza de Pamplona, seguramente no menos comprometidos que él en la conspiración, una moral que era aplicable a los Eguías que luego pudieran darse entre ellos. cado como al que más. Con todo, tampoco quedó con los que menos, si bien todo hacía esperar que era lo mismo una cosa que otra. A lo menos para los que no habíamos perdido la fe. Las mismas derechas prometían al cuerpo electoral olvidar con una gracia general aquel triste episodio de nuestra historia, en el que todo no fue sublime desde luego, pero a cuyo respecto tampoco nadie a derecha e izquierda había que no tuviese su parte de culpa que hacerse olvidar. * * * La castidad. La castidad en la cárcel padece de las visiones fantásticas que perseguían a los anacoretas en el desierto, con su cortejo de íncubos y subcubos y la fauna alucinante que puebla los cuadros de Jerónimo Bosco, porque nada hay que despierte tanto la sed como el saber que no hay agua en el lugar. Mas si la tentación visita la celda de los presos, igual que penetra en la de los hombres de Dios con todo y tener el libro de horas a la mano y el mágico recurso del signo de la cruz para ahuyentar al diablo, también en la cárcel, como seguramente en el claustro, se cumple el viejo aforismo que no sé si pertenece a Hipócrates o a Avicena, y dice: Deja la lujuria un mes y ella te dejará tres. La castidad se reducía para los antiguos a no cometer adulterio, por lo que ello tiene de desorden social. Non rnoechaberis, que Dios escribió en las Tablas de la Ley. La historia de Thamar (Génesis, 3 8 ) , nos enseña que no hay fornicación donde no se dé ese desorden. El acto de Judá, en la encrucijada de las aguas, camino de sus rebaños, con una mujer sin marido, al precio de un cabrito, nada tiene que ver con la moral, según se deja ver en la conciencia tranquila del patriarca, de cuya simiente y de la gracia de la misma aventura había de nacer la raza de que saldría el Salvador. Tampoco su nuera, que era aquella mujer disfrazada de lo que no era, hubiese pecado con salirle al camino para esa obra; y ni aun hubiese pecado en el caso de que él hubiese sido un extraño y no un obligado a darle de su simiente, si no fuera por haberse quitado los vestidos de su viudez para que el suegro galanteador creyera que las había con una meretriz. Pero entiéndase como se quiera esta virtud cristiana de la castidad continente e impoluta que los cristianos de los primeros siglos exaltaron tanto, por oposición al materialismo desordenado de la sociedad romana que los había arrojado a las fieras, el espejo mágico que en casa de la bruja embelesara al doctor Fausto al sentir hervirle la sangre de su nueva juventud, existe también para el preso en aquella casa de la bruja que es la cárcel, y, como al doctor de la tragedia de Goethe, le sume en la visión encantadora de lo más preclaro de las obras de Dios, según los proclamaba nuestro amigo Paulo, de Ermua: el divino cuerpo de la mujer. Y como Paulo, el chispagiña de Ermua, así lo proclamaba también el lápiz carcelario en todas las paredes, con figuras y conceptos que siempre apuntan a lo mismo, en un sueño moroso que no descansa el día ni la noche. Por eso, hablando un día como hablábamos de todo lo divino y lo humano, ya que el tiempo de la cárcel da para todo, hablando, digo, sobre el tema de que ya nada queda por inventar por haberse inventado todo, protestó airado un buen vecino de Eibar, recién casado él, que había dejado en el pueblo a su mujercita que la echaba de menos en sus tristes noches de la prisión, habiéndosele interpuesto este accidente de octubre en plena luna de miel. Y su protesta fue para hacer constar que aún quedaba algo muy importante que inventar: el poder pagar por teléfono, es decir a distancia y al través de todo lo interpuesto, lo que canonistas llaman el débito conyugal. * * * Consejo de guerra. El consejo de guerra de oficiales de la plaza fuerte de Pamplona que nos juzgó, a pesar de la solemnidad con que se constituyó durante varios días en una de las espaciosas salas de la prisión, no alcanzó a cobrar ninguna intensidad dramática, con todo y lo enorme de las penas que solicitaba el fiscal contra los acusados. Estaban próximas las elecciones generales y todos los partidos, incluso las derechas, habían prometido borrar con una amnistía el episodio de octubre de 1934. Por otra parte, ya el gobierno había abdicado del rigor con que emprendió la represión inmediatamente después de los sucesos; represión que fue bárbara por demás, sobre todo en Asturias, donde especialmente se prodigaron los malos tratos que escandalizaron al país. Y al no atreverse a ejecutar la sentencia capital que había recaído contra Ramón González Peña, presidente del Sindicato de Mineros de Asturias, en quien concentraron la máxima responsabilidad de la insurrección de aquella región, se prejuzgaba que las sentencias en nuestro caso serían una formalidad en el papel. De esta suerte, la elocuencia que derrocharon la acusación y las defensas —en mi caso, don Salvador Goñi, del colegio de Pamplona—, con este antecedente y aquella perspectiva política inmediata, apenas emocionaba más que en la medida que pudiera haberlo hecho un torneo literario en la sala de una academia. Presidía el consejo general Solchaga, personaje que apenas cinco meses después había de ejecutar, en calidad de jefe rebelde, el ataque de las fuerzas de Pamplona contra la provincia de Guipúzcoa, donde la población civil supo reducir a la autoridad legítima de la República, los cuarteles alzados de la guarnición militar de San Sebastián. Actuaba de fiscal, en representación de la capitanía general de Burgos, un tal Dávila, de no sé qué graduación entonces, que seguramente es el general del mismo nombre que luego representó destacado papel con los sublevados de julio; el cual al morir trágicamente por justo castigo de Dios el general Mola, le sustituyó en las operaciones de la región del norte contra la República, en cuyo nombre ahora, quiero decir durante las actuaciones del consejo que nos juzgó en Pamplona, solicitó cuatro penas de muerte y un crecidísimo número de cadenas perpetuas por el delito de rebeldía militar. Muchos de los oficiales que componían el consejo, por no decir todos, estarían por su parte comprometidos formalmente en el complot militar que se venía gestando desde mucho antes de nuestra conspiración y protesta. Y eran estos oficiales, moralmente incursos en las responsabilidades que iban a juzgar en nuestras personas de ciudadanos, que pudimos errar pero que nos habíamos propasado en todo caso por un exceso de celo republicano, los que atendiendo a las consideraciones del fiscal y desoyendo a las defensas, convirtieron en sentencias casi al pie de la letra las peticiones de aquel ministerio. El fiscal, en su informe, aunque no recuerdo ahora sus palabras, dejaba entrever esta dramática situación moral de los jueces y exhortó al tribunal a que en todo caso no procedieran alegremente a satisfacer al rigor de la ley que él había tenido que invocar y al prestigio de la severidad castrense, pensando que una amnistía vendría poco después a remediarlo todo y tranquilizar sus conciencias. Porque en política —advertía refiriéndose a la situación explosiva del momento y circunstancias y evidenciándose el conspirador que había en é l— nada había seguro ni nadie podía acertar lo que pudiera ocurrir al día siguiente. Uno de los eibarreses condenados en aquella ocasión a cadena perpetua, fue juzgado bajo la misma acusación de rebelión militar, durante la guerra civil, al ser hecho prisionero por los facciosos en Santander. Y hubo de advertir lo paradójico de su situación al tribunal, en el que no sería extraño que figurara de nuevo alguno de los oficiales del consejo de guerra de Pamplona, preguntando en cuál de los dos casos erraban los jueces. Porque necesariamente había de ser en alguno, si es que no erraban las dos veces, incurriendo en la misma injusticia entonces y después. * * * La amnistía. A las elecciones siguió el decreto de amnistía sin tiempo a que fuéramos trasladados a penales para empezar a cumplir nuestras condenas. El triunfo electoral de las izquierdas, que representaba la recuperación de la República, estaba descontado^ desde el momento que esta vez aquellas fuerzas se representaban en u n frente unido; pero, evidentemente, lo que contribuyó a acentuar y magnificar el triunfo más allá de lo imaginado, fueron los presos que poblaban las prisiones y los huidos de octubre que aguardaban en el extranjero. Y así terminó aquel episodio. ¡Adiós, pues, Pamplona, plaza fuerte al pie de cuyos muros luchó y cayó herido un soldado de la unificación nacional de España que había de llamarse San Ignacio! ¡Adiós ciudad de los San Fermines con las piedras bermejas y las rejas oscuras de tu cárcel! ¡Suerte que no nos cogieron allí, dentro de cuatro paredes, las cosas terribles que habían de suceder y no tardaron en producirse, y en las que la capital de Navarra no quedó a la zaga! Mas ¿cuántos de los que entonces recobramos la libertad no fueron a morir luego en las vicisitudes de la guerra que siguió poco después? Ciertamente no pocos. Ya dije lo del alcalde, Alejandro Tellería, que recaló en el penal de Burgos, donde sucumbió a la enfermedad que contrajo en la prisión de Pamplona. También dije la suerte de José Ignacio Echeverría, el boticario, fusilado en Santander con otros conocidos eibarreses por el delito de haber salido a la defensa de las instituciones legítimas. Los Martín Querido, los Upay, los Inchaurraga, los Márcanos, los Ibarra y otros cuya lista completarán en Eibar sus propios que los estén llorando, salieron de la cárcel para caer en los frentes de combate, señalados por el rigor de un destino implacable. ¿Y cuántos no volvieron a estar tras las rejas en todas las prisiones de España, con la recomendación que representaba para sus verdugos el ser del número de los procesados por lo de octubre? ¿Y cuántos no nos hemos encontrado en los ásperos caminos del exilio, verdadero salto en lo desconocido, comiendo el pan amargo de la emigración? De estos que también somos legión con más y menos suerte, no callaré, aunque no pueda mencionar a todos, a Eusebio Gorrochategui. Fuimos de los más íntimos en la cárcel y luego tuvimos ocasión de cultivar esa misma intimidad y afecto en Toulouse. No nos entendíamos tan bien y tan cabalmente por ser ambos veteranos de todas las vicisitudes de la Cooperativa Alfa, en Eibar, sino más bien por afinidad en los gustos y por una feliz coincidencia en muchos temas que cultivábamos. Nos separamos en 1941, en el puerto trasatlántico de Marsella, sobre el muelle, cuando las autoridades de Vichy, atentas a las sugestiones de Falange y la Gestapo, impidieron embarcar en el "Paul Lemerle" que nos trajo a este lado del mar, a unas cuarenta familias de españoles —entre ellas la de Eusebio— por estar comprendidos los varones en edad militar, sin consideración a que habían dejado la casa, los acomodos de trabajo y habían realizado todas las cosas para reunir el dinero del pasaje que tenían en la mano. No creo que de los ciento cuarenta y cuatro eibarreses procesados por lo de octubre se librara ninguno, cuando la resaca de la guerra, de la adversidad de la muerte, la cárcel o el exilio. Y si alguno quedó olvidado en los entresijos del inmenso drama que se representó sobre la piel de toro ibérica, ¿acaso España toda no< es una cárcel inmensa para el que piensa y trabaja, para el que depende de un salario y tiene que aguantar a todos los inmorales del estraperto y el mercado negro instalados en el poder? * * * Agradecimiento. No quiero dejar estos paisajes de la cárcel sin consignar en nombre de los ciento cuarenta y cuatro vecinos de la ejemplar ciudad que estuvimos alojados en la de Pamplona, la justicia que es decir hasta qué punto Eibar confirmó este título que le adjudicó la República, con el servicio de solidaridad que practicó con los presos y sus familias en los diecisiete meses que duró el cautiverio. Pocas veces, en efecto, se habrá visto igual solicitud por unos que habían perdido y fueron sellados por la derrota. No había distinción de ideas en la obra de aquella ayuda en que intervenía todo el vecindario. Verdad que contribuyeron a ello el escándalo y la vergüenza de las inhumanas palizas que la guardia civil y los de asalto, en medio de la consternación del vecindario que oía los gritos de dolor de los maltratados, prodigaron, a tono con el bienio negro que le tocó padecer a la República, en la persona de los que iban deteniendo luego de los sucesos, antes de trasladarlos a Pamplona, en sucesivas remesas. Por una ventura que he de agradecer a los dioses fui exceptuado de esos malos tratos, por ser de los prisioneros de la primera redada hechos por el ejército, que no tuvo ocasión de ningún resentimiento con nosotros. Y ya que estamos en' esto, también quiero hacer constar por ser de justicia, que no hubo la menor coacción para nadie en la cárcel de Pamplona una vez bajo la jurisdicción del juez instructor. Pero entre tantos rasgos hermosos a que dio lugar nuestra prueba de la cárcel, tan grave entonces y que, sin embargo, había de quedar reducido a poco más de nada en comparación con las que cualquiera hubo de soportar después con la guerra, ninguno tan admirable como el de la familia Berraondo. Esta familia eibarresa estaba afincada en Pamplona cuando una caravana de autobuses, escoltada por gran aparato de guardias nos trasladó a la cárcel provincial de aquella ciudad a los prisioneros del 5 de octubre. Además de cuidar de la ropa y los extras de varios de sus parientes que figuraban entre los presos —uno de ellos el alcalde Teller í a— se tomaban el trabajo de pasarnos diariamente, así lloviera o nevara, haciendo a pie el trayecto a la cárcel, dos o tres termos de café, amén de otros frecuentes obsequios, de una manera absolutamente graciosa. Aposentaban además en su casa a no pocas personas que iban de Eibar a visitar sus deudos en la prisión, habiéndose convertido la capital de Navarra en una especie de lugar de peregrinación para nuestros paisanos, y encima recibían toda clase de encargos y comisiones consignadas a nosotros, como si se tratara de un consulado. Con ser igualmente deudores a todos los miembros de aquella familia que actuaba toda ella con noble emulación, fuerza es consignar que era doña Martina Ojanguren, la madre y esposa, la que movilizaba a padre e hijos para el desempeño de aquella buena obra, más admirable por el desinterés político que suponía, pues si esta familia tenía alguna política, no era la nuestra. Aunque yo creo —dicho sea en el seno de la confianza— que ella, doña Martina, se cobraba a satisfacción y aun con ventaja de todo aquel sacrificio, a la hora de la comunicación con los presos los días de visita, con podernos gritar en el locutorio como a unos chicos traviesos, en su vascuence de Eibar, reproches como éste: ¡Esto si que está bueno! ¡Si hubierais ganado, me habríais quitado mis casas de Eibar, empezando por no pagar las rentas; y ahora que habiendo perdido estáis tras esos hierros, soy yo que os tengo que hacer todo esto, que no sé si me lo agradeceréis! Tanto como agradecer, puede estar segura la buena paisana que se lo agradecíamos y le agradecemos al infinito los que aún alentamos, y yo sobre todo que no tomaba de su café, si bien mi familia estuvo hospedada muchas veces en su casa cuando venía a visitarme. Y para que se vea los extremos de inhumanidad que suscitó el trauma jurídico provocado por la rebelión de los generales en los fanatismos latentes de la raza, baste decir que aquella obra de misericordia, que era de admirar por todo buen cristiano, le costó caro y bien caro a la buena señora cuando sobrevino la guerra, pues la pelaron al cero y la sacaron a la vergüenza pública. Pero mucho más caro aún les costó a otros vecinos de Pamplona que también nos visitaban én la cárcel por afinidad de ideas y obedeciendo a un sentimiento que nosotros decimos solidaridad y ellos debían haber reputado de caridad cristiana; los cuales, con muchos otros culpables de hechos por el estilo, fueron muertos espectacularmente como en un regreso a la Edad Media. Y allí había autoridades controlando todos los resortes del mando, y había un obispo, y había magistrados y había, sobre todo, un pueblo que blasonaba de católico, y muchos templos que se llenaban de gente y adonde todos los días Dios descendía sobre el altar. LA GUERRA La verbena que nos prometíamos. Cuando Indalecio Prieto, durante la primavera de 1936, luego del triunfo electoral de febrero, como hombre el más informado que ha sido siempre, advertía a la opinión y al gobierno, en artículos y discursos, del peligro que entrañaba el golpe militar que estaba preparado, había quienes por pasión política, cerrando los ojos a la evidencia, calificaban aquella insistencia del diputado socialista de "cuentos de miedo". Y como la radicalización de ciertos elementos del partido no consistía sino en tomar de prestado lo malo de aquéllos a quienes trataban de emular, no ya la diatriba, sino los supuestos calumniosos estuvieron a la orden del día. Y no faltaban quienes achacaban "aquel interés de Prieto en alarmar a la opinión", a un apetito inmoderado de volver a gobernar y avanzar en su carrera política, propiciando la oportunidad de presidir un ministerio. Y el calumniado llevó su delicadeza moral al extremo de faltar acaso a un deber histórico, en interés de desmentir a los calumniadores, pues de haber formado gobierno Prieto cuando insistía en sus desesperadas advertencias y la opinión sensata del país se lo reclamaba y el Presidente de la República le ofreció la oportunidad, seguramente la faz política española hubiera sido hoy muy distinta. Pero no me cabe duda, que lo peor que nos ocurría a todos, y lo que hacía hablar tan ligeramente a los enemigos de Prieto en el partido, es que no nos dábamos cuenta én realidad de la magnitud y la gravedad del peligro denunciado, aunque nadie dudara de su existencia. Y no pocos se prometían otra verbena nacional como la del 14 de abril, después de un 10 de agosto en el que al pueblo habría cabido alguna participación que le diera gusto contra los traidores. Y cuando el 18 de julio reventó, por fin, el postema, todos creíamos todavía en una especie dé nube de verano que pasaría sin consecuencias mayores, y a la que se podría hacer frente, Cuando no con palos, con las pistolas y revólveres y las escopetas de caza qué fabricaba Eibar y estaban en el comercio y en los particulares. Pero la gestación del movimiento había sido tan larga y los conspiradores habían trabajado tan a cubierto desde los mismos ministerios de la República con aquellos gobiernos epicenos del bienio negro mediatizados por el enemigo que a la hora de defenderse y obrar contra los alzados, todos los resortes del poder aparecieron minados a lo largo y lo ancho del cuerpo de la nación, sin más amparo la República y sus autoridades legítimas que el de la población civil, el pueblo. Y la situación fue gravísima desde el primer momento. * * * ¡No sabéis mucho lo que os viene encima! Con todo y esta gravedad que se acusaba desde el primer momento, aún nos costaba en general convencernos de ello. Los angustiosos requerimientos de las autoridades civiles, los gobernadores en provincias conminados por los sublevados desde los cuarteles con ir por ellos para una justicia sumarísima, como el pobre Artola en San Sebastián, parecían a primera vista a la gente de la calle como una invitación a un partido con ventaja, como tenía que ser una lucha en favor de la legalidad constituida por derecho, en la que tenía que ser parte toda persona honrada. Y aquellos otros que en antecedentes del complot y las asistencias con que se contaban los complotadores, se atrevían a insinuar en nuestros oídos, viendo comprometernos a fondo en la obra de suscitar las defensas de la legitimidad y el derecho, volcando todo lo que había a nuestro alcance sin reparar en ningún sacrificio; que se atrevían, digo, a insinuarnos, ¡no sabéis mucho lo que os viene encima!, tampoco en realidad sabían mucho más que nosotros lo que ciertamente le venía encima con aquel alzamiento militar a la pobre España de nuestros pecados. Y cuando Prieto, en interés de prevenir el loco consumo orgiástico de los primeros días del movimiento, habló por la radio a la nación, de "la guerra larga que tendríamos que afrontar", seguro estoy que, con toda su clarividencia política, se refería a algo de bastante menos entidad que los tres largos años de sangre y disipaciones que en realidad vino a durar la terrible contienda. ¡No sabíamos, no, lo que nos venía encima! La cosa, en efecto, resultó infinitamente mayor de lo que podíamos suponer unos y otros, los ignorantes y los que sabían del complot. Y por lo mismo se planteó en términos tales que no podía haber gananciosos de ninguna manera. Porque aunque se hayan dado vencidos y vencedores, locos habrían de ser los que creyeran que la rápida carrera que han podido hacer unos cuantos militares impacientes o ambiciosos, las mejoras materiales que hayan logrado algunos cuerpos especiales por guardadores de la injusticia del régimen, las fortunas que hayan podido improvisar unos cuantos desaprensivos, hambreadores del país, y la satisfacción de una docena de obispos, encantados con la destrucción de la prensa liberal y la supresión de los derechos del hombre a los que no vivieran sometidos a ellos, sirve a compensar el millón de españoles muertos, la disipación financiera que representa la guerra hecha en ambos lados a expensas del capital histórico de la nación, la necesidad que ha seguido para los vencedores de una política de crímenes y venganzas vigente aun después de diez años de la llamada victoria, los abismos de sangre que se han abierto en la familia española y las tormentas que se han acumulado en potencia para un futuro que no se podrá eludir. Eso sin contar el hambre crónica del pueblo, el secuestro en que a éste la tienen que tener con un aparato de fuerza que representa más de la mitad del presupuesto de la nación, las explotaciones inicuas de los extraperlistas enquistados en todas las- dependencias de la administración, la general inmoralidad de la que no se salva ninguna clase social, la vergüenza del repudio universal, la perduración de todos los problemas que fueron invocados para justificar la sublevación, ahora más agravados que nunca, y el planteamiento de otros nuevos de no fácil solución que los reservan como pesada herencia a quienes se atrevieren a suplantarlos en la ocasión de cualquier mal tropiezo. A la vista de este balance, que no puede ser más verdadero, ¿habrá quien hable aún de gananciosos desde un punto de vista nacional o histórico? La pequeña guerra que ellos se prometían. Había en mis tiempos de grabador un tipo en el gremio, excelente maestro del oficio, con un instinto artístico como el de los oscuros colegas que hicieron naturalismo en las piedras góticas, pero que no leía nada, y cuando le ocurría comprar un periódico solicitaba el más grande porque lo adquiría pensando cambiar los papeles de la cómoda, porque eso sí, era un buen padre de familia. Este, de oír a los amigos, solía citar a Víctor Huevo, creyendo nombrar al autor de Los Miserables. Y cuando las energías no le cabían en el cuerpo por efecto de algunas copas que a veces ponía entre pecho y espalda, pedía a Dios que el despertar a las seis de la mañana del día siguiente fuese para enterarse de que "había guerra en la Plaza de Unzaga". Claro está, una guerra a su medida, no como aquella que entonces ocurría en la vecina Francia y cuya actualidad le sacaba afuera el atavismo; una que cupiera en aquella plaza pueblerina y se ventilase como las que alguna vez se dieron en ella en días de elecciones: a puñetazos o a lo sumo a paraguazos, y nada más. Así también se lo habían pedido a Dios y con una mente semejante a la de nuestro paisano, muchos de los que participaron en el complot de los militares: una pequeña guerra a la que bastaran los dineros reunidos entre aristócratas roñosos y miserables banqueros, y que poco más o menos no tuviera que pasar sino sobre unos cuantos cadáveres como el del Marqués de Alhucemas cuando aquello divertido del Marqués de Estella y, en todo caso, que no exigiera sino sangre plebeya, de la que bastaría la de algunos atolondrados cabecillas. Pero los capitostes que habían estado en Roma y en Berlín en busca de complicidades más que apoyos de buena voluntad temiendo que la destrucción de la República, con la que hacía ilusión al pueblo, fuera cosa de mayor envergadura, dieron ocasión a que Hitler y Mussolini, zorros astutos y realistas brutales, pensaran ensayar como in anima vili sobre la Península Ibérica, las armas, las tácticas y los procedimientos de guerra que habían de seguir en la que fraguaban en gran escala para dentro de poco, contra las democracias podridas. Y, aparte otras circunstancias, fueron principalmente estas dos calamidades internacionales tan envidiadas por nuestras derechas, los que hicieron que nuestra guerra fuese en realidad, no sólo un ensayo general, sino el prólogo y aun el acto primero de la mundial número 2 que no había de tardar en producirse. De ahí los Guernicas, en que los nazis aprendieron a coventrizar, los procedimientos de terror que precedieron a Lídice, el Nuevo Orden con trabajo forzado, las cárceles abarrotadas y en secuestro político el pueblo sólo bueno para ser conducido en rebaño, de que España, esta España nuestra, fue el primer sujeto de experimentación en la Europa que se prometían rehacer a su antojo; circunstancias que desde el primer momento prestaron a nuestra guerra u n carácter enteramente internacional. Carácter internacional que luego determinaría la ayuda interesada de Rusia en el lado republicano. Y como esta ayuda, con la inhibición culpable de las democracias, no bastaba para vencer, viniendo dosificada en forma que sirviera sólo a prolongar la resistencia en interés de mantener un foco de perturbación general en el mundo capitalista, de ahí los tres años que duró el incendio a beneficio de tres dictadores moralmente intercambiables y la magnitud de las ruinas que cubrieron nuestro solar. * * * La ayuda del pueblo. Cuando iniciada la tormenta, las autoridades civiles, privadas por la traición de sus principales resortes, no se bastaban contra los sublevados que eran los depositarios de la fuerza pública, como fue el caso en casi todas las provincias y sobre todo en la capital ¿hicieron bien en recurrir al pueblo, esa potencia peligrosa por los inveterados agravios que duermen en ella y pueden despertarse, buscando su ayuda? La pregunta, aunque la contestación no ofrezca duda, en realidad debía decir si hicieron bien las autoridades en consentir la ayuda del pueblo, porque el pueblo en todas.partes se lanzó a la calle por espontáneo impulso de ciudadanía, sin aguardar a que las autoridades legítimas se vieran asfixiadas bajo la presión de los sublevados. La pregunta, aunque la contestación no ofrezca duda aun en su primer forma, por tratarse más que de un derecho de un deber cumplido, se justifica por ser ese el crimen capital que los rebeldes —que siguen siéndole a pesar de su fortuna militar y su instalación de hecho en el poder— imputan al gobierno republicano y a las autoridades subalternas que se creyeron en la obligación de resistir aquel golpe de fuerza descargado a traición y con alevosía. Según ellos, el gobierno republicano debía haberse dejado sacrificar dócilmente sobre el lugar, como el cordero de la figura profética de Isaías que en manos de los degolladores no abrió la boca ni tuvo una queja. Es como si el asesino acusara a la víctima de haberse defendido y de haber pedido auxilio; porque aquella resistencia y aquel auxilio pusieron luego al criminal en el trance de cometer mayores desaguisados, habiendo tenido que atrepellar a muchos más para salirse con la suya. Y con ser esto tan absurdo como alegato y tan monstruoso como doctrina, ha habido tribunales, magistrados y hombres que se dicen de derecho, doctores in utroque jurie y profesionales de la justicia que han aceptado el alegato y aplicado esa doctrina en infinitos procesos de que resultaron infinitas condenas, muchas de muerte, seguidas de ejecución, cuando esa justicia cruenta no fue dejada hacer sin formas de proceso, como fue la realidad en muchísimos casos, a la vista de autoridades en posesión de todos los resortes del mando y control de su territorio. Para que se vea a qué extremos de abyección y miseria puede descender el hombre, con toga y todo, abdicando de su dignidad al servicio de la tiranía. En Eibar, ni autoridades ni pueblo tuvieron tiempo de dudar un momento sobre cuál era su deber: defender la República en todos los terrenos y con todos los sacrificios que fuera menester, cerrando los ojos a las consecuencias. Hasta el capitán de la guardia civil que comandaba el puesto, un tal Bañarán, con ser muy devoto él, coincidió en esta apreciación. Cierto que la pagó cara sin esperar mucho en Beasaín, donde fue hecho prisionero en el primer choque que los sublevados que venían de Pamplona tuvieron con los contingentes heteróclitos que salieron de Eibar a su encuentro. Fue fusilado en el acto, mas no sin que el victimado reclamara ante Dios de aquella justicia de hombres malos, pues se había limitado a ser fiel a su deber. Otros números de su mando corrieron igual suerte, siendo también pasados por las armas sobre el lugar, a pesar de que imploraban por sus mujeres y sus hijos. Aparte los horrores y las escenas lamentables que se estaban dando desde el primer momento de la sublevación en la capital de Navarra y en los pueblos de aquella provincia con los indefensos liberales a quienes se hacía pagar con la vida el haber votado por la República, el leer la prensa de Madrid y otros delitos semejantes, yo creo que fueron aquellas ejecuciones sumarísimas de Beasaín con las que se inició el triste capítulo de sangres que se había de escribir aún en nuestra pacífica y noble Guipúzcoa, entre hechos y represalias, habiendo asistido a tan trágico debut los curas selváticos que venían capitaneando los requetés navarros que precedían a las fuerzas regulares de Pamplona. * * * Requisición militar. Los primeros días del movimiento en Eibar, fueron un jubileo de gentes enardecidas que llegaban de las tres provincias, y de Santander, y aún de Asturias, en busca de armas y municiones. Y a pesar de tanto enardecimiento de propios y extraños y el clima de venganzas que soplaba desde Navarra, de donde llegaban gentes que huían alocadas a alevosa muerte, no hubo confusión ni excesos en la localidad. Desgraciadamente Eibar no podía librar sino armas comerciales de escaso valor militar. Mas en aquellos momentos todo era precioso, sobre todo desde un doble punto de vista psicológico, pues lo que confortaba a unos servía a imponer a los otros al través de informaciones que sin necesidad de ser exageradas les tenían que llegar y les llegaban sobre la medida en que las gentes civiles habían aceptado el desafío de la guerra. Decenas y decenas de miles de artefactos con más o menos poder ofensivo, salieron aquellos días de nuestro pueblo sin exigir ningún precio a nadie. En muchos casos, las existencias de que se echaba mano a este efecto, requisándolas a los particulares, era todo el capital de modestos industriales que no preguntaron quién se lo había de pagar. Les bastaba el recibo de las autoridades municipales, que los extendían en forma con arreglo a las leyes de requisición militar, considerándolos en efectiva guerra, vista la actitud de los cuarteles y las conminaciones que dirigían a las autoridades civiles. No sé si les habrá sido satisfecho lo proveído que acreditaban aquellos recibos con que se hizo frente a aquel estado de necesidad. Espero que sí, pues la República, ni en los extremos de su desgracia, tres años después, dejó de pagar a todo el mundo con un decoro religioso. De esto soy testigo de excepción. Sin embargo, la monarquía nunca pagó al Municipio de Eibar, a pesar de sus reclamaciones que reiteraba cada vez que le apretaba la necesidad, sus suministros de guerra de cuando las francesadas, que representaban un considerable capital con relación a su economía, como consta en expediente que obra en el archivo municipal y muchas veces he tenido en las manos. Sea cual fuese el poder efectivo de nuestros suministros, lo cierto es que bastaron por entonces para reducir a los sublevados de los cuarteles de San Sebastián, donde no todo era unanimidad y heroísmo, a pesar de la rotundidad de las fulminaciones con que amenazaban al gobernador civil y sus auxiliares. Pero, sobre todo, sirvieron a crear una confianza entre los civiles que hubieron de combatir.1 La cual confianza, si no correspondía a la realidad con que habríamos de vérnoslas porque resultó, como ya nos lo insinuaban los enterados del complot, que habíamos de bregar además de con los traidores de casa, con los moros de las tribus rifeñas y los alemanes y los italianos de la prestación fascista a la obra de destrucción de la República, sí servía a dar tiempo a que en medio del natural desbarajuste de la emergencia, también en nuestro lado se articularan las cosas y se pudiera poner en pie un esbozo de organización militar en las fuerzas de resistencia del pueblo que se habían improvisado. Hablo, naturalmente, de la región i Cuando en algunos lados se dedicaba a incautarse de los automóviles de lujo y darse importancia con unos impactos hechos adrede en la carrocería, en Eibar agarramos los camiones que había y nos pusimos a blindarlos. No teníamos chapas bastantes que resistieran las balas del máuser, pero aquellos vehículos; que a distancia daban la sensación de tanques sin dejar de prestar alguna protección a los ocupantes, infundieron confianza a los nuestros e imponían al enemigo, que habiéndose encontrado con aquel espíritu bélico imprevisto, también tuvo que vencer sus primeros miedos, perdiendo ño poco del tiempo tan precioso de los primeros momentos, como lo demuestra lo que demoraron las fuerzas de Pamplona en que confiaban los cuarteles a que se puso sitio en San Sebastián. inmediata al núcleo de nuestro pueblo, pero lo sucedido allí representa poco más o menos lo que ocurrió en muchos otros lados, por no decir en todas partes. Y cuando fuimos vencidos, porque así lo dispusieron los dioses, acaso para demostrar a los triunfadores la sangrienta inutilidad de su victoria, nos cupo el honor de serlo después de haber cumplido con nuestro deber y habiendo dado un ejemplo a Europa. La sangre de Abel. El caso de los cuarteles de San Sebastián, asediados por la ciudadanía valiente de aquella ciudad y los pueblos que les puso estrecho cerco, sirvió a evidenciar las circunstancias verdaderamente monstruosas y todo el horror moral de aquella felonía de los militares profesionales. Se alzaron contra la República, a la que se habían obligado voluntariamente a servir con lealtad, pues la República, excediéndose en generosidad y elegancia, había dado oportunidad a todos ellos de resolver su caso profesional con arreglo a su conciencia sin perjuicio económico para los que dejaran el servicio activo y aun la carrera, fueran sus razones las que fuesen. Luego de tal traición, con la que demostraron que aquel gesto delicado de la República había sido como echar margaritas a puercos, ellos que habían arrojado por la borda toda obligación y disciplina, retenían por la fuerza a la tropa y se negaron a atender las representaciones humanitarias de los padres de los soldados bajo su mando —el de los rebeldes— para que dejaran en libertad de abandonar los cuarteles asediados a los de fila que no quisieran sumarse voluntariamente a la actividad de los jefes, para que no se diera el caso infernal de matarse ciegamente padres e hijos. Pero no, ellos, mediante el rigor de sus Códigos, que no tenían vigencia sino para los sin graduación, desoyendo aquella apelación humanitaria, obligaban a los hijos a estar en guerra con los padres, que formaban parte de aquella ciudadanía que se creyó en el deber de defender al poder civil, y, que en el caso- de San Sebastián, les había de hacer morder el polvo antes de que les valieran los apoyos de Pamplona. ; Pues bien; este dramático caso de los cuarteles de San Sebastián, puesto de relieve por repetidas instancias que se hicieron llegar a los jefes y oficiales sublevados de una manera solemne, formal y pública, representaba los términos criminales en que se había planteado el problema en toda España, al no allanarse los padres, el pueblo, a la traición y la violencia. Y como el crimen requiere más crímenes, y éstos otros muchos más y así sucesivamente, se encontraron en la triste necesidad de marchar sobre ríos de sangre hasta el final, por no decir hasta hoy, cuando todavía caminan sobre charcos sanguinolentos. ¿Qué vale que los curas de Navarra se sumaran como soldados a la nefanda empresa? ¿Qué importa las bendiciones de los obispos pretendiendo santificar los asesinatos? ¿Qué el sacrilegio de bautizar la guerra criminal y fratricida con el nombre de Santa Cruzada? ¿Qué hace que el Vaticano, tan activo ahora en condenar las persecuciones religiosas tras la Cortina de Hierro, enmudeciera entonces ante aquella barbarie anticristiana a que se sumaban los suyos en España? ¿No comprendía que callar era tanto como otorgar, si es que en realidad callaba? ¡Santa Cruzada! Una vez más encubriendo con la Cruz una política miserable; una política de traición, de egoísmos, de materialidades que se resistían al sacrificio que exigía la paz social y preferían desencadenar aquella tragedia de la guerra civil ante de rendirse a la justicia, a un poco más de justicia, qué es lo que demandaba el pueblo agraviado durante siglos, con aquellas tímidas reformas de la República que les provocaba a desgarrarse los v e s t i d o s . .. Aquella sangre de Abel, con todo y aquellas santificaciones nefandas y con todo aquel silencio cómplice, no es menos crimen que el de Caín, de que tendrán que responder ante la historia. * * * La invención de la frase Quinta Columna. Ya sé que se me dirá, sin reparar que lo uno no justifica en lo más mínimo lo otro; —¿Y los incontrolados del lado de la República que se dedicaron a tomar la justicia por su mano? No nos defenderemos nosotros de la sangre ofrendada a los sedientos dioses de la venganza en las zonas republicanas, haciendo como hacen primero todos los que se asoman a nuestro problema sin participar en nuestros apasionamientos, esto es, buscando a las clases históricamente responsables2 de ese desamor y esa barbarie que surgió a la superficie cuando el trauma jurídico de la sublevación. Demasiado sabe todo el mundo que habiendo roto los más obligados de conservarlo, el vínculo que unía a todos en un cuerpo solidario regido por normas, 2 E. Heiman, profesor de la New School for Social Research, New York City, en su ensayo titulado A Christian look ai Oommunism, escribe: We must bear' in mind the historical causal relationship betwen our system and that of our adversaries, who, however bad they may be, are what they are, as manifestation, objetivation and nemesis of our sin. It is hard despise our adversaries if we remember that they are our producís". ¡Cuánto más obligada no sería esta confesión para nuestros eternos intolerantes de tan negra historia, si fueran capaces de examen de conciencia! fueron ellos los que hicieron creer a los desalmados que no faltan en todas partes en una especie de vacaciones generales de la legalidad que autorizaba a hacer justicia por sí mismo. No nos defenderemos de aquellos crímenes inquiriendo la raiz de los agravios que hallaron triste ocasión de ser vengados en la locura que ellos mismos —los que suelen acusarnos— desataron lanzándose por los caminos de la fuerza bruta. No nos defenderemos de ese cargo que nos reclama la sangre vertida en el lado republicano, trayendo a la balanza el número y la magnitud de los asesinatos a mansalva que se prodigaron de norte a sur en toda la zona facciosa, donde ciertamente no podía haber incontrolados, teniendo a los institutos armados de su parte, sino en todo caso sicarios y ejecutores de quiénes se habían erigido en autoridad sin serlo. Asesinatos públicos en mucho casos, sin necesidad de ampararse en la oscuridad de la noche, y en no pocos con solemnidades de Auto de F e y asistencia escandalosa de gentes que se dicen bien y confiesan o dicen confesar la fe cristiana. No nos detendremos, para considerar más cerca la cuestión como sería posible, en referir lo ocurrido en Navarra, las vergonzosas escenas de sangre y muerte de que fue teatro la misma capital de aquella provincia antes de que en las provincias hermanas de Guipúzcoa y Vizcaya, adictas a la República, se hubiese registrado ningún acto de venganza. No tenemos por qué referirnos a los nobles esfuerzos que hizo desde el primer momento el gobierno de la República para recuperar los resortes materiales de la autoridad destruidos por la traición a la intención de evitar aquella sangre, ni recordar cómo tan pronto restablecidos algunos de esos resortes cesaron las muertes violentas en el territorio de su mando. Tampoco nos tomaremos la molestia de recordar aquel alarde criminal del general faccioso que Dios se apresuró a castigar por su mano, cuando anunciaba cínicamente por la radio la existencia de una quinta columna dentro del mismo Madrid, la cual entraría en acción, atacando por la espalda a los defensores de la República, en el momento crítico en que les darían el asalto otras cuatro columnas por otros tantos flancos; frase que hizo gran fortuna y no pocas desgracias; fortuna, quedando incorporada al léxico universal y desgracias, dando pábulo y visos de justificación a aquello que reclamaban los milicianos al salir para el frente: limpiar primero la retaguardia. A cualquiera que haya defendido la República cumpliendo con un deber, sean cuales fueran las responsabilidades que haya tenido que afrontar en la terrible prueba a que fuimos sometidos los que queríamos seguir siendo libres, le basta dejar sentado lo siguiente: aquellas víctimas de la justicia expeditiva del pueblo en su desesperación que la República no pudo evitar, aun en el caso de las más evidentes culpabilidades, a nadie dolieron y perjudicaron tanto como a ella —a la República— con la leyenda que con la complicidad del pulpito y de los infames de la prensa internacional fascista lograron rodearnos. Mientras ellos —los causantes de todo— han explotado aquellas víctimas con secreta satisfacción y no poco provecho político. * * * El deber. Suele decirse, creo que con harto fundamento, que difícilmente se es héroe dos veces. Y, sinceramente, yo no sé lo que haría nuest ro pueblo que se portó tan serena, tan valiente y desinteresadamente en esta circunstancia de la guerra y los azarosos comienzos de ella, si otra vez, por el rigor de los dioses exigentes, hubiera de afrontar la misma prueba. Yo no sé si volvería a entregarse tan de cuerpo y alma a las responsabilidades como lo hizo entonces, sin preguntarse las probabilidades del éxito, aceptando de grado y desde luego, con liberal y espontánea voluntad de sacrificio, todo el trabajo, todas las fatigas y a esta distancia de las cosas y visto todo lo que habíamos de ver, me estremece el valor de todo el mundo en aquellos momentos. No era ciertamente la primera vez que Eibar abrazaba el sacrificio. Igual le ocurrió en la opción que nuestros padres y abuelos tuvieron de resolver cuando las guerras carlistas. Y el mismo sino heroico le tocó padecer cuando —constituyendo una excepción en medio de la provincia contemporizadora— hizo una resistencia suicida a las tropas de la Convención francesa, en 1794. Con todo y esta noble tradición, yo no sé lo que otra vez que ocurrieran las mismas circunstancias haría nuestro pueblo. Pero lo que sí sé es, que diez veces que volviera a plantearse el problema en términos semejantes, el DEBER sería siempre el mismo. Por eso, en espera de que la historia juzgue aciertos y desaciertos que siguieron en nuestra guerra defensiva de la República, podemos dejar sentado la satisfacción más honrosa que cabe a los individuos y los pueblos; la satisfacción de haber cumplido con todo el deber. * * * Final. Hacia mediados de agosto (1936) me fue ordenado por radio desde Madrid, personarme en la Embajada de España en París. Se trataba de procurar la reanudación de los suministros de petróleo por Rusia, que el gobierno del bienio negro había suspendido en su afán de deshacer todas las obras del primer gobierno de la República, pues sin esta fuente abierta para nuestras necesidades civiles y de la guerra, no sería difícil al enemigo dejarnos en seco. La razón del requerimiento era que yo había intervenido personalmente en el contrato que estuvo vigente durante los tres primeros años de la República entre los soviets y la Campsa, y era conocido de los directores de la representación comercial soviética de París. Poco después fui requerido a Madrid para ejercer la Dirección del Monopolio de Petróleos, función en la que, con otras atenciones como la de Consejero del Banco de España, estuve hasta el fin de la guerra. Me es obligado decir, que no en alabanza de mi gestión sino en honor de la solidez empresaria del monopolio y su organización de servicios, que a pesar del bache desmoralizador de la sublevación militar, gracias a la fuerza de inercia de que aún le quedaban reservas al terminar la guerra, en ningún momento de los treinta y tres meses de hostilidades faltaron ni la gasolina ni los aceites, con ser tan complicado el asunto de la compra y fletamentos, sobre todo en circunstancias en que cada cargamento era un objetivo para el enemigo. Con aquella salida a París dejé el país de los recuerdos a que se contraen las notas de este viaje sentimental para entrar en otro capítulo de la vida, en extraños caminos que nos tenía deparados el destino. Lo bueno y lo malo de la guerra, lo triste y lo sublime de ella, queda a cargo de la historia. Hasta aquí, pues, los paisajes en que he tratado de encerrar la experiencia de un pueblo que no dejó de tener cierta originalidad en la febril atmósfera en que tuvo lugar el despertar de lo social en España. í Í N D I C E Pág. Justificación 7 Nota 9 Prólogo que en realidad es el epílogo 11 I. AURORA SOCIAL SOBRE EL EGO 15 Socialismo gremial 18 La libertad de contratación y el nuevo hecho de lo social 21 La primera huelga 23 La agrupación socialista 25 El republicanismo histórico 27 El ¡Adelante! 30 El don de lenguas 31 Aquilino Amuátegui 33 La vida como servicio 36 Importancia social del Municipio 38 Martín Erquiaga 40 Marcelino Bascaran 42 La larga lista de nuestros buenos jueces 44 José Tellería 45 José Guisasola 46 Florencio Eguren 48 Ignacio Galarraga 49 El santo patrón de los artesanos de Chirio-kale 51 Ramón Bueno • • 52 Juan Ganuza 54 Evaristo Aguirre 55 Las muelas de Arambeltz • • • 55 Vascos, castellanos y catalanes 56 La tabla de valores de Cortazo 57 Los canonistas 58 Las cajas de resistencia . . . . • • • 59 Los ensayos cooperativos 61 El Anarquismo 62 El Anarquismo, moda intelectual 64 El prestigio de la industria, bien común 65 Progreso de las costumbres 66 Las tabernas de los socialistas 68 Pág. Valentín Hernández y El Ruido 69 Similia similibus 71 L o s partidos de pelota 78 Las pruebas de bueyes 74 Las peleas de carneros 7*> Las peleas de gallos 77 Las apuestas • • 77 La taberna de Chirrizt 79 Estampa de viejos 80 Contrastes étnicos Los apodos Quelle y Caray 85 El laissez faire, laissez passer • 87 ¿Gauza ez daben gizon bat? 87 Más allá del mundo Los Azpiri • 9u II. LOS TIEMPOS DEL NEÓFITO 98 La claridad de las horas tempranas 93 Nuestro maestro El Fosforero 94 La Catequística 97 La Academia de Dibujo 98 En socrático La biblioteca del Centro Obrero • 191 El problema del Mal 108 El Dios de otros días l^4 Sobre el filo del destino 105 La ilusión de saberlo todo • I97 Vuelta y desasnamiento I**9 La servidumbre de los cargos Hl Apochín, el rebelde • • • H2 El ateísmo anarquista y la neutralidad socialista 113 ¡Abajo las fronteras! 114 La nueva picaresca II7 Takurra II9 El Centro Obrero 121 Las Conferencias públicas 122 Fraternización en Donostia 124 El doctor Madinabeitia , 125 Tomás Meabe 128 El susto de Dios 129 El ichneumon 130 El índice de Madinabeitia 132 El Izu-egtma 134 El Jardín de Convalecientes 136 Pág. El positivismo de tío Pachico ••• 1 38 La música y los ruidos 140 El cuento de San Ivo 141 Eulogio Urréjola 142 Orador fracasado 143 Otro botón de muestra 144 El peligro de escribir libros 145 Al borde la leyenda 147 Proliferación de las épocas de crisis 148 El Neo-Malthusianismo 149 El Esperanto I50 Amor de la Naturaleza 1^1 El reverso de la medalla 153 Los cazadores 1^5 Caza furtiva y caza mayor I57 Perruel, el anfibio 158 Mascuelo, el terrícola 1&0 Piedras como la de Bethel I62 III. TIEMPOS DE MILICIA 166 El triunfo de un proselitista 165 Guillermo Echeverría 166 Wenceslao Yarza 167 El arma electoral 168 La guerra social en que ardía España . • 169 Calendario socialista 170 La Fiesta del Trabajo 171 La Commune de París • • 173 Antimilitarismo de las Juventudes 1 174 Sobre la moral cristiana 177 El Hombre, valor absoluto ; 178 Un error de terminología 180 La batalla clerical • • • • • 181 Iconoclastas para un proceso 182 Los necróforos 184 La secularización de la vida 185 ¡Sangre en las manos! 188 Los niños de los mineros 189 ¡He ahí mi familia! 190 Los cargos retribuidos 192 Paralelo : •• 193 Enrique de Francisco 194 El defecto de hablar bien 195 Cosmorama 196 Pueblo de alalos 198 Pág. El derecho de contradicción 199 Ambiente polémico 201 Amuátegui desafiado 202 El gran argumento de Amuátegui 203 El reverso del argumento de Amuátegui 204 Avelino Lausagarreta, el irredento 206 El Derecho a la Pereza 207 El amor libre 208 El Quijote, novela social 209 Juicio salomónica en un besugo 210 Charada filosófica . 211 La existencia de Dios 212 La rebeldía del arrantzale 214 Jaungoikua del vascuence 215 San Antonio de Urquiola 216 Uno que temía no hubiese Infierno 217 El Fuego y el Agua 219 IV. LOS PROBLEMAS NACIONALES 223 Localismo adventicio 223 La brega con el castellano 224 Joaquín, el Alguacil 226 Un singular decomiso ¿ • • • 227 Moscatela 228 El gabán de Amuátegui 229 La Banda de Música 231 Replanteo histórico • 233 Las pequeñas guerras sociales 234 Los problemas nacionales 236 Proyecto de Casa del Pueblo • 237 Un experimentador 239 Una deuda pendiente 240 Caciquismo provincial fuerista 242 El problema autonómico 243 La primera piedra 244 Indalecio Prieto 246 La Voz de Guipúzcoa • • • 247 Donde se ve que tranquilidad no viene de tranca 248 Funcionario municipal 250 El susto de un aldeano 251 La Escuela de Armería 252 Julián Echeverría 253 Los discípulos, la medida del maestro 255 Mecánica y romanticismo 256 Las tardes a Rousseau 258 Pág. Ambiente filarmónico 259 El Director del Orfeón 261 El Director de la Banda 262 ¿Y los deportes? , 263 La revelación de la crisis 264 La carretera a Marquina 266 La Cocina Popular 268 La tragedia de un hombre probo 270 Amuátegui, el bueno, y Chiclana, el malo 271 El sueño de Enrique IV 272 Como el dolor, la risa anda por barrios 274 Neutrales y beligerantes 275 La nueva Casa del Pueblo 277 La inauguración de la Casa del Pueblo 278 Inauguración de la Biblioteca 280 Breve paréntesis 282 La cigarra, la hormiga y la Sinagoga 283 Agosto de 1917 284 Vencidos pero no humillados 285 V. LA POST-GUERRA 287 La neutralidad española 287 España, anacronismo viviente 288 El Armisticio 289 Aliadófilos y germanófilos 290 Los de la exclusiva de Dios 292 La peste 294 Los intereses y las ideas • 295 La jornada de ocho horas 297 Los del oficio de parados 298 Más de lo anecdótico 299 La muerte de Amuátegui 301 Tres en compañía • 303 Filosofía del tiempo huidero 304 La Plaza de la Constitución 306 La teoría de la relatividad 307 La huelga de metalúrgicos de 1920 308 La Cooperativa Alfa ••• 310 Ciclismo y montañismo 312 Paz en la guerra 313 Un armisticio 315 Tremedal y sumidero ' 316 Abandonados en la estacada 317 Los comienzos de la Cooperativa Alfa . 319 Cuando lo más difícil es retroceder 320 Pág. Juan de los Toyos 321 Eusebio Gorrochategui 322 El demonio de la discordia 323 Deshumanización de la política • • 324 Revalorización de lo reaccionario 327 Sobre la descomposición catastrófica del capitalismo 329 El horror a fracasar como profetas 331 La Dictadura de Primo de Rivera 332 Balance de la experiencia fascista • 333 Contrición indispensable «• • • • 335 Dictadura al dictado 336 Buenas impresiones 338 Los pedidos de América 339 El paro endémico en la Armería 341 La intentada trustificación de la Armería 342 La fabricación de máquinas de coser 343 Enrique de Francisco 344 Dictablanda 345 Los dictadoristas • • 346 Historia de una multa gubernativa 347 Eugenio Noel 348 José Sánchez Rojas, traductor de Papini . 350 La caída del Marqués de Estella 351 El metro de Sangre 352 VI. LA REPÚBLICA . 355 Las elecciones municipales 355 La noche del 12 de abril 356 La madrugada del 14 de abril 358 Las primeras horas de la República 359 Verbena nacional 361 La ilusión republicana del pueblo 362 Los socialistas y la República ,. 364 Otra excepción 365 La Sanjurjada 367 Nuestra contribución de hombres 368 El Delegado del Gobierno en la Campsa 368 Manuel Cordero y "los enchufes" 369 Las pequeñas miserias de los grandes hombres 371 Los que fuimos a Madrid sin saber entrar por las puertas vidrieras 372 Las cuevas del Drach, en Mallorca 373 Formas degradadas de religión 375 El Monopolio de Petróleos 376 Nuestro tío Afraiz 378 Pág. San Salvador 379 Los arbitristas 380 La Conferencia económica de Londres 382 Deformación profesional funesta 383 Las dos facetas del hombre 385 Garden Party, en Windsor 387 Octubre de 1934 388 Sarampión maximalista 390 Una comisión desagradable 391 El enemigo, en el Ministerio de la Guerra 392 La jornada del 5 de octubre 394 La rendición 395 Examen de conciencia a Hacer 397 Entredicho de la Cooperativa Alfa 397 El tiempo que no cuenta 399 Los tres votos 400 Obediencia 402 La moral de un fiscal 403 La castidad 405 Consejo de Guerra 406 La amnistía 408 Agradecimiento 409 VIL LA GUERRA 413 La verbena que nos prometíamos 413 ¡No sabéis mucho lo que os viene encima! 414 La pequeña guerra que ellos se prometían 415 La ayuda del pueblo . . 417 Requisición militar , 418 La sangre de Abel >.... 420 La invención de la frase: Quinta columna 421 El deber : 423 Final 423 Este libro se terminó de imprimir el día 23 de Octubre de 1968, en los talleres gráficos de IMPRESIONES MODERNAS, S. A . , Sevilla 702 bis, Col. Portales, México 13, D. F. La edición consta de 500 ejemplares. Udal Liburutegia / Eibar V i a j e p o r e l p a í s de l o s r e c u e r E t x e b a r r i a , T o r i b io 4504 82-94 E T X 3 5 3 2 6 0 6